Las memorias de Sherlock Holmes (5 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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Antes de decidir esta cuestión, había yo comprendido todo el significado que tenía el silencio del perro, porque siempre ocurre que una deducción exacta sugiere otras. Por el incidente de Simpson me había enterado de que en la casa tenían un perro, y, sin embargo, ese perro no había ladrado con fuerza suficiente para despertar a los dos mozos que dormían en el altillo, a pesar de que alguien había entrado y se había llevado un caballo. Era evidente que el visitante nocturno era persona a la que el perro conocía mucho.

Yo estaba convencido ya, o casi convencido, de que John Straker había ido a las cuadras en lo más profundo de la noche y había sacado de ellas a
Silver Blaze
. ¿Con qué finalidad? Sin duda alguna que con una finalidad turbia, porque, de otro modo, ¿para qué iba a suministrar una droga estupefaciente a su propio mozo de cuadras? Pero yo no atinaba con qué finalidad podía haberlo hecho. Antes de ahora se han dado casos de entrenadores que han ganado importantes sumas de dinero apostando contra sus propios caballos, por medio de agentes y recurriendo a fraudes para impedirles luego que ganasen la carrera. Unas veces valiéndose del jockey, que sujetaba el caballo. Otras veces recurriendo a medios más seguros y más sutiles. ¿De qué medio pensaba servirse en esta ocasión? Yo esperaba encontrar en sus bolsillos algo que me ayudase a formar una conclusión.

Eso fue lo que ocurrió. Seguramente que ustedes no han olvidado el extraño cuchillo que se encontró en la mano del difunto, un cuchillo que ningún hombre en su sano juicio habría elegido para arma. Según el doctor Watson nos dijo, se trataba de una forma de cuchillo que se emplea en cirugía para la más delicada de las operaciones conocidas. También esa noche iba a ser empleado para realizar una operación delicada. Usted, coronel Ross, con la amplia experiencia que posee en asuntos de carreras de caballos, tiene que saber que es posible realizar una leve incisión en los tendones de la corva de un caballo, y que esa incisión se puede hacer subcutánea, sin que quede absolutamente ningún rastro. El caballo así operado sufre una pequeñísima cojera, que se atribuiría a un mal paso durante los entrenamientos o a un ataque de reumatismo, pero nunca a una acción delictiva.

—¡Canalla y miserable! —exclamó el coronel.

—Ahí tenemos la explicación de por qué John Straker quiso llevar el caballo al páramo. Un animal de tal vivacidad habría despertado seguramente al más profundo dormilón en el momento en que sintiese el filo del cuchillo. Era absolutamente necesario operar al aire libre.

—¡He estado ciego! —exclamó el coronel—. Naturalmente que para eso era para lo que necesitaba el trozo de vela, y por lo que encendió una cerilla.

—Sin duda alguna. Pero al hacer yo inventarío de las cosas que tenía en los bolsillos, tuve la suerte de descubrir, no sólo el método empleado para el crimen, sino también sus móviles.

Como hombre de mundo que es, coronel, sabe que nadie lleva en sus bolsillos las facturas pertenecientes a otras personas. Bastante tenemos la mayor parte de nosotros con pagar las nuestras propias. Deduje en el acto que Straker llevaba una doble vida, y que sostenía una segunda casa. La índole de la factura me demostró que andaba de por medio una mujer, una mujer que tenía gustos caros. Aunque es usted generoso con su servidumbre, difícilmente puede esperarse que un empleado suyo esté en condiciones de comprar a su mujer vestidos para calle de veinte guineas. Interrogué a la señor Straker, sin que ella se diese cuenta, acerca de ese vestido. Seguro ya de que ella no lo había tenido nunca, tomé nota de la dirección de la modista, convencido de que visitándola con la fotografía de Straker podría desembarazarme fácilmente de aquel mito del señor Darbyshire.

Desde ese momento quedó todo claro. Straker había sacado el caballo y lo había llevado a una hondonada en la que su luz resultaría invisible para todos. Simpson, al huir, había perdido la corbata, y Straker la recogió con alguna idea, quizá con la de atar la pata del animal. Una vez dentro de la hondonada, se situó detrás del caballo, y encendió la luz; pero aquél, asustado por el súbito resplandor, y con el extraordinario instinto, propio de los animales, de que algo malo se le quería hacer, largó una coz, y la herradura de acero golpeó a Straker en plena frente. A pesar de la lluvia, Straker se había despojado ya de su impermeable para llevar a cabo su delicada tarea, y, al caer, su mismo cuchillo le hizo un corte en el muslo. ¿Me explico con claridad?

—¡Asombroso! —exclamó el coronel—. ¡Asombroso! Parece que hubiera estado usted allí presente.

—Confieso que mi último tiro fue de larguísimo alcance. Se me ocurrió que un hombre tan astuto como Straker no se lanzaría a realizar esa delicada incisión de tendones sin un poco de práctica previa. ¿En qué animales podía ensayarse? Me fijé casualmente en las ovejas, e hice una pregunta que, con bastante sorpresa mía, me demostró que mi suposición era correcta.

—Señor Holmes, ha dejado usted las cosas completamente claras.

—Al regresar a Londres, visité a la modista, y ésta reconoció en el acto a Straker corno uno de sus buenos clientes, llamado Darbyshire, que tenía una esposa muy llamativa y muy aficionada a los vestidos caros. Estoy seguro de que esta mujer lo metió a él en deudas hasta la coronilla, y que por eso se lanzó a este miserable complot.

—Una sola cosa no nos ha aclarado usted todavía —exclamó el coronel—. ¿Dónde estaba el caballo?

—¡Ah! El caballo se escapó, y uno de sus convecinos cuidó de él. Creo que por ese lado debernos conceder una amnistía. Pero, si no estoy equivocado, estamos ya en el empalme de Clapham, y llegaremos a la estación Victoria antes de diez minutos. Coronel, si usted tiene ganas de fumar un cigarro en nuestras habitaciones, yo tendré mucho gusto en proporcionarle cualquier otro detalle que pueda despertar su interés.

FIN

LA CAJA DE CARTÓN

Al elegir unos cuantos casos típicos que ilustren las notables facultades mentales de mi amigo Sherlock Holmes, he procurado, en la medida de lo posible, que ofrecieran el mínimo de sensacionalismo, y a la vez una amplia muestra de su talento. Sin embargo, es imposible, lamentablemente, separar por completo lo sensacional de lo criminal, y el cronista se ve en el dilema de tener que sacrificar detalles que resultan esenciales en su exposición, dando de ese modo una impresión falsa del problema, o verse obligado a utilizar materiales que la casualidad, y no su elección, le ha proporcionado. Tras este breve prefacio pasaré a exponer mis notas acerca de lo que constituyó una cadena de acontecimientos extraños y particularmente terribles.

Era un día de agosto y hacía un calor abrasador. Baker Street parecía un horno y el relumbre de la luz del sol al incidir sobre los ladrillos amarillos de la casa del otro lado de la calle lastimaba la vista. Costaba trabajo creer que aquellos fuesen los mismos muros que se erguían tan lóbregos por entre las nieblas del invierno.

Habíamos bajado a medias las persianas y Holmes se había acurrucado encima del sofá, leyendo una y otra vez una carta que había recibido en el correo de la mañana.

En cuanto a mí, los años de servicio en la India me habían habituado a soportar el calor mejor que el frío, y que el termómetro pasara de treinta grados no me suponía dificultad alguna. El periódico de la mañana no ofrecía ninguna noticia interesante. El Parlamento había interrumpido sus sesiones. Se habían ido todos de la ciudad y yo añoraba los claros del New Forest o los guijarros de Southsea. Mi reducida cuenta bancaria me había obligado a posponer las vacaciones, y en cuanto a mi acompañante, ni el campo ni el mar le atraían lo más mínimo. Le encantaba permanecer en el mismo centro donde pululaban cinco millones de personas, extendiendo sus filamentos y pasando por entre ellas, receptivo al más pequeño rumor o sospecha de algún delito sin esclarecer. El aprecio de la naturaleza no se encontraba entre sus muchas dotes, y sólo cambiaba de parecer cuando, en lugar de centrarse en un malhechor de la capital, trataba de localizar a algún hermano suyo de provincias.

Viendo que Holmes estaba demasiado abstraído para conversar, yo había echado a un lado el insulso periódico y, reclinándome en el sillón, me sumí en profundas meditaciones. De pronto la voz de mi acompañante interrumpió el curso de mis pensamientos:

—Lleva usted razón, Watson. Parece una forma absurda de dirimir una disputa.

—¡De lo más absurda!-exclamé, y de pronto, comprendiendo que Holmes se había hecho eco del pensamiento más íntimo de mi alma, me incorporé del sillón y le miré perplejo.

—¿Cómo es eso, Holmes? —grité—. Supera todo cuanto pudiera haber imaginado.

Él se rió de buena gana al observar mi perplejidad.

—Recuerde usted —me dijo— que hace algún tiempo, cuando le leí el pasaje de uno de los relatos de Poe en el que un minucioso razonador sigue los pensamientos no expresados de su compañero, usted se sintió inclinado a tratar el asunto como un mero
tour de force
del autor. Al advertirle que yo solía hacer eso constantemente, usted se mostró incrédulo.

—¡Oh, no!

—Tal vez no llegara a expresarlo en palabras, mi querido Watson, pero lo hizo sin duda con las cejas. De modo que cuando le vi tirar el periódico al suelo y ponerse a pensar, me alegré mucho de tener la oportunidad de leerle el pensamiento, y finalmente de poder interrumpirlo, demostrando así mi compenetración con usted.

Aquello no me convenció del todo.

—En el ejemplo que usted me leyó —le dije— el razonador extrajo sus conclusiones basándose en la actuación del hombre al que observaba. Si mal no recuerdo, aquel hombre tropezó con un montón de piedras, miró hacia arriba a las estrellas, etcétera. Yo, en cambio, he estado sentado en mi sillón tranquilamente, por tanto ¿qué pistas he podido darle?

—Es usted injusto consigo mismo. Las facciones le han sido dadas al hombre para poder expresar sus emociones, y las suyas cumplen ese cometido fielmente.

—¿Quiere usted decir que leyó en mis facciones el curso de mis pensamientos?

—En sus facciones y sobre todo en sus ojos. ¿Es posible que no pueda usted recordar cómo comenzaron sus ensueños?

—No, no puedo.

—Entonces se lo diré yo. Después de tirar al suelo el periódico, acto que atrajo mi atención hacia usted, estuvo sentado durante medio minuto con expresión ausente. Luego sus ojos se clavaron en el retrato, recientemente enmarcado, del general Gordon y por la alteración de su rostro comprendí que había vuelto a sumirse en sus pensamientos. Más eso no le condujo muy lejos. Sus ojos contemplaron fugazmente el retrato sin marco de Henry Ward Beecher, que estaba encima de sus libros. Entonces miró usted hacia arriba a la pared, y era obvio desde luego lo que eso significaba. Usted pensaba que si el retrato estuviera enmarcado cubriría exactamente ese espacio desnudo de pared, y haría juego con el retrato de Gordon que allí estaba.

—¡Me ha comprendido usted a las mil maravillas!-exclamé yo.

—Hasta ahí era poco probable que me perdiera. Pero ahora sus pensamientos volvieron a Beecher, y usted le miró con severidad como si estudiara el semblante del personaje. Entonces dejó usted de entornar los ojos, aunque sin dejar de mirar, y su rostro se quedó pensativo. Estaba usted recordando los incidentes que jalonaron la carrera de Beecher. Me daba perfecta cuenta de que usted no podía hacer eso sin pensar en la misión que emprendió durante la Guerra Civil en favor del Norte, pues recuerdo que expresó su ferviente indignación por la manera en que fue recibido por los más turbulentos compatriotas nuestros. Lo sintió usted tanto que yo sabía que le sería imposible pensar en Beecher sin acordarse también de eso. Cuando, poco después, vi que sus ojos se apartaron del retrato, sospeché que ahora volvía usted a pensar en la Guerra Civil y, cuando observé que apretaba usted los labios, que sus ojos echaban chispas, y que apretaba los puños, tuve la seguridad de que, en efecto, estaba usted pensando en el heroísmo demostrado por ambos bandos en aquella batalla sin cuartel. Pero entonces, de nuevo su rostro se puso más triste y dio usted muestras de desaprobación. Hizo usted hincapié en la tristeza, el horror y la inútil pérdida de vidas humanas. Acercó usted la mano sigilosamente a su vieja herida y una sonrisa tembló en sus labios, lo cual me indicó que el aspecto ridículo de este método de dirimir las cuestiones internacionales había afectado a su mente. En ese mismo instante estuve de acuerdo con usted en que aquello era absurdo y me alegró comprobar que todas mis deducciones habían sido correctas.

—¡Sin lugar a dudas! —dije yo—. Y ahora que me lo ha explicado usted, confieso seguir tan asombrado como antes.

—Fue un trabajo muy superficial, mi querido Watson, se lo aseguro. No me habría inmiscuido si usted no hubiese mostrado cierta incredulidad el otro día. Pero tengo ahora entre manos un pequeño problema que puede resultar más difícil de resolver que este insignificante intento mío de leer el pensamiento. ¿No ha visto usted en el periódico un breve suelto que alude al extraordinario contenido de un paquete enviado por correo a la señorita Cushing, de Cross Street, en Croydon?

—No, no vi nada.

—¡Ah! Entonces se le debe haber pasado por alto. Tíremelo. Aquí está, debajo de la columna financiera. ¿Tendría la amabilidad de leerlo en voz alta?

Recogí el periódico que me había vuelto a lanzar y leí el suelto indicado.

Se titulaba
«UN PAQUETE MACABRO»
.

«La señorita Susan Cushing, que vive en Cross Street, Croydon, ha sido víctima de lo que debe ser considerado como una broma particularmente repugnante, a no ser que se le atribuya al incidente un significado más siniestro.

Ayer, a las dos en punto de la tarde, el cartero le entregó un paquetito, envuelto en papel de estraza. Dentro había una caja de cartón, llena de sal gruesa. Al vaciarla, la señorita Cushing encontró horrorizada dos orejas humanas, recién cortadas aparentemente. La caja había sido enviada desde Belfast la mañana anterior a través del servicio de paquetes postales. No hay ninguna indicación acerca del remitente, y el asunto resulta más misterioso todavía ya que la señorita Cushing, que es soltera y tiene cincuenta años, ha llevado una vida de lo más retirada, y tiene tan pocas amistades o corresponsales, que es un raro acontecimiento para ella el recibir algo por correo. Hace unos años, sin embargo, cuando residía en Penge, alquiló algunas habitaciones de su casa a tres jóvenes estudiantes de Medicina, de los cuales se vio obligada a deshacerse a causa de sus hábitos ruidosos y conducta irregular. La policía es de la opinión de que este ultraje a la señorita Cushing puede haber sido perpetrado por estos jóvenes, que le guardan rencor y esperaban asustarla enviándole estos restos mortales procedentes de las salas de disección.

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