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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

Las luces de septiembre (13 page)

BOOK: Las luces de septiembre
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Lazarus se ofreció a acompañar a Simone y a sus hijos de vuelta a la Casa del Cabo mientras la congregación se dispersaba como un banco de niebla al amanecer. Fue entonces cuando Irene avistó la silueta solitaria de Ismael, en lo alto del risco que coronaba los acantilados que bordeaban el cementerio, contemplando el mar de plomo. Bastó una mirada entre ella y su madre para que Simone asintiera y la dejase marchar. Al poco, el coche de Lazarus se alejaba por la carretera de la ermita de Saint Roland e Irene ascendía la senda que conducía hasta los acantilados.

En el horizonte se distinguía el fragor de una tormenta eléctrica sobre el mar, encendiendo mantos de luz tras las nubes, que semejaban tanques de metal candente. La muchacha encontró a Ismael sentado sobre una roca, la mirada perdida en el océano. A lo lejos, el islote del faro y el cabo se perdían en la neblina.

De vuelta al pueblo y sin previo aviso, Ismael desveló a Irene su paradero durante los últimos tres días. El muchacho inició su relato desde el momento en que tuvo conocimiento de la noticia.

Había partido en el Kyaneos rumbo al islote del faro, tratando de escapar de un sentimiento del que no había escapatoria posible. Las horas que siguieron hasta el alba le permitieron aclarar su mente y concentrar su atención en una nueva luz al final del túnel: desenmascarar al responsable de aquella desgracia y hacerla pagar por ello. El anhelo de la venganza parecía el único antídoto capaz de mitigar el dolor.

Las explicaciones de la gendarmería no le satisfacían en absoluto. El secretismo con que las autoridades locales habían llevado el caso le resultaba, cuando menos, sospechoso. En algún momento previo al amanecer del siguiente día, Ismael ya había decidido iniciar sus propias pesquisas. A cualquier precio. A partir de ahí, no había reglas. Aquella misma noche Ismael se coló en el improvisado laboratorio forense del doctor Giraud. Con la ayuda de su audacia y un par de tenazas segó eslabones de cadenas y todo lo que se le interponía.

Irene escuchó, a medio camino entre el asombro y la incredulidad, cómo Ismael se había introducido en las fúnebres dependencias, esperando a que Giraud se retirase, y entonces, entre la neblina de formal y una penumbra espectral, había buscado cuidadosamente en los archivos del doctor la carpeta referente a Hannah.

De dónde había sacado la sangre fría necesaria para semejante pirueta estaba por ver, pero evidentemente no se la había proporcionado el dúo de cadáveres que se encontró, cubiertos por velos. Pertenecían a un par de buzos que habían tenido la mala fortuna de sumergirse en una corriente submarina en el estrecho de La Rochelle la noche anterior, mientras trataban de recuperar la carga de un velero encallado en el arrecife.

Irene, pálida como una muñeca de porcelana, escuchó el macabro relato de cabo a rabo, incluyendo el tropezón de Ismael con una de las mesas de operaciones. Una vez que la narración del muchacho regresó al aire libre, la joven suspiró. Ismael se había llevado la carpeta a su velero y había pasado dos horas tratando de desbrozar la selva de palabrería y jerga médica del doctor Giraud.

Irene tragó saliva.

—¿Cómo murió, entonces? —murmuró.

Ismael la miró directamente a los ojos. Un extraño brillo relucía en los suyos.

—No saben cómo. Pero sí saben por qué. Según el informe, el dictamen oficial es paro cardíaco —explicó—. Pero, en su análisis final, Giraud anotó que, en su opinión personal, Hannah vio algo en el bosque que le provocó un ataque de pánico.

Pánico. La palabra se perdió en el eco de su mente. Su amiga Hannah había muerto de miedo, y lo que fuera que había causado aquel terror seguía en el bosque.

—Fue el domingo, ¿no? —dijo Irene—. Algo tuvo que suceder durante ese día…

Ismael asintió lentamente. Era obvio que el muchacho había pensado lo mismo mucho antes que ella.

—O la noche anterior —sugirió Ismael.

Irene le dirigió una mirada de extrañeza.

—Hannah pasó esa noche en Cravenmoore. Al día siguiente, no había ya rastro de ella. No hasta que la encontraron muerta, en el bosque —dijo el chico.

—¿Qué quieres decir?

—Estuve en el bosque. Hay marcas. Ramas rotas. Hubo una lucha. Alguien persiguió a Hannah desde la casa.

—¿Desde Cravenmoore?

Ismael asintió de nuevo.

—Necesitamos saber qué es lo que sucedió el día anterior a su desaparición. Tal vez eso explique quién o qué la persiguió en el bosque.

—¿Y cómo podemos hacer eso? Quiero decir que la policía… —apuntó Irene.

—Sólo se me ocurre un modo.

—Cravenmoore —murmuró ella.

—Exactamente. Esta noche…

El crepúsculo abría resquicios de cobre entre el manto de nubes tormentosas en tránsito desde el horizonte. A medida que las sombras se extendían sobre la bahía, la noche dejaba ver un claro en la bóveda del cielo, a través del cual podía apreciarse el círculo de luz casi perfecto que perfilaba la luna creciente. Su lumbre de plata dibujaba un tapiz de reflejos en la habitación de Irene. La muchacha alzó por un momento la vista del diario de Alma Maltisse y contempló aquella esfera que le sonreía desde el firmamento. Veinticuatro horas más y su circunferencia sería completa. La tercera luna llena del estío. La noche de las máscaras en Bahía Azul.

En este momento, sin embargo, la silueta de la luna adquirió otro significado para ella. Al cabo de pocos minutos acudiría a su cita secreta con Ismael en el umbral del bosque. La idea de atravesar la negrura e introducirse en las profundidades insondables de Cravenmoore le parecía ahora una imprudencia. O mejor, un disparate. Por otro lado, se sentía tan incapaz de fallarle a Ismael en esos momentos como se había sentido aquella misma tarde, cuando el muchacho había anunciado su intención de acudir a la mansión de Lazarus Jann en busca de respuestas acerca de la muerte de Hannah. Como no podía aclarar sus pensamientos, la muchacha retornó el diario de Alma Maltisse y se refugió en sus páginas.

… Hace tres días que no sé nada de él. Partió de improviso a medianoche, convencido de que, si se alejaba de mí, la sombra lo seguiría a él. No quiso decirme adónde se dirigía, pero sospecho que buscó refugio en el islote del faro. Siempre acudió a ese lugar solitario en busca de paz, y tengo la impresión de que esta vez ha regresado allí, como un niño aterrorizado, a enfrentarse a su pesadilla. Su ausencia, sin embargo, me ha hecho dudar de cuanto había creído hasta ahora. La sombra no ha vuelto en estos tres días. He permanecido encerrada en mi habitación, rodeada de luces, velas y faroles de aceite. Ni un solo rincón de la estancia permanecía en la oscuridad. Apenas he podido conciliar el sueño.

Mientras escribo estas líneas, en plena noche, puedo ver desde mi ventana el islote del faro entre la niebla. Una luz brilla entre las rocas. Sé que es él, solo, confinado en la prisión a la que se ha condenado. No puedo permanecer ni una hora más aquí. Si debemos enfrentarnos a esta pesadilla, deseo que lo hagamos juntos y si debemos perecer en el intento, que igualmente lo hagamos unidos.

Ya no me importa vivir un día más o menos de esta locura. Estoy segura de que la sombra no nos dará tregua. No puedo soportar otra semana más como ésta. Tengo la conciencia limpia y mi alma está en paz consigo misma. El miedo de los primeros días es ahora ya sólo cansancio y desesperanza.

Mañana, mientras las gentes del pueblo celebren el baile de máscaras en la plaza principal, tomaré un bote en el puerto y partiré en su busca. No me importan las consecuencias. Estoy preparada para aceptarlas. Me basta con estar a su lado y serle de ayuda hasta el último momento.

Algo dentro de mí me dice que tal vez quede todavía una posibilidad para nosotros de volver a vivir una vida normal, feliz, en paz. No aspiro a nada más…

El impacto de una minúscula piedra sobre su ventana la arrancó de la lectura. Irene cerró el libro y echó un vistazo al exterior. Ismael esperaba en el umbral del bosque. Lentamente, mientras se ponía una gruesa chaqueta de punto, la luna se ocultó tras las nubes.

Irene observó cuidadosamente a su madre desde lo alto de la escalera. Una vez más, Simone se había rendido al sueño en su butaca favorita, frente al ventanal que contemplaba la bahía. Un libro yacía sobre su regazo y sus lentes de lectura permanecían caídos sobre su nariz como un trineo en un trampolín. En un rincón, una radio de madera labrada con caprichosos motivos de art nouveau susurraba los acordes tremendistas de un serial detectivesco. Aprovechando semejante camuflaje, Irene pasó de puntillas frente a Simone y se coló en la cocina, que daba al patio trasero de la Casa del Cabo. Toda la operación apenas le llevó quince segundos.

Ismael la esperaba fuera provisto de una escueta chaqueta de piel, pantalones de trabajo y un par de botas que parecían haber hecho el camino de ida y vuelta a Constantinopla media docena de veces. La brisa nocturna arrastraba una fría neblina desde la bahía, tendiendo una guirnalda de tinieblas danzantes sobre el bosque.

Irene se abotonó hasta arriba su chaqueta y asintió en silencio a la mirada atenta del muchacho. Sin mediar palabra, ambos se internaron en el sendero que atravesaba la espesura. Una galería de sonidos invisibles poblaba las sombras del bosque. El roce de las hojas agitándose al viento enmascaraba el rumor del mar rompiendo en los acantilados. Irene siguió los pasos de Ismael entre la maleza. El rostro de la luna se dejaba adivinar fugazmente entre la trama de nubes que cabalgaban sobre la bahía, sumergiendo el bosque en un fantasmal estado de penumbra parpadeante. A medio trayecto, Irene asió la mano de Ismael y no la soltó hasta que la silueta de Cravenmoore se alzó frente a ellos.

A una señal del chico, se detuvieron tras el tronco de un árbol herido de muerte por un rayo. Por espacio de unos segundos, la luna rasgó el cortinaje aterciopelado de las nubes y un halo de claridad barrió la fachada de Cravenmoore, dibujando cada uno de sus relieves y contornos y trazando el hipnótico retrato de una extraña catedral perdida en las profundidades de un bosque maldito. La fugaz visión se escindió en un estanque de oscuridad y un rectángulo de luz dorada se dibujó al pie de la mansión. La silueta de Lazarus Jann pudo apreciarse en el umbral de la puerta principal. El fabricante de juguetes cerró la puerta a sus espaldas y lentamente descendió los peldaños rumbo a la senda que bordeaba la arboleda.

—Es Lazarus. Todas las noches da un paseo por el bosque —murmuró Irene.

Ismael asintió en silencio y retuvo a la chica, sus ojos clavados en la figura del fabricante de juguetes que se encaminaba hacia el umbral del bosque, en su dirección. Irene dirigió una mirada inquisitiva a Ismael. El muchacho dejó escapar un suspiro y examinó nerviosamente los alrededores. Los pasos de Lazarus se hicieron audibles. Ismael cogió a Irene del brazo y la empujó hacia el interior del tronco muerto del árbol.

—Por aquí. ¡Rápido! —susurró.

El interior del tronco estaba impregnado de un profundo hedor a humedad y a podredumbre. La claridad exterior se filtraba a través de pequeños orificios practicados a lo largo de la madera muerta y dibujaba una improbable escalera de peldaños de luz que ascendían por el interior del tronco cavernoso. Irene sintió un hormigueo en el estómago. A dos metros por encima de ellos advirtió una fila de diminutos puntos luminosos. Ojos. Un grito pugnó por escapar de su garganta. La mano de Ismael se le adelantó. Su alarido se ahogó en su interior mientras el chico la mantenía sujeta.

—¡Son sólo murciélagos, por el amor de Dios! ¡Estate quieta! —le susurró mientras los pasos de Lazarus rodeaban el tronco, rumbo al bosque.

Sabiamente, Ismael mantuvo la mordaza sobre la boca de Irene hasta que las pisadas del propietario de Cravenmoore se perdieron bosque adentro. Las alas invisibles de los murciélagos se agitaron en la oscuridad. Irene sintió el aire sobre su rostro y el hedor ácido de los animales.

—Creí que no te asustaban los murciélagos… —dijo Ismael—. Andando.

Irene lo siguió a través del jardín de Cravenmoore en dirección a la parte trasera de la mansión. A cada paso que daba, la chica se repetía que no había nadie en la casa y que la sensación de ser observada era una simple ilusión de su mente.

Alcanzaron el ala que conectaba con la antigua fábrica de juguetes de Lazarus y se detuvieron frente a la puerta de lo que parecía un taller o una sala de ensamblaje. Ismael extrajo una navaja y desplegó la hoja. El reflejo del filo brilló en la oscuridad. El muchacho introdujo la punta del cuchillo en la cerradura de la puerta y palpó cuidadosamente el mecanismo interno del cierre.

—Hazte a un lado. Necesito más luz.

Irene se retiró unos pasos y escrutó la penumbra que reinaba en el interior de la fábrica de juguetes. Los cristales estaban como nublados por años de abandono y resultaba prácticamente imposible dilucidar las formas que había al otro lado.

—Vamos, vamos… —murmuró Ismael para sí, mientras seguía trabajando en el cierre.

Irene lo observó y acalló la voz interior que empezaba a sugerir que irrumpir ilegalmente en propiedad ajena no era una buena idea. Finalmente, el mecanismo de la cerradura cedió con un chasquido casi inaudible. Una sonrisa iluminó el rostro de Ismael. La puerta se separó un par de centímetros.

—Pan comido —dijo, abriéndola lentamente.

—Démonos prisa —apuntó Irene—. Lazarus no estará fuera mucho tiempo.

Ismael penetró en el interior. Irene inspiró profundamente y lo siguió. El interior estaba bañado por una densa neblina de polvo atrapado en una claridad mortecina que flotaba como una nube de vapor. El olor a diferentes productos químicos calaba el ambiente. Ismael cerró la puerta a sus espaldas y ambos se enfrentaron a un mundo de sombras indescifrables. Los restos de la fábrica de juguetes de Lazarus Jann yacían en la oscuridad, sumidos en un sueño perpetuo.

—No se ve nada —murmuró Irene, reprimiendo sus ansias por salir de aquel lugar cuanto antes.

—Tenemos que esperar a que nuestros ojos se acostumbren a la penumbra. Es cuestión de segundos —sugirió Ismael sin demasiada convicción.

Los segundos pasaron en vano. El manto de negrura que velaba la sala de la factoría de Lazarus no se desvaneció. Irene trataba de adivinar un camino por el que adentrarse cuando sus ojos repararon en una figura erguida e inmóvil que se alzaba unos metros más allá.

Un espasmo de terror le martilleó el estómago.

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