Las huellas imborrables (35 page)

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Authors: Camilla Läckberg

BOOK: Las huellas imborrables
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–Voy a ver dónde está. Tú, entre tanto, pon una cafetera –le ordenó Frans.

–Pero si yo no sé cómo… –comenzó Per con voz quejumbrosa y protestona.

–Pues ya es hora de que aprendas –le espetó Frans ya camino del dormitorio de Carina.

–Carina –dijo en voz alta antes de entrar en la habitación. No obtuvo más que un fuerte ronquido por respuesta. La mujer estaba a punto de caerse de la cama y tenía un brazo en el suelo. Olía a alcohol revenido y a vómito.

–Joder –maldijo Frans en voz alta. Pero luego respiró hondo y se le acercó. Le puso una mano en el hombro y la zarandeó un poco.

–Carina, es hora de despertarse. –Ella seguía sin reaccionar. Frans miró a su alrededor. Se accedía al baño desde el dormitorio, de modo que entró y empezó a llenar la bañera. Mientras caía el agua, se puso a desnudarla con expresión asqueada. No tardó mucho, sólo llevaba el sujetador y las bragas. La llevó a la bañera envuelta en la colcha y la dejó caer en el agua sin más contemplaciones.

–¡Qué coño…! –bufó su ex nuera medio dormida–. ¿Qué coño haces?

Frans no respondió, sino que se acercó al armario, abrió la puerta y sacó ropa limpia que dejó sobre la tapa del retrete, junto a la bañera.

–Per ha puesto café. Lávate, vístete y baja a la cocina.

Por un instante, pareció que Carina quería protestar, pero al final asintió sumisa.

–Bueno, ¿has conseguido la proeza de poner una cafetera? –le preguntó a Per, que se examinaba las uñas sentado a la mesa de la cocina.

–Seguro que sabe a rayos –protestó enojado–, pero al menos parece que está saliendo algo.

Frans examinó la negrísima bebida que había empezado a gotear en la jarra.

–Sí, y parece que estará lo bastante concentrado, desde luego.

Abuelo y nieto se quedaron un buen rato sentados en silencio. Era tan extraño ver la propia historia reflejada en la de otra persona… Porque era innegable que veía en el chico rasgos de su padre. Del mismo padre al que hoy lamentaba no haber matado en su día. De haberlo hecho, quizá todo hubiese resultado diferente. Si hubiera utilizado la rabia que le hervía dentro contra quien en realidad la merecía. En cambio, se le disparó sin rumbo, sin destino. Aún llevaba dentro aquella rabia. Lo sabía. Sólo que no dejaba que arrasara sin ton ni son, como hacía cuando era más joven. Ahora era él quien controlaba la ira, no al revés. Y era lo que debía hacer comprender a su nieto. La ira no tenía nada de malo, pero se trataba de ser uno mismo quien decidiese el momento de dejarla libre. Que la rabia era como una flecha arrojada con puntería, no como un hacha que uno iba blandiendo de un lado a otro sin dirección. Él había probado aquel camino. Y lo único que le había reportado era una vida transcurrida principalmente en la cárcel y un hijo que apenas soportaba mirarlo siquiera. No había nadie más. Los miembros de la asociación no eran amigos. Jamás cometió el error de tomarlos por tales ni de intentar que llegaran a serlo. Todos rebosaban su propia ira personal, que impedía que se estableciesen entre ellos ese tipo de vínculos. Compartían un objetivo. Eso era todo.

Miraba a Per y veía a su padre. Pero también a sí mismo. Y a Kjell. Al hijo al que se esforzó por conocer durante las breves visitas en las salas de las instituciones penitenciarias y en los no menos breves períodos que pasaba fuera de ellas. Una empresa condenada al fracaso. Como así sucedió, de hecho. En honor a la verdad, ni siquiera sabía si quería a su hijo. Quizá lo quiso en su día. Quizá le saltaba el corazón en el pecho cuando Rakel llegaba a la cárcel con el hijo de ambos. Ya no lo recordaba.

Lo extraño era que ahora, sentado en la cocina con su nieto, el único amor que era capaz de recordar como tal era el que había sentido por Elsy. Un amor de sesenta años de edad y, aun así, el único que se había grabado a fuego en su memoria. Ella y su nieto. Eran las únicas personas por las que se preocupó en su vida. Las únicas que habían logrado provocar en él algún sentimiento. Por lo demás, todo estaba muerto. Su padre lo había matado todo. Hacía mucho que Frans no pensaba en ello. Que no pensaba en su padre. Que no pensaba en todo lo demás. Hasta ahora que el pasado había resucitado de nuevo a la vida. Y ya era hora de pensar en ello.

–Kjell se pondrá hecho una furia si se entera de que has estado aquí –advirtió Carina desde el umbral. Se tambaleaba levemente, pero estaba limpia y vestida. Tenía el pelo mojado y le goteaba, pero se había puesto una toalla en los hombros para no mojarse el jersey.

–No me importa lo que piense Kjell –replicó Frans levantándose para servirse un café y ponerle otro a Carina.

–No parece que eso pueda beberse… –objetó Carina, que ya se había sentado y ahora estudiaba el contenido de la taza, llena hasta el borde de un café negro como la pez.

–Bébetelo sin rechistar –ordenó Frans mientras abría armarios y cajones.

–¿Qué haces? –preguntó Carina antes de tomar un sorbo de café. Hizo una mueca de disgusto–. ¡Eh, deja en paz mis armarios!

Frans no respondió, sino que empezó a sacar una a una las botellas y a vaciarlas en el fregadero.

–¡No tienes derecho a inmiscuirte en esto! –le gritó Carina. Per se levantó con la intención de marcharse.

–Tú te quedas ahí –lo conminó Frans señalándolo con un dedo imperioso–. Ahora vamos a ir al fondo de todo esto.

Per obedeció en el acto y se desplomó de nuevo en la silla.

Una hora más tarde, cuando Frans había terminado de verter todo el alcohol, sólo quedaban las verdades.

Kjell miraba fijamente la pantalla. Los remordimientos lo importunaban sin tregua. Desde que los policías fueron a verlo el día anterior, había pensado en ir a casa de Per y Carina. Pero no tuvo fuerzas para ello. No sabía por dónde iba a empezar. Lo que más pavor le causaba era notar que empezaba a rendirse. Podía combatir a enemigos externos hasta la saciedad. Podía enfrentarse a los políticos y a los neonazis y luchar contra molinos de viento, por gigantescos que fueran, sin sentir el menor atisbo de agotamiento. Pero cuando se trataba de la que fue su familia, cuando se trataba de Per y Carina, era como si no le quedase un ápice de fortaleza. Debían de haberla devorado los remordimientos.

Contempló la fotografía de Beata y los niños. Claro que quería a Magda y a Loke, y que no le gustaría perderlos… Pero, al mismo tiempo, todo sucedió tan rápido y terminó tan mal. Se vio abocado a una situación en la que sólo cabía él, y aún se preguntaba si no entrañaría más perjuicios que beneficios. Quizá no fue el momento adecuado. Tal vez se encontraba en la crisis de los cuarenta o algo así, y Beata apareció en el momento más inoportuno. Al principio no podía creerse que fuera cierto. Que una chica joven y guapa se interesara por él, que debía de ser un viejo a sus ojos. Pero así era. Y él no supo resistirse. Acostarse con ella, sentir su cuerpo desnudo y firme, y la admiración que le profesaba como un foco potente, todo ello fue como una embriaguez. No fue capaz de pensar con claridad, ni de dar un paso atrás y adoptar ninguna decisión racional, sino que se dejó llevar, se dejó embriagar. Lo irónico, no obstante, era que acababa de experimentar los primeros síntomas de la desaparición de aquella embriaguez justo cuando la situación se le escapaba de las manos. Había empezado a cansarse de no hallar nunca oposición real en las discusiones, de que ella no supiese nada ni de los viajes a la Luna ni de la revolución en Hungría. Incluso había empezado a cansarse de la sensación de su piel tersa en los dedos.

Aun recordaba con claridad el instante en que todo ocurrió. Lo recordaba como si hubiese sido ayer. La cita en la cafetería. Sus ojos azules cuando, radiante de alegría, le reveló que iba a ser padre, que iban a tener un hijo. Y que ahora tenía que contárselo a Carina, tal y como le había prometido.

Recordaba cómo, en ese instante, comprendió perfectamente su error. Recordaba la sensación de pesadumbre en el corazón, la certeza de que el error era irreparable. Por un instante, sopesó la posibilidad de dejarla allí sentada a la mesa, sin más. Dejarla e irse a casa a tumbarse con Carina en el sofá, a ver con ella las noticias mientras su hijo Per, de cinco años, dormía tranquilo en su cama.

Pero su instinto viril le decía que no existía para él alternativa. Había amantes que no se lo contaban a las mujeres. Y había otras que sí lo hacían. Y él sabía también por instinto a qué categoría pertenecía Beata. Ella no se detendría a pensar qué vidas destrozaba si él destrozaba la suya. Beata pisotearía su vida, destruiría toda su existencia sin volver la vista atrás. Y lo dejaría allí, en medio de los despojos.

Kjell lo sabía y había elegido el camino del hombre cobarde. No soportó la idea de quedarse solo. De verse en un triste piso de soltero mirando las paredes y preguntándose adónde demonios había ido a parar su vida. De modo que eligió el único camino que se le ofrecía. El camino de Beata. Ella ganó la batalla. Y él dejó a Carina y a Per. Como desechos en el camino. Despreciados por sus propios ojos. Insuficientes. Había humillado y herido a Carina. Y había perdido a Per. Ese fue el precio que tuvo que pagar por la sensación de una piel joven en las yemas de los dedos.

Tal vez hubiese podido conservar a Per. Si hubiera tenido la fuerza suficiente de imponerse a la culpa que le pesaba como una losa en el pecho cada vez que pensaba en aquellos a los que había abandonado. Pero no fue capaz. Hizo apariciones esporádicas, jugó a representar el papel de autoridad, jugó a ser padre en contados momentos con un resultado lamentable.

Y ahora ya había perdido a su hijo. Era un extraño para él. Y Kjell se sentía incapaz de volver a intentarlo. Se había vuelto como su padre. Esa era la amarga verdad. Había dedicado toda la vida a odiar a su padre por haberlos relegado a él y a su madre y haber elegido una vida que los excluía.

Y ahora se daba cuenta de que él había hecho exactamente lo mismo.

Kjell dio un puñetazo en la mesa, con la idea de que el dolor físico sustituyese al que sentía en el corazón. No sirvió de nada, así que abrió el último cajón para echarle un vistazo a lo único que podía apartar sus pensamientos de aquel lugar que tan tortuoso le resultaba visitar.

Se quedó mirando la carpeta. Por un instante, estuvo tentado de dejarle el material a la policía, pero el profesional que llevaba dentro puso el freno en el último momento. No era mucho lo que le había proporcionado Erik. Cuando fue a visitarlo a su despacho, se anduvo por las ramas un buen rato, como si dudara de qué era lo que quería contar, y de cuánto quería revelar. Durante unos segundos, dio la impresión de que daría media vuelta y se marcharía sin haberle transmitido ninguna información.

Kjell abrió la carpeta. Le habría gustado hacerle a Erik más preguntas y averiguar qué quería que hiciera exactamente, en qué dirección debía buscar. Lo único que tenía eran unos artículos de periódico que Erik le había entregado, sin más comentarios, sin más aclaraciones.

–¿Qué se supone que tengo que hacer con esto? –le preguntó Kjell cuando Erik se lo entregó.

–Ese es tu trabajo –le respondió Erik–. Comprendo que pueda resultar extraño, pero me es imposible darte todas las respuestas. No soy capaz. Te facilito las herramientas, tú tendrás que hacer el resto.

Y luego se marchó. Dejó a Kjell ante el escritorio con una carpeta que contenía tres artículos.

Kjell se rascó la barba y abrió la carpeta. Ya había leído el material varias veces, pero siempre sucedía algo que le impedía ponerse a trabajar con él a fondo. En honor a la verdad, también se había cuestionado la utilidad de dedicarle a aquello un montón de horas. Tal vez el viejo estuviese chocheando, ¿y por qué no le hablaba claramente, si es que de verdad tenía el material explosivo que le había dado a entender que poseía? Sin embargo, ahora la situación había cambiado por completo. Ahora Erik Frankel había muerto asesinado. Y, de repente, aquella carpeta ardía en las manos de Kjell.

Había llegado el momento de remangarse y ponerse a trabajar. Y, además, ya sabía perfectamente por dónde empezar. El único denominador común de los tres artículos. Un hombre de la resistencia noruega llamado Hans Olavsen.

Fjällbacka, 1944

–¡Hilma! –El tono de voz de Elof hizo que tanto su mujer como su hija salieran corriendo a su encuentro.

–¡Por Dios, qué manera de gritar! ¿Qué pasa? –preguntó Hilma, que se paró en seco al ver que su marido venía acompañado.

–Vaya, tenemos visita –dijo la mujer secándose las manos nerviosamente en el delantal–. Y yo que estaba fregando los platos…

–No pasa nada –la tranquilizó Elof–. A este muchacho no le importa mucho cómo tengamos la casa. Ha venido con nosotros en el barco. Ha huido de los alemanes.

El joven le estrechó la mano a Hilma y se inclinó levemente.

–Hans Olavsen –se presentó el joven en perfecto noruego, saludando también a Elsy, que le estrechó torpemente la mano y se inclinó.

–Tiene a sus espaldas una dura travesía hasta Suecia y he pensado que quizá pudiéramos ofrecerle alguna vianda –continuó Elof mientras colgaba la gorra marinera y le daba el abrigo a Elsy, que se quedó con él en el regazo.

–No te quedes ahí, chiquilla, cuélgale el abrigo a tu padre –le ordenó severo, aunque no pudo reprimir el impulso de acariciarle la mejilla. Dados los peligros que, en aquellos momentos, arrostraban cada vez que se hacían a la mar, se le antojaba un regalo volver a casa y verlas otra vez a ella y a Hilma. Se aclaró la garganta, un tanto azorado por haber mostrado tales sentimientos ante el forastero y le indicó con un gesto que entrase.

–Pasa, pasa. Creo que Hilma tendrá algo para nosotros, tanto sólido como líquido –aseguró sentándose en una de las sillas que había alrededor de la mesa de la cocina.

–No tenemos mucho que ofrecer –repuso su mujer bajando la vista–. Pero no nos importa compartir lo poco que tenemos.

–Muchísimas gracias, de corazón –dijo el muchacho sentándose enfrente de Elof, sin dejar de observar con avidez el pan con viandas que Hilma acababa de servir en una bandeja.

–Venga, adelante, a comer –lo animó Hilma antes de dirigirse al mueble para servirles también un trago a cada uno. Era un lujo muy caro, pero no menos apropiado en una ocasión como aquella.

Durante un rato, comieron en silencio. Cuando sólo quedaba un trozo de pan, Elof empujó la bandeja hacia el noruego y lo animó con un gesto a que lo cogiera. Elsy los miraba a hurtadillas desde el fregadero, mientras ayudaba a su madre. Aquello era de lo más emocionante. El que allí mismo, en su cocina, hubiese una persona que había logrado huir de los alemanes desde Noruega, nada menos. Se moría de ganas de contárselo a los demás. Una idea surgió en su mente y apenas podía contener las palabras que querían salir solas de la boca, pero su padre debió de pensar lo mismo, porque, justo en ese momento, formuló la pregunta:

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