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Authors: Camilla Läckberg

Las hijas del frío (59 page)

BOOK: Las hijas del frío
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Patrik sonrió.

—Sí, a veces uno tiene suerte. —Pero enseguida recobró la gravedad de su semblante—. En fin, ya le digo, procure que nadie entre a verlo mientras nosotros hacemos nuestro trabajo esta tarde.

Se estrecharon la mano y Patrik salió al pasillo. Por un instante, le pareció distinguir la figura de Charlotte al fondo. Después, la puerta se cerró tras él.

Capítulo 32

Gotemburgo, 1958

El día en que su vida tocó el fondo más recóndito fue un martes. Un martes frío, gris y nublado de noviembre que quedaría por siempre grabado en su memoria. Aunque, en realidad, no era capaz de recordar detalles. Sólo que unos amigos de su padre vinieron a su casa a contarle que su madre había hecho algo horrible y que ella debía irse con la señora de Asuntos Sociales. Sus rostros desvelaban los remordimientos que sentían por no llevársela a su casa ellos mismos ni un par de días siquiera. Así pues, a falta de familiares, tuvo que hacer una maleta con lo imprescindible y acompañar a la asistente social que fue a recogerla.

Los años siguientes los recordaba sólo en sueños. No como pesadillas; en realidad, no tenía grandes quejas contra las tres casas de acogida en las que vivió antes de cumplir los dieciocho años. Pero le dejaron la demoledora sensación de no haber significado nada para nadie, salvo como bicho raro, que era en lo que una se convertía si tenía catorce años, estaba obscenamente gorda y era hija de una asesina. Sus distintos padrinos no mostraron ni ganas ni fuerzas para molestarse en conocer a la niña que les encomendaban las autoridades. En cambio, sí que disfrutaban hablando de su madre cuando sus amigos y conocidos los visitaban para observarla llenos de curiosidad. Ella los odiaba.

Y más que a nadie odiaba a su madre. La odiaba por haberla abandonado. La odiaba porque, comparada con un hombre, Mary significaba tan poco para su madre que ésta estuvo dispuesta a sacrificarlo todo por él y nada por su hija. Cuando pensaba en lo que ella misma había sacrificado por su madre, la humillación le resultaba aún mayor. La había utilizado, ahora lo comprendía. A los catorce años comprendió también algo que debería haber entendido hacía mucho tiempo: que su madre jamás la quiso. Ella siempre intentó convencerse a sí misma de que le decía la verdad, de que lo hacía todo porque la quería. Los golpes, el sótano y las cucharadas de Humildad. Pero no era cierto. Su madre disfrutaba maltratándola, la despreciaba y se burlaba de ella a sus espaldas.

De ahí que Mary optase por llevarse de casa una sola cosa. Le permitieron recorrer su hogar durante una hora para que pudiera elegir unos cuantos objetos. El resto lo venderían, igual que el apartamento. Ella se paseó por las habitaciones evocando un recuerdo tras otro: su padre en el sillón con las gafas en la punta de la nariz, inmerso en la lectura del periódico; su madre ante el tocador, arreglándose para una fiesta; ella misma, escurriéndose a hurtadillas en la cocina para ver si encontraba algo comestible. Todas aquellas imágenes se abalanzaron sobre Mary como las de un caleidoscopio desquiciado mientras sentía que se le descomponía el estómago. Un segundo más tarde, corría al baño a vomitar una pasta maloliente y pringosa cuyo olor agrio hizo que se le saltaran las lágrimas. Moqueando y sollozando, se secó la boca con el reverso de la mano, se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la pared, metió la cabeza entre las rodillas y lloró en silencio.

Cuando salió del apartamento, no llevaba consigo más que un objeto: una caja de madera de color azul llena de Humildad.

Nadie puso objeciones a que se tomase un día libre. Aina incluso comentó entre dientes que ya era hora antes de cancelar todas sus citas para aquel día.

Niclas gateaba por el suelo persiguiendo a Albin, que corría como un cohete entre los juguetes que había en el suelo, aún con el pijama pese a que eran más de las doce. Pero no tenía importancia. Aquel día se lo tomarían así. Además, él también llevaba aún la camiseta y los pantalones de deporte con los que había dormido. Albin reía con todas sus ganas, como no lo había oído reír nunca antes, lo que lo animó a gatear más rápido y a juguetear más aún.

Sintió una punzada en el corazón al caer en la cuenta de que no tenía ningún recuerdo de sí mismo a gatas detrás de Sara como ahora con Albin. Entonces estaba tan ocupado… Tan imbuido de su propia importancia y de la de todo cuanto quería hacer y lograr… De los juegos y las tonterías, se decía con cierta soberbia, ya se encargaba bien Charlotte; pero, por primera vez, se preguntaba si no fue él quien salió perdiendo. De repente, tomó conciencia de algo que lo hizo pararse en seco y contener la respiración: no sabía cuál era el juego favorito de Sara, ni qué programa infantil le gustaba ver o si prefería pintar con tiza roja o azul, ni qué asignatura era su preferida en la escuela, ni qué libro quería que Charlotte le leyese por las noches. No sabía nada esencial sobre su propia hija. Nada en absoluto. A juzgar por lo poco que sabía de ella, podría haber sido la hija del vecino. Lo único que creía conocer era su carácter difícil, obstinado y agresivo. Le hacía daño a su hermano, rompía las cosas y les pegaba a los compañeros del colegio. Pero nada de eso era Sara, eso eran sólo algunas cosas de las que hacía.

Se acurrucó en el suelo, destrozado por el dolor. Ahora era demasiado tarde para aprender a conocerla. Ya no estaba.

Albin pareció notar que algo no iba bien. El pequeño interrumpió su griterío, se arrastró junto a Niclas y se acurrucó a su lado como la cría de un animal. Y allí se quedaron un rato, el uno junto al otro.

Unos minutos más tarde llamaron a la puerta. Niclas se sobresaltó y Albin miró inquieto a su alrededor.

—No pasa nada —lo tranquilizó Niclas—. Será un señor o una señora que viene a preguntar algo.

Lo cogió en brazos y fue a abrir. Era Patrik Hedström, acompañado de un grupo de hombres a los que no conocía.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Niclas en tono cansino.

—Tenemos una orden de registro —dijo Patrik tendiéndole el documento.

—¡Si ya han registrado la casa una vez! —le recordó Niclas mientras ojeaba la orden. En la mitad de la lectura, se detuvo y miró a Patrik con los ojos desorbitados—. ¿Qué es esto? ¿Intento de asesinato de Stig Florin? Estarán de broma, ¿no?

Pero Patrik no se reía.

—Lo siento. Está siendo tratado de envenenamiento por arsénico. Ha sido un milagro que sobreviviera a esta noche.

—¿Envenenamiento por arsénico? —repitió Niclas con expresión bobalicona—. Pero ¿cómo…?

Seguía sin comprender de qué le hablaban y sin moverse del vano de la puerta.

—Eso es lo que pensamos averiguar, así que, por favor, déjenos entrar…

Niclas se hizo a un lado sin articular palabra. Los hombres que acompañaban a Patrik tomaron sus maletines y sus equipos, y entraron con gesto sereno.

Patrik se quedó con Niclas en el vestíbulo, como dudando, antes de volver a tomar la palabra:

—También hemos obtenido la licencia para abrir la tumba de Lennart. Supongo que ya habrán empezado con ello.

Niclas estaba atónito. Aquello se le antojaba demasiado irreal como para comprenderlo.

—¿Por qué…? ¿Qué…, quién…?—balbució.

—Aún no podemos dar cuenta de todos los detalles, pero tenemos razones de peso para creer que él también fue envenenado con arsénico. Aunque no tuvo la misma suerte que Stig —añadió Patrik con gesto compungido—. En fin, ahora será mejor que se mantenga apartado para que los chicos puedan hacer su trabajo.

Patrik no aguardó la respuesta y entró sin más.

Sin saber qué hacer, Niclas se fue a la cocina y se sentó con Albin aún en brazos. Lo puso en la trona y lo sobornó con una galleta para que estuviese entretenido. En su mente atribulada, todo eran preguntas.

Martin tiritaba al gélido viento otoñal. La cazadora del uniforme no era protección suficiente contra las aceradas ráfagas que cruzaban el cementerio y, además, al poco de que llegaran, empezó a llover.

Aquella empresa le producía náuseas. Él, que ni siquiera había asistido a un entierro, tenía que presenciar cómo sacaban un ataúd del fondo de la tierra, en lugar de ver cómo lo enterraban. Era tan raro como ver una película al revés. Comprendía por qué Patrik le pidió que fuese en esta ocasión. Él ya había asistido a una exhumación hacía tan sólo un par de meses, y seguro que con una vez era más que suficiente. Como confirmación de sus reflexiones, uno de los enterradores, dirigiéndose a él, masculló:

—Debe de haberse convertido en un deporte para la gente de la comisaría: a ver a cuántos señores somos capaces de desenterrar en el menor tiempo posible.

Martin no replicó, pero pensó que más les valía no presentarle al fiscal una solicitud similar en mucho tiempo.

Torbjörn Ruud se colocó a su lado. Él tampoco pudo contenerse:

—Bueno, pues a este paso, en Fjällbacka tendrán que empezar a ponerles una goma a los ataúdes en lugar de cerradura; quiero decir que así podrán ir abriéndolos según necesidad.

Martin no pudo por menos de sonreír pese a lo inapropiado del momento y, cuando sonó el teléfono de Ruud, ambos luchaban por contener la risa.

—Sí, aquí Ruud.

Escuchó con atención, colgó y le dijo a Martin:

—Han entrado en la casa de los Florin. Hemos dividido el equipo, tres hombres allí y dos aquí. Luego ya veremos si hemos de rehacer los grupos.

—¿Qué es lo que vais a hacer? Quiero decir, directamente después de la exhumación —preguntó Martin con interés.

—No mucho. Por ahora, sólo controlar que el traslado se produce con la menor contaminación posible, pero también tomaremos muestras de la tierra. De todos modos, lo más importante es llevar el cadáver al forense para que pueda empezar enseguida. En cuanto haya salido el ataúd, nos iremos a casa de los Florin para ayudarles con el registro. Y supongo que tú harás lo mismo, ¿no?

Martin asintió.

—Sí, eso es lo que pensaba hacer. —Guardó silencio un minuto—. ¡Menudo lío descomunal ha resultado ser este caso!

Torbjorn Ruud asintió:

—Y que lo digas.

Agotados los temas de conversación, se mantuvieron callados a la espera de que los hombres terminasen de cavar. Unos minutos después, atisbaron la tapadera del féretro. Lennart Klinga había vuelto a la tierra.

Le dolía todo el cuerpo. Veía figuras borrosas que transitaban a su alrededor para luego desaparecer. Stig intentó abrir la boca para decir algo, pero ninguna parte de su cuerpo parecía dispuesta a obedecer. Se sentía como si hubiese perdido un asalto con Tyson. De pronto, se preguntó si estaba muerto. No era posible sentirse así y estar vivo.

La idea lo llenó de pánico e hizo acopio de las fuerzas que le quedaban para producir un sonido con sus cuerdas vocales. En algún lugar lejano, muy lejano, creyó oír un gruñido que tal vez fuese su voz.

Y lo era. Una de las figuras borrosas se le acercó, adquiriendo un contorno cada vez más definido. Un rostro amable de mujer apareció en su campo de visión y Stig entrecerró los ojos para enfocar mejor.

—¿Dónde? —logró articular con la esperanza de que la mujer comprendiese a qué se refería, como así fue.

—Está en el hospital de Uddevalla, Stig. Lleva aquí desde ayer.

—¿Vivo? —preguntó con un nuevo esfuerzo.

—Sí, está vivo —sonrió la enfermera de cara redonda y despejada—. Pero ha faltado poco. De todos modos, lo peor ha pasado ya.

De haber podido, se habría echado a reír. «Lo peor ha pasado ya», sí, sí, para ella era fácil decirlo. Ella no sentía el fuego en cada fibra de su cuerpo y el dolor que lo horadaba hasta el esqueleto. Pero al parecer, aún vivía. Con sumo esfuerzo, volvió a mover los labios.

—¿Esposa?

No consiguió pronunciar su nombre. Le pareció ver una expresión extraña en el rostro de la enfermera, pero se le borró enseguida. Seguramente sería el dolor, que le jugaba malas pasadas.

—Ahora tiene que descansar —le recomendó—. En su momento, podrá recibir visitas.

Stig se conformó con aquella respuesta. El cansancio se adueñó de su cuerpo y él se dejó llevar sin oponer resistencia. No estaba muerto, eso era lo principal. Estaba en el hospital, pero no estaba muerto.

Fueron inspeccionando la casa muy despacio. No podían correr el riesgo de pasar por alto nada, aunque les llevase todo el día. Cuando terminaran, parecería que por allí hubiese pasado un tornado, pero Patrik sabía qué buscaban y estaba seguro de que estaría en algún lugar. No pensaba marcharse hasta haber dado con ello.

—¿Qué tal va eso?

Se dio la vuelta al oír la voz de Martin en la entrada.

—Vamos por la mitad del sótano, más o menos. Nada por ahora. ¿Y vosotros?

—Pues el ataúd está en camino. Vaya una experiencia surrealista, por cierto.

—Sí, ten por seguro que la escena se te aparecerá tarde o temprano en alguna pesadilla. Yo he tenido un par de ellas con manos de esqueleto que salían del féretro y cosas así.

—¡Déjalo, anda! —le rogó Martin con una mueca—. ¿Aún no habéis encontrado nada? —le dijo entre preguntando y constatando, a modo de subterfugio para ahuyentar las imágenes que Patrik acababa de evocarle.

—No, nada —respondió Patrik frustrado—. Pero tiene que estar aquí, lo presiento.

—Yo siempre he pensado que tenías un marcado rasgo femenino, así que será eso, intuición femenina —le dijo Martin sonriente.

—Anda, ve a hacer algo de provecho en lugar de dedicarte a insultar mi masculinidad.

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