La tormenta de nieve (39 page)

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Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

BOOK: La tormenta de nieve
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Una habitación infantil.

En su interior, una niña pequeña y rubia, de unos cinco o seis años, estaba sentada en la cama. Sujetaba entre los brazos un muñeco blanco y un jersey de lana rojo. En el suelo, frente a ella, había un pequeño televisor apagado.

Henrik abrió la boca, pero tenía la mente completamente en blanco.

–Hola –saludó lacónico.

Tenía la voz ronca y áspera.

La niña lo miró, aunque no respondió.

–¿Has visto a alguien más por aquí? –preguntó–. ¿Otros… hombres?

Ella negó con la cabeza.

–Solo los he oído –respondió en voz baja–. Hacían ruido y me han despertado…, no me he atrevido a salir.

–No –dijo Henrik–, tienes que quedarte aquí dentro… ¿Dónde están tu mamá y tu papá?

–Papá ha ido a ver a mamá.

–¿Dónde está tu mamá, entonces?

–En el establo.

Antes de que tuviera tiempo de pensar en lo que acababa de decirle la niña, esta lo señaló y preguntó:

–¿Por qué tienes un cuchillo?

Él bajó la mirada.

–No lo sé.

Le resultó extraño verse a sí mismo sujetando un gran cuchillo. Parecía peligroso.

–¿Vas a cortar pan?

–No.

Henrik cerró los ojos. Empezaba a recuperar la sensibilidad en los pies y le dolían.

–¿Qué vas a hacer? –inquirió la niña.

–No sé…, pero tú tienes que quedarte aquí.

–¿Puedo ir al cuarto de Gabriel?

–¿Quién es ese?

–Mi hermano pequeño.

Él asintió cansado.

–Sí, claro.

La niña saltó rápidamente de la cama con el muñeco y el jersey entre sus brazos y pasó a toda prisa a su lado.

Henrik hizo acopio de sus últimas fuerzas y se dio la vuelta en el umbral. Oyó que la puerta del dormitorio contiguo al de la niña se cerraba. Giró en sentido contrario, en busca de los hermanos Serelius. ¿Habían pasado ya por allí? Seguramente.

Regresó a la parte delantera de la casa por el pasillo.

Prestó atención por si oía otros sonidos aparte del viento, y durante unos segundos le pareció oír unos golpes rítmicos en el piso de arriba: una ventana mal cerrada, quizá. Luego, la casa volvió a quedar en silencio.

En un rincón del recibidor vio un objeto plano y oscuro tirado en el suelo. Henrik se acercó.

Era el tablero de güija, partido por la mitad. El vasito reposaba junto al tablero, aplastado.

Henrik regresó al porche, donde el aire era más frío. La nieve se pegaba a las ventanas, pero vislumbró movimientos en el patio.

Se agachó en silencio y recogió el hacha de su abuelo del suelo.

Dos sombras se movían allí fuera y se acercaban despacio por la nieve. Vio que uno de ellos llevaba un objeto oscuro en la mano. ¿Un arma quizá?

No estaba seguro de que fueran los hermanos, aun así alzó el hacha.

Cuando se abrió la puerta, ya la había dejado caer.

34

Tilda avanzaba tambaleándose, de cara a la ventisca. Martin aún se hallaba a su lado, pero ninguno de los dos hablaba. En la tormenta no era posible.

Se encontraban en un labrantío, pero las pocas veces que la joven había intentado alzar la vista para ver hacia dónde se dirigían, los copos se le habían metido en los ojos como chispas candentes.

Había perdido la gorra, el viento se la había llevado, y tenía las orejas congeladas.

Le llegó un pequeño estímulo; durante un instante, la tormenta transportó el olor a madera quemada. Supuso que provenía de una estufa o chimenea encendida y comprendió que se hallaban cerca de una casa: probablemente de Åludden.

Un alargado talud de nieve les cortó el paso; era un muro de piedra.

Tilda pasó despacio por encima de las piedras cubiertas de nieve, y Martin la siguió. Tras estas, el terreno era más llano, como si caminaran por un sendero.

De repente, se oyó un crujido un poco más allá del muro, seguido de un chirrido y un golpe seco.

Algunos minutos después, vieron un par de bultos blancos y de formas angulosas. Se trataba de dos coches aparcados, medio cubiertos de nieve, que se balanceaban con el viento.

Tilda apartó la nieve del lateral del vehículo de mayor tamaño y lo reconoció al instante. Era la furgoneta oscura con el rótulo «
FONTANERÍA KALMAR
».

Más allá, junto al muro, vio una barca de plástico sobre un remolque volcado. El viento debía de haberlo levantado y derribado.

La barca seguía atada al soporte de hierro, aunque la lona que la cubría se había resquebrajado. Se veía una extraña colección de artículos tirados por el suelo: altavoces y motosierras junto a antiguos quinqués y relojes de pared.

A primera vista, habría dicho que se trataba de mercancía robada.

Martin gritó, pero Tilda no lo entendió. Avanzó con dificultad junto a la furgoneta y probó de abrir las puertas. La del conductor estaba cerrada con llave, pero al rodear el vehículo y tirar de la puerta del copiloto, esta se abrió de golpe con el viento.

Tilda se subió al asiento para tomar aliento.

Martin metió la cabeza en el coche, con nieve en el pelo y en las cejas.

–¿Cómo estás? –le preguntó.

Ella, que se masajeaba las orejas congeladas, asintió cansada.

–Bien.

El aire del coche aún estaba caliente y al fin pudo respirar con normalidad. Miró en la parte trasera y vio que la furgoneta estaba repleta de cosas, apiladas unas encima de otras. Allí había desde joyeros y cartones de tabaco hasta cajas de bebidas alcohólicas.

Al darse la vuelta hacia Martin, descubrió que el panel interior de la puerta del copiloto se había soltado.

Un trozo de plástico sobresalía debajo del mismo: se trataba de un paquete.

–Un escondite –dijo Tilda.

Martin miró. Luego tiró del panel, que se soltó y cayó sobre la nieve.

Detrás había un escondite secreto repleto de paquetes.

Martin sacó el primero, hizo un corte con la llave del coche y metió el dedo. Chupó el polvo que contenía y dijo:

–Es metanfetamina.

Tilda le creyó: en la Escuela de Policía había sido su profesor en el tema de drogas. Se guardó un par de paquetes en el anorak.

–Pruebas –explicó.

Martin la miró como si quisiera añadir algo más, pero ella no lo dejó. Desabrochó la funda de la pistola y sacó su Sig Sauer.

–Tenemos gamberros por aquí –anunció.

Luego pasó junto a Martin, salió a la tormenta y siguió avanzando por el camino de grava.

Al alejarse del vehículo y el remolque vislumbró la luz del faro por primera vez: un resplandor circular que a duras penas traspasaba la tormenta.

Casi habían llegado a la casa, cuyas débiles luces centelleaban en las ventanas.

Debían de ser velas. En la rotonda, bajo la nieve, estaba aparcado el coche de Joakim Westin.

Seguramente la familia estaba en casa. En el peor de los casos, los ladrones los tendrían secuestrados. Pero Tilda no quiso pensar en ello.

El gran establo apareció ante ella. Hizo un último esfuerzo para llegar hasta la pared roja de madera y al fin logró resguardarse del viento. Fue toda una hazaña: resopló y se secó la nieve derretida con la manga del anorak.

Ahora le quedaba por saber quiénes estaban en la casa, y en qué condiciones.

Se bajó la cremallera del anorak y sacó la linterna. Con la pistola en una mano y la linterna en la otra, se mantuvo pegada a la pared del establo, avanzando despacio y mirando antes de doblar la esquina.

Solo vio nieve. Blancas cortinas que caían del tejado y se arremolinaban formando torbellinos por todas partes.

Martin surgió de la oscuridad encorvado. Y se pegó a su vez a la pared, a su lado.

–¿Es esta la casa adonde íbamos? –gritó.

Ella asintió y tomó aliento.

–Åludden –respondió.

La casa se hallaba a una docena de metros del establo. Las luces de la cocina estaban encendidas, pero no se veía a nadie.

Tilda se puso en marcha de nuevo, se alejó del establo y se adentró en el patio totalmente blanco. En algunos lugares la nieve llegaba hasta la cintura. Caminó con dificultad a través de los taludes y continuó hasta la casa, con el arma en alto.

Vio huellas recientes. No hacía mucho, alguien había pasado por el patio y había subido por la escalera de piedra. Cuando Tilda alcanzó el porche sin luz, observó la puerta.

La habían forzado.

Avanzó despacio por la escalera. Luego cogió el picaporte, abrió con cuidado y subió el último peldaño.

En ese momento, vio un brilló metálico por el resquicio de la puerta. Cerró los ojos, pero no le dio tiempo a esquivarlo ni a alzar el brazo para protegerse.

Apenas llegó a pensar «un hacha» antes de que esta le golpeara en pleno rostro.

Un crujido resonó en su cabeza, luego notó un ardiente dolor en el hueso de la nariz.

Oyó los gritos de Martin a lo lejos.

Pero entonces ya había empezado a caerse hacia atrás, por la escalera, de vuelta a la nieve.

35

El asesino surgió de entre las sombras de los árboles, se acercó a Ethel y susurró
:

–¿Quieres venir conmigo? Si me acompañas y dejas de gritar, te enseñaré lo que tengo en el bolsillo. No, no es dinero, es algo mucho mejor. Sígueme hasta el agua y te daré un chute de heroína completamente gratis. Tienes jeringuilla, cuchara y encendedor, ¿verdad
?

Ethel asintió
.

Joakim tenía frío y apartó esas imágenes de su cabeza. Un estampido lo sobresaltó.

Volvió a la realidad y miró alrededor. Estaba sentado en el primer banco de la capilla, con el regalo de Navidad de Katrine sobre las rodillas.

¿
Katrine
?

La habitación estaba a oscuras. La linterna se había apagado y solo le llegaba la luz de la solitaria bombilla del altillo a través de las delgadas rendijas de las tablas de la pared.

¿Y el estampido? No era un rayo que hubiese caído sino la tormenta, que atronaba a su paso por la costa.

La tormenta de nieve había alcanzado su punto culminante. Las paredes de piedra de la planta baja resistían impasibles, pero el resto del establo se estremecía. El aire que traspasaba las rendijas aullaba como una sirena en torno a Joakim.

Alzó la vista hacia las vigas del techo y le pareció que vibraban. Los vientos huracanados se abatían como olas negras sobre el establo, y las paredes chirriaban y crujían.

La tormenta estaba destrozando el establo. O eso parecía.

Pero Joakim creyó oír también otros ruidos. Un crujido en el interior de la habitación donde estaba: lentos pasos sobre el suelo de madera. Nerviosos movimientos en la oscuridad. Voces susurrantes.

A su espalda, los bancos habían empezado a ocuparse.

No vio quiénes eran los visitantes, pero sintió que el frío de la estancia aumentaba. Eran muchos, y ahora se sentaban.

Joakim escuchó en tensión, aunque permaneció donde estaba.

Los bancos volvían a estar en silencio.

Sin embargo, alguien más se acercaba caminando despacio por el pasillo que los separaba. Oyó cautelosos movimientos en la oscuridad, un rumor de pasos de alguien que avanzaba por los bancos, a su espalda.

Por el rabillo del ojo vio que una sombra de pálido rostro se había detenido junto a su banco, y no se movía.

–¿Katrine? –susurró Joakim, sin atreverse a volver la cabeza.

La sombra se sentó despacio a su lado.

–Katrine –susurró de nuevo.

Palpó con cuidado en la oscuridad y rozó otra mano con los dedos. Al cogerla la notó rígida y fría.

–Ya estoy aquí –susurró.

No obtuvo respuesta. La figura inclinó la cabeza, como si rezara.

Joakim también bajó la vista. Miró la chaqueta vaquera a su lado y siguió susurrando:

–Encontré la chaqueta de Ethel. Y la nota de los vecinos. Creo… Katrine, creo que mataste a mi hermana.

Tampoco recibió respuesta.

Invierno de 1962

Así que allí estábamos, sentados en la casa y mirándonos fijamente, el pescador de anguilas Ragnar Davidsson y yo
.

A esas alturas, me sentía agotada. La tormenta de nieve se acercaba y solo había podido rescatar algunos de los lienzos de Torun, media docena que habían caído a mi lado. Davidsson había arrojado el resto al mar
.

MIRJA RAMBE

Davidsson se llena el vaso de nuevo.

–¿Seguro que no quieres? –me pregunta.

Aprieto los labios, y él da un trago. Luego posa el vaso sobre la mesa y chasca la lengua.

Me mira y parece que lo asalten ideas indecentes, pero de pronto, antes de que le dé tiempo a pasar a la acción, siente retortijones. Por lo menos, esa es mi impresión, porque se estremece, se inclina hacia delante y se aprieta las manos contra el estómago.

–¡Joder! –murmura.

Intenta relajarse. Pero luego, de golpe, se pone rígido de nuevo, como si se le hubiera ocurrido algo.

–¡Joder! –repite–. Creo que…

Guarda silencio y me mira de hito en hito, pensando: luego, todo su cuerpo se estremece en una violenta convulsión.

Yo permanezco sentada y nerviosa y lo miro fijamente. Podría preguntarle si se encuentra mal, pero sé la respuesta: por fin el veneno ha comenzado a surtir efecto.

–El vaso no contenía aguardiente, Ragnar –digo.

Él parece sentir mucho dolor, y se apoya contra la pared.

–He vertido otra cosa en la botella.

Entonces, Davidsson se pone de pie y pasa tambaleándose junto a mí en dirección a la puerta. De pronto, eso me da nuevas energías.

–¡Márchate! –grito.

Cojo un bidón de plástico vacío que hay en una esquina y le golpeo la espalda con él.

–¡Fuera!

Me obedece, y yo lo sigo andando por la nieve y veo que se encamina hacia la valla. Tras encontrar la abertura, continúa en dirección al mar.

La torre sur proyecta su luz rojo sangre a través de la nevada, la norte ahora está negra.

En la penumbra, veo que la motora de Ragnar se mece en las olas, junto al rompeolas. Rompen en la playa con un gran estruendo y yo debería detenerlo, pero me quedo en la cuesta y solo miro mientras él se tambalea y suelta amarras. Entonces se detiene, se agacha de nuevo y vomita en el agua.

La barca se le escapa, las olas empiezan a jugar con ella y la empujan lejos del rompeolas.

Él parece sentirse demasiado mal para preocuparse por la barca. Lanza una mirada al mar y luego vuelve a tierra tambaleándose.

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