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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

Las luces de septiembre (19 page)

BOOK: Las luces de septiembre
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Sus ojos captaron al vuelo un nombre familiar en una de las decenas de noticias: Daniel Hoffmann. El nombre despertó su memoria con un relámpago. El misterioso personaje de Berlín cuya correspondencia debía separar, según sus instrucciones. El extraño individuo cuyas cartas, tal como Simone había averiguado accidentalmente, iban a parar a las llamas. Sin embargo, había algo en todo aquello que no cuadraba. El hombre del que hablaban aquellas noticias no vivía en Berlín y, a juzgar por las fechas de publicación de los periódicos, debería contar ahora con una edad improbablemente avanzada. Confundida, Simone se sumergió en el texto de la reseña.

El Hoffmann de los recortes era un hombre rico, fenomenalmente rico. Centímetros más allá, la primera página de Le Fígaro publicaba la noticia de un incendio en la factoría de juguetes. Hoffmann había muerto en la tragedia. Las llamas consumían el edificio y una multitud se agolpaba, paralizada por el espectáculo infernal. Entre ellos, un niño de ojos asustados miraba a la cámara, perdido.

La misma mirada aparecía en otro recorte. Esta vez, la noticia explicaba la tenebrosa historia de un muchacho que había permanecido siete días encerrado en un sótano, abandonado en la oscuridad. Agentes de la policía lo habían encontrado al hallar a su madre muerta en una de las habitaciones. El rostro del niño, que apenas debía de contar siete u ocho años, era un espejo sin fondo.

Un intenso escalofrío le atenazó el cuerpo, mientras las piezas de un siniestro rompecabezas empezaban a insinuarse en su mente. Pero había más, y el fascinante poder de aquellas imágenes era hipnótico. Los recortes avanzaban en el tiempo. Muchos de ellos hablaban de personas desaparecidas, de gentes que Simone nunca había oído mencionar. Entre ellos, destacaba una muchacha de belleza resplandeciente, Alexandra Alma Maltisse, heredera de un imperio de forjadores de Lyon, a la que una revista de Marsella se refería como la prometida de un joven pero prestigioso ingeniero e inventor de juguetes, Lazarus Jann. Junto a aquel recorte, una serie de fotografías mostraba a la deslumbrante pareja entregando juguetes en un orfanato de Montparnasse. Los dos rebosaban felicidad y luminosidad. «Es mi firme propósito que todos los niños de este país, sea cual sea su situación, puedan tener un juguete», declaraba el inventor en el pie de foto.

Más adelante, otro periódico anunciaba la boda de Lazarus Jann y Alexandra Maltisse. La fotografía oficial del compromiso estaba tomada al pie de la escalinata de Cravenmoore.

Un Lazarus repleto de juventud abrazaba a su prometida. Ni una sola nube enturbiaba aquella imagen de ensueño. El joven y emprendedor Lazarus Jann había adquirido la suntuosa mansión con la intención de que constituyese su hogar nupcial. Diversas imágenes de Cravenmoore ilustraban la noticia.

La sucesión de imágenes y recortes se prolongaba más y más, agrandando aquella galería de personajes y acontecimientos del pasado. Simone se detuvo y volvió atrás. El rostro de aquel niño, perdido y aterrado, no la abandonaba. Dejó que sus ojos penetraran en aquella mirada desolada y, lentamente, reconoció en ella la mirada en la que había puesto esperanzas y amistad. Aquella mirada no era la de aquel Jean Neville del que Lazarus le había hablado. Aquélla era una mirada conocida para ella, dolorosamente conocida. Era la mirada de Lazarus Jann.

Una nube de negrura corrió un velo sobre su corazón. Inspiró profundamente y cerró los ojos. Por alguna razón, antes de que la voz sonase a su espalda, Simone supo que había alguien más en la habitación.

Ismael e Irene alcanzaron la cima de los acantilados poco antes de las cuatro de la tarde. Testigos de la dificultad del ascenso eran las magulladuras y los cortes que la piedra había labrado cruelmente en sus brazos y sus piernas. Aquél era el precio por permitirles cruzar la senda prohibida. Por dificultoso que Ismael hubiese esperado que fuese el ascenso, la realidad demostró ser peor y más peligrosa de lo que podía imaginar. Irene, sin rechistar un segundo, ni despegar los labios para quejarse de los arañazos que hacían mella en su piel, le había demostrado un valor que no había visto antes en persona alguna.

La muchacha había trepado y se había aventurado por riscos donde nadie, en su sano juicio, hubiese puesto los pies. Cuando finalmente llegaron al umbral del bosque, Ismael se limitó a abrazarla en silencio. La fuerza que ardía dentro de aquella chica no la apagaría ni toda el agua del océano.

—¿Cansada?

Sin aliento, Irene negó con la cabeza.

—¿Nunca te han dicho que eres la persona más tozuda que hay en este planeta?

Media sonrisa asomó a los labios de la muchacha.

—Espera a conocer a mi madre.

Antes de que Ismael pudiese replicar, ella lo tomó de la mano y tiró de él hacia el bosque. A sus espaldas, un abismo más abajo, se distinguía la laguna.

Si alguien le hubiese dicho que un día treparía por aquellos acantilados infernales, no lo habría creído. Respecto a Irene, sin embargo, estaba dispuesto a creer cualquier cosa.

Simone se volvió lentamente hacia las sombras. Podía sentir la presencia del intruso; podía incluso oír el susurro de su respiración pausada. Pero no podía verlo. El aura de las velas se desvanecía en un halo impenetrable, más allá del cual la habitación se transformaba en un vasto escenario sin fondo. Simone escrutó la penumbra que enmascaraba al visitante. Una rara serenidad la dominaba y le otorgaba una lucidez de pensamiento que la sorprendía. Sus sentidos parecían recoger cada minúsculo detalle de lo que la rodeaba con una precisión escalofriante. Su mente registraba cada vibración del aire, cada sonido, cada reflejo. De este modo, atrincherada en aquel extraño estado de calma, permaneció en silencio enfrentada a la tiniebla, esperando que el visitante se diese a conocer.

—No esperaba verla aquí —dijo finalmente la voz desde las sombras, una voz débil, distante—. ¿Tiene miedo?

Simone negó con la cabeza.

—Bien. No debe tenerlo. No debe tener miedo.

—¿Va a seguir ahí escondido, Lazarus?

Un largo silencio siguió a su pregunta. La respiración de Lazarus se hizo más audible.

—Prefiero estar aquí —respondió finalmente.

—¿Por qué?

Algo brilló en la penumbra. Un destello fugaz, casi imperceptible.

—¿Por qué no se sienta, madame Sauvelle?

—Prefiero estar de pie.

—Como quiera. —El hombre hizo una nueva pausa—. Probablemente se preguntará qué ha sucedido.

—Entre otras cosas —cortó Simone, el filo de la indignación asomando en su tono de voz.

—Tal vez lo más sencillo es que me formule usted esas preguntas y que yo trate de responderlas.

Simone dejó escapar un suspiro de ira.

—Mi primera y última pregunta es dónde está la salida —espetó.

—Me temo que eso no es posible. No todavía.

—¿Por qué no?

—¿Es ésa otra de sus preguntas?

—¿Dónde estoy?

—En Cravenmoore.

—¿Cómo he llegado hasta aquí y por qué?

—Alguien la trajo…

—¿Usted?

—No.

—¿Quién?

—Alguien a quien usted no conoce… aún.

—¿Dónde están mis hijos?

—No lo sé.

Simone avanzó hacia las sombras, su rostro rojo de ira.

—¡Maldito bastardo!…

Encaminó sus pasos hacia el lugar de donde provenía la voz. Paulatinamente, sus ojos percibieron una silueta sobre una butaca. Lazarus. Pero había algo extraño en su rostro. Simone se detuvo.

—Es una máscara —dijo Lazarus.

—¿Por qué razón? —preguntó ella, sintiendo que la serenidad que había experimentado se evaporaba vertiginosamente.

—Las máscaras revelan el verdadero rostro de las personas…

Simone luchó por no perder la calma. Rendirse a la ira no la conduciría a nada.

—¿Dónde están mis hijos? Por favor…

—Ya se lo he dicho, madame Sauvelle. No lo sé.

—¿Qué va a hacer conmigo?

Lazarus desplegó una de sus manos, enfundada en un guante satinado. La superficie de la máscara brilló de nuevo. Aquél era el reflejo que había advertido antes.

—No voy a hacerle daño, Simone. No debe tener miedo de mí. Ha de confiar en mí.

—Una petición un tanto fuera de lugar, ¿no le parece?

—Por su propio bien. Trato de protegerla.

—¿De quién?

—Siéntese, por favor.

—¿Qué diablos está sucediendo aquí? ¿Por qué no me dice lo que está pasando?

Simone notó cómo su voz se convertía en un hilo quebradizo e infantil. Reconociendo el umbral de la histeria, apretó los puños y respiró profundamente. Retrocedió unos pasos y tomó asiento en una de las sillas que rodeaban una mesa vacía.

—Gracias —murmuró Lazarus.

Ella dejó escapar una lágrima en silencio.

—Antes que nada, quiero que sepa que siento profundamente que se haya visto envuelta en todo esto. Nunca pensé que llegaría este momento —declaró el fabricante de juguetes.

—Nunca existió un niño llamado Jean Neville, ¿no es así? —preguntó Simone—. Ese niño fue usted. La historia que me contó… era una verdad a medias de su propia historia.

—Veo que ha estado leyendo mi colección de recortes. Probablemente eso la ha llevado a formarse algunas ideas interesantes, pero equivocadas.

—La única idea que me he formado, señor Jann, es que es usted una persona enferma que necesita ayuda. No sé cómo ha conseguido traerme hasta aquí, pero le aseguro que tan pronto salga de este lugar, mi primera visita va a ser la gendarmería. El rapto es un delito…

Sus palabras le sonaron tan ridículas como fuera de lugar.

—¿Debo intuir entonces que tiene intención de renunciar a su empleo, madame Sauvelle?

Aquella rara punta de ironía dibujó una señal de alerta en el ánimo de Simone. Aquel comentario no se diría propio del Lazarus que conocía. Aunque, a decir verdad, si algo estaba claro es que no lo conocía en absoluto.

—Intuya lo que quiera —replicó fríamente.

—Bien. En ese caso, antes de que acuda a las autoridades, para lo cual tiene mi venia, permítame que complete las piezas de la historia que sin duda usted ha hilvanado ya en su mente.

Simone observó la máscara, pálida y desprovista de cualquier expresión. Un rostro de porcelana del que emergía aquella voz fría y distante. Sus ojos apenas eran dos pozos de oscuridad.

—Como verá, apreciada Simone, la única moraleja que se puede sacar de esta historia, o de cualquier otra, es que, en la vida real, a diferencia de la ficción, nada es lo que parece…

—Prométame una cosa, Lazarus —lo interrumpió ella.

—Si está en mi mano…

—Prométame que, si escucho su historia, me dejará marchar de aquí con mis hijos. Yo le juro que no acudiré a las autoridades. Tan sólo cogeré a mi familia y abandonaré este pueblo para siempre. No volverá a saber de mí —suplicó Simone.

La máscara guardó unos segundos de silencio.

—¿Es eso lo que desea?

Ella asintió, conteniendo las lágrimas.

—Me decepciona, Simone. Creí que éramos amigos. Buenos amigos.

—Por favor…

La máscara cerró el puño.

—Está bien. Si lo que quiere es reunirse con sus hijos, lo hará. A su debido tiempo…

—¿Recuerda a su madre, madame Sauvelle? Todos los niños tienen en su corazón un lugar reservado para la mujer que los trajo al mundo. Es como un punto de luz que nunca se apaga. Una estrella en el firmamento. Yo he pasado la mayor parte de mi vida intentando borrar ese punto. Olvidarlo por completo. Pero no es fácil. No lo es. Espero que, antes de juzgarme y condenarme, tenga a bien escuchar mi historia. Seré breve. Las buenas historias necesitan de pocas palabras…

»Vine al mundo la noche del 26 de diciembre de 1882, en una vieja casa de la más oscura y retorcida calle del distrito de Les Gobelins, en París. Un lugar tenebroso e insalubre, ciertamente. ¿Ha leído a Victor Hugo, madame Sauvelle? Si lo ha hecho, sabrá de qué le hablo. Fue allí donde mi madre, con ayuda de su vecina Nicole, dio a luz a un pequeño bebé. Era un invierno tan frío que, al parecer, tardé minutos en prorrumpir en el llanto que se espera de todo bebé. Tanto es así que, por un instante, mi madre estuvo convencida de que había nacido muerto. Cuando comprobó que no era así, la pobre infeliz lo interpretó como un milagro y decidió, divina ironía, bautizarme con el nombre de Lazarus.

»Evoco los años de mi infancia como una sucesión de gritos en las calles y de largas enfermedades de mi madre. Uno de mis primeros recuerdos es el estar sentado sobre las rodillas de Nicole, la vecina, y escuchar cómo la buena mujer me contaba que mi madre estaba muy enferma, que no podía atender a mis llamadas y que debía ser bueno e ir a jugar con los otros niños. Los otros niños a los que se refería eran un grupo de chiquillos harapientos que mendigaban de sol a sol y aprendían antes de los siete años que la supervivencia en el barrio pasaba por convertirse en criminal o en funcionario. No es necesario aclarar cuál de las dos alternativas era la favorita.

»La única luz de esperanza en aquellos días en el barrio la representaba un personaje misterioso que ocupaba nuestros sueños. Su nombre era Daniel Hoffmann y era sinónimo de fantasía para todos nosotros, hasta el punto de que muchos dudaban de su existencia. Según contaba la leyenda, Hoffmann recorría las calles de París con diferentes disfraces y simulando distintas identidades, repartiendo entre los niños pobres juguetes que él mismo había construido en su fábrica. Todos los chiquillos de París habían oído hablar de él y todos soñaban con que, algún día, ellos serían los elegidos por la fortuna.

»Hoffmann era el emperador de la magia, de la imaginación. Sólo una cosa podía vencer a la fuerza de su fascinación: la edad. A medida que los muchachos crecían y su espíritu quedaba desprovisto de la capacidad de imaginar, de jugar, el nombre de Daniel Hoffmann se borraba de su memoria; hasta que un día, ya adultos, eran incapaces de identificarlo cuando lo oían de labios de sus propios hijos…

»Daniel Hoffmann fue el mayor fabricante de juguetes que jamás ha existido. Poseía una gran factoría en el distrito de Les Gobelins. Su fábrica de juguetes semejaba una gran catedral que se alzaba entre las tinieblas de aquel barrio fantasmal y plagado de peligros y miserias. Una torre afilada como una aguja se alzaba en el centro y se clavaba en las nubes. Desde ella, las campanas señalaban el alba y el crepúsculo todos los días del año. El eco de aquellas campanas se oía en toda la ciudad. Todos los muchachos del barrio conocíamos el edificio, pero los adultos eran incapaces de verlo y creían que su emplazamiento lo ocupaba un inmenso pantano impenetrable, una tierra baldía en el corazón de las tinieblas de París.

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