Read Las huellas imborrables Online
Authors: Camilla Läckberg
–¿No le importará a Erica que nos veamos? Claro que hace muchos años que tú y yo nos separamos, pero algunas personas son… más sensibles…
–Sí, por supuesto –aseguró Patrik, reacio a admitir su cobardía–. No hay problema. A Erica no le importa lo más mínimo.
–Estupendo. Porque, claro, está muy bien no salir a pasear sola, pero no si el precio es que vosotros tengáis problemas en casa.
–¿Y Leif? –preguntó Patrik, ansioso por cambiar de tema. Se inclinó para colocarle a Maja el gorrito, que llevaba ladeado. La pequeña no le hizo el menor caso, entregada por completo como estaba a la tarea de comunicarse con Ludde, en el carrito de al lado.
–Leif… –resopló Karin–. Podría decirse que es un milagro que Ludde lo reconozca. Se pasa la vida en la carretera, cantando de ciudad en ciudad.
Patrik asintió. El nuevo marido de Karin era el vocalista de la orquesta Leffes, y a Patrik no le costaba imaginar lo agotador que debía ser vivir como una viuda.
–Ningún problema serio entre vosotros, espero.
–No, qué va, nos vemos demasiado poco para que puedan surgir problemas –rio Karin, con una risa amarga y hueca. Patrik presintió que aquella no era toda la verdad y no supo qué decir. Le resultaba un tanto extraño verse comentando problemas de convivencia con su ex mujer. Por suerte, el móvil vino a rescatarlo.
–Aquí Patrik Hedström.
–Hola, soy Pedersen. Llamo por los resultados de la autopsia de Erik Frankel. Lo he enviado por fax, como de costumbre, pero pensé que querrías una visión a grandes rasgos por teléfono.
–Sí, por supuesto… –Patrik dejó la frase en el aire después de dedicarle una mirada elocuente a Karin, que ya había aminorado la marcha para esperarlo–. Pero es que resulta que en estos momentos estoy de baja paternal…
–¡Vaya! ¡Enhorabuena! Te aseguro que tienes por delante una etapa maravillosa. Yo estuve en casa seis meses con cada uno de mis dos hijos y creo que fueron los mejores de mi vida.
Patrik se quedó boquiabierto. Jamás habría sospechado nada igual de aquel forense eficaz, reservado y algo frío. Enseguida recreó mentalmente la imagen de Pedersen con la bata blanca, sentado ante un cajón de arena donde, con tanta calma como método y precisión, hacía tartas de tierra perfectas. Se echó a reír sin poder contenerse y enseguida oyó en el auricular la voz cortante de Pedersen:
–¿Qué es lo que te hace tanta gracia?
–Nada –mintió Patrik, respondiendo a la mirada inquisitiva de Karin con un gesto que indicaba que ya se lo explicaría más tarde.
–Pero bueno –continuó, ya en tono más serio–, ¿no podrías sintetizarme un poco el tema? Estuve en el lugar del crimen anteayer y, pese a todo, intento mantenerme al corriente.
–Claro que sí –asintió Pedersen, todavía algo distante–. En realidad, es muy sencillo. Erik Frankel murió del golpe que le asestaron en la cabeza con un objeto pesado y contundente. Lo más probable, una piedra, ya que hemos encontrado pequeños fragmentos de piedra en la herida, lo que indica que debe de tratarse de una piedra muy porosa. Murió en el acto, al recibir el golpe en la sien izquierda, lo que le provocó una hemorragia cerebral masiva.
–¿Tienes idea del ángulo desde el que recibió el golpe? ¿Fue por detrás o de frente?
–A mi juicio, el agresor se hallaba delante de él. Y con toda probabilidad, es una persona diestra, porque es más natural para un diestro golpear en el lado izquierdo. En un zurdo sería muy extraño.
–¿Y el objeto? ¿Qué puede ser? –Patrik oía el ansia que resonaba en su propia voz. Estaba en un ambiente conocido al que le resultaba natural pertenecer.
–Determinar eso es trabajo vuestro. Un objeto pesado de piedra. Sin embargo, el cráneo no presenta indicios de que se haya utilizado ningún borde afilado, la herida tiene más bien el aspecto de las provocadas por aplastamiento.
–Vale, con eso ya tenemos algo sobre lo que trabajar.
–¿Tenemos? –preguntó Pedersen, no sin cierto eco sarcástico en la voz–. ¿No decías que estabas de baja paternal?
–Sí, bueno, claro –respondió Patrik, tomando aliento antes de proseguir–. En fin, supongo que llamarás a la comisaría para transmitirles esta información, ¿no?
–Dadas las circunstancias, tendré que hacerlo, claro –convino Pedersen en tono jocoso–. ¿Debo coger el toro por los cuernos y hablar con Mellberg directamente, o tienes otra sugerencia?
–Con Martin –dijo Patrik de forma instintiva. La carcajada de Pedersen resonó en el auricular.
–Sí, ya lo había pensado yo solito, pero gracias por el consejo. Y oye, ¿no vas a preguntarme cuándo murió?
–Sí, claro, exacto, ¿cuándo murió? –resonó de nuevo ansiosa la voz de Patrik. Karin volvía a mirarlo con curiosidad.
–Es imposible establecer la hora exacta. Lleva demasiado tiempo en un medio cálido. Pero mi estimación aproximada sitúa la muerte hace entre dos y tres meses, lo que nos da que murió en junio, más o menos.
–¿No podrías ser más preciso? –Patrik sabía cuál sería la respuesta antes de formular la pregunta.
–Nosotros no somos magos. No tenemos ninguna bola de cristal. Junio. Esa es la mejor respuesta que puedo darte a día de hoy. Me baso parcialmente en la clase de moscas y en cuántas generaciones de moscas y de larvas hemos observado. Teniendo en cuenta estos datos y el estado de descomposición, he llegado a la conclusión de que murió en junio. Y a vosotros os toca aproximaros a la fecha exacta de la muerte. O, mejor dicho, les tocará a tus colegas –puntualizó Pedersen con una risotada.
Patrik no recordaba haberlo oído reír nunca con anterioridad. Y ahora, de repente, lo oía varias veces durante la misma conversación telefónica. Y se reía a su costa. Aunque quizá fuese eso lo que hacía falta para arrancarle unas risas a Pedersen. Intercambiaron las consabidas frases de despedida y colgaron.
–¿Trabajo? –preguntó Karin curiosa.
–Sí, es la investigación que tenemos entre manos ahora mismo.
–¿El abuelo al que encontraron muerto el lunes pasado?
–Vaya, veo que la máquina de las habladurías sigue tan eficaz como de costumbre –bromeó. Karin había vuelto a aumentar la velocidad y Patrik tuvo que acelerar para alcanzarla.
Un coche rojo pasó de largo. Cien metros más allá, el vehículo empezó a frenar y les pareció que el conductor miraba por el retrovisor. Luego, de repente, el coche dio marcha atrás y Patrik lanzó para sus adentros una maldición. Acababa de darse cuenta de que era el coche de su madre.
–¡Pero bueno! ¡Hola, veo que habéis salido a pasear juntos! –Kristina había bajado la ventanilla y miraba atónita a Patrik y a Karin.
–¡Hola, Kristina! ¡Qué alegría verte! –Karin se agachó hacia la ventanilla abierta–. Sí, es que me he mudado a Fjällbacka y me encontré a Patrik en el supermercado. Como los dos estamos de baja y necesitábamos compañía con los niños… Este es mi hijo, Ludvig –dijo Karin señalando el cochecito. Kristina asomó la cabeza y emitió los esperados sonidos de arrullo al ver al pequeño.
–¡Qué bien! –exclamó Kristina con un tono tal que a Patrik se le hizo un nudo en el estómago. Una idea cruzó su mente, y el nudo creció más aún. Pese a que, en realidad, no deseaba conocer la respuesta, preguntó:
–Y tú, ¿adónde vas?
–Pues pensaba ir a vuestra casa. Hace mucho que no me paso por allí. Y había horneado unos bollos –declaró señalando entusiasmada una bolsa de bollos y un bizcocho que llevaba en el asiento del acompañante.
–Erica está trabajando… –adujo Patrik intentando disuadirla, pero claro, no sirvió de nada.
Kristina metió primera.
–Estupendo, seguro que se pone la mar de contenta ante la idea de poder tomarse un respiro. Y vosotros no tardaréis en volver, ¿no? –dijo despidiéndose con un gesto de Maja, que le respondió sonriente.
–Sí, sí, claro –asintió Patrik buscando febrilmente un buen modo de decirle a su madre que no le mencionase a Erica que iba paseando en compañía. Pero la mente se le había quedado en blanco y, resignado, se despidió con la mano. Con un nudo en el estómago, vio que arrancaba a toda velocidad y partía en dirección a Sälvik. Cuando llegase a casa, tendría que dar más de una explicación.
El trabajo con el libro había ido bien. Llevaba escritas cuatro páginas desde por la mañana y se estiró satisfecha en la silla. La ira del día anterior ya se había apaciguado y ahora pensaba que tal vez hubiese reaccionado de forma un tanto exagerada. Compensaría a Patrik por la noche. Cocinaría algún plato festivo. Antes de la boda, los dos se privaron un poco y perdieron un par de kilos, pero a aquellas alturas habían vuelto a la normalidad de la vida cotidiana. Y, claro, uno tiene que poder permitirse algún exceso de vez en cuando. Solomillo de cerdo con salsa de gorgonzola, quizá. A Patrik le gustaba mucho.
Erica abandonó la reflexión sobre la cena de aquella noche y alargó el brazo en busca de los diarios de su madre. En realidad, debería sentarse a leerlos de un tirón, pero no terminaba de animarse. Así que lo hacía a trozos. Pequeños avistamientos del mundo de su madre. Puso las piernas en la mesa y abordó el esforzado trabajo de descifrar su letra arcaica y estilizada. Hasta aquel momento, había leído más que nada sobre asuntos cotidianos del hogar, en qué tareas ayudaba, sus reflexiones sobre el futuro, la preocupación por el abuelo de Erica que pasaba en alta mar laborables y festivos. Las ideas sobre la vida estaban expuestas con la ingenuidad y la inocencia de una adolescente, y a Erica le costaba asimilar la voz juvenil que resonaba por entre aquellas líneas a la voz implacable de su madre, que no se prodigaba en expresiones dulces ni cariñosas con ella ni con Anna. Sólo a distancia y con una educación estricta.
Cuando hubo llegado hacia la mitad de la segunda página, Erica se irguió de un salto en la silla. Un nombre que le resultaba familiar había aparecido de pronto. O más bien, dos nombres. Elsy contaba que había estado en casa de Erik y Axel mientras sus padres estaban fuera. La mayor parte del texto era una exaltación lírica sobre la biblioteca del padre, al parecer, imponente, pero Erica sólo veía aquellos dos nombres. Erik y Axel. Debía tratarse de Erik y Axel Frankel, no cabía duda. Leyó ansiosa cuanto su madre refería allí sobre la visita y comprendió, por el tono, que se veían a menudo. Elsy y Erik y otros dos amigos llamados Britta y Frans. Erica rebuscó en su memoria. No, jamás había oído a su madre hablar de ninguno de ellos. Estaba completamente segura. Y Axel aparecía en el diario de Elsy prácticamente como un héroe. Elsy lo describía como «de un valor increíble y casi tan guapo como Errol Flynn». ¿Habría estado su madre enamorada de Axel Frankel? No, no era esa la impresión que daba su semblanza, sino más bien que sentía una profunda admiración por él.
Erica cavilaba con el diario en el regazo. ¿Por qué no mencionó Erik Frankel que había conocido a su madre de joven? Ella le había contado dónde encontró la medalla y a quién había pertenecido. Aun así él no le hizo ningún comentario. Una vez más, rememoró su extraño silencio cuando fue a visitarlo. No, no se había equivocado. Erik Frankel le había ocultado algo.
El ruido estridente del timbre de la planta baja vino a interrumpir su razonamiento. Bajó las piernas del escritorio y, con un suspiro, empujó la silla. ¿Quién sería a aquellas horas? El «¿Hola?» que resonó en el vestíbulo despejó enseguida aquella incógnita, y Erica volvió a suspirar, aunque ahora con más convicción. Era Kristina. Su suegra. Respiró hondo, abrió la puerta y se dirigió a la escalera. «¿Hola?», se oyó una vez más, ahora en un tono más insistente, y Erica notó que apretaba las mandíbulas de irritación.
–Hola –dijo con tanto entusiasmo como pudo, aunque ella misma se dio cuenta de lo artificial que sonaba. Por fortuna, Kristina no era una mujer particularmente sensible para los matices.
–¡Hola! ¡Soy yo! –declaró feliz su suegra mientras se quitaba el chaquetón–. He traído unos bollos. Caseros. He pensado que te alegraría, las mujeres trabajadoras de hoy no tenéis tiempo que dedicar a esos menesteres.
Más que sentirlos, Erica oía ya los dientes rechinando de la tensión. Kristina tenía un talento extraordinario para filtrar críticas ocultas en sus comentarios. Erica se había preguntado a menudo si se trataba de una habilidad congénita o si la había perfeccionado practicando a lo largo de los años. Seguramente, solía concluir, era fruto de una combinación de lo uno y lo otro.
–Sí, gracias, muy rico –respondió cortés mientras se dirigía a la cocina, donde Kristina ya se afanaba preparando café, exactamente igual que si fuese ella, y no Erica, la que viviera allí.
–Tú siéntate, ya lo preparo yo –ordenó expeditiva–. Sé muy bien dónde está todo en esta cocina.
–Sí, no hace falta que lo jures –convino Erica con la esperanza de no haber dejado traslucir el sarcasmo–. Patrik y Maja están dando un paseo. No creo que vuelvan hasta dentro de un buen rato –comentó pensando que aquella información reduciría la longitud de la visita de su suegra.
–Qué va –repuso Kristina sin dejar de contar los cacitos de café–. Dos, tres, cuatro… –Dejó el cacito en el tarro y dirigió su atención a Erica–. No, yo creo que pronto estarán aquí. Me los he encontrado cuando venía. Estupendo que Karin se haya mudado a Fjällbacka y que le haga compañía a Patrik por las mañanas. Es tan aburrido salir a pasear solo, sobre todo cuando, como Patrik, uno está acostumbrado a trabajar y a hacer cosas útiles. Parecían estar muy a gusto juntos.
Erica miraba a Kristina boquiabierta al tiempo que intentaba procesar la información que, obviamente, le entraba por los oídos, pero que se mostraba reacia a permanecer en su cerebro. ¿Karin? ¿Compañía? ¿Qué Karin?
Y en el preciso momento en que Patrik entró por la puerta, a Erica se le hizo la luz. Ajá, esa Karin…
Patrik sonrió con expresión bobalicona y, tras unos instantes de incómodo silencio, dijo:
–Qué bien me va a sentar un café.
Se habían reunido en la cocina para una revisión general. Empezaba a acercarse la hora del almuerzo y el estómago de Mellberg rugía sonoramente.
–Veamos, ¿qué tenemos por el momento? –preguntó alargando el brazo en busca de uno de los bollos que Annika había colocado en una bandeja. Se lo tomaría como un aperitivo antes de comer–. Paula y Martin, vosotros dos habéis hablado esta mañana con el hermano de la víctima. ¿Reveló la conversación algo interesante? –Mellberg masticaba el trozo de bollo mientras hablaba y roció de migas la mesa.