No hubo de pasar mucho tiempo, sin embargo, antes de que las correrías furtivas por el coto vedado del diplomático dejaran sitio a ciertas fantasías burguesas donde Chip se convertía en marido de Julia, es decir: en su dueño y señor. Le entraron unos celos espasmódicos de Gitanas Misevicius, lituano y hazmerreír, desde luego, pero también político de éxito y persona cuyo nombre Julia no podía pronunciar sin sentirse abochornada y culpable. En Nochevieja, Chip le preguntó a bocajarro a Julia si alguna vez se le pasaba por la cabeza la idea de divorciarse. Ella le contestó que le gustaba el piso («¡A barato no hay quién le gane!») y que no le apetecía ponerse a buscar otro en ese momento.
Pasado Año Nuevo, Chip retomó su borrador de
La academia púrpura,
cuyas últimas veinte páginas terminó en un arranque de euforia, dándole sin parar al teclado del ordenador, y se le plantearon muchos problemas. De hecho, aquello parecía, más que ninguna otra cosa, una chapuza comercialota y sin coherencia alguna. Durante el mes que invirtió en la muy costosa celebración de haber logrado terminar el texto, dio en pensar que eliminando los elementos más trillados —la conspiración, el accidente de automóvil, las lesbianas malísimas—, aquello seguiría siendo una buena historia. Pero resultó que sin los elementos más trillados la historia se quedaba en nada.
Con intención de rescatar sus ambiciones intelectuales y artísticas, añadió un largo monólogo teórico a guisa de apertura. Pero le salió tan ilegible, que cada vez que encendía el ordenador tenía que ponerse a remendarlo. Pronto resultó que estaba invirtiendo el grueso de su jornada de trabajo en compulsivos esfuerzos por perfilar el monólogo. Y, cuando renunció a toda posibilidad de seguir acortándolo sin sacrificar material temático importante, se puso a jugar con los márgenes y las particiones de palabra para lograr que el monólogo terminase en la página 6, sin saltar a la 7. Sustituyó la palabra «continuar» por «seguir», para ahorrar tres espacios, dando lugar así a que la palabra «(trans) acciones» partiera entre las dos
es,
tras lo cual se produjo un reajuste en cascada, con líneas más largas y más eficaces particiones. Pero en seguida llegó a la conclusión de que «seguir» rompía el ritmo de la frase y que «(trans)acciones» no toleraba ninguna clase de partición, y pasó minuciosa revista del texto en busca de palabras largas que sustituir con sinónimos más cortos, tratando mientras de mantenerse en el convencimiento de que las estrellas y los productores, todos con sus chaquetas de Prada, se lo iban a pasar estupendamente leyendo seis páginas (¡nunca siete!) de indigestas lucubraciones académicas.
Una vez, cuando Chip era pequeño, en St. Jude, hubo eclipse total de sol en el Medio Oeste, y una niña de uno de los pueblecitos de la otra orilla del río se sentó fuera de su casa y, haciendo caso omiso de los miles y miles de advertencias recibidas, estuvo escudriñando el menguante del sol hasta que se le quemaron las retinas.
—No sentí dolor ninguno —declaró la niña ciega al
St. Jude Chronicle
—. No sentí nada.
Cada día que Chip gastaba embelleciendo el cadáver de un monólogo muerto en trágicas circunstancias era un día más en que sus gastos de alquiler, manutención y esparcimiento se sufragaban, en buena parte, con el dinero de su hermanita pequeña. Y, no obstante, tampoco puede decirse que ello le infligiera graves padecimientos, al menos mientras el dinero le duró. Iban pasando los días. Rara vez se levantaba antes de las doce. Comía y bebía a gusto, se vestía lo suficientemente bien como para convencerse a sí mismo de que no era una masa gelatinosa y temblona, e incluso se las apañó, tres o cuatro noches, para esconder lo peor de su ansiedad y su mal fario y pasárselo estupendamente con Julia. Dado que la suma que le debía a Denise era grande comparada con lo que ganaba corrigiendo textos, pero pequeña para lo que se pagaba en Hollywood, cada vez trabajaba menos para Bragg Knuter & Speigh. Sólo tenía un motivo de queja: la salud. En un día cualquiera de verano, habiendo consistido su jornada de trabajo en volver a leer el Acto I y quedarse otra vez atónito ante su irredimible falta de calidad —y echarse a la calle a tomar un poco el aire—, bien podía bajar por Broadway hasta el parque de Battery y sentarse en un banco con la fresca brisa procedente del Hudson metiéndosele por el cuello de la camisa y escuchar el incesante fut-fut del tráfico de helicópteros y los gritos distantes de los niñitos millonarios de Tribeca y dejarse abrumar por la culpa. Tanto vigor y tanta fuerza como poseía, para nada: ni aprovechar, para hacer algo válido, lo bien que había dormido la noche anterior, y cómo se había librado de un catarro, ni meterse de lleno en el espíritu festivo y ponerse a coquetear con desconocidas y echarse al coleto unos cuantos margaritas. Más le habría valido, pensaba, cumplir ahora con lo de ponerse enfermo y sufrir muchísimo en pleno fracaso, reservando su salud y su vitalidad para alguna fecha posterior, si alguna vez, por inimaginable que ello resultara en este momento, dejaba de ser un fracasado. De todas las cosas que estaba tirando por la ventana —el dinero de Denise, la buena voluntad de Julia, su propia formación y su propio talento, las oportunidades que ofrecía la más sostenida expansión económica de la historia de los Estados Unidos—, lo que más daño le hacía, ahí al sol, junto al río, era su despampanante salud.
Se quedó sin dinero un viernes de julio. Ante la perspectiva de un fin de semana con Julia, que podía costarle quince dólares en el bar de un cine, expurgó el marxismo de su librería y lo llevó todo junto, en dos pesadísimas bolsas, a la Strand. Los libros conservaban sus sobrecubiertas originales y sumaban un total de 3.900 dólares a precio de catálogo. Un librero de viejo de la Strand les echó un vistazo, sin mucho interés, y emitió su veredicto:
—Sesenta y cinco.
Chip se rió por lo bajo, en su deseo de no discutir; pero la edición británica de
Razón y racionalización de la sociedad,
de Jürgen Habermas, que no había logrado leer, y mucho menos anotar, estaba impecable y le había costado 95 libras. No se pudo privar de señalarle este extremo al comprador, a guisa de ejemplo.
—Pruebe en otro sitio, si le parece —dijo el librero, con la mano como si no hubiera sabido si posarse o no en la caja registradora.
—No, no, tiene usted razón —dijo Chip—. Sesenta y cinco está muy bien.
Era patéticamente obvio su convencimiento previo de que esos libros iban a proporcionarle cientos de dólares. Se dio media vuelta, para no ver el reproche que había en sus lomos, pero recordando muy bien que cada uno de ellos había significado, en la librería, una promesa de crítica radical de la sociedad tardocapitalista, y con qué alegría se los había llevado a casa. Pero Jürgen Habermas no tenía las piernas largas y frescas, vegetales, de Julia; ni Theodor Adorno emanaba el aroma frutal de lujuria adaptable que desprendía Julia; ni Fred Jameson dominaba las mismas artimañas que la lengua de Julia. A principios de octubre, cuando envió el manuscrito final a Edén Procuro, Chip ya había vendido el feminismo, el formalismo, el estructuralismo, el postestructuralismo, la teoría freudiana y todos los homosexuales. Para sufragar el almuerzo con sus padres y Denise sólo le quedaban sus amados historiadores de la cultura y su edición crítica Arden de las obras completas de Shakespeare en tapa dura; y dado que en Shakespeare habitaba una cierta magia —aquellos volúmenes, todo iguales, de color azul pálido, eran como un archipiélago de refugios en la tempestad—, metió sus Foucault y sus Greenblatt y sus hooks y sus Poovey en bolsas de supermercado y los vendió todos por 115 dólares.
Se gastó sesenta dólares en cortarse el pelo, en dulces, en un estuche quitamanchas y en dos copas en la Cedar Tavern. En agosto, que era cuando había invitado a sus padres, contó con que para cuando llegaran éstos Edén Procuro ya habría leído su guión y ya le habría entregado un adelanto, pero a la hora de la verdad el único logro que estaba en condiciones de ofrecerles era una comida en casa. Fue a una tienda de ultramarinos del East Village donde solían tener unos tortellini excelentes y buen pan de corteza. Tenía en mente una comida italiana, rústica y asequible. Pero resultó que la tienda había cerrado y que no le apetecía andar diez manzanas hasta una panadería donde le constaba que tenían buen pan, así que anduvo a la deriva por el East Village, entrando y saliendo de diversas tiendas de alimentación más bien meretricias, sopesando quesos, rechazando panes, examinando tortellini de baja extracción. Al final abandonó la idea italiana y optó por la única comida que se le ocurrió: una ensalada de arroz salvaje, aguacate y pechuga de pavo ahumada. El problema era encontrar aguacates maduros. Tienda tras tienda, o no tenían aguacates, o los tenían duros como nueces. Encontró aguacates maduros del tamaño de un limón pequeño y a 3,89 dólares la pieza. Se quedó pensando qué hacer, con cinco aguacates en la mano. Los soltó, los volvió a coger, los volvió a soltar, y no había modo de tomar una decisión. Logró capear un espasmo de odio a Denise por haberle hecho sentirse tan culpable que no le había quedado más remedio que invitar a sus padres a comer. Era como si en toda su vida no hubiese comido más que ensalada de arroz salvaje o tortellini, tan en blanco tenía la imaginación culinaria.
A eso de las ocho de la tarde se encontró frente a la nueva Pesadilla del Consumo («todo… por un precio»), en la Grand Street. La humedad se había apoderado del ambiente, un viento sulfuroso e incómodo, procedente de Rahway y Bayonne. La súper alta sociedad de SoHo y Tribeca entraba y salía apresuradamente por las puertas de acero pulido de la Pesadilla. Los hombres eran de diversos tamaños y formas, pero las mujeres eran todas esbeltas y de treinta y seis años; muchas eran esbeltas y estaban preñadas. Chip tenía el cuello irritado por el corte de pelo, y no se sentía con ánimo para ser visto por tantas mujeres perfectas. Pero más allá de la puerta de la Pesadilla atisbo un cajón de verduras con el rótulo acederas de Belice, 0,99 dólares.
Entró en la Pesadilla, agarró una cesta y metió en ella un manojo de acederas. Noventa y nueve centavos. Instalada en lo alto del café bar de la Pesadilla había una pantalla donde iban apareciendo las cuentas irónicas de recaudación bruta del día y beneficios del día y dividendo por acción extrapolado trimestral (Cálculo no oficial y no vinculante según resultados del trimestre anterior / Este dato sólo se suministra a título orientativo) y ventas estacionales de café.
Chip, sorteando paseantes y antenas de teléfonos móviles, logró llegar a la pescadería, donde vio, como en un sueño, salmón noruego pescado con caña, a un precio razonable. Señaló un filete de tamaño medio y al «¿Algo más?» del pescadero contestó con un escueto, casi altanero «Es todo, gracias».
El precio del filete que le entregaron hermosamente envuelto en papel era de 78,40$. Afortunadamente, el descubrimiento lo dejó sin habla, porque ya estaba a punto de montar el número cuando se dio cuenta de que la Pesadilla marcaba los precios por cuarto de libra. Dos años antes, dos meses antes, Chip nunca habría cometido un error así.
—Aja —dijo, palmeando el filete de setenta y ocho dólares como si hubiera sido un guante de béisbol.
Puso una rodilla en el suelo y se tocó los cordones del calzado e introdujo el salmón dentro de la cazadora de cuero y debajo del jersey y se metió el jersey por dentro del pantalón y se volvió a poner de pie.
—Papá, quiero pez espada —dijo una vocecilla a su espalda.
Chip dio dos pasos, y el salmón, que pesaba bastante, se le salió del jersey y le cubrió la entrepierna, durante un inestable momento, como una coquina.
—¡Papá! ¡Quiero pez espada!
Chip se llevó la mano a la entrepierna. Al tacto, el filete en suspensión parecía un pañal fresco y bien cargadito. Volvió a colocárselo contra los abdominales y se metió el jersey más a fondo en el pantalón, se subió la cremallera de la cazadora hasta arriba, y avanzó resueltamente hacia donde Dios le dio a entender. Hacia la góndola de lácteos. En ella encontró una selección de
crêmes fraiches
francesas que, a juzgar por el precio, tenían que haber llegado por transporte supersónico. La menos inasequible nata doméstica tenía el acceso cortado por un tipo con gorra de los Yankees que le aullaba a su móvil mientras una niña, probablemente suya, se dedicaba a arrancar los precintos de aluminio de las botellas de medio litro de yogur francés. Ya había arrancado como cinco o seis. Chip se inclinó hacia adelante para alcanzar su objetivo desde detrás del hombre del teléfono móvil, pero notó la resistencia del pescado que llevaba en la tripa.
—Perdón —dijo.
Como un sonámbulo, el hombre se hizo a un lado.
—¡Te digo que le den por el culo¡ ¡Que le den por el culo! ¡Que le den por el culo al gilipollas ese! No llegamos a cerrar. No hay nada firmado. Baja otros treinta, el gilipollas ese, ya verás. No, cariño, no las rompas, que si las rompes tenemos que pagarlas. Te digo que es un festival comprador, igual que ayer. No cierres nada hasta que la cosa toque fondo. ¡Nada de nada!
Chip se estaba acercando a las cajas con cuatro cosas presentables en la cesta, cuando vislumbró una cabeza con un pelo tan de moneda recién acuñada, que no podía pertenecer más que a Edén Procuro. Y ella era, en efecto: esbelta, treinta y seis años, ajetreada. Su hijo pequeño, Anthony, iba sentado en la parte de arriba del carrito de la compra, de espaldas a una avalancha de más de mil dólares en mariscos, quesos, carnes y caviares. Edén iba ligeramente inclinada hacia Anthony, dejándolo tirar de las solapas, entre marrón y gris, de su vestido italiano y llenarle la blusa de babas, mientras ella, sosteniéndolo por detrás del crío, hojeaba un guión que lo único que podía pedirle Chip al cielo era que no fuese el suyo. La humedad del salmón noruego pescado con caña estaba impregnando el envoltorio, porque el calor corporal de Chip había hecho que empezaran a derretirse las grasas que hasta entonces habían conferido cierto grado de rigidez al filete. Quería salir de la Pesadilla, pero no estaba con ánimos para hablar de
La academia púrpura
en las circunstancias actuales. Dando un viraje, se internó en un pasillo muy frío, donde vendían
gelati
en envases blancos rotulados en letra negra muy pequeña. Un hombre de chaqueta y corbata estaba en cuclillas junto a una niña con el pelo como el cobre cuando resplandece al sol. Era April, la hija de Edén. Y el hombre era Doug O'Brien, el marido de Edén.