—Y si yo no hubiera leído a Heinrich Böll, no habría dedicado mi vida a los libros —dijo Otto—. Así es la vida, Jan.
—¿Cómo va el negocio? —dijo Fabel. Otto dirigía la librería Jensen Buchhandlung, en las elegantes galerías Alster Arkaden.
—Resistiendo. La semana pasada organicé la presentación de un autor de ciencia ficción que anunció gentilmente que su próximo libro no estará en nuestras estanterías. Piensa publicarlo exclusivamente como libro electrónico y como audiolibro. Estamos llegando por fin, me aseguró, a la «sociedad postalfabética» que muchos escritores de ciencia ficción, incluido él mismo, llevan prediciendo desde hace tiempo. Así que hazme sitio: quizá también yo me haga policía. —Otto tomó un largo trago de su cerveza—. En fin, ¿por qué me has propuesto que quedásemos aquí? Este ya no es tu bar.
—Por eso estaba pensando en las mujeres —dijo Fabel, sombrío—. ¿Recuerdas cuándo me vine a vivir a Pöseldorf?
—Cuando tú y Renate os separasteis.
—Exacto. ¿Sabes, Otto? A mí me gusta verme a mí mismo como una especie de librepensador: una persona libre de dogmas, prejuicios e ideas preconcebidas, capaz de ver el mundo limpiamente, desde su propia perspectiva. Chorradas. La verdad es que soy un producto de mi educación como el resto de la gente: un luterano del norte de Alemania, simplón, predecible y estrecho de miras. Cuando me casé con Renate y llegó Gabi pensé «bueno, ya está. Esta es mi vida». Para los restos. Luego, cuando Renate se largó con Behrens, todo mi mundo reventó por las costuras. Y acabé ahí, en ese ático de la esquina, donde traté de reconstruir mi vida. Entonces, cuando ya me había asentado y volvía a tener claro cuál era mi sitio, conocí a Susanne y, de repente, casi sin darme cuenta, me encontré viviendo en Altona y otra vez en pareja.
—Ya te entiendo —dijo Otto, frunciendo el ceño en plan burlón—. Esa bella y malvada mujer te ha arrebatado tu libertad. ¿Cómo puedes vivir sin pasarte las noches solo delante de la tele, comiendo platos para llevar? ¿Pretendes decir que te arrepientes de haberte liado con Susanne?
—No, en absoluto. Lo que digo es que, en cada paso del camino, ha sido una mujer la que ha definido mi situación. Hanna, Gisela Frohm…
—No se a dónde quieres ir a parar.
Fabel sonrió y le dio una palmada en el hombro a su amigo.
—No pongas esa cara de preocupado, Otto. No te sienta bien. Es solo… no sé, este caso que estoy investigando. Todo tiene que ver con mujeres.
—Ah, sí, joder… el famoso Ángel de Sankt Pauli.
—Eso es solo una parte. Hay otra historia, además. Una asesina profesional, seguramente afincada en Hamburgo. —Fabel percibió la expresión de su amigo—. ¿Que te pasa?
—Tú… —Otto parecía asombrado—. Tú nunca me has hablado de un caso en el que estuvieras trabajando. Nunca.
—Será que me estoy volviendo indiscreto con la edad. Y si no puedo confiar en ti, Otto, no sé en quién demonios voy a confiar. —Fabel dio un sorbo de Jever—. Bueno, el caso es que ahora mismo todo parece estar relacionado con mujeres violentas. Hablando de lo cual… Renate me ha estado hinchando los huevos también.
—¿A santo de qué?
—Gabi ha expresado el deseo de hacerse policía. Es todo por mi culpa, según parece.
—Probablemente lo es. Yo creo que lo mejor es dar siempre por supuesto que te equivocas tú. A mí me funciona con Else. En todo caso, no me cabe duda de que Gabi ha recibido tu influencia. No es de extrañar que piense en hacerse policía.
Había quedado libre una mesa del rincón y fueron a sentarse allí con sus cervezas. Mientras charlaba con su amigo, Fabel notó que se relajaba. Otto era una de las personas más torpes y caóticas que conocía y, sin embargo, le constaba que aquella mole desgarbada e inestable de dos metros poseía una de las mentes más agudas con las que había tropezado. Se habían hecho amigos nada más conocerse, y Otto poseía la habilidad de bajarle los humos a Fabel cuando este se daba más importancia de la cuenta o se pasaba de la raya. Mientras seguían charlando, Fabel se distrajo mirando a un hombre mayor que estaba en la barra. Lo había visto en otra parte, aunque no recordaba dónde. Iba vestido de modo más bien informal, pero apestaba a dinero. Tenía el pelo blanco pulcramente acicalado y llevaba un lujoso suéter azul oscuro de cachemir. Parecía fuera de lugar en aquel local, pero Fabel dedujo que estaba allí para complacer a su acompañante, una mujer de extraordinaria belleza que se hallaba a su lado en la barra, aunque separada de él por tres décadas al menos.
—Está con él por su atractivo y su personalidad —dijo Otto, que había seguido la mirada de Fabel—. Se llama hipergamia, Jan: la tendencia de las mujeres a escoger pareja de un nivel socioeconómico más alto. Considerémonos afortunados por el hecho de que Else y Susanne no fueran demasiado exigentes.
—No son pareja —dijo Fabel—. Ella es solo una distracción para él. Y no es eso lo que me mosquea: es el tipo. Estoy seguro de haberlo visto en alguna parte. ¿Lo conoces?
Otto hurgó en el bolsillo de la chaqueta, se caló las gafas y se echó hacia delante, escrutando a la pareja.
—Joder, Otto. —Fabel lo empujó hacia atrás—. ¿Dices que te harás hacerte policía si el negocio del libro desaparece? Olvídalo. La vigilancia encubierta te resultaría muy difícil.
Otto sonrió.
—Pasaría desapercibido de tan evidente. En realidad, sí lo conozco. Bueno, no personalmente, pero sé quién es. Es Hans-Karl von Birgau. Un pez gordo de los negocios, de familia aristocrática. Aunque por más que lo intento no consigo recordar de qué tipo de negocios. ¿Te sirve?
—La verdad es que no. —Fabel frunció el ceño—. No recuerdo dónde, pero seguro que lo he visto antes. En alguna parte.
—Quizá dejó su Rolls-Royce en doble fila y le pusiste una multa.
Se echó a reír a carcajadas de su propio chiste.
Fabel se olvidó del viejo y su joven acompañante en cuanto se trasladaron a una mesa del fondo del local. Todavía siguió una hora más con Otto, aunque él, como de costumbre, pronto se pasó a la cerveza con limonada.
Al salir, Fabel le dijo a su amigo que tomaran juntos un taxi y que de camino lo dejaría en casa. Después del cálido ambiente del pub, el aire nocturno resultaba frío y húmedo. Se había levantado un viento que les arrojaba gotitas heladas a la cara. Había pedido un taxi por teléfono y se enojó al ver que no llegaba. Vio a Birgau y a su acompañante cuando salían del pub y pasaban a toda prisa por su lado. De inmediato parpadearon las luces de un Range Rover Vogue nuevecito aparcado un poco más abajo. Los dos subieron al vehículo y se alejaron.
—Quizás era su hija —dijo Otto con una sonrisa irónica.
Un Mercedes beis se detuvo frente a ellos. Fabel se sorprendió a sí mismo comprobando el rótulo y la matrícula antes de subir. Otto fue el que más habló hasta que llegaron a su casa. Jan se sentía cansado. Y había algo indefinido que le daba vueltas en la cabeza.
—Altona —dijo, cuando el taxista le preguntó hacia dónde seguían. No habían recorrido más que unas manzanas cuando sonó su móvil.
F
abel conocía el restaurante. Había comido allí con Susanne una o dos veces en los últimos tres años. Era exactamente ese tipo de restaurante: solo los muy ricos o los muy derrochadores podían permitirse el lujo de ser clientes habituales. Tenía unos inmensos ventanales que daban al puerto, o así había sido.
Hizo que el taxi le dejara lo más cerca posible del restaurante: la calle estaba bloqueada por dos enormes blindados verdes MOWAG con la palabra POLIZEI estampada en blanco en sus flancos oblicuos. Tres agentes de los Comandos Móviles de Asalto (MEK), armados con metralletas y provistos del equipo antidisturbios completo, le cerraron el paso.
—Fabel, brigada de homicidios. —Les mostró su identificación—. ¿Una bomba?
—Eso parece, Hauptkommissar —dijo uno de los agentes del MEK, una mujer—. La habían colocado en un coche, por lo visto.
—¿Es seguro entrar en la zona?
—Sí, Hauptkommissar. Aunque el equipo forense sigue todavía ahí, haciendo análisis.
—Procuraré no estorbar.
Cruzó la calle hacia el restaurante. Varias farolas habían estallado con la explosión y había lámparas provisionales para que la policía y los técnicos forenses pudieran hacer su trabajo. La calzada y la acera, llenas de cristales, relucían bajo la luz de los arcos voltaicos como si estuvieran salpicadas de diamantes.
—Gracias por avisarme, Sepp.
Fabel le tendió la mano a un hombre de aspecto recio que parecía haberse roto la nariz más de una vez. El Kriminalhauptkommissar Stephan Timmermann de la división antiterrorista de la Polizei de Hamburgo se la estrechó.
—Hola, Jan. No hay de qué. Creíamos que se trataba de un ataque terrorista, pero el objetivo era Gennady Frolov. Tiene su nuevo yate, el
Snow Queen
, amarrado en el puerto. Frolov estaba en el restaurante, en una reunión de negocios, cuando ha explotado su coche. Y chico, ha sido una explosión brutal. Me he acordado del memorando que pasaste pidiendo los antecedentes de Frolov y he pensado que te interesaría echar un vistazo. Por eso te he llamado.
—Te lo agradezco, Sepp. ¿Alguna víctima?
—No, increíblemente. Unos cuantos heridos, nada muy serio. El restaurante tiene varios aparcacoches (como los americanos, ¿sabes?) y el
maître
se comunica con ellos con un
walkie-talkie
para que el coche o el taxi estén en la puerta en cuanto el cliente sale del restaurante. Creemos que por pura chiripa la frecuencia en la que transmitían era la misma que la del disparador remoto de la bomba. Así que el
maître
ha pedido un coche por radio y… bum, ya tienes las dos toneladas de un Mercedes a prueba de balas esparcidas por todo Hamburgo.
—Tiene que haber sido una bomba muy potente —dijo Fabel. El aire fresco de la noche empezaba a despejarle la mente, después de todas las cervezas con Otto.
—En efecto —dijo Timmermann—. Deduzco que se encontraba bajo el chasis. El coche tenía una pesada carrocería a prueba de balas, como te decía, y su masa ha absorbido gran parte de la onda expansiva. Pero yo creo que esa era precisamente la intención. El Mercedes estaba diseñado para resistir las balas, así que han puesto el artefacto debajo, sabiendo que la energía de la explosión quedaría concentrada en la cabina del vehículo; se llama velocidad de detonación confinada. De todos modos, todavía quedaba suficiente potencia para hacer añicos todos los cristales de los alrededores. Aunque quien haya colocado el artefacto sabía que había un límite en cuanto a la producción de metralla del chasis, precisamente por estar tan reforzado. Todas las heridas sufridas por los transeúntes han sido a causa de los cristales que han salido disparados.
—¿Qué tipo de bomba era?
—Aún es pronto para decirlo, Jan, pero ya sabes que lo averiguaremos. Ahora, si me preguntas mi impresión, todo indica una velocidad explosiva del orden de ocho mil metros por segundo, lo cual significa que no era TNT. Yo apostaría a que era un explosivo plástico de tipo militar u otro parecido compuesto básicamente con RDX, ignición eléctrica. Y detonación por control remoto, obviamente. Uno de los ratones de laboratorio ha encontrado un fragmento de semiconductor, según parece. Un trabajo muy profesional, dejando aparte que han olvidado una cosa: poner un inhibidor de señales. Por eso el transmisor de los aparcacoches ha activado la bomba.
—¿Frolov es uno de los heridos? —preguntó Fabel.
—No. Él estaba dentro del restaurante, lejos de las ventanas. A una de sus guardaespaldas, que había salido afuera en ese momento, se le ha reventado el tímpano. Es Martina Schilmann, antigua agente de la Polizei de Hamburgo. Claro que tú ya la conoces, ¿verdad? ¿No estuvisteis vosotros dos…?
—Hace mucho. —Fabel suspiró—. ¿Se encuentra bien?
—Ese tipo de heridas, cuando la onda expansiva provoca la ruptura del tímpano, pueden ser bastante jodidas. Y debe de ser doloroso, sin duda. Pero aparte de eso está bien. Uno de los aparcacoches se encuentra en peor estado, aunque su vida tampoco corre peligro.
—¿Frolov sigue ahí? —preguntó Fabel.
—Sí. Ahora está otra vez dentro. Lo hemos metido en un blindado MOWAG hasta que hemos terminado de hacer el barrido completo del restaurante, por si había una segunda bomba. Un viejo truco terrorista: hacer estallar una bomba prematuramente para que la gente salga corriendo a ponerse a cubierto y acabe justamente allí donde han colocado un segundo artefacto todavía más potente. Pero no, no había nada.
—No creo que nos las veamos con un terrorista. —Fabel frunció el ceño—. Pero tampoco cuadra con mi sospechosa.
—¿No? —dijo Timmermann—. ¿Por qué?
—El o la responsable del atentado ha fallado en su objetivo, y mi chica no falla. Nunca. Además, no creo que ella decidiera utilizar una bomba; eso es un arma para cobardes que actúan de forma indiscriminada: el terrorista que está en el extremo del cable de detonación o que ha puesto un temporizador para mantenerse a la máxima distancia del peligro, sin que le importe cuánta gente inocente pueda pasar por allí.
—¿Y eso no encaja con la asesina que tienes en mente?
—No. Yo me enfrento a una perfeccionista. Alguien que piensa y trabaja con enorme precisión. Esto es… demasiado chapucero. No me parece propio de mi chica.
—Yo no estoy tan seguro, Jan —dijo Timmermann—. Y discrepo cuando dices que no es un arma de precisión. El confinamiento del estallido y la sofisticación del explosivo y del artefacto… Ya te digo, lo único que no me acaba de encajar es no hayan protegido el detonador de otras transmisiones de radio.
—Bueno —dijo Fabel—, creo que ya ha llegado el momento de tener una charla con nuestro amigo ruso.
—Buena idea —asintió Timmermann—. Los del equipo de seguridad personal de Frolov están armando jaleo. Son todos antiguos miembros de las fuerzas especiales soviéticas. Y lo único que quieren es llevárselo lo más lejos posible.
—Entonces procuraré no detenerlo. Hasta luego, Sepp.
En el interior del restaurante había incluso más cristales que en la calle. Fabel tuvo que mostrarle su identificación a otro agente del MEK con chaleco antibalas, traje negro antidisturbios y una metralleta MP5 Heckler and Koch.
Todas las mesas junto a los ventanales estaban vacías y Fabel reparó en la extraña combinación de normalidad y anormalidad que uno siempre hallaba en el escenario de los crímenes repentinos y violentos. En una mesa se veía la comida intacta en los platos, la lujosa cubertería colocada a los lados y los refinados manteles de lino, todavía blancos y almidonados, salvo en un punto donde una salpicadura de sangre había empezado a extenderse como una mancha de tinta roja. El candelero derribado tenía también en su superficie de plata gotitas oscuras. Había otras mesas volcadas, tal vez a causa de la explosión, o bien del pánico de los clientes que habían corrido a refugiarse en la parte trasera del restaurante.