La vida después (31 page)

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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

BOOK: La vida después
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—¿De qué te ríes?

—¿Yo? De nada.

—Anda que no. Te estabas riendo. Estás muy rara desde que llegamos a Londres.

—No me digas…

—Sí, sí te digo. Te he estado observando, tía Vi, y no pareces la de siempre.

«Vaya por Dios. Ahora resulta que quiere ejercer de psicóloga. No te pases de lista, Solange.»

—Si tú lo dices…

—¿Quién es tu amiga, la que te tiene tan ocupada?

—¿Linda? Ya te lo dije. Una antigua compañera de la Universidad de Grace que ahora vive en la ciudad.

—¿Por qué?

—Supongo que por lo mismo que otros once millones de personas. ¿Qué es esto, Solange? ¿Un interrogatorio?

Se habían detenido junto a un puesto de bizcochos caseros y otro de bufandas de seda. Olía a una mezcla de canela y vainilla.

—Tía Vi. —Solange respiró profundamente y adoptó esa expresión de ratasabia que le era tan habitual—. No estás viendo a una amiga… Y tampoco me creo ese rollo del seminario en no-sé-dónde.

—Ya. ¿Y qué es lo que piensas, entonces?

—Que… que te estás citando con un hombre.

Victoria tuvo que morderse la punta de la lengua para mantener una expresión de gravedad suprema. Era un método infalible que había aprendido en el colegio inglés, y gracias al cual había evitado algunos castigos por reírse a destiempo. Nunca pensó que tendría que volver a echar mano del truco para despistar a una adolescente que jugaba a querer saberlo todo. «Querida Solange, cuántas sorpresas vas a llevarte, cuántas cosas que no sospechas te están esperando… Cosas buenas y malas, Solange, cosas que ni siquiera te imaginas… Tú que, como me pasaba a mí a los quince años, estás convencida de saberlo todo… Voy a concederte un pequeño triunfo, un motivo para creerte mucho más lista de lo que eres.»

—Está bien. Me has cogido.

Solange le dio un abrazo alborozado. A los dieciséis años, es maravilloso creer que se tiene razón. «Disfruta del éxito, querida.»

—Lo sabía, tía Vi. Lo sabía desde el primer momento. No te preocupes, no le diré nada a Marga… ni a Shirley, claro… Tu secreto está a salvo conmigo. Qué emocionante… tienes un ligue inglés.

—Lo que tengo es un marido americano, Solange.

—Bueno, ya lo sé… Pero estas cosas pasan, ¿no? Además, Herder no me gusta demasiado. Y a ti tampoco…

Esta vez sólo Victoria se paró en seco. Estaban delante de la tienda de Dr. Martens, pero ni siquiera se fijó en las botas por las que había suspirado cuando era joven.

—¿Qué quieres decir?

—Que pasas de tu marido, tía Vi. Apenas le has llamado desde que estás con nosotras, y cuando hablas con él es como si lo hicieses con el director del banco. A mí no me la das…

«Por supuesto que no. ¿Quién lo intentaría con una mujer experta como tú? Claro que esta vez, Solange, has dado en el clavo. Como bien dices, mi marido no me gusta lo más mínimo.»

—Mira, Sol, Herder y yo tenemos algunos problemas… La… la convivencia no es fácil.

—Oh, no, no te estoy pidiendo explicaciones…

«Cuánta consideración por tu parte. Estoy conmovida.»

—… pero, en cualquier caso, entiendo que te hayas buscado una distracción. Yo, en tu lugar, haría lo mismo. Tranquila. Seré muuuy discreta…

Victoria no sabía si reírse o abroncar a Solange por sus intenciones disolutas. Así que eso era lo que estaba enseñando a aquella mocosa, que el antídoto contra un matrimonio poco interesante es tener una aventura… Lo peor de todo es que era la conclusión a la que ella misma había llegado, sólo que treinta años más tarde que la joven hija de Jan. Los chicos de ahora aprenden muy deprisa, pensó. Bueno, al menos se había buscado la mejor coartada con Solange, que dejaría de hacer preguntas y de protestar por su ausencia. Miró, distraída, hacia el interior de la tienda de botas. Cuando era joven hubiese dado cualquier cosa por unas Doc M de color rojo, pero entonces no se las podía permitir. Y ahora… «Demasiado tarde, chica… ya no tienes edad».

—Solange… ¿te gustan esas botas?

—¿Cuáles?

—Las color burdeos… las de caña alta y cordones negros.

—¿Estás de broma? Claro que me gustan. Pero son carísimas…

—Yo te las regalo. Puedes tomarlo como un soborno, si quieres. Por tener la boca cerrada.

Quizá ése era el destino de los deseos contrariados, pensó Victoria. Ver cómo se cumplen en otros. Y mientras Solange se probaba, radiante, las mismas botas que no había podido hacer suyas en su momento, deseó para aquella niña un matrimonio feliz y duradero, del que no hiciese falta escapar por medio de la traición, el fingimiento y el engaño.

A pesar de la insistencia del señor Faraday, Victoria no había querido pedir nada para almorzar. Ella y Solange habían comido unos sándwiches en uno de los puestos de Spitalfields —pollo al curry en un gomoso pan de semillas de amapola que crujía al masticarlo— y no tenía hambre. Douglas había pedido unos huevos con tostadas: cuando se quedaba en la tienda al mediodía, un
pub
cercano le llevaba alguna cosa para picar —un poco de sopa, una ensalada— y malcomía en el despacho antes de volver al trabajo.

—Ya sé que a mi edad debería vigilar la alimentación…

—¿Nunca come en casa?

—No… ¿Para qué? De hecho, intento estar allí lo menos posible. Cuando tengo tiempo almuerzo en el Wolseley, y de noche voy al club o a algún restaurante.

A Victoria se le vino a la cabeza la imagen de Douglas Faraday solo, frente a una enorme mesa perfectamente dispuesta, sorbiendo sin ganas una sopa de tomate y bebiendo imperceptibles sorbos de vino de una copa de cristal tallado.

«Pero qué tonta eres, chica.»

—A Jan también le gustaba salir a cenar y a comer fuera —le pareció haber encontrado una buena salida—. La cosa cambió cuando se casó con Marga… Es una gran cocinera, y empezaron a quedarse en casa.

—Pues en eso fue más afortunado que yo. La pobre Jenny no sabía ni freír un huevo. Y Deirdre… en fin. Si un juez hubiese probado aquellas empanadas de perdiz que se empeñaba en preparar los domingos y que tenía que comerme para que no se ofendiera, tal vez el divorcio no me hubiese salido tan condenadamente caro.

—¿Está divorciado?

—Sí, gracias a Dios. Hace cinco años. Mi ex mujer se las arregló para quitarme hasta la camisa, pero doy cada penique por bien empleado si sirvió para librarme de ella. Hubiese estado dispuesto a vivir bajo el Puente de Londres… o en una casa abandonada de Whitechapel… cualquier cosa con tal de tenerla bien lejos. Que Dios me asista, pero no creo que haya en todo el mundo una persona con peor carácter. Tardé mucho en darme cuenta, pero uno suele necesitar tiempo para aprender determinadas cosas. En cuestiones de matrimonio, alguien debería inventar un sistema de votos renovables. Sería muy útil. Los reticentes no tardarían tanto en decidirse si pudiesen dar marcha atrás, y los incautos como yo encontrarían una vía de escape cuando se equivocaran. Bah, no me haga caso, hablar de Deirdre me pone de muy mal humor. Venga por aquí, voy a enseñarle algunas cosas.

La tienda de Faraday era mucho más que un almacén de antigüedades. En ella no había sólo objetos ennoblecidos por el paso del tiempo, sino caprichos de coleccionista y curiosidades para los amantes de los fetiches. Junto a un cuadro de la escuela de Murillo, un tapiz del siglo XVIII milagrosamente conservado y un samovar de la época de los zares, Douglas le mostró un abrecartas que había pertenecido a Winston Churchill y un abanico negro y delicado, como las alas de una libélula siniestra.

—¿Le gusta?

—Es extraño… nunca había visto uno de este color.

—Es un abanico de luto. Data de 1930 y se hizo confeccionar especialmente para la duquesa de Hershey, que quedó viuda muy joven. Pero no llegó a usarlo nunca…

—¿Por qué?

—Volvió a casarse enseguida. Lo compré a buen precio en un taller de Bath y me gustó tanto que decidí no ponerlo a la venta.

Faraday le tendió el abanico. Victoria lo abrió y lo cerró dos veces. Las varillas, delgadísimas, apenas sostenían una tela tan fina como el papel.

—Es una historia muy bonita, pero ¿cómo puede estar seguro de que es cierta?

—Oh, es que no lo estoy… Pero a veces hace falta un poco de fe. Y eso me recuerda que usted no ha venido aquí a ver cosas raras. Le interesa la película y cómo llegó a mi poder. Venga al despacho, estaremos más cómodos. ¿Quiere una taza de té?

El despacho del anticuario era una pieza acogedora, y espaciosa, dividida en dos partes con el aspecto de pequeños salones. Había una pesada mesa de trabajo con una escribanía de plata, un sillón de cuero y dos butacas frente a una mesita. Faraday invitó a Victoria a sentarse, y luego él mismo preparó el té. Por fortuna, no había ni rastro de la señorita Starck. A Victoria no le hubiese hecho mucha gracia tenerla rondando por allí, con su mirada de halcón y aquel gesto que parecía anunciar la inminencia de un reproche.

—Muy bien. Vamos allá… Espero resultar un buen narrador. Al menos, el material merece la pena…

Según la historia que contó Douglas Faraday, el propietario legítimo de la película que Jan había comprado se llamaba Arvid Soderman. Era hijo de un hombre de negocios sueco que poseía una pequeña compañía naviera y se había casado con una mujer muy rica de origen alemán. La familia vivía en Estocolmo, en una casa llena de objetos exquisitos, cada uno de los cuales había sido un regalo de bodas hecho a la pareja por los amigos de los padres de ella. Vanda Soderman tenía un gusto extraordinario, y fue quien se encargó de convertir su hogar en el más lujoso y confortable de Estocolmo. Muchos aseguraban que los salones de la Casa Soderman podían competir en esplendor con muchas de las estancias del Palacio Real. Vanda y su esposo, Fredrik, decían que la comparación era exagerada, pero estaban secretamente convencidos de que el ambiente en que vivían podía medirse al que rodeaba a los propios reyes de Suecia.

Su hijo, Arvid, nació después de seis embarazos fallidos y cuando ya los Soderman empezaban a asumir que no tendrían descendencia. Aquel bebé escuálido y de piel transparente fue recibido como un milagro, y Vanda se encargó de convertir su habitación en los aposentos de un príncipe: hizo que un artesano confeccionase la cuna que cubrió con encaje de Brujas, se trajo de Holanda las sábanas bordadas, encargó a un pintor que decorase el techo de la estancia con un fresco de nubes y amorcillos, y colocó en el suelo una alfombra tan mullida que el niño hubiese podido caer de cabeza en ella como quien aterriza en un colchón.

Arvid tenía mala salud, así que lo educaron en casa. Creció rodeado de mimos y de cosas hermosas, tanto que se habituó a la belleza y llegó a desarrollar un cierto rechazo por todo lo mínimamente feo. Su mundo estaba lleno de equilibrio, de armonía. Al parecer, hasta los criados de la casa Soderman eran seleccionados en función de su aspecto físico. Las doncellas, el mayordomo, el chófer de uniforme, incluso el jardinero, que no salía del pequeño parque que rodeaba la mansión, y la cocinera, que veía reducido su universo al mundo aparte de los fogones, eran mucho más atractivos que los sirvientes de otras familias.

Hasta cumplir los dieciséis años, Arvid tuvo un contacto escaso con el mundo real. No iba a la escuela más que para rendir los exámenes oficiales de fin de curso, y cuando lo hacía se sorprendía de la sobriedad del liceo donde se efectuaban las pruebas, de las paredes desnudas y grises, de los muebles oscuros y simples, de la rudeza de sus compañeros y de la pobre vestimenta de los profesores. Él, que se sentaba en butacas tapizadas en seda, miraba con una mezcla de compasión y asombro los recios bancos de madera, las puertas sin lacar y las feas botas de cordones de los otros chicos.

Por otra parte, los alumnos que acudían para examinarse veían a Arvid como a un bicho de una extraña especie, y de año en año aguardaban su aparición en el aula, pálido y ojeroso por la falta de aire fresco, vestido como un viejo, con chaleco y levita y zapatos de tafilete brillando al sol de junio. Todos estaban convencidos de que el joven Soderman venía de otro planeta, y en cierto modo así era: de un planeta clausurado a la fealdad, preservado a la fuerza de cualquier maligna influencia del exterior.

Es imposible saber qué habría sido de Arvid de no haberse vuelto la suerte en contra de los suyos. Tenía dieciocho años cuando uno de los barcos de la naviera de su padre naufragó cerca de las Hébridas. La carga se perdió, por supuesto, y toda la tripulación murió ahogada o víctima de la congelación. El escándalo estalló cuando se supo que ninguna aseguradora había cubierto el viaje del mercante. Ni la carga, ni mucho menos los hombres, viajaban protegidos por póliza alguna. Fredrik Soderman se apresuró a decir que cubriría con su patrimonio personal las indemnizaciones a las familias de los sesenta marineros muertos.

—A pesar de la buena voluntad de Soderman, su naviera pasaba por un mal momento así que tuvo que recurrir a los bancos. Pero, como ocurre a todos los hombres afortunados, Fredrik tenía muchos enemigos, que vieron la ocasión de ponerle contra las cuerdas. Consiguieron bloquear los préstamos que había solicitado, y cuando llegó el momento de hacer frente a las compensaciones a las viudas y los huérfanos, no contaba con suficiente liquidez. Y, a la desesperada, acudió a un antiguo socio, que traspasó a su cuenta el dinero que necesitaba… a un interés escandaloso.

—¿Y no pudo pedir ayuda a su mujer? Dijo que era rica…

—Así hubiese actuado alguien más sensato. Pero Soderman intentó arreglar las cosas por sí solo. Una vez que cumplió con las familias de sus hombres, se encontró con una deuda monstruosa que no podía asumir. Cuando su esposa se enteró de lo que había ocurrido, echó mano de su herencia, pero ni siquiera la jugosa renta de Vanda Soderman era capaz de tapar el agujero de las finanzas familiares. Fredrik malvendió su naviera, liquidó sus acciones e hipotecó su casa. De la noche a la mañana, la familia se arruinó.

Se quedaron sin nada, siguió explicando Faraday. La mansión, con todo lo que tenía dentro, pasó a manos de un grosero comerciante de tejidos, cuya esposa, tan vulgar como él, no tardó en renovar de arriba abajo aquella vivienda de ensueño para convertirla en un monumento al mal gusto. Los criados —aquel ejército de hermosas criaturas— fueron despedidos entre lágrimas. Los Soderman se trasladaron a vivir a una casita que formaba parte de las posesiones de Vanda, donde ella trató de reproducir el ambiente de exquisitez que había rodeado hasta entonces las vidas de todos. Se pasaba horas intentando recolocar los muebles, volviendo del revés las cortinas, tratando de dar a las paredes una nobleza que no tenían cubriéndolas con tapices sin valor y cuadros de dudosa factura. Recorría casi a diario los locales de anticuarios y decoradores para encontrar gangas que no existían, y se enredaba en bochornosas sesiones de regateo intentando convencer a los vendedores de que le dejaran llevarse por la mitad de su precio este o aquel objeto del que se había encaprichado, sin pararse a pensar que tampoco así podría pagarlo: su bolsillo estaba completamente vacío. Su hijo, Arvid, había decidido acompañar a la madre en aquellas excursiones delirantes. Con ella visitaba las tiendas de tejidos, las fábricas de loza, los comercios de cristal, donde Vanda intentaba recuperar la mujer que había sido una vez, aquella que pagaba sin discutir jamás el precio que le pedían, aquella que era recibida con reverencias y finuras que habían pasado a la historia. Ahora, cuando los tenderos veían llegar a la señora Soderman, no podían sino reprimir la risa ante sus ofertas desquiciadas, sin recordar jamás a su antigua clienta, que había sido durante años el paradigma de la elegancia y el buen gusto.

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