—¡Guardias! —gritó el amir por encima de los relinchos del caballo a quien la súbita conmoción hizo encabritarse—. ¡Guardias! ¡Prendedlos!
Obligado a sujetar la brida del encabritado caballo, el amir llamó a gritos a los guardias, quienes comenzaron a acudir corriendo desde todos los rincones de la sala. Apartándose de aquellos cascos que pataleaban enloquecidos en el aire y situándose a un lado del trono, el imán observaba los acontecimientos con rostro grave. Junto a él estaba Yamina, con su mano descansando ligeramente sobre el brazo desnudo del sacerdote y su ojo visible mirando desde el brillante fondo negro de sus hábitos. Los dos guardaespaldas del amir, que hasta el momento habían estado protegiendo ambos lados del trono, corrieron hacia Khardan y Achmed blandiendo sus sables.
Colocándose de un tirón a Achmed detrás de sí, Khar-dan lanzó una patada al guardia más próximo a él. La ne-gra bota de montar del califa se estrelló contra la mano que llevaba el arma. El hueso crujió y el sable salió volando, para caer sobre los azulejos del suelo con una resonancia metálica.
—¡Cógelo! —gritó Khardan, empujando a Achmed hacia donde había caído el arma.
Tropezando con la prisa, Achmed se lanzó a coger el sable. El otro guardaespaldas dio una poderosa barrida con su arma que habría separado la cabeza de Khardan de sus hombros si el califa no se hubiese agachado a tiempo. Levantándose de nuevo con toda rapidez, Khardan detuvo en su inicio, con el antebrazo, el segundo golpe de sable y, agarrando la muñeca del hombre con ambas manos, la retorció.
De nuevo, un crujir de huesos y un grito de dolor mientras los lastimados dedos del guardia dejaban caer el sable. Empujando al guardia de espaldas contra un tercero que se avecinaba, Khardan se apresuró a recoger el arma del suelo. Achmed se había situado tras él, espalda con espalda, con su propio sable enarbolado.
—¡Por allí! —gritó Khardan dando un salto en dirección a la antecámara que habían atravesado para entrar.
—¡No, está atrancada! —jadeó Achmed—. Intenté decírtelo…
Pero Khardan ya no estaba escuchándolo. Sus ojos dieron una veloz pasada por toda la
divan
en busca de una salida.
—¡Cerrad los tabiques! —vociferó el amir—. ¡Cerrad los tabiques!
¡Los tabiques! Volviéndose con rapidez, Khardan vio el balcón con las altas copas de los árboles elevándose desde el jardín. Éste estaba rodeado por una tapia y, detrás de la tapia, estaban la ciudad y la libertad. Pero ya los sirvientes corrían llenos de pánico a ejecutar las órdenes del amir. Enseguida comenzaron a empujar los tabiques el uno hacia el otro.
Khardan tiró de su hermano hacia el balcón. Un guardia saltó sobre el califa, pero una batida circular del sable de Khardan lo hizo retroceder agarrándose con una mano el brazo que casi había sido cercenado de su cuerpo. Volviéndose, Khardan echó a correr tras su hermano con sus hábitos revoloteando en torno a él según avanzaba hacia los tabiques móviles.
Éstos estaban ya casi cerrados, pero los sirvientes, al ver a los dos nómadas precipitarse sobre ellos con sus sables centelleando a la luz del sol, salieron disparados chillando por sus vidas. La voz del amir resonó en la
divan
maldiciéndolos a todos por cobardes.
Colándose a duras penas por entre los dos tabiques, Khardan y Achmed salieron al balcón.
—¡Ciérralos! —ordenó Khardan a Achmed mientras él corría a asomarse por la lisa balaustrada de piedra. Era una caída de seis metros, como mínimo, al jardín que había debajo. Vacilando, se volvió a mirar atrás. Allí podía oírse el ruido de las pisadas; los tabiques estaban comenzando a abrirse otra vez. No había otra solución.
Cogiendo a Achmed del brazo, lo ayudó a treparse a la balaustrada.
Con un ojo en los tabiques, que se separaban despacio, Khardan trepó también al otro lado de la balaustrada, y se mantuvo en precario equilibrio sobre el estrecho saliente de piedra.
—¡El lecho de flores! ¡Salta hacia él! —ordenó.
Arrojando primero su espada, Achmed se preparó para ir tras ella. Sin embargo, no podía decidirse a dar el salto. Aferrándose al antepecho con ambas manos, y con la cara blanca y en tensión, miró abajo, al jardín, que parecía estar a kilómetros de distancia.
—¡Vamos!
Khardan empujó a su hermano con la bota. Las manos de Achmed resbalaron y cayó dando un grito. Soltando su propia espada primero, el califa saltó tras él, voló por el aire y aterrizó en el lecho de flores con la elegancia de un gato.
—¿Dónde está mi espada? ¿Estás bien?
—Sí —consiguió responder Achmed.
Había sufrido un fuerte impacto que lo había dejado algo aturdido y conmocionado. Un hilillo de sangre le brotaba de la boca; se había mordido la lengua al aterrizar y se había torcido la rodilla dolorosamente, pero antes se moriría que confesárselo a su hermano mayor.
—Tu espada está ahí, entre esas cosas rosas.
Viendo el brillo de la empuñadura a la luz del sol, Khardan se apresuró a agacharse y recoger su arma. Echó una mirada a su alrededor para orientarse, tratando de recordar cuanto sabía del palacio y sus inmediaciones. Jamás había estado, por supuesto, en el jardín de recreo con anterioridad. Sólo el sultán, sus esposas y sus concubinas tenían acceso a él, y pasaban las horas calurosas del día solazándose entre las sombras de los árboles y las flores de azahar, chapoteando en los estanques ornamentales y jugando entre los setos. Situado en el extremo oriental del palacio, lejos de los cuarteles y rodeado de un alto muro, el jardín era un lugar privado y eficazmente aislado de los ruidos y olores de la ciudad.
—Si trepamos al lado norte de la tapia, deberíamos salir cerca de nuestros hombres —murmuró Khardan.
—Pero ¿hacia dónde está el norte? —preguntó Achmed mirando con desesperación hacia aquel laberinto de setos y senderos ramificados.
—Recemos a Akhran para que nos guíe —dijo el califa.
Al menos no había guardias allí, pensó, sabiendo que sólo a los eunucos se les permitía entrar en los jardines con las mujeres. Pero entonces oyó gritos y órdenes voceadas. Eso aceleraba las cosas. No tenían tiempo que perder.
De un salto, abandonó el lecho de flores y se encontró en un sendero, espantando a una gacela que se alejó dando saltos. Mirando hacia atrás, hizo un gesto a su hermano para que lo siguiera. El rostro del muchacho estaba pálido, pero severo y resuelto. Khardan lo vio cojear.
—¿Seguro que estás bien?
—Estoy bien. Sólo quiero salir de aquí.
Asintiendo, Khardan giró y escogió un sendero que parecía conducir hacia el norte. Él y Achmed lo siguieron hasta que se abrió formando un ancho patio en torno a un estanque. Achmed estuvo a punto de salir a él, pero Khardan lo agarró por detrás desde los arbustos.
—¡No! ¡Mira allá arriba!
Una fila de arqueros, con los arcos preparados, apuntaban desde el balcón hacia el jardín.
Manteniéndose los dos tan escondidos como podían entre los setos, y osando levantar la cabeza sólo de vez en cuando para ver si podían localizar la tapia, Khardan probó un sendero tras otro, sintiéndose cada vez más desesperado al ver que cada uno de ellos parecía adentrarlos más y más en lo profundo de aquel perfumado laberinto. Achmed se mantenía en pie sin una sola queja. Pero Khardan sabía que el muchacho estaba casi fuera de combate. Una vez que se encontrase fuera de allí, desafiaría al ejército del amir si era preciso.
Pero, cuando al fin se halló cerca del muro, el corazón de Khardan dio un vuelco. Tenía más de seis metros de altura y era completamente liso, sin asideros visibles paramanos o pies. Las parras que podían haber crecido sobre él habían sido taladas. También se habían podado los árboles que se hallaban más próximos al muro para impedir que ninguna rama colgase por encima de él. Era obvio que el sultán había sido cuidadoso con respecto a sus esposas, asegurándose de que ningún posible amante tuviese acceso a su jardín.
Apretando los dientes de frustración, Khardan corrió a lo largo de la base del muro, esperando con toda su alma encontrar alguna grieta en la superficie, una parra que algún jardinero pudiera haber descuidado, ¡algo! El silbido y casi simultáneo ruido sordo de un impacto de flecha cerca de él le hicieron saber que, aun cuando no pudieran verlos con claridad, sus movimientos a través del follaje eran fácilmente detectados. Los guardias debían de estar ya entrando en tropel por entre las verjas…
—¡No! ¡Por favor, déjame marchar! —se oyó de pronto una voz suplicante—. ¡Te daré mis joyas, cualquier cosa! ¡Por favor, no me lleves allí de nuevo!
Khardan se detuvo. Era una voz de mujer y sonaba muy cerca de él. Levantando la mano para indicar a Achmed —quien avanzaba tras él— que se detuviera, el califa espió con cautela a través de un grupo de rosales. Agradecido por el descanso, Achmed se recostó sin fuerzas contra el muro, masajeándose la pierna que le latía y ardía a cada paso que daba.
A menos de dos metros de Khardan, una mujer forcejeaba con dos eunucos de palacio. Hombres corpulentos ambos, sus cuerpos se habían quedado fofos como a menudo sucede entre los de su condición, pero no por ello dejaban de ser fuertes. Sosteniendo a la mujer cada uno de un brazo, los eunucos la estaban arrastrando a lo largo de un sendero que, al parecer, conducía al palacio. La mujer era joven; sus ropas aparecían revueltas y rasgadas, y el velo le había sido arrancado de la cabeza dejando su rostro y cabeza visibles. Khardan, aun en medio de su propio peligro, se quedó pasmado ante su belleza.
En su vida había visto un pelo como aquél. Era largo y tupido, y tenía el color del oro bruñido. Cuando ella sacudía la cabeza en sus súplicas, su cabello se agitaba en torno a ella como una nube dorada. Su voz, aunque aho-gada por las lágrimas, era dulce. La piel de sus brazos y pechos, visible con claridad a través del rasgado tejido de su vestido, era blanca como la nata y rosada como las flores que la rodeaban.
Era evidente que había sido maltratada. Había cardenales en sus brazos y —Khardan inhaló profundamente de rabia— también se veían marcas de látigo en su espalda desnuda.
—¡Espera aquí! —ordenó Khardan a Achmed.
Saltando sobre el sendero con su sable en ristre, el califa abordó a los eunucos.
—¡Soltadla! —exigió.
Sobresaltados, los eunucos se volvieron con ojos desorbitados ante la súbita aparición de un nómada del desierto con sus largas vestiduras y botas de montar, y con un sable en la mano.
—¡Ayuda! —gritaron los eunucos con voces temblorosas y chillonas, y sin dejar de agarrar a la muchacha—. ¡Intrusos en el serrallo! ¡Ayuda! ¡Guardias!
Su cautiva volvió una deliciosa cara hacia Khardan y lo miró a través de una lluvia de pelo dorado.
—¡Sálvame! —imploró ella—. ¡Sálvame! ¡Soy una de las hijas del sultán! ¡Me había escondido en el palacio, pero ahora me han descubierto y me van a aplicar horribles torturas hasta morir! ¡Salva mi vida, valiente extranjero, y toda mi fortuna será tuya!
—¡Cállate! —ordenó uno de los eunucos abofeteando a la joven con la palma de su gruesa mano.
Al instante siguiente, el eunuco exhaló un grito de dolor y se quedó mirando estupefacto el sangriento corte que recorría su brazo desde el hombro hasta la muñeca.
—¡Suéltala! —repitió Khardan saltando amenazadora-mente hacia el otro eunuco que se apresuró a dejar libre el brazo de la joven.
—¡Guardias! ¡Guardias! —gritó el eunuco presa del pánico mientras se alejaba de Khardan retrocediendo y, por fin, se volvía y echaba a correr por el sendero con sus flaccidas carnes bailando y zangoloteándose de un modo ridículo.
El otro eunuco yacía muerto con la cabeza dentro de un estanque y su sangre tiñendo el agua de rojo.
—¿Cómo podemos salir de aquí? —preguntó con urgencia Khardan mientras sostenía a la muchacha que se había arrojado a los brazos de su salvador—. ¡Rápido! ¡Hay guardias persiguiéndome a mí también! ¡Mis hombres esperan fuera de la muralla, junto al mercado de esclavos! Si conseguimos llegar hasta ellos…
Los senos de la joven, apretados contra el pecho de Khardan, subían y bajaban mientras ella trataba de recobrar el aliento. La fragancia de la muchacha le llenaba las ventanillas de su nariz, y su pelo, brillante como un pañuelo de seda, le rozaba la mejilla. Ella era todo calidez, rosas, lágrimas y dulzura, y Khardan la rodeó con su brazo, acercándosela todavía más a sí y disipando su miedo.
La muchacha era tan valiente como bonita, al parecer, ya que sin más demora tomó una temblorosa bocanada de aire y se separó de golpe de él.
—Hay… un pasadizo secreto… a través de la muralla. ¡Sigúeme!
—¡Espera! ¡Mi hermano! —Khardan se perdió entre la espesura y salió al instante con Achmed tras él.
Haciéndoles señas con una mano tan delgada y tan blanca que parecía que los pétalos de la gardenia estaban floreciendo alrededor de ellos, la muchacha indicó a Khardan y Achmed que la siguiesen por un sendero que ninguno de ellos habría visto jamás, tan ingeniosamente escondido estaba entre los giros y vueltas del laberinto. Ya no se oía el silbar de las flechas a su alrededor, pero sí gritos interrogantes de voces recias y los agudos trinos del eunuco.
Sin vacilar un momento, la muchacha los condujo con rapidez a través de una verdadera jungla de follaje en la que los dos hermanos se habrían perdido sin remedio. Khardan no podía ver ya el muro desde donde estaban; no podía ver nada a través de los altos árboles, y una vaga sombra de duda estaba empezando a formarse en su mente cuando, de repente, doblaron una esquina y allí estaba el muro; un pequeño macizo de arbustos con largas y amenazantes espinas crecía contra él.
Khardan se quedó mirándolo con ojos sombríos. Tal vez pudieran utilizar los arbustos para trepar el muro, pero cuando llegaran arriba su carne estaría hecha jirones. Se preguntó, además, si aquellas espinas no serían venenosas. Una gota de alguna sustancia aceitosa relucía en la punta de cada una de ellas. Con todo, era mejor aquello que languidecer en las mazmorras del amir. Empezó a retirar a la muchacha hacia un lado, dispuesto a iniciar la escalada, cuando, para su sorpresa, ella lo detuvo.
—¡No, mira!
Acercándose al muro, la joven tiró de una piedra suelta. Se oyó un ruido rechinante y, con gran asombro de Khardan, el arbusto espinoso se desplazó muy despacio hacia un lado, dejando al descubierto una abertura en el muro. A través de ella, Khardan pudo ver el mercado y oír el ruido confuso de muchas voces.