Las aventuras de Pinocho (15 page)

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Authors: Carlo Collodi

Tags: #Clásico, Cuento, Ensayo

BOOK: Las aventuras de Pinocho
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Suélteme esa pierna y se la contaré.

Aquel chapucero del comprador, intrigado por conocer la verdadera historia, soltó en seguida el nudo de la cuerda que lo ataba; y entonces Pinocho, encontrándose libre como un pájaro en el aire, empezó a hablar así:

—Ha de saber que yo era un muñeco de madera como ahora soy, aunque me encontraba en un tris de convertirme en un niño como uno de tantos que hay en este mundo; pero por mis pocas ganas de estudiar y por hacer caso a las malas compañías, me escapé de casa… y un buen día, al despertar, me encontré convertido en un asno con mi buenas orejas… ¡y mi buena cola!… ¡Qué vergüenza para mí!… Una vergüenza, querido amo, que ruego a San Antonio bendito que no se la haga experimentar a usted… Puesto a la venta en el mercado de los burros, me compró el director de una compañía cirquense, a quien se le metió en la cabeza hacer de mí un gran bailarín y un gran saltador de aros; pero una noche, durante el espectáculo, tuve una mala caída en el teatro y me quedé cojo de las dos patas. Entonces el director, que no sabía qué hacer con un asno cojo, me mandó revender… ¡y usted me ha comprado!

—¡Claro! Y he pagado por ti veinte centavos. ¿Quién me devuelve ahora mis pobres veinte centavos?

—¿Y para qué me ha comprado? Me compró para hacer con mí piel un tambor… ¡un tambor!

—¡Claro! ¿Y dónde encuentro ahora otra piel?…

—No se desespere, amo. ¿Hay tantos burros en este mundo!

—Dime, pilluelo impertinente, ¿tu historia acaba ahí?

—No —contestó el muñeco—, dos palabras más, y ya termino. Tras haberme comprado, me trajo usted a este sitio para matarme; pero después, cediendo a un compasivo sentimiento humanitario, prefirió atarme una piedra al cuello y arrojarme al fondo del mar. Este sentimiento de delicadeza le honra muchísimo, y se lo agradeceré siempre. Pero, querido amo, usted hizo sus cálculos sin contar con el Hada…

—¿Quién es esa Hada?

—Es mi mamá, que se parece a todas las buenas mamás, que quieren mucho a sus hijos y nunca los pierden de vista, y los ayudan amorosamente en todas sus desgracias, incluso aunque los niños, por sus barrabasadas y su mal comportamiento, merecieran que los abandonasen y los dejaran valerse por sí mismos. Decía, pues, que la buena Hada, en cuanto me vio en peligro de ahogarme, envió a mi lado un enorme banco de peces, los cuales, creyendo que era un verdadero burro muerto, empezaron a comerme. ¡Y qué bocados daban! ¡Nunca hubiera creído que los peces fueran más glotones que los niños! Uno me comió las orejas, otro el hocico, otros el cuello y las crines, uno la piel de las patas, otro la del lomo… y entre ellos hubo un pecesito tan amable que se dignó incluso comerme la cola.

—De hoy en adelante —aseguró el comprador, horrorizado— ¡juro no volver a probar la carne de pez! No me gustaría nada abrir un salmonete o una merluza frita y encontrarle en el cuerpo un rabo de burro.

—Lo mismo opino —replicó el muñeco, riendo—. Por lo demás, ha de saber que cuando los peces acabaron de comerme toda aquella corteza asnal que me cubría de pies a cabeza, llegaron, como es natural, al hueso… o, mejor dicho, llegaron a la madera, pues, como ve, estoy hecho de una madera durísima. Y tras dar los primeros mordiscos, aquellos peces glotones advirtieron de inmediato que la madera no era bocado para sus dientes y, asqueados por aquel alimento indigesto, se fueron cada uno por su lado, sin volverse siquiera a darme las gracias… Y ya está contado cómo usted, al tirar de la cuerda, encontró un muñeco vivo en lugar de un borrico muerto.

—¡Me río yo de tu historia! —gritó el comprador, enfurecido—. Sólo sé que gasté veinte centavos para comprarte y quiero que me devuelvan mi dinero. ¿Sabes lo que haré? Te llevaré otra vez al mercado y te revenderé al peso, como madera seca para encender el fuego de la chimenea.

—Revéndame, pues; por mí, encantado —dijo Pinocho. Pero mientras decía esto dio un buen salto y cayó en medio del agua. Nadando alegremente y alejándose de la playa, le gritaba al pobre comprador:

—Adiós, amo; si necesita una piel para hacer un tambor, acuérdese de mí.

Y después se reía y seguía nadando; y al poco rato, volviéndose hacia atrás, chillaba más fuerte:

—Adiós, amo; si necesita un poco de madera seca para encender la chimenea, acuérdese de mí.

El caso es que en un abrir y cerrar de ojos se alejó tanto que casi no se le veía; es decir, se veía solamente un puntito negro en la superficie del mar, que de vez en cuando alzaba las piernas y hacía cabriolas y saltos fuera del agua, como un delfín juguetón.

Mientras Pinocho nadaba a la ventura, vio en medio del mar una roca que parecía de mármol blanco; en la cima de la roca, una bonita cabra balaba cariñosamente y le hacía señas de que se acercase.

Lo más singular era esto: el pelo de la cabrita, en vez de ser blanco, o negro, o moteado de dos colores, era azul, pero de un color azul fulgurante que recordaba muchísimo al de los cabellos de la hermosa niña.

¡Los dejo imaginar cómo se puso a latir el corazón del pobre Pinocho! Redoblando sus fuerzas y energías, empezó a nadar hacia la roca blanca; y ya estaba a medio camino cuando salió del agua y fue a su encuentro una horrible cabeza de monstruo marino, con la boca muy abierta, como un abismo, y tres hileras de colmillos que hubieran dado miedo sólo con verlos pintados.

¿Saben quién era aquel monstruo marino?

Aquel monstruo marino era ni más ni menos que el gigantesco Tiburón, del que ya se ha hablado varias veces en esta historia, y que por sus estragos y su insaciable voracidad recibía el sobrenombre de «El Atila de Peces y Pescadores».

Imagínense el espanto del pobre Pinocho a la vista del monstruo. Intentó esquivarlo, cambiar de camino; trató de huir; pero aquella inmensa boca abierta seguía yendo a su encuentro con la velocidad de una flecha.

—¡Date prisa, Pinocho, por caridad! —gritaba, balando, la hermosa cabrita.

Y Pinocho nadaba desesperadamente, con los brazos, con el pecho, con las piernas y con los pies.

—¡Corre, Pinocho, que el monstruo se acerca!…

Y Pinocho, haciendo acopio de fuerzas, redoblaba su carrera.

—¡Cuidado, Pinocho!… ¡El monstruo te alcanza!… ¡Ahí está!… ¡Ahí está!… ¡Por favor, date prisa o estas perdido!…

Y Pinocho nadaba más aprisa que nunca, adelante, adelante, adelante, como si fuera una bala de fusil. ¡Y ya estaba cerca de la roca, y ya la cabrita, inclinándose sobre el mar, le tendía su patita delantera para ayudarlo a salir del agua!…

¡Pero era tarde! El monstruo lo había alcanzado; el monstruo, absorbiendo el agua, se bebió al pobre muñeco como si bebiera un huevo de gallina; y lo tragó con tanta violencia y avidez que Pinocho, al caer en el cuerpo del Tiburón, se dio un golpe tan descomunal que se quedó aturdido un cuarto de hora.

Cuando volvió en sí de su aturdimiento, ni siquiera podía acordarse de en qué mundo estaba. A su alrededor había, por todas partes, una gran oscuridad; una oscuridad tan negra y pro- funda que le parecía como si hubiese entrado de, cabeza en un calamar lleno de tinta. Estuvo a la escucha y no oyó ningún ruido; sólo de vez en cuando, sentía que una bocanada de viento le golpeaba en la cara.

Al Principio no sabía de dónde salía ese viento, pero después comprendió que salía de los pulmones del monstruo. Porque hay que saber que el Tiburón padecía muchísimo de asma, y cuando respiraba parecía como si soplara la tramontana.

Pinocho, de momento, se las ingenió para darse un poco de valor; pero cuando hubo probado y comprobado que se encontraba encerrado en el cuerpo del monstruo, empezó a llorar y a chillar, y decía, llorando:

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Oh, pobre de mí! ¿No hay nadie que venga a salvarme?

—¿Quién quieres que te salve, infeliz? -dijo en la oscuridad una vocecita cascada, como de guitarra desafinada.

—¿Quién habla así? -preguntó Pinocho, sintiéndose helado de espanto.

—¡Soy yo! Soy un pobre Atún, engullido por el Tiburón al mismo tiempo que tú. Y tú, ¿qué pez eres?

—No tengo nada que ver con los peces. Soy un muñeco.

—Entonces, si no eres un pez, ¿Por qué te has dejado engullir por el monstruo?

—¡No soy yo quien se dejó engullir; él fue quien me engulló!

Y, ahora, ¿qué podemos hacer aquí, en esta oscuridad?…

—Resignarnos y esperar a que el Tiburón nos haya digerido a ambos…

—¡Pero yo no quiero ser digerido! —gritó Pinocho, volviendo a llorar.

—Tampoco yo quisiera ser digerido —agregó el Atún—, pero soy un poco filósofo y me consuelo pensando que, cuando uno nace Atún, es más digno morir en el agua que en el aceite…

—¡Tonterías! —gritó Pinocho.

—Es sólo una opinión —dijo el Atún—, ¡y tu opiniones, como dicen los atunes políticos, han de ser respetadas!

—En resumidas cuentas…, yo quiero irme de aquí… quiero huir…

—¡Huye, si puedes!…

—¿Es muy grande este Tiburón que nos ha tragado? —preguntó el muñeco.

—Figúrate que su cuerpo tiene más de un kilómetro de largo, sin contar la cola.

Mientras tenían esta conversación a oscuras, Pinocho creyó ver muy a lo lejos una especie de claridad.

—¿Qué será esa lucecita allá, a lo lejos? —dijo Pinocho.

—¡Será algún compañero de fatigas, que espera, como nosotros, el momento de ser digerido!…

—Voy a su encuentro. ¿No podía ser un viejo Pez, capaz de enseñarme el modo de huir?

—Te lo deseo de todo corazón, querido muñeco.

—Adiós, Atún,

—Adiós, muñeco. Y buena suerte.

—¿Dónde nos volveremos a ver?…

—Quién sabe… ¡Mejor no pensarlo!

XXXV

Pinocho encuentra dentro del Tiburón… ¿a quién encuentra? Lean este capítulo y lo sabrán.

P
INOCHO EN CUANTO hubo dicho adiós a su buen amigo el Atún, se movió tambaleándose en la oscuridad y empezó a caminar a tientas por el cuerpo del Tiburón, dirigiéndose pasito a pasito hacia aquella pequeña claridad que barruntaba allá a lo lejos.

Mientras andaba sintió que sus pies chapoteaban en un charco de agua grasienta y resbaladiza, y aquella agua tenía un olor tan intenso a pescado frito que le pareció estar en plena cuaresma.

Cuanto más avanzaba, más reluciente y perceptible se hacía la claridad; hasta que, anda que te andarás, por fin llegó; y cuando llegó… ¿qué encontró? No lo adivinarían ni intentándolo mil veces: encontró una mesita aparejada, con una vela encendida, metida en una botella de cristal verde, y, sentado a la mesa, un viejecito muy blanco, como si fuera de nieve o de crema batida, el cual estaba allí masticado unos pececitos vivos, pero tan vi- vos que a veces mientras se los comía se le escapaban de la boca.

A su vista, el pobre Pinocho tuvo una alegría tan grande y tan inesperada que poco le faltó para delirar. Quería reír quería llorar, quería decir un montón de cosas; y, en cambio, mascullaba confusamente y balbuceaba palabras y frases sin sentido. Por último consiguió lanzar un grito de gozo y abriendo mucho los brazos y arrojándose al cuello del viejecito, empezó a gritar:

—¡Oh! ¡papaíto! ¡Por fin lo encuentro! ¡No lo dejaré nunca más, nunca, nunca más!

—¿Mis ojos no me engañan? —replicó el viejecito, restregándose los ojos—. ¿De verdad eres mi querido Pinocho?

—¡Sí, sí, soy yo, el mismo! Y usted me ha perdonado ya, ¿no es cierto? ¡Oh, papaíto, qué bueno es!… Y pensar que yo, en cambio… ¡Oh, si supiera cuántas desgracias han llovido sobre mi cabeza y cuántas cosas me han salido mal! Figúrese que el día que usted, pobre papaíto, vendiendo la casaca me compró el silabario para ir a la escuela, me escapé a ver los títeres, y el titiritero me quería echar al fuego para que le cociera el cordero asado, y fue luego él quien me dio cinco monedas de oro para que se las llevaran usted, pero yo encontré a la Zorra y al Gato, que me condujeron a la Posada del Camarón Rojo donde comieron como lobos, y al marcharme solo de noche encontré a los asesinos que empezaron a correr tras de mí, y yo delante, y ellos siempre detrás, y yo delante, y ellos siempre detrás, y yo delante, hasta que me ahorcaron de una rama de la Gran Encina, de donde la hermosa niña de los cabellos azules me mandó recoger con una carroza, y los médicos, cuando me visitaron, dijeron en seguida: «Si no está muerto, es señal de que está vivo», y entonces se me escapó una mentira y la nariz empezó a crecerme y no pasaba por la puerta del cuarto, motivo por el cual fui con la Zorra y el Gato a enterrar las cuatro monedas de oro, pues una la había gastado en la posada, y el Papagayo se echó a reír, y viceversa, de dos mil monedas no encontré nada, la cual el juez, cuando supo que me habían robado, me hizo meter en seguida en la cárcel, para dar una satisfacción a los ladrones, de donde, al salir, vi un hermoso racimo de uvas en un campo, que me quedé preso en el cepo y el campesino por las buenas o por las malas me puso el collar de perro para que guardase el gallinero, que reconoció mi inocencia y me dejó ir, y la serpiente, con la cola que humeaba, empezó a reír y se le reventó una vena del pecho, y así volví a casa de la hermosa niña, que había muerto, y el Palomo, viendo que lloraba, me dijo: «He visto a tu padre que se fabricaba un barquichuelo para ir a buscarte», y yo le dije: «¡Oh, si tuviera alas yo también!», y él me dijo: «¿Quieres ir con tu padre?», y yo le dije: «¡Ojalá! Pero ¿quién me lleva?», y él me dijo: «Te llevo yo», y yo le dije: «¿Cómo?», y él me dijo: «Móntate en mi grupa», y así volamos toda la noche, y después, por la mañana, todos los pescadores que miraban hacia el mar me dijeron: «Hay un pobre hombre en un barquichuelo a punto de ahogarse», y yo de lejos lo reconocí en seguida, porque me lo decía el corazón, y le hice señas de que volviera a la playa…

—También te reconocí yo —dijo Geppetto—, y habría vuelto a la playa de buena gana; pero ¿cómo? El mar estaba picado y una ola embravecida volcó el barquichuelo. Entonces un horrible Tiburón que estaba por allí cerca, en cuanto me vio en el agua, corrió hacia mí y, sacando la lengua, me atrapó sin más y me tragó como si fuera un fideo.

—¿Cuánto tiempo hace que está encerrado aquí dentro? — preguntó Pinocho.

—Desde ese día, hará dos años; ¡dos años, Pinocho mío, que me han parecido dos siglos!

—¿Y cómo se las ha arreglado para vivir? ¿Y dónde ha encontrado la vela? ¿Y quién le ha dado las cerillas para encenderla?

—Ahora te lo contaré todo. Has de saber que la misma borrasca que volcó mi barquichuelo hizo zozobrar también a un barco mercante. Los marineros se salvaron todos, pero el barco se fue a pique y el Tiburón, que ese día tenía un magnífico apetito, se tragó también el barco después de tragarme a mí…

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