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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (36 page)

BOOK: La yegua blanca
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—¿Y Samana?

Rhiann observó con satisfacción que el rostro de Eremon se transformaba en piedra.

—Es cómplice de Agrícola. No quiere ser libre, ni siquiera se le ha pasado por la cabeza.

En tal caso, ¿por qué se había acostado con ella?

Como si hubiera leído los pensamientos de Rhiann, Eremon añadió:

—Tuve que actuar con Samana como si nada hubiera cambiado, así que me comporté… como siempre. —Se removió en la silla y se aclaró la garganta—. Rhiann, ¿no te has preguntado por qué hemos visto tan pocas patrullas? ¿O por qué vimos tan pocas en el viaje de ida?

La interpelada negó con la cabeza.

—Porque seguimos en territorio votadino, por eso —respondió Eremon, con amargura—. Agrícola está tan seguro de su apoyo que no considera necesario organizar muchas patrullas. Aprovecha la paz para construir una línea de fuertes entre el Clutha y el Forth. Desde su base en el Este, casi toca con los dedos el Oeste. No tardará mucho en sofocar a las tribus del Sur. Luego, se revolverá contra nosotros.

—¿Y tú crees que es la propia Samana la que está detrás de esta alianza y no el rey de los votadinos, como nos contó?

Eremon hizo una mueca.

—Oh, sí. —Enredó las bridas en sus dedos—. Admito que me equivoqué, Rhiann…, me equivoqué en muchas cosas…, y lo siento. —Parecía a punto de decir más, pero apretó los labios y retuvo a su caballo para que Rhiann pudiera entrar en el paso sola.

La joven estaba tan perpleja que no reparó en el ancho y hermoso valle que se abría ante sus ojos. ¿El gran Eremon pidiendo disculpas? ¿Humillándose… ante ella? Recordó las palabras de Conaire, esas que describían a un hombre al que ella no conocía. «El mejor de los hermanos, el mejor de los amigos…».

Su caballo bajaba por el sendero pedregoso con cautela y ella iba sumida en sus pensamientos, pero, por primera vez en varios días, el nudo frío y tenso que se había formado en su interior comenzaba a aflojarse.

En realidad, nadie les perseguía. Lejos de allí, Agrícola rechazó el consejo de sus hombres.

—No se puede hacer nada —dijo la mañana de la fuga a sus comandantes—. Pronto estaremos en guerra. La próxima vez que vea al príncipe de Erín estará en la punta de mi espada.

—¿Y Didio? —le preguntaron.

Agrícola se encogió de hombros.

—Le faltó inteligencia para no dejarse atrapar. Diremos a su familia que murió en combate. En cualquier caso, sólo con la muerte hubiera conseguido algún honor.

Samana, sin embargo, no estaba tan tranquila. No dejaba de maldecir y de patear el suelo.

—¡Cédeme algunos hombres y los cogeré! —suplicó a Agrícola—. O envía a mi castro al más rápido de tus emisarios ¡y mis hombres los atraparán! ¡Y también a mi prima!

Agrícola negó con la cabeza.

—No merece la pena, Samana. Ya he perdido cuatro hombres, no pienso arriesgar ni uno solo en una persecución. Tendrás que aceptarlo. El pájaro ha volado.

A Samana le ardían los ojos con un fuego oscuro.

—¡No! No pienso aceptarlo. ¡Yo nunca pierdo!

Agrícola la cogió por la muñeca.

—Todavía eres mía. ¿Desde cuándo soy plato de segunda mesa? Vamos a vencer, por lo que tu príncipe no te hace falta.

Samana jadeaba, sin atreverse a mirar a Agrícola a los ojos.

Por supuesto, mi señor-dijo, recuperando el control—, pero ahora me marcho a mi castro. He de comprobar que esos bárbaros no han causado ningún desperfecto en mis tierras ni en mis bienes.

Agrícola la soltó. Aquélla era la Samana que conocía, más preocupada por sus propiedades que por sus súbditos. Su falta de consideración por las personas no dejaba de impresionarle.

Capítulo 32

La mañana era clara. El límite imponente de las tierras altas se elevaba con nitidez desde la amplia planicie del Clutha. Hasta ese momento, Eremon había optado por mantener el río a su izquierda, sin seguirlo demasiado de cerca. Si Agrícola estaba construyendo fuertes a través del istmo, en aquella región debía de haber tropas y el río suponía una magnífica arteria de comunicación y suministro.

De momento habían tenido suerte. Tras dejar el páramo al Este, habían avanzado por los bosques que crecían en las hondonadas y pliegues de la llanura, entre los alisos que bordeaban las zonas más estrechas de la ribera. La estación estaba más avanzada que en el viaje de ida y los árboles, más frondosos, ofrecían una mayor protección.

Pero Eremon no bajaba la guardia. Se encontraban ya en territorio de los damnones, un pueblo sometido por la espada antes de que se rindieran sus reyes, de modo que había muchas posibilidades de toparse con soldados.

El río no tardó en convertirse en una ancha franja de agua verde que discurría muy despacio y se alejaba del cauce que seguía en el Norte para girar hacia el Oeste en busca del mar. Rhiann volvió a cabalgar junto al príncipe en un bosquecillo muy frondoso situado entre dos páramos.

—En las montañas hay pocos caminos. Conozco uno que nos llevará hasta Dunadd por el Lago de las Aguas. Para llegar hasta él tenemos que alejarnos del Clutha y seguir hacia el Norte hasta llegar a un lago grande como el mar.

Bordeaban la ribera del río Elm, un afluente del Clutha, cuando oyeron unos gritos en la distancia y divisaron una gruesa columna de humo en la hondonada del valle.

—¡Despacio! —advirtió Eremon. Dejaron los caballos entre unos abedules y Conaire y él se acercaron a investigar. Los gritos se habían convertido en sollozos y el humo en una nube negra que manchaba el cielo.

Rhiann se dio cuenta de que le sudaban las palmas de las manos y se las secó en el vestido. Se oyó un nuevo grito, muy agudo, y apretó los dientes. Cuando Eremon y Conaire volvieron a aparecer, en sus ojos había un brillo acerado que Rhiann no había visto antes.

—Fergus —dijo el príncipe, con sequedad—. Lleva al romano a los árboles y que orine, pero comprueba que no pueda desatarse. Y que no deje de ver tu espada.

En cuanto Fergus volvió, tras dejar al romano junto a un grupo de robles muertos, Conaire escupió en el suelo.

—Unos soldados están atacando una granja. Hombres grandes, con unos uniformes muy extraños. No son albanos.

—¿Están… haciendo daño a la gente? —preguntó Rhiann con un hilo de voz.

—Sí —respondió Eremon; tenía los ojos inyectados en sangre y parecía no verla—. Es demasiado tarde para salvarlos, pero no para enseñarles modales a esos lobos.

—¡Eremon! —le suplicó Rhiann—. ¡No podemos arriesgarnos!

El interpelado no la oía. Tenía la mano en la empuñadura de Fragarach y los labios apretados.

—¡Cómo ansia mi espada probar sangre romana!

—Y la mía —añadió Conaire; Rhiann no reconocía a la persona tierna y amable con quien había trabado amistad en la ferocidad de su semblante. De pronto, todos los hombres parecían cargados de energía.

—Contamos con el elemento sorpresa —dijo Eremon—. Son diez y van a pie; nosotros, seis y a caballo. Podemos caer sobre ellos desde arriba. No quiero que nadie se detenga. Nuestras espadas son más largas y contamos con el peso de los caballos. Golpead a cuantos podáis y seguid —dijo, y entornó los ojos—. Un poco más hacia el Este hemos visto unas huellas que siguen hasta un vado que cruza hacia aquellos montes. Nos reagruparemos allí, al otro lado.

Colum palmeó su espada y sonrió.

—¡Al fin un poco de pelea!

—Eremon —dijo Rhiann con tranquilidad—, ¿qué hago yo?

De pronto, el príncipe reparó en ella, y flaqueó su ardor bélico.

—Señor —terció Rori—, yo también deseo dar su merecido a esos perros romanos, pero si quieres, puedo dar un rodeo con la señora y cruzar el vado.

A Eremon se le iluminó el semblante.

—Rori, eres un hombre valiente y lleno de recursos. —Rori se sonrojó, contradiciendo de algún modo estas palabras—. Me parece bien, pero esperad al ataque. No dejaremos que se acerquen.

A Rhiann le bastó mirar a los hombres para darse cuenta de que nada les disuadiría. Eremon se movía con una rapidez, vigor y seguridad que llevaba días sin mostrar. La sacerdotisa que llevaba dentro se dio cuenta de que necesitaba aquel ataque. Quizá para purgar todo lo sucedido.

Fergus regresó con el romano y el príncipe ordenó que lo atasen al caballo de Rori. Hecho esto, Rori y Rhiann se alejaron. Ella no quiso mirar atrás.

Eremon retorcía las briznas de hierba le rozaban el rostro. Estaba tumbado bocabajo detrás de los árboles que rodeaban la granja, contando a los soldados una vez más.

Llevaban corazas distintas a las de la patrulla con la que se habían topado diez días antes y no parecían latinos, sino gentes del mar del Norte. Samana le había dicho que Agrícola contaba con tropas auxiliares de otras partes del continente. Quizás fueran bávaros.

Un sendero con huellas de carromato discurría desde los páramos y pasaba entre dos edificios redondos de tejados en llamas. A través del humo pudo ver a tres soldados que cargaban sacos de grano en un carro, otros cuatro que sacaban unos cuantos animales escuálidos de un corral desvencijado. Los tres restantes se entretenían en labores menos productivas. Eremon vio que uno de ellos se levantaba de una mujer que estaba tendida y cuya palidez destacaba enormemente por contraste con el suelo arcilloso del camino. Los otros dos violaban por turnos a una niña que yacía en la entrada de la granja. Los cadáveres de los hombres estaban desperdigados entre las chozas en llamas. Eremon se tensó para levantarse, impulsado por el deseo de salvar a la niña. El segundo hombre se apartó de la pequeña y tropezó con su túnica antes de sacar un cuchillo para degollarla.

Eremon reptó hasta su montura y se reunió con sus hombres. Con una inclinación de cabeza, Conaire, Colum y los demás se colocaron en formación detrás de él. Desenvainó la espada de forma lenta y silenciosa, y la elevó por encima de su cabeza.

Podían oír los gritos de los soldados, el chirrido de los carromatos. Permanecerían agrupados, muy juntos. Eremon respiró hondo y bajó la espada al tiempo que azuzaba a su montura con fuerza.

El animal salió disparado como una flecha de un arco tenso. Conaire galopaba al lado de Eremon, que oyó el roce de la espada de su hermano al abandonar la funda. Ambos profirieron el grito de guerra de Dalriada:

—¡Jabalí! ¡Jabalí!

Salieron del recodo del camino en medio de una lluvia de barro. Los soldados se quedaron petrificados. No tuvieron más que un momento para soltar los sacos y desenvainar sus armas, pero era demasiado tarde.

Los erineses se precipitaron sobre ellos como un solo puño. Arrollaron con sus caballos a algunos, que murieron aplastados bajo los cascos. Con la confusión, la montura de Eremon retrocedió y el príncipe se encontró cara a cara con un hombre barbado que, con un gruñido y la boca manchada de babas, pretendía hundir su espada corta en el vientre del semental.

A Eremon le pareció que los rasgos del hombre adoptaban el idéntico gesto despectivo de Agrícola y, con un enorme grito, aferró a Fragarach con ambas manos y le cortó el cuello con un mandoble transversal. Hubo una gran salpicadura de sangre. El pesado cuerpo del soldado cayó bajo los cascos de los caballos justo cuanto otro guerrero, armado con una espada, se precipitaba sobre Eremon por la espalda. Éste no tenía tiempo de hacer girar a su caballo, pero Conaire, que acababa de despachar a otro soldado en la acometida inicial, se revolvió como pudo y, con un golpe frenético, hirió al soldado en un brazo con un tajo que dejaba el hueso al descubierto.

El soldado cayó al suelo con un grito de dolor y perdió el casco a causa del golpe. Eremon, que había conseguido hacer girar a su caballo, le abrió el cráneo de un solo mandoble. Con un jadeo, Eremon miró a Conaire antes de que los dos siguieran adelante.

Por delante de él estaba Colum, que forcejeaba con un soldado que quería derribarle del caballo. Al instante, Angus llegó junto a ellos con un grito feroz y hundió la hoja de su acero, ya manchado de sangre, en el cuello del soldado, en un hueco que el casco no alcanzaba a proteger. Por su parte, Fergus se alejaba ya de la escena. Eremon se detuvo sólo el tiempo necesario para ver que Angus y Colum proseguían la marcha. Conaire se había lanzado al galope en pos de Fergus.

Eremon miró atrás al salir de la granja. Ocho hombres yacían inmóviles en el suelo, algunos de ellos en la parte trasera del carromato, dos junto al tiro de bueyes, y el resto mezclados con los cadáveres de sus víctimas. Dos seguían vivos, pero estaban muy malheridos y andaban casi a rastras por el camino.

Eremon siguió adelante por la orilla del río. Al cruzar el vado, el agua le salpicó. La sangre latía con fuerza en sus venas y Fragarach cantaba en su mano.

Rhiann sintió un dolor en la garganta.

Desde la granja, el viento transportaba gritos y ruido de espadas. Era un clamor que conocía bien, demasiado bien. Enredó los dedos en las crines de su caballo y agachó la cabeza, como si así pudiera no oír.

Se sumió tan profundamente en sus recuerdos que, cuando el ruido cesó, no se dio cuenta. Hasta que Rori la despertó de su sueño.

—¡Deprisa, deprisa, señora!

La epídea levantó la vista. Estaban en el vado, que Rori casi había cruzado. El agua mojaba las patas del semental que montaba el joven.

—Oigo a mi señor. Van por delante. ¡Deprisa!

Rhiann hizo avanzar a su yegua a través de los sauces y bajó al vado. Y cuando el animal subía por la grava de la orilla opuesta y Rori respiraba con alivio, oyeron un zumbido. Una jabalina se clavó con un golpe seco en un surco del camino, a menos de dos pasos de ellos. Rhiann se sobresaltó y dio un grito, su caballo respingó.

Oyó jurar a Rori, porque su montura, cargada con el peso añadido del romano, se había espantado y arrancado a galopar. Levantó la vista y lo vio a través de las ramas cuando intentaba dominar al caballo. Rhiann se agachó y trató de hacer avanzar a su yegua. Con alivio, oyó la voz de Eremon, en la distancia.

—¡Fuera de aquí todos! ¡Fuera!

Detrás de ella escuchó un grito asustado, en latín, y el salpicar de muchos pies en el vado. Miró hacia atrás y vio una capa roja, el brillo de una armadura y hombres que salían de entre los árboles.

El pavor se cerró sobre el corazón de la joven como un puño. Volvió a talonear a su caballo y, por fin, el animal reaccionó, pero Rhiann se había deslizado sobre el lomo, hacia atrás y…

Su pelo se enganchó en los arbustos del borde del camino y todo cuanto pudo ver fue un revoltijo de ramas y una confusión de sombras y rayos de sol. Oyó el zumbido de otra jabalina y la yegua relinchó. ¡La habían alcanzado!

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