Las cosas que no nos dijimos (14 page)

BOOK: Las cosas que no nos dijimos
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Te levantaste y nos diste las gracias por ese regalo que te habíamos hecho. No habíamos hecho nada, pero Mathias te dijo que no había de qué, que estaba encantado de haber podido ayudarte; Antoine propuso que te acompañáramos hasta el punto de paso entre el Oeste y el Este.

Nos marchamos; seguimos a todos aquellos que, como tú, volvían a sus casas, porque, con revolución o sin ella, sus familias y sus hogares estaban en el otro lado de la ciudad.

Por el camino me cogiste la mano, yo no me zafé, y caminamos así durante kilómetros.

—Julia, estás tiritando y vas a terminar por coger frío. Regresemos. Si quieres podemos comprar este dibujo, así podrás contemplarlo cuanto quieras, pero sin pasar frío.

—No, no tiene precio, hay que dejarlo aquí. Unos minutos más, por favor, y luego nos vamos.

A un lado y a otro del puesto de control, algunos seguían empeñados en derruir el hormigón a golpe de pico y pala. Allí teníamos que separarnos. Te despediste primero de Knapp. «Llámame pronto, en cuanto puedas», añadió él, tendiéndote una tarjeta de visita. ¿Fue porque tu amigo era periodista por lo que tú también quisiste serlo? ¿Era acaso una promesa que os habíais hecho de adolescentes? Cien veces te hice la misma pregunta, y cien veces eludiste responderme, dirigiéndome una de esas sonrisas torcidas que me reservabas cuando te ponía nervioso. Estrechaste las manos de Antoine y de Mathias y te volviste hacia mí.

Si supieras, Tomas, cuánto miedo tuve ese día, miedo de no conocer jamás tus labios. Habías entrado en mi vida como suele llegar el verano, sin avisar, con esa luz radiante que descubre uno por las mañanas. Me acariciaste la mejilla con la palma de la mano, tus dedos recorrieron mi rostro y dejaste un beso en cada uno de mis párpados. «Gracias.» Fue la única palabra que pronunciaste, cuando ya te alejabas. Knapp nos observaba, sorprendí su mirada. Como si esperara que yo dijera algo, las palabras que hubiera querido encontrar para borrar para siempre los años que os habían alejado uno de otro. Esos años que habían dado forma a vuestras vidas de manera tan distinta; él, que volvía a su periódico, y tú, al Este.

Grité: «¡Llévame contigo! Quiero conocer a esa abuela por la que te marchas», y no aguardé tu respuesta; volvía tomar tu mano, y te juro que habrían sido necesarias todas las fuerzas del mundo para lograr separarme de ti. Knapp se encogió de hombros y, al ver tu expresión atónita, dijo: «Ahora la vía está libre, ¡volved cuando queráis!»

Antoine trató de disuadirme, era una locura a su juicio.

Quizá, pero nunca había sentido tal embriaguez. Mathias le dio un codazo, ¿y eso a él qué le importaba? Corrió hacia mí y me dio un beso. «Llámanos cuando vuelvas a París», dijo, garabateándome su número de teléfono en un trozo de papel. Yo también los besé a los dos, y nos marchamos. Nunca volví a París, Tomas.

Te seguí; al amanecer de ese 11 de noviembre, aprovechando la confusión que reinaba entonces, volvimos a cruzar la frontera, y quizá yo fuera, aquella mañana, la primera estudiante americana que entraba en Berlín Oriental, y si no era así, desde luego era la más feliz de todas.

¿Sabes?, cumplí mi promesa. ¿Recuerdas ese café oscuro en el que me hiciste jurar que, si algún día el destino nos separaba, debía ser feliz a toda costa? Sé muy bien que lo decías porque a veces mi manera de quererte te asfixiaba, habías sufrido demasiado por la falta de libertad para aceptar que yo atara mi vida a la tuya. Y, aunque en ese momento te odié por empañar mi felicidad evocando lo peor que podía pasarnos, cumplí mi palabra.

Me voy a casar, Tomas, bueno, debería haberme casado el sábado, pero la boda se ha aplazado. Es una larga historia, pero es la que me ha llevado hasta aquí. Quizá sea porque tenía que volver a ver tu rostro por última vez. Te mando un beso para tu abuela, que estará en el cielo.

—Esta situación es ridícula, Julia. ¡Si te vieras, pareces tu padre sin batería! Estás ahí inmóvil desde hace más de un cuarto de hora, murmurando...

Por toda respuesta, Julia se alejó. Anthony Walsh aceleró el paso para no quedarse rezagado.

—¿Puedo saber de una vez lo que te ocurre? —insistió, alcanzándola.

Pero Julia seguía parapetada en su silencio.

—Mira —le dijo, enseñándole su retrato—, está de lo más logrado. Toma, es para ti —añadió con aire jovial.

Julia no le hizo caso y siguió caminando hacia el hotel.

—¡Bueno, te lo regalaré más tarde! Aparentemente, no es el mejor momento.

Y, como Julia seguía sin decir nada, Anthony Walsh prosiguió:

—¿Por qué me recuerda algo ese dibujo que mirabas con tanta atención? Imagino que tendrá algo que ver con tu extraño comportamiento, allí en el espigón. No sé, pero al ver ese rostro he tenido como una sensación de
déjà vu.

—Porque tu puño se abatió sobre ese rostro en cuestión, el día que viniste a buscarme a Berlín. ¡Porque era el del hombre al que amaba cuando tenía dieciocho años y del que me separaste cuando me llevaste de vuelta a Nueva York a la fuerza!

11

El restaurante estaba casi lleno. Un camarero muy atento les ofreció una copa de champán. Anthony no tocó la suya, pero Julia se la bebió de un trago antes de hacer lo mismo con la de su padre y, con una seña, le indicó al camarero que volviera a llenárselas. Antes de que les llevaran las cartas ya estaba algo achispada.

—Deberías parar de beber —le aconsejó Anthony cuando ya estaba pidiendo una cuarta copa de champán.

—¿Por qué? ¡Está lleno de burbujas y sabe bien!

—Estás borracha.

—Todavía no —replicó ella riendo.

—Podrías intentar no exagerar. ¿Quieres estropear nuestra primera cena? No hace falta que te pongas mala, basta que me digas que prefieres volver al hotel.

—¡De eso nada! ¡Tengo hambre!

—Puedes cenar en tu habitación, si quieres.

—Mira, me parece que ya no tengo edad para escuchar ese tipo de frases.

—De niña te comportabas exactamente igual que ahora cuando intentabas provocarme. Y tienes razón, Julia, ni tú ni yo tenemos ya edad para esta clase de cosas.

—De hecho, ¡era lo único que no habías elegido tú por mí!

—¿El qué?

—¡Tomas!

—No, era el primero, después de él hiciste muchas otras elecciones por tu cuenta, si recuerdas bien.

—Siempre has querido controlar mi vida.

—Ésa es una enfermedad que afecta a muchos padres, y, a la vez, es un reproche bastante contradictorio para alguien a quien acusas de haber estado tan ausente.

—Habría preferido que fueras un padre ausente, ¡te contentaste con no estar ahí!

—Estás borracha, Julia, hablas alto, y resulta molesto.

—¿Molesto? ¿Acaso crees que no fue molesto cuando apareciste de improviso en ese apartamento de Berlín; cuando gritaste hasta aterrorizar a la abuela del hombre al que amaba para que te dijera dónde estábamos; cuando echaste abajo la puerta de la habitación mientras dormíamos y le hiciste pedazos la mandíbula a Tomas unos minutos más tarde? ¿Te parece que eso no fue molesto?

—Digamos que fue algo excesivo, te lo concedo.

—¿Me lo concedes? ¿Fue molesto cuando me arrastraste de los pelos hasta el coche que esperaba en la calle? ¿Fue molesto cuando me hiciste cruzar el vestíbulo del aeropuerto sacudiéndome tan fuerte del brazo que parecía una muñeca desarticulada? ¿Y cuando me abrochaste el cinturón por miedo a que me bajara del avión en pleno vuelo, no fue molesto eso? ¿Y no fue molesto cuando, al llegar a Nueva York, me arrojaste dentro de mi habitación, como una delincuente, antes de cerrar la puerta con llave?

—¡Hay momentos en que me pregunto si, a fin de cuentas, no hice bien en morir la semana pasada!

—¡Por favor, no empieces otra vez con tus palabras grandilocuentes!

—No, si esto no tiene nada que ver con tu deliciosa conversación, estaba pensando en otra cosa.

—¿En qué, a ver?

—En tu comportamiento desde que has visto ese dibujo que se parecía a Tomas.

Julia abrió unos ojos como platos.

—¿Qué tiene eso que ver con tu muerte?

—Tiene gracia esa frase, ¿no te parece? Digamos que, sin haberlo hecho a propósito, ¡te impedí casarte el sábado! —concluyó Anthony Walsh con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Y tanto te alegra eso?

—¿Que se haya aplazado tu boda? Hasta hace muy poco, lo sentía sinceramente, ahora la cosa ha cambiado.

Incómodo por esos dos clientes que hablaban demasiado alto, el camarero intervino y propuso tomar nota de lo que querían cenar. Julia eligió un plato de carne.

—¿Cómo le gusta la carne? —quiso saber el camarero.

—¡Seguro que medio cruda! —contestó Anthony Walsh.

—¿Y para el señor?

—¿Tiene pilas? —preguntó Julia.

Y como el camarero parecía haberse quedado mudo de repente, Anthony Walsh le precisó que no pensaba cenar nada.

—Casarse es una cosa —le dijo a su hija—, pero permíteme que te diga que compartir tu vida entera con alguien es otra muy distinta. Hace falta mucho amor, mucho espacio. Un territorio que ambas personas inventan juntas, y donde ninguna debe sentir que le falta el aire para respirar.

—Pero ¿quién eres tú para juzgar mis sentimientos por Adam? No sabes nada de él.

—No te hablo de Adam, sino de ti, de ese espacio que podrás otorgarle; y si vuestro horizonte ya lo oculta el recuerdo de otro, estáis muy lejos de ganar la apuesta de una vida en común.

—Y tú sabes mucho de eso, ¿verdad?

—Tu madre murió, Julia, yo no tuve la culpa, aunque tú sigas pensando que sí.

—Tomas también murió, y aunque tampoco de su muerte tuviste la culpa, siempre te guardaré rencor. Así que, ya ves, en cuestión de espacio, Adam y yo tenemos todo el universo libre.

Anthony Walsh carraspeó, y unas gotas de sudor se formaron en su frente.

—¿Sudas? —preguntó Julia, sorprendida.

—Es una ligera disfunción tecnológica que no me habría importado poder ahorrarme —dijo enjugándose delicadamente la cara con su servilleta—. ¡Tenías dieciocho años, Julia, y querías compartir tu vida con un comunista al que conocías desde hacía unas semanas!

—¡Cuatro meses!

—¡Dieciséis semanas, entonces!

—Y era alemán oriental, no comunista.

—¡Mejor me lo pones!

—¡Si hay algo que no olvidaré jamás es por qué te odiaba tanto!

—Habíamos quedado en que no hablaríamos en pasado, ¿recuerdas? No temas hablar conmigo en presente; aunque esté muerto, sigo siendo tu padre, o lo que queda de él...

El camarero le llevó su plato a Julia. Ella le pidió que volviera a servirle más champán. Anthony Walsh tapó la copa con la mano.

—Creo que todavía tenemos cosas que decirnos.

El camarero se alejó sin decir una palabra.

—Vivías en Berlín Oriental, hacía meses que no tenía noticias tuyas. ¿Cuál habría sido tu etapa siguiente? ¿Moscú?

—¿Cómo diste conmigo?

—Por ese artículo que publicaste en un periódico de Alemania Occidental. Alguien tuvo la delicadeza de hacerme llegar una copia.

—¿Quién?

—Wallace. Quizá fuera su manera de hacerse perdonar el haberte ayudado a salir de Estados Unidos a mis espaldas.

—¿Te enteraste?

—O si no, quizá él también se preocupara por ti y juzgara que ya iba siendo hora de poner fin a esas peripecias antes de que de verdad estuvieras en peligro.

—Nunca estuve en peligro, quería a Tomas.

—Hasta cierta edad, uno se lía la manta a la cabeza por amor a otra persona, ¡pero a menudo es por amor a uno mismo! Estabas destinada a estudiar Derecho en Nueva York, lo dejaste todo para cursar estudios de dibujo en la Academia de Bellas Artes de París; una vez allí, al cabo de no sé cuánto tiempo, te marchaste a Berlín; te enamoriscaste del primero que se te cruzó y, como por arte de magia, adiós a las Bellas Artes, quisiste ser periodista, y si mal no recuerdo, qué coincidencia, él también quería ser periodista, qué extraño...

—¿Y eso a ti qué más te daba?

—Fui yo quien le dijo a Wallace que te devolviera tu pasaporte el día que se lo pidieras, Julia, y estaba en la habitación de al lado cuando fuiste al cajón de mi despacho a recuperarlo.

—¿Por qué tanto intermediario?, ¿por qué no dármelo tú mismo?

—Porque por aquel entonces no nos llevábamos precisamente bien, si recuerdas. Y, también, digamos que si lo hubiera hecho, eso le habría quitado cierto gusto a tu aventura. Al dejarte marchar en plena rebelión contra mí, tu viaje era aún más atractivo, ¿no crees?

—¿De verdad pensaste en todo eso?

—Le indiqué a Wallace dónde estaban tus documentos, y yo de verdad estaba en el salón mientras tanto; por lo demás, quizá por mi parte hubiera también algo de amor propio herido.

—¿Tú, herido?

—¿Y Adam? —replicó Anthony Walsh.

—Adam no tiene nada que ver en todo esto.

—Te recuerdo, por extraño que me resulte decírtelo, que de no haberme muerto hoy serías su esposa. De modo que voy a tratar de volver a plantear mi pregunta de otra manera, pero, antes, ¿te importaría cerrar los ojos?

Al no comprender adonde quería llegar su padre, Julia dudó, pero, ante su insistencia, obedeció.

—Ciérralos más. Me gustaría que te sumergieras en la más completa oscuridad.

—¿A qué jugamos?

—Por una vez, haz lo que te pido, sólo nos llevará un momento.

Julia cerró los párpados con fuerza, y la invadió la oscuridad.

—Coge el tenedor y come.

Divertida, se prestó al ejercicio. Su mano tanteó el mantel hasta encontrar el objeto codiciado. Con un gesto torpe, trató entonces de pinchar un trozo de carne en su plato y, sin tener ni idea de lo que se estaba llevando a la boca, entreabrió los labios.

—¿Difiere el gusto de ese alimento porque no lo veas?

—Quizá —contestó sin abrir los ojos.

—Ahora, haz algo por mí, y sobre todo mantén los ojos cerrados.

—Te escucho —le dijo con voz queda.

—Vuelve a pensar ahora en un momento de felicidad.

Y Anthony calló, observando el rostro de su hija.

La isla de los museos, recuerdo que paseábamos juntos. Cuando me presentaste a tu abuela, su primera reacción fue preguntarme a qué me dedicaba en la vida. La conversación no era fácil, tú traducías sus palabras en tu inglés tan básico, y yo no hablaba tu lengua. Le expliqué que estudiaba Bellas Artes en París. Ella sonrió y fue a su cómoda a buscar una tarjeta postal con una reproducción de un cuadro de Vladimir Radskin, un pintor ruso que le gustaba mucho. Y luego nos mandó que saliéramos a tomar el aire, que aprovecháramos el día tan bueno que hacía. No le habías contado nada de tu extraordinario viaje, ni una sola palabra sobre la forma en que nos habíamos conocido. Y cuando nos separamos de ella en el umbral de vuestro apartamento, te preguntó si habías vuelto a ver a Knapp. Tú dudaste largo rato, pero la expresión de tu rostro traducía que os habíais vuelto a encontrar. Te sonrió y te dijo que se alegraba por ti.

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