Las correcciones (44 page)

Read Las correcciones Online

Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
11.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

Esta futilidad tenía, por así decirlo, su sabor.

Si se rascaba la cabeza o se frotaba la nariz, los dedos transmitían algo. Un olor a yo.

O, también, el olor de las lágrimas incipientes.

Hay que imaginar los nervios olfativos efectuando un muestreo de sí mismos, con los receptores registrando su propia configuración.

El sabor del daño hecho a uno mismo, durante un fin de tarde basureado por el desprecio, acarrea también extrañas satisfacciones. Los demás dejan de ser lo suficientemente reales como para llevar la culpa de cómo se siente uno. Sólo uno mismo, con la propia negativa, queda en pie. Y, como ocurre con la autoconmiseración, o con la sangre que nos llena la boca cuando acaban de arrancarnos una muela —los jugos férricos, salados que nos tragamos, no sin antes detenernos a saborearlos—, el rechazo tiene un sabor cuyo punto de agrado no resulta difícil de adquirir.

En el laboratorio, bajo el comedor, Alfred permanecía en la oscuridad, con la cabeza inclinada y los ojos cerrados. Era interesante que le hubiesen entrado tales ansias de estar a sus solas, que se lo hubiese dejado tan odiosamente claro a todas las personas de su entorno; y que ahora, cuando por fin estaba encerrado en su armario, tuviese tantas ganas de que alguien acudiera a molestarlo. Quería que ese alguien viera hasta qué punto le dolía. Él la trataba con frialdad, pero no era justo que ella le correspondiese con la misma frialdad; no era justo que se pusiese a jugar al pimpón, tan contenta, ni que anduviese trasteando por las cercanías de su puerta, sin llamar para preguntarle cómo estaba.

Las tres medidas comunes de la fuerza de un material son la resistencia a la presión, a la tensión y a la rotura.

Cada vez que los pasos de su mujer se acercaban al laboratorio, él se situaba en disposición física de aceptar su confortación. Luego oyó que el juego terminaba y pensó que,
con toda seguridad,
ahora sí que se apiadaría de él. Era lo único que le pedía, lo único…

(
Schopenhauer:
La mujer salda su deuda con la vida no mediante la acción, sino mediante el sufrimiento; mediante los dolores del parto y el cuidado de los hijos, mediante la sumisión a su marido, para quien debe ser compañera paciente y agradable).

Pero no había rescate a la vista. A través de la puerta cerrada la oyó retirarse al lavadero. Oyó el pequeño zumbido de un transformador: Gary estaba jugando con su tren eléctrico, bajo la mesa de ping-pong.

Una cuarta medida de fuerza, muy a tener en cuenta por los fabricantes de raíles y de piezas para maquinaria, es la dureza.

Con indecible desgaste de voluntad, Alfred encendió la luz y abrió su cuaderno de notas.

Incluso para el más extremado aburrimiento hay piadosos límites. La mesa del comedor, por ejemplo, poseía un envés, que Chipper se dedicó a explorar por el procedimiento de apoyar la barbilla en la superficie y estirar los brazos por debajo. En su punto de máximo alcance había unas trabas con ensarte de alambres rígidos que terminaban en anillos para meter el dedo y tirar. Las complicadas intersecciones de madera y los ángulos, sin pulir, presentaban, aquí y allá, tornillos profundamente hundidos, pequeños pozos cilíndricos con rasposos rebordes de fibra de madera en el brocal, irresistible tentación para los dedos tanteadores. Pero más compensatorios eran los parches de mocos que él mismo había ido dejando atrás durante previas vigilias. Los parches secos tenía textura de papel de arroz o de alas de mosca. Eran agradablemente arrancables y pulverizables.

Cuanto más palpaba Chipper su pequeño reino del envés, menos le apetecía poner los ojos en él. Sabía, por instinto, que la realidad visible resultaría bastante canija. Vería grietas aún no descubiertas por sus dedos, y quedaría desvelado el misterio de los ámbitos situados fuera de su alcance, y los agujeros de los tornillos perderían su abstracta sensualidad, y los mocos le darían vergüenza, y cualquier noche posterior, sin nada en que deleitarse o entretenerse, terminaría muriéndose de aburrimiento.

La ignorancia electiva es una gran herramienta de supervivencia, quizá la mayor de todas.

En el laboratorio alquímico que Enid mantenía debajo de la cocina había una lavadora Maytag rematada en dos rodillos de caucho, iguales a dos enormes labios negros. Lejía, azulete, agua destilada, almidón. Una plancha como una locomotora, con el cable forrado en un tejido con dibujo. Montañas de camisas blancas de tres tallas distintas.

Para planchar una camisa la rociaba antes con agua y luego la dejaba dentro de una toalla enrollada. Cuando ya estaba humedecida de modo uniforme, empezaba a plancharla por el cuello y los hombros, y luego seguía en dirección descendente.

Durante la Depresión y años posteriores, Enid había aprendido diversos métodos de supervivencia. Su madre regentaba un hostal situado entre St. Jude y la universidad, en un valle. Enid tenía mucho talento para las matemáticas, de modo que no sólo lavaba las sábanas y limpiaba los servicios y servía las comidas, sino que también le llevaba las cuentas a su madre. Cuando terminó en el Instituto ya había acabado la guerra, y era ella quien llevaba todos los libros de la casa, la facturación a clientes y el cálculo de las tasas. Con el dinero suelto que iba sacando de un sitio y de otro —pagos por hacer de canguro, propinas de los universitarios y otros huéspedes de larga duración— se había pagado unas clases nocturnas e iba avanzando, muy poquito a poco, hacia la obtención del título de contable, pero con la esperanza de no tener que utilizarlo nunca. Dos chicos de uniforme le propusieron matrimonio, y uno de ellos era bastante buen bailarín, pero a ninguno de los dos se le veía con pinta de ir a ganar mucho dinero, y ambos estaban aún en peligro de que cualquier día les pegasen un tiro. Su madre se había casado con un hombre que no ganaba dinero y que murió joven. Evitar esa clase de marido era algo que Enid ponía por encima de cualquier otra cosa. Tenía la intención de vivir desahogadamente, y también de ser feliz.

Al hostal llegó, unos años después de la guerra, un joven ingeniero industrial a quien acababan de trasladar a St. Jude para encargarse de una fundición. Era un chico de labios llenos, cabello espeso, buenos músculos, con pinta de hombre y trajeado como los hombres. Los trajes, en sí, eran unas bellezas de lana lujosamente ornadas de pliegues. Un par de veces por noche, mientras servía la cena en la gran mesa redonda, Enid lo miraba de costado y lo pillaba mirándola a ella, logrando que se pusiera colorado. Al era de Kansas. Pasados dos meses, reunió valor suficiente para invitarla a patinar. Tomaron un chocolate con leche y él le dijo que a este mundo se venía a sufrir. La llevó a una fiesta de Navidad de la acerería y le dijo que la condena de las personas inteligentes era sufrir tormento a manos de los estúpidos. Era buen bailarín y buen ganador de dinero, y se besaron en el ascensor. Pronto estuvieron comprometidos e hicieron un casto viaje en tren nocturno a McCook, Nebraska, para que ella conociera a los ancianos padres de Alfred. Su padre tenía una esclava a quien estaba unido en matrimonio.

Un día, mientras hacía la limpieza del cuarto de Al, Enid encontró un libro de Schopenhauer muy manoseado, con frases subrayadas. Por ejemplo:
Se ha afirmado que el placer sobrepasa al dolor, en este mundo; o, cuando menos, que ambos se hallan en situación de equilibrio. Si el lector desea comprobar la veracidad de este aserto, compare los sentimientos de dos animales, cuando uno de ellos se está comiendo al otro.

¿Qué pensar de Al Lambert? Estaban, por una parte, las cosas de viejo que de sí mismo decía; y estaba, por otra parte, su aspecto juvenil. Enid decidió poner su fe en la promesa de su aspecto. A partir de ese momento, la vida fue cuestión de esperar a ver si le cambiaba la personalidad.

Mientras tanto, planchaba veinte camisas diarias, más sus propias faldas y sus blusas.

Remetía la nariz de la plancha en torno al hilo de los botones. Alisaba las arrugas, eliminaba los malos dobleces.

Su vida habría sido más fácil si no hubiera querido tanto a Alfred, pero no podía evitarlo. Sólo con mirarlo estaba amándolo.

Se pasaba los días puliendo la dicción de los chicos, suavizando sus modales, blanqueándoles la moral, sacando brillo a sus actitudes, y no había día en que no tuviera que enfrentarse a un nuevo montón de ropa sucia y arrugada.

El mismísimo Gary se volvía anárquico de vez en cuando. Lo que más le gustaba era hacer que la máquina eléctrica derrapara en las curvas y acabase descarrilando, ver con qué torpeza patinaba aquel trozo negro de metal, para luego quedarse echando chispas de frustración, con las ruedas dando vueltas en el aire. Lo segundo que más le gustaba era poner vacas y coches de plástico en la vía y montar pequeñas tragedias.

Pero lo que más lo ponía, en materia técnica, era un cochecito controlado por radio que últimamente se anunciaba mucho en la tele y que podía meterse en cualquier sitio. Para evitar confusiones, tenía intención de limitar a ese regalo su lista de Navidad.

Desde la calle, fijándose un poco, se veía bajar la intensidad de la luz en las ventanas cuando el tren de Gary o la plancha de Enid o algún experimento de Alfred succionaban potencia de la red. Pero, por lo demás, qué aspecto tan exánime tenía la casa. En las alumbradas casas de los Meisner, los Schumpert y los Person y los Root, se veía claramente que había gente en casa, familias enteras agrupadas en torno a las mesas, cabezas jóvenes inclinadas sobre los deberes, rincones que destellaban televisión, bebés en carenaje, un abuelo que pone a prueba las calidades de una bolsa de té utilizándola por tercera vez. Eran casas con espíritu, sin complejos.

Que hubiera alguien lo significaba todo para una casa. Era algo más que un hecho fundamental: era el único hecho.

La familia era el alma de la casa.

La mente despierta era como la luz de una casa.

El alma era como la ardilla terrera en su agujero.

La consciencia era al cerebro lo que la familia era a la casa.

Aristóteles:
Suponiendo que el ojo fuera un animal, la visión sería su alma.

Para comprender la mente había que imaginar actividad doméstica, el ronroneo de las vidas relacionadas en varias pistas, el resplandor fundamental del hogar. Se hablaba de «presencia» y de «lleno» y de «ocupación». O, por el contrario, de «ausencia» y de «cierre». O de «trastorno».

Podía ser que la luz fútil en una casa, con tres personas en el sótano, cada una por su lado y a lo suyo, y una sola persona en la planta baja —un muchachito con la vista clavada en un plato de comida fría—, fuera como la mente de una persona deprimida.

Fue Gary quien primero se cansó del sótano. Tras emerger a la superficie, esquivó las excesivas luces del comedor, como si en él se hallara alguna víctima repulsivamente desfigurada, y siguió hasta la planta superior para lavarse los dientes.

Apareció tras él Enid, al poco rato, con siete camisas blancas calentitas. También ella evitó el comedor. Se dijo que si el problema del comedor fuera responsabilidad suya, entonces estaría incurriendo en horrenda negligencia, al no resolverlo, y, dado que una madre amantísima jamás debe incurrir en negligencia, y ella era una madre amantísima, la responsabilidad no podía corresponderle. Alfred acabaría subiendo, tarde o temprano, y se daría cuenta de lo bestia que había sido, y lo sentiría mucho, mucho, mucho. Si tenía el cuajo de echarle a ella la culpa, siempre podría decirle: «Fuiste tú quien le ordenó que siguiera ahí sentado hasta que se comiera lo que tenía que comerse».

Mientras preparaba la bañera, arropó a Gary en su cama.

—Siempre serás el león de mamá.

—Sí.

—Un león mu fedoz y muu malo. El leoncito de mamá.

Gary no hizo comentarios.

—Mamá —dijo—, Chipper sigue en el comedor, y ya son casi las nueve.

—Eso es cosa de papá y él.

—Mamá, es que de verdad no le gustan esos platos. No es cuento.

—Cuánto me alegro de que tú comas de todo —dijo Enid.

—Es una injusticia, mamá.

—Mira, hijo, es una fase. Tu hermano está pasando por esa fase. Pero me parece encantador por tu parte que te preocupes tanto por él. Ser cariñoso es una maravilla. No dejes nunca de ser cariñoso.

Acudió corriendo a cerrar el grifo y se metió en la bañera.

En un oscuro dormitorio de las cercanías, Chuck Meisner imaginaba, mientras entraba en ella, que Bea era Enid. Cuando eyaculó, dando resoplidos, pensaba en el negocio.

Se preguntó si las acciones de Erie Belt se cotizarían en alguna Bolsa. Comprar cinco mil acciones ya, con treinta opciones de venta para cubrir bajadas. O, mejor aún, si alguien le ofrecía cotización, cien opciones de compra descubierta.

Enid estaba embarazada, en plena opción de la talla A a la B, para acabar incluso en la C, seguramente, cuando llegara el niño. Como crecen los buenos bonos municipales, cuando el ayuntamiento sabe orientar las inversiones.

Fueron apagándose, una por una, las luces de St. Jude.

Y si permanecemos el tiempo suficiente sentados a la mesa del comedor, ya por algún castigo, ya por propio rechazo, ya por mero aburrimiento, ya nunca volveremos a levantarnos. Una parte de nosotros quedará ahí para toda la vida.

Como si el contacto sostenido y demasiado directo con el crudo paso del tiempo pudiera dañar los nervios permanentemente, igual que cuando fijamos la vista en el disco solar.

Como si el conocimiento íntimo de cualquier interior fuera necesariamente perjudicial, fuera un conocimiento que no puede borrarse.

(Qué cansada, qué gastada, una casa vivida en exceso).

Chipper oía y veía cosas, pero todas estaban en su cabeza. Después de tres horas, los objetos que lo rodeaban tenían menos sabor que un chicle viejo. Sus estados mentales eran fuertes, por comparación, y aplastaban los objetos. Habría hecho falta un esfuerzo de voluntad, un nuevo despertar, para evocar el término «salvamanteles» y aplicarlo al campo visual tan intensamente observado que su realidad se había disuelto en la observación, o para aplicar la palabra «horno» al crujido de los conductos que en su recurrencia había adquirido la condición de estado emocional o de agente activo de su imaginación, una encarnación del Tiempo Maligno. Las leves fluctuaciones de la luz, cuando alguien planchaba o alguien jugaba o alguien efectuaba un experimento y los refrigeradores se activaban y se desactivaban, habían formado parte del sueño. Este carácter tornadizo, aunque apenas observable, había sido una tortura. Pero ya no.

Other books

Breathless by Krista McLaughlin
Wild by Jill Sorenson
The Santini Collection 1-4 by Melissa Schroeder
Einstein's Dreams by Alan Lightman
Sins of a Duke by Suzanne Enoch
Bound and Determined by Anara Bella
AdriannasCowboy by Savannah Stuart