Las fieras de Tarzán (29 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Las fieras de Tarzán
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Momulla no tardó en volver acompañado de Kai Shang, al que había referido en pocas palabras los detalles del golpe de suerte que la diosa Fortuna había lanzado sobre ellos. El chino habló con Schneider largo y tendido, hasta que, pese a sus naturales recelos respecto a la sinceridad del prójimo, no tardó en llegar al convencimiento de que Schneider era un sinvergüenza tan grande como él y de que el individuo tenía tantas ganas como él de abandonar la isla.

Aceptadas esas dos premisas, cabían pocas dudas de que Schneider sería de fiar, en lo que afectaba a su aceptación para el cargo de capitán del
Cowrie
. Posteriormente, ya se encargaría Kai Shang de dar con los medios adecuados para obligarle a someterse a sus ulteriores deseos.

Cuando Schneider y Schmidt se despidieron para emprender el regreso a su propio campamento, experimentaban una sensación de alivio como no la habían sentido en mucho tiempo. Por fin contaban con un plan factible que les permitiría abandonar la isla a bordo de un barco con garantías. Ya no era preciso que se mataran trabajando en la construcción naval, ni que tuvieran que arriesgar la vida navegando a bordo de una embarcación rudimentaria, de fabricación casera, que lo más probable era que zozobrase y se hundiera en el océano antes de llegar a la tierra firme del continente.

Además, dispondrían de ayuda para apoderarse de la mujer, mejor dicho, de las mujeres, ya que en cuanto Momulla se enteró de que en el otro campamento había una mujer de color insistió en que se la llevaran también, junto con la mujer blanca.

Kai Shang y Momulla llegaron a su campamento con la idea bien asentada en la cabeza de que Gust ya no les hacía ninguna falta. Se encaminaron directamente a la tienda de su víctima, donde estaban seguros iban a encontrarlo a aquella hora del día, porque si bien la cuadrilla se hubiera encontrado más cómoda a bordo de la goleta, habían decidido de mutuo acuerdo que sería más seguro que todos sin excepción asentaran sus reales en un campamento montado en tierra.

Cada uno de los miembros de aquella banda sabía que el corazón de los demás albergaba suficiente felonía para que resultase una temeridad que cualquiera de ellos bajase a tierra dejando a los demás la posesión de la
Cowrie
, de forma que no se permitía que, en un momento determinado, estuviesen a bordo dos o tres personas, a menos que el resto de la partida se encontrase también allí.

Mientras atravesaban el campamento en dirección a la tienda de Gust, el maorí pasó el sucio y encallecido pulgar por el filo de su cuchillo. De haber observado aquel significativo gesto o de haber podido leer los siniestros pensamientos que se agitaban por las circunvoluciones del cruel cerebro del moreno individuo, el sueco no las hubiera tenido todas consigo, ni mucho menos.

Se dio la circunstancia, sin embargo, de que Gust se encontraba en aquel momento en la tienda del cocinero, que estaba a dos pasos de la suya. Así que oyó acercarse a Kai Shang y a Momulla, aunque, naturalmente, ni por soñación se le ocurrió que tal llegada tuviera algún significado especial para él.

El azar quiso, no obstante, que lanzara un vistazo por la entrada de la tienda del cocinero en el preciso instante en que Kai Shang y Momulla llegaban a la puerta de la suya. Creyó notar cierto sigilo cauteloso en sus movimientos, lo que quería decir que sus intenciones tenían poco de amistosas. Luego, cuando penetraban en la tienda, Gust vislumbró el reflejo del largo cuchillo que Momulla el maorí sostenía a la espalda.

El sueco puso unos ojos como platos y una extraña sensación sacudió la raíz de su cabello. Y bajo el tono atezado de su piel se extendió la lividez. Salió precipitadamente de la tienda del cocinero. No era persona que necesitase una explicación detallada de determinadas intenciones que eran demasiado evidentes.

Con la misma certeza que si les hubiera escuchado mientras tramaban su conspiración, supo que Kai Shang y Momulla iban allí a arrancarle la vida. Hasta entonces, el hecho de que él fuera la única persona de la cuadrilla capaz de gobernar la
Cowrie
fue suficiente garantía de seguridad; pero saltaba a la vista que había sucedido algo que él ignoraba, algo que había cambiado las cosas hasta el punto de que a los conspiradores les beneficiaba eliminarle.

Sin concederse un segundo de respiro, Gust atravesó la playa como una flecha y se adentró en la selva. La selva le aterraba; en ella resonaban ruidos misteriosos, sobrecogedores, que surgían de todos los huecos y rincones, de los enigmáticos laberintos de aquella enmarañada zona que se extendía más allá de la playa.

Pero si a Gust le asustaba la selva, más pavor le inspiraban aún Kai Shang y Momulla. Los peligros de la jungla eran más o menos inciertos, pero el que le amenazaba, caso de caer en manos de sus compañeros, le era perfectamente conocido en cantidad y calidad: podía concretarse expresado en centímetros de hoja de acero o de cuerda rematada en nudo corredizo. Había visto a Kai Shang estrangular a un hombre en un callejón oscuro de Pai-sha, detrás del local de Loo Kotai. Temía al dogal, por lo tanto, más que al cuchillo del maorí; pero las dos cosas le asustaban demasiado para quedarse al alcance de cualquiera de ellas. En consecuencia, optó por la selva, con todo lo despiadada que era.

XXI
La ley de la jungla

En su campamento, Tarzán había conseguido por fin, a costa de amenazar y prometer recompensas, tener casi terminado el casco de una embarcación de proporciones bastante respetables. La mayor parte del trabajo lo habían realizado Mugambi y él con sus propias manos. Aparte de esa tarea, también se encargaron de suministrar carne a los ocupantes del campamento.

Schneider, el piloto, tras una considerable cantidad de refunfuños, abandonó ostentosamente la tarea y se fue a cazar a la selva, acompañado de Schmidt. Puso la excusa de que necesitaba un poco de descanso y Tarzán, para no aumentar las tensiones que hacían poco menos que insoportable la vida en el campamento, los dejó marchar sin la menor protesta.

Sin embargo, en el transcurso del día siguiente Schneider fingió sentir remordimientos y, sin que nadie le dijese nada, se puso a trabajar en el esquife. Schmidt también lo hacía contento y de buen grado, por lo que lord Greystoke se felicitó por el hecho de que al fin los dos hombres se habían percatado de que no quedaba más remedio que llevar a cabo lo que se les pedía y que estaban tan obligados a cumplir como el resto de la partida.

Con una sensación de alivio como no la había experimentado en bastantes jornadas, Tarzán emprendió al mediodía una expedición de caza y se adentró en la selva en busca de un rebaño de cervatillos que Schneider le dijo que Schmidt y él vieron el día anterior.

Schneider afirmó haberlos avistado por el suroeste y en aquella dirección marchó Tarzán, desplazándose ágilmente a través de la embrollada vegetación del bosque.

Y mientras el hombre-mono se alejaba hacia allí, procedentes del norte se acercaban media docena de individuos de semblante innoble que caminaban por la selva furtivamente, tal como hacen las personas que se proponen cometer algún acto inconfesable.

Creían avanzar sin ser vistos, pero detrás de ellos caminaba un hombre alto que les llevaba siguiendo los pasos casi desde el mismo instante en que salieron de su campamento. En los ojos del perseguidor había odio y miedo, pero también una gran curiosidad. ¿Por qué marchaban tan sigilosamente hacia el sur Kai Shang, Momulla y los demás? ¿Qué esperaban encontrar allí? Gust meneó su cerril cabeza, llena de perplejidad en aquel momento. Lo averiguaría. Los seguiría y se enteraría de sus planes. Después, si le era posible frustrárselos, lo haría… eso, seguro.

Al principio pensó que habían salido a buscarlo a él; pero su escaso buen juicio acabó por informarle de que tal no podía ser el caso, puesto que al conseguir que se largara del campamento, sus deseos se habían cumplido. Ni Kai Shang ni Momulla se molestarían en organizar una expedición para matarle, a él o a cualquier otra persona, a menos que eso les proporcionara dinero contante y sonante. Y como Gust no tenía dinero, saltaba a la vista que buscaban a otra persona.

Finalmente, la partida a la que iba pisando los talones se detuvo. Sus integrantes se escondieron entre la vegetación que flanqueaba el sendero por el que habían llegado hasta allí. Para poder observarlos mejor, Gust trepó a las ramas de un árbol, a espaldas de sus antiguos compañeros, extremando las precauciones y poniendo buen cuidado en mantenerse entre las frondas más densas para evitar que le viesen.

No tuvo que esperar mucho para ver que, por el camino procedente del sur, se acercaba cautelosamente un hombre blanco desconocido.

Al verle llegar, Momulla y Kai Shang se levantaron y salieron de sus escondites para saludarle. A Gust no le fue posible oír las palabras que intercambiaron. Luego el hombre dio media vuelta y se marchó en la misma dirección por la que había llegado.

Era Schneider. Al acercarse a su campamento, dio un rodeo para entrar en él por la parte contraria y echó a correr. Jadeante y excitadísimo llegó hasta Mugambi.

—¡Rápido! —gritó—. Esos monos vuestros han cogido a Schmidt y lo matarán si no acudimos en seguida a rescatarlo. Tú eres el único que puedes convencerlos para que lo suelten. Llévate a Jones y a Sullivan, es posible que necesites ayuda, y procura liberar a Schmidt cuanto antes. Sigue el sendero de caza en dirección sur cosa de kilómetro y medio. Yo me quedaré aquí. He venido a todo correr para avisarte y estoy agotado.

El piloto del
Kincaid
se dejó caer en el suelo y respiró entrecortadamente, como si realmente se encontrara sin resuello.

Mugambi titubeó. Le habían dejado allí para cuidar de las dos mujeres. No sabía qué hacer y entonces Jane Clayton, que había oído la historia de Schneider, intervino para añadir sus instancias a las del piloto.

—No pierdas tiempo —apremió—. Aquí estaremos perfectamente seguras. El señor Schneider se quedará con nosotras. Ve, Mugambi. Hay que salvar a ese pobre hombre.

Oculto entre unos matorrales que crecían al borde del campamento, Schmidt esbozó una sonrisa. Mugambi no tenía más remedio que obedecer la orden de su ama, de modo que, aunque dudaba de lo sensato de su acción, partió en dirección sur, con Jones y Sullivan a la zaga.

Tan pronto se perdieron de vista, Schmidt se incorporó y salió disparado a través de la jungla, hacia el norte. Al cabo de unos minutos, la cara de Kai Shang, de Foshan, apareció en la linde del claro. Schneider vio al chino y le hizo una seña, indicándole que el terreno estaba despejado.

Jane Clayton y la mujer mosula permanecían sentadas delante de la tienda de la muchacha, de espaldas a los facinerosos que se les acercaban. La primera indicación que las dos mujeres tuvieron de la presencia de extraños en el campamento fue al ver la repentina aparición a su alrededor de media docena de malhechores harapientos.

—¡Venga! —ordenó Kai Shang, al tiempo que indicaba por señas a las dos mujeres que se levantaran y le siguieran.

Jane Clayton se puso en pie de un salto y volvió la cabeza para mirar a Schneider… Le vio entre los invasores del campamento, con una sonrisa en la cara. Junto a él se encontraba Schmidt. Lady Greystoke comprendió automáticamente que había sido víctima de una confabulación.

—¿Qué significa esto? —dirigió su pregunta al piloto.

—Significa que hemos encontrado un barco y que ya podemos largarnos de la Isla de la Selva —replicó el hombre.

—¿Por qué envió a la jungla a Mugambi y a los otros dos? —quiso saber Jane Clayton.

—No vienen con nosotros… Sólo nos iremos usted, la mujer mosula y yo.

—¡Venga! ¡Vamos! —repitió Kai Shang, y cogió a Jane Clayton por la muñeca.

Uno de los maoríes agarró de un brazo a la mujer negra y al ver que iba a ponerse a chillar le cruzó los labios con un bofetón.

Mugambi corría por la selva hacia el sur. Jones y Sullivan le seguían, pero a bastante distancia. El negro continuó a toda velocidad, decidido a auxiliar a Schmidt, a lo largo de más de kilómetro y medio, pero no vio el menor rastro del hombre desaparecido ni de los monos de Akut.

Al final, acabó por detenerse y procedió a lanzar al aire las llamadas que Tarzán y él solían emplear para convocar a los gigantescos antropoides. No obtuvo respuesta. Jones y Sullivan alcanzaron al guerrero negro en el instante en que profería aquel increíble alarido. El indígena continuó su búsqueda durante cerca de otro kilómetro, repitiendo la llamada de vez en cuando.

Por último, la verdad brilló en su cerebro y entonces, como un ciervo asustado, giró sobre sus talones y emprendió veloz regreso al campamento. Al llegar a él, sólo unos segundos fueron suficientes para que la confirmación de sus temores se estampase en su mente. Lady Greystoke y la mujer mosula habían desaparecido. Y Schneider, tres cuartos de lo mismo.

Cuando Jones y Sullivan llegaron a su altura, Mugambi los hubiese matado de buena gana, impulsado por la cólera, ya que creía que formaban parte de aquella maquinación, pero los marineros lograron convencerle de que ellos no sabían nada del asunto.

Mientras hacían cábalas acerca del probable paradero de las mujeres y de su secuestrador, así como del propósito que animó a Schneider a llevárselas del campamento, Tarzán de los Monos saltó al suelo desde la enramada de un árbol y atravesó el claro en dirección a los tres hombres.

Sus agudos ojos se percataron al instante de que algo marchaba radicalmente mal, y cuando oyó el relato de Mugambi, el hombre-mono chasqueó los dientes, apretó las mandíbulas con furia y frunció el entrecejo mientras se sumía en profunda meditación.

¿Qué pretendía conseguir el piloto al secuestrar a Jane Clayton, llevándosela de un campamento en una pequeña isla donde no tenía la más remota posibilidad de escapar a la venganza de Tarzán? El hombre-mono no podía creer que aquel individuo fuese tan estúpido. De súbito, un leve chisporroteo de realidad brotó en su imaginación.

Schneider no hubiera cometido un acto así a menos de estar prácticamente seguro de que disponía de un medio para abandonar la Isla de la Selva con sus prisioneras. Sin duda había otras personas complicadas en el asunto, alguien que deseaba para algo a la mujer de piel oscura.

—Vamos —dijo Tarzán—, sólo podemos hacer una cosa: seguirles la pista.

En el momento en que terminaba de pronunciar tales palabras, un sujeto alto y desgarbado salía de la selva, por la parte norte del campamento. Se dirigió en linea recta a los cuatro hombres. Era un completo desconocido para todos ellos, ninguno de los cuales hubiera soñado que, aparte los que se albergaban en su propio campamento, pudiese haber otro ser humano en las inhóspitas orillas de la Isla de la Selva.

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