—¿Dónde está ella ahora? —preguntó T'sais, cuyos problemas parecían pequeños comparados con los de Etarr el Enmascarado.
—Mañana por la noche sabré dónde encontrarla. Es la noche del Sabat Negro…, la noche dedicada al mal desde el alba de la Tierra.
—¿Y asistirás a ese festival?
—No como celebrante…, aunque en verdad —dijo pesarosamente Etarr—, sin mi capucha podría pasar por una de las cosas que estarán allí, y nadie repararía en mi presencia.
T'sais se estremeció y apretó su espalda contra la pared. Etarr vio el gesto y suspiró.
Otra idea se le ocurrió a la muchacha.
—Con todo el mal que has sufrido, ¿sigues hallando belleza en el mundo?
—Por supuesto —dijo Etarr—. Mira cómo se extienden estos páramos, claros y diáfanos, llenos de sutiles y maravillosos colores. Mira cómo se alzan majestuosamente los riscos, como la espina dorsal del mundo. Y tú, —la miró directamente al rostro—, tú eres de una belleza que lo supera todo.
—¿Que supera a Javanne? —preguntó T'sais, y pareció desconcertada mientras Etarr se echaba a reír.
—Que supera a Javanne, por supuesto —le aseguró. El cerebro de T'sais fue en otra dirección.
—Y Javanne, ¿deseas vengarte de ella?
—No —respondió Etarr, con la mirada perdida en el páramo, muy a lo lejos—. ¿Qué es la venganza? No me preocupa. Muy pronto, cuando el sol se apague definitivamente, los hombres mirarán a la noche eterna, y todos morirán, y la Tierra seguirá albergando su historia, sus ruinas, sus montañas reducidas a montículos…, todo en medio de la infinita oscuridad. ¿Para qué la venganza?
Finalmente abandonaron la cabaña y caminaron por el páramo, y Etarr intentó mostrarle su belleza…, el perezoso río Scaum fluyendo entre verdes matorrales, las nubes flotando en la suave luz solar sobre los riscos, un pájaro planeando con sus alas extendidas, la amplia y brumosa extensión del páramo de Modavna. Y T'sais luchó denodadamente para hacer que su cerebro viera aquella belleza, y siempre fracasó. Pero había aprendido a dominar la loca furia que la visión del mundo había despertado antes en ella. Y su ansia de matar disminuyó, y su rostro se relajó de su tensión.
Así que siguieron deambulando, cada cual sumido en sus propios pensamientos. Y contemplaron la melancólica gloria del atardecer, y vieron las blancas estrellas asomarse lentamente en el cielo.
—¿No son hermosas las estrellas? —murmuró Etarr tras su negra capucha— Tienen nombres más antiguos que el hombre.
Y T'sais, que solamente sabía ver melancolía en el ocaso, y que creía que las estrellas no eran más que pequeños destellos carentes de significado, no supo qué responder.
—Seguramente otras dos personas desgraciadas han dejado de existir —suspiró.
Etarr no dijo nada. Caminaron en silencio. De pronto él sujetó su brazo y tiró de ella tras un matorral de aulaga. Tres grandes formas se agitaban aleteantes a la luz crepuscular.
—¡Los pelgrane!
Pasaron muy cerca sobre sus cabezas…, criaturas gargolescas, con alas que crujían como bisagras oxidadas. T'sais tuvo un atisbo de un cuerpo duro y correoso, un gran pico curvado, unos ojos astutos en un rostro marchito. Se acurrucó contra Etarr. Los pelgrane aletearon en dirección al bosque.
Etarr rió secamente.
—Te asusta el rostro de los pelgrane. El que yo llevo haría huir de inmediato a los pelgrane.
A la mañana siguiente la llevó al bosque, y ella descubrió que los árboles le recordaban Embelyon. Regresaron a la cabaña a primera hora de la tarde, y Etarr se retiró a sus libros.
—No soy un mago —le dijo tristemente—. Tan sólo conozco unos pocos conjuros muy sencillos. Sin embargo hago ocasional uso de la magia, que puede protegerme del peligro esta noche.
—¿Esta noche? —inquirió vagamente T'sais, porque lo había olvidado.
—Esta noche es el Sabat Negro, y tengo que ir para encontrar a Javanne.
—Querría ir contigo —dijo T'sais—. Así vería el Sabat Negro, y a Javanne también.
Etarr le aseguró que la visión y los sonidos de la celebración iban a horrorizarla y atormentar su cerebro. T'sais insistió, y Etarr transigió finalmente en que le siguiera, cuando dos horas después del anochecer emprendió el camino en dirección a los riscos.
Pasando los brezales, subiendo escamosas afloraciones rocosas, Etarr emprendió el camino en la oscuridad, con T'sais convertida en una esbelta sombra tras él. Ante ellos se alzaba una pronunciada pendiente. Se metieron en una negra fisura, ascendieron un largo tramo de escalones de piedra, tallados en un pasado inmemorial, mientras el páramo de Modavna se convertía en un negro mar a sus pies.
Etarr le hizo un gesto a T'sais de que extremara sus precauciones. Penetraron en una abertura entre dos rocas imponentes; ocultos en las sombras, observaron la asamblea que tenía lugar allá abajo.
Estaban encima de un anfiteatro iluminado por dos resplandecientes fuegos. En el centro de alzaba un estrado de piedra, tan alto como un hombre. En torno al fuego, en torno al estrado, una cuarentena de figuras, envueltas en monjiles ropas grises, se agitaban sudorosamente, sus rostros invisibles.
T'sais sintió un estremecimiento de premonición. Miró dubitativa a Etarr.
—Incluso aquí hay belleza —susurró el hombre—. Es extraño y grotesco, pero no deja de ser una visión que encandila la mente. —T'sais miró de nuevo, con un asomo de comprensión.
Más figuras vestidas con hábitos y encapuchadas se estaban reuniendo ahora en torno a los fuegos; T'sais no pudo decir de dónde habían venido. Era evidente que el festival recién acababa de empezar, que los celebrantes estaban simplemente probando sus pasiones. Cabrioleaban, se entremezclaban, tejían y destejían sus movimientos, y ahora estaban iniciando un sordo canto.
Los zigzagueos y las gesticulaciones se hicieron febriles, y las figuras encapuchadas se apiñaron más cerca del estrado. Y luego alguien saltó sobre el estrado y se despojó de sus ropas…, una bruja de mediana edad, de acuclillado cuerpo desnudo y amplio rostro. Tenía unos ojos resplandecientes por el éxtasis, unos rasgos anchos que se agitaban en un incesante movimiento idiota. Con la boca abierta, la lengua colgante, el rígido pelo negro como las cerdas de una escoba cayendo a ambos lados de su rostro al ritmo de los movimientos de su cabeza, bailó una libidinosa danza a la luz de los fuegos, mirando furtivamente por encima de la congregación. El canto de las cabrioleantes figuras a sus pies se hinchó hasta convertirse en un malsano coro, y sobre sus cabezas aparecieron negras formas, que se posaron con una diabólica confianza.
La muchedumbre empezó a despojarse de sus ropas, revelando todo tipo de hombres y mujeres, viejos y jóvenes… Brujas de cabello naranja de la Montaña Cobalto; hechiceras del bosque de Ascolais; magos de barba blanca de la región de Forlorn, con pequeños súcubos balbuceantes. Y aquél vestido con espléndidas sedas era el príncipe Datul Omaet de Cansapara, la ciudad de caídas columnas al otro lado del golfo de Melantine. Y otra criatura escamosa y de ojos atentos a todo procedía de los hombres reptiles de las yermas colinas de Almery del Sur. Y aquellas dos muchachas, que no se separaban nunca, eran sapónides, ejemplares de la casi extinta raza de las tundras del norte. Aquéllas otras esbeltas y de ojos oscuros eran necrófagas de la región del Muro Desmoronante. Y la bruja de ojos soñadores y pelo azul… moraba en el Cabo de los Tristes Recuerdos y aguardaba por la noche junto a la playa a todos aquellos que regresaban del mar.
Y mientras la bruja acuclillada con la negra pelambrera y los oscilantes pechos danzaba, los comulgantes se exaltaron más y más, alzaron los brazos, contorsionaron los cuerpos, e imitaron todas las obscenidades y perversiones que pasaron por sus mentes.
Excepto uno…, una tranquila figura aún envuelta en sus ropas, que avanzaba lentamente por entre la saturnalia con una maravillosa gracia. Subió al estrado, dejó que la ropa se deslizara de su cuerpo, allí estaba Javanne, de pie, enfundada en una prieta túnica de gasa blanca sujeta a la cintura, fresca y casta como una pulgarada de sal. Su brillante pelo rojo caía sobre sus hombros como una cascada, y unos mechones rizados en la punta colgaban sobre sus pechos. Con sus enormes ojos grises púdicos, su boca color fresa ligeramente entreabierta, miró a uno y otro lado de la multitud. Gritaron y exultaron, y Javanne, con hipnótica deliberación, empezó a mover su cuerpo.
Javanne bailó. Alzó los brazos, tejió un movimiento descendente, retorció su cuerpo sobre unas esbeltas piernas blancas… Javanne bailó, y su rostro resplandeció con las más temerarias pasiones. Una forma imprecisa se dejó caer desde arriba, una hermosa semicriatura, y unió su cuerpo al de Javanne en un fantástico abrazo. Y la muchedumbre, abajo, gritó, saltó, rodó, se agitó, se unió en una rápida culminación de sus anteriores mímicas.
T'sais observaba entre las rocas, con la mente sometida a una intensidad que ningún cerebro normal podría comprender. Pero —extraña paradoja— lo que veía y oía la fascinaba, llegaba más abajo de su deformación, tocaba los oscuros acordes latentes de la humanidad. Etarr la miró, con sus ojos despidiendo fuego azul, y ella le devolvió la mirada en un tumulto de emociones contradictorias. Él cedió y apartó la mirada; finalmente ella volvió la vista de nuevo a la orgía de abajo…, un sueño hipnótico, un tumulto de carne enloquecida a la oscilante luz de los fuegos. Un aura palpable brotaba de toda la escena, una textura espacial formada por multitud de depravaciones. Y los demonios planeaban como pájaros cayendo sobre sus presas y se unían al delirio. T'sais vio inmundo rostro tras inmundo rostro, y cada uno de ellos quemó su cerebro hasta que creyó que iba a gritar y morir…, rostros de ojos lujuriosos, mejillas abultadas, cuerpos lunáticos, rostros negros con nariz de halcón, expresiones que iban más allá de todo pensamiento, saltando, agitándose, arrastrándose, la hez del país de los demonios. Y uno tenía una nariz como un triple gusano, una boca que era un volcán de putrefacción, una mandíbula moteada y una frente negra y malformada; un conjunto de repulsión y horror. Etarr llamó la atención de T'sais hacia él. La muchacha miró, y sintió que sus músculos se agarrotaban.
—Éste —dijo Etarr con voz ahogada—, éste es el rostro gemelo al que oculto bajo la capucha. —Y T'sais, mirando hacia el negro velo de Etarr, no pudo impedir un movimiento de retroceso.
Él dejó escapar una risita enfermiza, amarga… Al cabo de un momento, T'sais adelantó una mano y acarició su brazo.
—Etarr.
Se volvió hacia ella.
—¿Sí?
—Mi cerebro está deformado. Odio todo lo que veo. No puedo controlar mis temores. Pese a ello, lo que yace bajo mi cerebro: mi sangre, mi cuerpo, mi espíritu…, lo que soy yo te ama, a ti, a lo que hay debajo de esta máscara.
Etarr estudió el blanco rostro con una feroz intensidad.
—¿Cómo puedes amar cuando odias?
—Te odio con el odio que siento hacia todo el mundo; te amo con un sentimiento que ninguna otra cosa puede despertar.
Etarr apartó su mirada.
—Formamos una extraña pareja…
El torbellino, el agitar de la unión de carne y semicarne, se apaciguó. Un hombre alto con un sombrero negro cónico apareció en el estrado. Echó hacia atrás su cabeza, gritó conjuros al cielo, entretejió runas en el aire con los brazos. Y mientras cantaba, muy en lo alto empezó a formarse una gigantesca figura oscilante, alta, más alta que los más altos árboles, más alta que el mismo cielo. Tomó forma lentamente, brumas grises doblándose y desdoblándose, y finalmente su silueta se hizo clara…, la trémula figura de una mujer, hermosa, grave, majestuosa. La figura se afirmó lentamente, resplandeciendo con una verdosa luz ultraterrena. Parecía tener el cabello dorado, peinado al estilo de un nebuloso pasado, y sus ropas eran las de los antiguos.
El mago que la había reclamado gritó, exultó, aulló enormes retos que resonaron más allá de los riscos.
—¡Vive! —murmuró T'sais, sobrecogida—. ¡Se mueve! ¿Quién es?
—Es Ethodea, diosa de piedad, venida de un tiempo en el que el sol todavía era amarillo —dijo Etarr.
El mago alzó su brazo extendido, y una gran bola de fuego púrpura flotó hacia arriba y fue a estrellarse contra la opaca forma verde. El tranquilo rostro se retorció con angustia, y los demonios, brujas y necrófagos que observaban gritaron alegremente. El mago en el estrado alzó de nuevo su brazo, y bola tras bola de fuego púrpura partieron a golpear a la diosa cautiva. Los gritos y aullidos de los reunidos en torno a los fuegos eran terribles de oír.
Luego se produjo la clara y nítida llamada de una corneta, interrumpiendo bruscamente la exultación. La concurrencia se sobresaltó, expectantemente alerta.
La corneta, musicalmente intensa, sonó de nuevo, más fuerte, un sonido extraño al lugar. Y de pronto, surgiendo por encima de los riscos como espuma, cargó una compañía de hombres ataviados de verde, avanzando con una frenética resolución.
—¡Valdaran! —exclamó el mago sobre la tribuna, y la verde figura de Ethodea se estremeció, osciló y desapareció.
El pánico se apoderó de todo el anfiteatro. Hubo roncos gritos, un entremezclar de letárgicos cuerpos, una nube de formas ascendentes cuando los demonios emprendieron el vuelo. Unos pocos de los magos se mantuvieron firmes para cantar conjuros de fuego, disolución y parálisis contra el asalto, pero había una fuerte contramagia, y los invasores saltaron sin el menor daño al anfiteatro, derribando el estrado. Sus espadas se alzaron y cayeron, pinchando, cortando, rebanando sin freno ni piedad.
—La Legión Verde de Valdaran el Justo —murmuró Etarr—. ¡Mira, ahí está él! —Señaló a una meditabunda figura ataviada de negro sobre la cresta del risco, observándolo todo con salvaje satisfacción.
Ni los demonios escaparon. Apenas empezaron a aletear en la noche, grandes pájaros cabalgados por hombres de verde planearon sobre ellos desde la oscuridad. Llevaban tubos que derramaban haces de irritante luz, y los demonios que eran alcanzados por ella lanzaban terribles gritos y caían a plomo al suelo, donde estallaban en un polvo negro.
Unos pocos magos habían escapado a los riscos, para agazaparse y ocultarse entre las sombras. T'sais y Etarr oyeron un arrastrarse y unos jadeos bajo ellos. Trepando frenéticamente por entre las rocas ascendía aquélla a la que Etarr había venido a buscar… Javanne, con su rojo pelo enmarcando enmarañado su joven rostro. Etarr dio un salto, la atrapó, la sujetó con fuertes brazos.