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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

Las luces de septiembre (3 page)

BOOK: Las luces de septiembre
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—¡Es… es maravilloso! —dijo Irene, incapaz de creer cuanto sus ojos le transmitían.

—Bien, esto es sólo el vestíbulo. Pero celebro que les guste —asintió Lazarus, guiándolos hacia el gran comedor de Cravenmoore.

Dorian, desprovisto de palabras, lo contemplaba todo con unos ojos como platos. Simone e Irene, no menos impresionadas, hacían lo posible por no caer en el hipnótico estado de ensueño que la casa producía. La sala donde se servía la cena estaba a la altura de lo que el vestíbulo auguraba. Desde las copas hasta los cubiertos, los platos o las lujosas alfombras que cubrían el suelo, todo llevaba el sello de Lazarus Jann. Ni un solo objeto en casa parecía pertenecer al mundo real, gris y aborreciblemente normal que habían dejado atrás al internarse en aquella vivienda. Con todo, a los ojos de Irene no escapó el inmenso retrato que reposaba sobre la chimenea, cuyas llamas brotaban de las fauces de unos dragones. Una dama de belleza deslumbrante lucía un vestido blanco. El poder de su mirada había rebasado frontera entre la realidad y los pinceles del artista. Por unos segundos, Irene se perdió en aquella mirada mágica y embriagadora.

—Mi esposa, Alexandra… Cuando todavía gozaba de buena salud. Días maravillosos; aquéllos —dijo la voz de Lazarus a sus espaldas, envuelta en un halo de melancolía y resignación.

La cena transcurrió agradablemente a la luz de las llamas. Lazarus Jann se reveló como un excelente anfitrión que pronto supo ganarse las simpatías de Dorian e Irene con bromas y narraciones sorprendentes. En el curso de la velada les explicó que los deliciosos platos que estaban degustando eran obra de Hannah, una muchacha de la edad de Irene que trabajaba para él como cocinera y doncella. A los pocos minutos, la tirantez inicial desapareció y todos se sumaron a la distendida conversación que el fabricante de juguetes sabía tejer con una habilidad imperceptible.

Cuando empezaron a degustar el segundo plato, el asado de pavo especialidad de Hannah, los Sauvelle se sentían en la presencia de un viejo conocido. Para su tranquilidad, Simone advirtió que la corriente de simpatía entre sus hijos y Lazarus era mutua, y que ella misma no era ajena a su encanto.

Entre anécdota y anécdota, Lazarus les facilitó cumplidas explicaciones acerca de la casa y la naturaleza de las obligaciones a las que su nuevo empleo los comprometía. El viernes era la noche libre de Hannah y la pasaba con su humilde familia en Bahía Azul. Pero Lazarus les informó de que tendrían oportunidad de conocerla tan pronto se incorporase de nuevo a su labor. Hannah era la única persona, sin contar a Lazarus y a su esposa, que vivía en Cravenmoore. Ella los ayudaría a aclimatarse y solventaría cuantas dudas tuviesen en relación con la casa.

Llegados los postres, una irresistible tarta de frambuesas, Lazarus pasó a explicar lo que esperaba de ellos. Pese a estar ya retirado, seguía trabajando ocasionalmente en el taller de juguetes, localizado en una ala contigua a Cravenmoore. Tanto la fábrica como las habitaciones de los pisos superiores estaban vedadas a su paso. No debían entrar en ellas bajo ningún concepto. Sobre todo en el ala oeste de la casa, que albergaba las habitaciones de su esposa.

Alexandra Jann padecía, desde hacía más de veinte años, una extraña e incurable enfermedad que la obligaba a guardar reposo absoluto en cama. La esposa de Lazarus vivía retirada en su habitación del tercer piso en el ala oeste, donde sólo su marido entraba para atenderla y proporcionarle cuantos cuidados precisaba en su precario estado. El fabricante de juguetes les contó cómo su esposa, por entonces una joven llena de vitalidad y belleza, contrajo la misteriosa enfermedad en un viaje que realizaron por tierras centroeuropeas.

El virus, al parecer incurable, fue apoderándose de ella poco a poco. Pronto, casi ni podía caminar o sostener un objeto en las manos. En el plazo de seis meses, su estado empeoró hasta convertirla en una inválida, un triste reflejo de la persona con quien se había casado tan sólo unos años antes. Al año de contraer la enfermedad, la memoria de la enferma empezó a desvanecerse, y en cuestión de semanas apenas era capaz de reconocer a su propio esposo. Desde entonces dejó de hablar y su mirada se convirtió en un pozo sin fondo. Alexandra Jann tenía entonces veintiséis años. Desde ese día jamás había vuelto a salir de Cravenmoore.

Los Sauvelle escucharon el triste relato de Lazarus en respetuoso silencio. El fabricante, obviamente consternado por el recuerdo y por dos décadas de vida en soledad y dolor, quiso quitar importancia al hecho derivando la conversación hacia la exquisita tarta de Hannah. La triste amargura de su mirada, sin embargo, no pasó desapercibida para Irene.

No le costaba imaginar la huida a ninguna parte de Lazarus Jann. Desprovisto de aquello que más amaba, Lazarus se había refugiado en su mundo de fantasía y había creado cientos de seres y objetos con los que llenar la profunda soledad que lo rodeaba.

Al oír las palabras del fabricante de juguetes, Irene comprendió que ya nunca podría volver a ver aquel universo de imaginación desbordante que poblaba Cravenmoore como una espectacular e impactante pirueta del genio que lo había creado. Para ella, que había aprendido a reconocer en carne propia el vacío de la pérdida, Cravenmoore no era más que el oscuro reflejo del laberinto de soledad en el que Lazarus Jann había vivido en los últimos veinte años. Cada habitante de aquel mundo maravilloso, cada creación, constituía simplemente una lágrima derramada en silencio.

Finalizada la cena, Simone Sauvelle tenía muy claras sus obligaciones y responsabilidades en la casa. Sus funciones eran similares a las de un ama de llaves, un trabajo que poco tenía que ver con su empleo original, el de maestra, pero que estaba dispuesta a desempeñar tan bien como pudiese para garantizar un futuro de bienestar a sus hijos. Simone supervisaría el trabajo de Hannah y de los sirvientes ocasionales, se haría cargo de las tareas de administración y mantenimiento de la propiedad de Lazarus Jann, del trato con los proveedores y los comerciantes del pueblo, de la correspondencia, de las provisiones y de garantizar que nada ni nadie importunara al fabricante en su deseado retiro del mundo exterior. Igualmente, su trabajo contemplaba la adquisición de libros para la biblioteca de Lazarus. A tal efecto, su patrón insinuó claramente que su pasado como educadora había sido determinante a la hora de elegirla entre otras candidatas más versadas en el área del servicio. Lazarus insistió en que este cometido era uno de los más importantes de su posición.

A cambio de estas tareas, Simone y sus hijos podían ocupar la Casa del Cabo y gozar de un sueldo más que razonable. Lazarus se haría cargo de los gastos de escolarización de Irene y Dorian para el próximo curso, tras el verano. Igualmente, se comprometía a pagar los estudios universitarios de ambos si los jóvenes presentaban aptitudes y voluntad para ello. Irene y Dorian, por su parte, podían colaborar con su madre en las tareas que ella les asignase en la casa, siempre y cuando respetaran las reglas de oro: no traspasar los límites especificados por su propietario.

Teniendo en cuenta los meses anteriores, de deudas y miseria, la oferta de Lazarus se le antojaba a Simone Sauvelle como una bendición del cielo, Bahía Azul era un escenario paradisíaco para empezar una nueva vida con sus hijos. El empleo era más que deseable, y Lazarus ofrecía todos los visos de ser un patrón magnánimo y bondadoso. Tarde o temprano, la suerte tenía que sonreírles. El destino había querido que fuese en ese lugar alejado, y por primera vez en mucho tiempo, Simone estaba dispuesta a aceptar sus designios con agrado. Es más, si su instinto no la engañaba, y no solía hacerla, adivinaba una sincera corriente de simpatía hacia ella y su familia. No le costaba esfuerzo suponer que su compañía y su presencia en Cravenmoore podían constituir un bálsamo para paliar la inmensa soledad que parecía rodear a su propietario.

La cena finalizó con una taza de café y la promesa de Lazarus de que, algún día, iniciaría al absolutamente cautivado Dorian en los misterios de la construcción de autómatas.

Los ojos del muchacho se encendieron de ilusión ante la oferta y, por un breve instante, las miradas de Lazarus y Simone se encontraron de manera fugaz al trasluz de las velas.

Simone reconoció en ellos el rastro de años de soledad, una sombra que conocía bien. Buques a la deriva que se cruzan en la noche. El fabricante de juguetes entornó los ojos y se alzó en silencio, señalando el fin de la velada.

Luego los guió hasta la puerta principal, deteniéndose brevemente para explicar alguno de los prodigios que poblaban el camino. Dorian e Irene asistían boquiabiertos a cuantos detalles les revelaba. Cravenmoore albergaba suficientes maravillas para iluminar cien años de asombro. Poco antes de enfilar el vestíbulo que conducía a la puerta, Lazarus se detuvo ante lo que aparentaba ser un complejo mecanismo de espejos y lentes, y dirigió una mirada enigmática a Dorian. Sin mediar palabra, introdujo el brazo entre un pasillo de espejos.

Lentamente, el reflejo de su mano se desvaneció hasta hacerse invisible. Lazarus sonrió.

—No debes creer todo aquello que ves. La imagen de la realidad que nos brindan nuestros ojos es sólo una ilusión, un efecto óptico —dijo—. La luz es una gran mentirosa. Dame tu mano.

Dorian siguió las instrucciones del fabricante de juguetes y dejó que éste la guiase por el pasillo de espejos. La imagen de su mano se desintegró ante sus propios ojos. Dorian, con un interrogante mudo en la mirada, se volvió hacia Lazarus.

—¿Conoces las leyes de la óptica y de la luz? —preguntó el hombre.

Dorian negó con la cabeza. En ese momento no sabía ni dónde tenía su mano derecha.

—La magia es tan sólo una extensión de la física. ¿Qué tal se te dan las matemáticas?

—Excepto la trigonometría, así, así…

Lazarus sonrió.

—Por ahí empezaremos. La fantasía son números, Dorian. Ése es el truco.

El muchacho asintió, sin saber muy bien de qué estaba hablando Lazarus. Finalmente, éste señaló la puerta y los acompañó hasta el umbral, fue entonces cuando, casi por casualidad, Dorian creyó ver lo imposible. Al pasar frente a uno de los faroles parpadeantes, las siluetas que proyectaban sus cuerpos se dibujaron sobre los muros. Todas menos una: la de Lazarus, cuyo rastro en la pared era invisible, como si su presencia no fuese más que un espejismo.

Cuando se volvió, Lazarus lo observaba detenidamente. El chico tragó saliva. El fabricante de juguetes le pellizcó cariñosamente la mejilla, burlón.

—No creas todo lo que vean tus ojos…

Y Dorian siguió a su madre y a su hermana al exterior.

—Gracias por todo y buenas noches —concluyó Simone.

—Ha sido un placer. Y no es un cumplido —dijo Lazarus cordialmente; les sonrió amablemente y alzó la mano en señal de despedida.

Los Sauvelle se adentraron en el bosque poco antes de la medianoche, de vuelta a la Casa del Cabo.

Dorian, silencioso, permanecía todavía bajo los efectos de la prodigiosa residencia de Lazarus Jann.

Irene andaba perdida en sus propios pensamientos, lejos del mundo. Y Simone, por su parte, respiró tranquila y dio gracias a Dios por la suerte que les había enviado.

Justo antes de que la silueta de Cravenmoore se perdiese a sus espaldas, Simone se volvió a contemplarla una última vez. Una sola ventana permanecía iluminada en el segundo piso del ala oeste. Una figura se erguía inmóvil tras los cortinajes. En ese preciso momento, la luz se extinguió y el amplio ventanal se sumergió en las sombras.

De vuelta a su habitación, Irene se quitó el vestido que su madre le había prestado y lo plegó cuidadosamente sobre la silla. Las voces de Simone y Dorian se oían en la cámara contigua. La joven apagó la luz y se tendió sobre el lecho. Sombras azules danzaban sobre el cielo raso como una cabalgata de espectros saltarines en la aurora boreal. El susurro de las olas rompiendo en los acantilados acariciaba el silencio. Irene cerró los ojos y trató de conciliar el sueño en vano.

Era difícil aceptar que desde aquella noche no volvería a ver su viejo piso de París, ni habría de regresar al salón de baile para ganarse las pocas monedas que aquellos soldados llevaban consigo. Sabía que las sombras de la gran ciudad no podían alcanzarla allí, pero la huella del recuerdo no conocía fronteras. Se incorporó de nuevo y se acercó hasta la ventana, la torre del faro se alzaba en las tinieblas. Concentró la vista en el islote entre las brumas incandescentes. Un reflejo fugaz pareció brillar, como el guiño de un espejo en la distancia.

Segundos después, el destello brilló de nuevo para desvanecerse definitivamente. Irene frunció el ceño y advirtió la presencia de su madre abajo, en el porche. Simone, envuelta en un grueso jersey, contemplaba el mar en silencio. Sin necesidad de ver su rostro en la oscuridad, Irene supo que estaba llorando y que ambas tardarían en conciliar el sueño. En aquella primera noche en la Casa del Cabo, tras aquel primer paso hacia lo que parecía un horizonte de felicidad, la ausencia de Armand Sauvelle se hacía más dolorosa que nunca.

3. BAHÍA AZUL

De todos los amaneceres de su vida, ninguno habría de parecerle más luminoso a Irene que aquel del 22 de junio de 1937. El mar resplandecía como un manto de diamantes bajo un cielo cuya transparencia jamás hubiese creído posible durante los años que había vivido en la ciudad. Desde su ventana, el islote del faro podía contemplarse ahora con toda claridad, al igual que las pequeñas rocas que emergían en el centro de la bahía como la cresta de un dragón submarino. La ordenada hilera de casas en el paseo del pueblo, más allá de la Playa del Inglés, dibujaba una acuarela danzante entre la calima que ascendía del muelle de pescadores. Si entornaba los ojos, podía ver el paraíso según Claude Monet, el pintor predilecto de su padre.

Irene abrió la ventana de par en par y dejó que la brisa del mar, impregnada del aroma del salitre, inundase la habitación. La bandada de gaviotas que anidaba en los acantilados se volvió a observarla con cierta curiosidad. Nuevos vecinos. No muy lejos de ellas, Irene advirtió que Dorian ya estaba instalado en su refugio favorito entre las rocas, catalogando espejismos, musarañas…, o enfrascado en lo que fuera que hacía en sus solitarias excursiones.

Andaba Irene ya concentrada en decidir qué ropa ponerse para salir a disfrutar de aquel día robado de algún sueño, cuando una voz desconocida, acelerada y zumbona llegó a sus oídos desde el piso inferior. Dos segundos de atenta escucha revelaron el timbre calmado y templado de su madre conversando o, mejor dicho, intentando colocar monosílabos entre los escasos resquicios que su interlocutora dejaba escapar.

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