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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

La tierra del terror (13 page)

BOOK: La tierra del terror
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—¿Qué partieron?

—Exacto. El buque zarpó ayer.

Doc se dirigió al teléfono. Llamó a uno de los aeródromos más modernos de Nueva York.

—Preparen mi aeroplano de caza, el de alas bajas —instruyó—. Repásenlo y aprovisiónenlo de combustible enseguida.

—No libraron ningún pasaporte a nombre de Gabe Yuder —señaló Ham.

—Es imposible que Gabe Yuder no sea Kar —declaró Doc—. No se atrevería a falsificar un pasaporte. Es posible que vaya de polizón en el Estrella Marina, dentro del camarote de uno de sus compinches. Sea lo que fuere, debemos impedir que esa banda saque de la isla del Trueno el elemento que forma la base del Humo de la Eternidad.

Acto seguido telefoneó al Banco donde efectuaba sus transacciones.

—¿Ha llegado? —preguntó al gerente.

—Sí, señor Savage —fue la respuesta—. La suma es de seis millones de dólares. Lo telegrafió el Banco Nacional de la República de Hidalgo.

—Gracias —dijo Doc, colgando el aparato.

Esta suma fabulosa provenía de un depósito secreto de Doc, de un valle perdido en las montañas inaccesibles de Hidalgo, un lugar habitado por una raza de gente de piel bronceada, descendiente de los antiguos mayas.

En el valle existía una enorme caverna y una mina de oro de riqueza fabulosa, perteneciente al tesoro de los mayas.

De ese lugar asombroso recibía Doc su ilimitada riqueza. Pero el dinero no le pertenecía, sino que debía utilizarlo para el bien de la humanidad, a guisa de administrador para el beneficio de los necesitados y el progreso del mundo entero.

—No tenemos que preocuparnos por el dinero —dijo a Ham.

Oliver Wording Bittman, el taxidermista, habló ahora:

—Espero que aceptaran mi colaboración.

—¿Quiere decir que desea acompañarnos? —inquirió Doc.

—Por supuesto. Debo confesar que mi contacto con ustedes ha sido, hasta ahora, muy agradable y la excitación muy regocijante. Mi experiencia de la expedición que hice a Nueva Zelanda con Jerome Coffern les será, sin duda, de gran utilidad.

—¿Habla alguno de los dialectos nativos?

—Uno o dos.

Doc pronunció entonces algunas palabras de un dialecto de los mares del Sur.

Bittman respondió, vacilante, en la misma lengua.

Doc titubeaba todavía. No quería llevar a aquel hombre a un peligro aunque el taxidermista parecía tener mucho interés en acompañarles.

—Quizá pueda ayudarles a encontrar a los nativos que acompañaron a Jerome Coffern y Gabe Yuder a la isla del Trueno —insinuó Bittman—. Si habláramos con esos hombres, tal vez nos serviría de mucho.

Esto decidió a Doc Savage.

—Nos acompañará, si lo desea —dijo.

Se activaron los preparativos. Los cinco hombres de Doc conocían con exactitud lo que precisarían y, en consecuencia, cada uno de ellos tuvo cuidado de preparar su equipaje.

—Tendremos que esperar dos días en un barco de la costa del Pacífico —se quejó Renny.

—Tengo un plan para remediar eso —le aseguró Doc.

Partieron a media tarde en el aeroplano de Doc; era un aparato trimotor, moderno, de alas muy bajas. El tren de aterrizaje se plegaba bajo las alas, ofreciendo poca resistencia al aire. Volaba a una velocidad de trescientos kilómetros por hora. Era lo más práctico y moderno en aviación.

El aparato se elevó con rapidez y a la altura de dieciséis mil pies halló una corriente de aire favorable. Las montañas Apalaches yacían en el fondo, a sus pies; más adelante, unas nubes agrietándose permitieron ver la ciudad de Pittsburg.

Los seis hombres volaban cómodamente. La cabina incombustible les permitía fumar; estaba además acolchada para aislar los ruidos.

El aparato, todo metálico, llevaba un depósito de gasolina suficiente para efectuar un vuelo directo a través del Atlántico.

Doc pilotaba el avión, aunque sus cinco amigos eran también excelentes pilotos.

Aterrizaron en Kansas para reaprovisionarse y telefonear a las oficinas de la compañía naviera del Estrella Marina, donde embarcaron los hombres de Kar.

El buque Estrella Marina hallábase ya a varios centenares de millas de la costa, le informaron en las oficinas.

Aterrizaron de noche en el aeródromo de Los Ángeles.

—¡Esto es viajar! —comentó Oliver Wording Bittman, con admiración.

Tomaron provisiones. Monk compró tabaco y papel de fumar. Llenaron los depósitos de gasolina.

El taxidermista, entretanto, se ausentó afirmando que necesitaba alguna medicina eficaz contra el mareo del aire.

Mientras tanto, los mecánicos del aeródromo colocaban unos largos flotadores al aeroplano. Un tractor lo transportó al agua.

Doc escogió adrede un campo de aviación cercano a la playa, y en menos de dos horas reanudaban la travesía.

Despegando, Doc puso rumbo al Pacífico.

—¡Cielos! —exclamó Bittman, lleno de estupor—. ¿Intenta cruzar el océano?

—No; a menos que Renny haya olvidado el arte de navegar y Long Tom no sea capaz de orientarse por radio —replicó Doc—. Sólo pretendo alcanzar al buque Estrella Marina.

—Pero el aeroplano…

—Los propietarios del buque radiaron, a petición mía, ordenando al capitán que tomase el aeroplano a bordo.

Long Tom continuó trabajando con su equipo de radio. De vez en cuando, avisaba a Renny el lugar exacto de donde venían las señales de radio del Estrella Marina.

Era en verdad difícil volar directamente hacia un vapor navegando en alta mar.

Al amanecer divisaron al Estrella Marina. El vapor avanzaba en una mar llana.

El aparato de los compañeros amarró cerca; luego se deslizó de una manera experta a sotavento del macizo casco del buque. Echaron por el costado un botalón de carga, del que pendían unas cuerdas.

Doc las cogió, atándolas a unos pernos de acero que, para este mismo fin, se ajustaron al avión de caza.

Los pasajeros se agolparon en las barandillas, aclamando a los audaces aviadores mientras izaban el aeroplano a bordo.

La gigantesca figura broncínea de Doc provocó sensación.

Después de quedar amarrado el avión, Doc tuvo una extensa conferencia con el capitán del barco.

—Lleva usted cuatro facinerosos a bordo —explicó Doc—. Aquí tengo sus fotografías —agregó, exhibiendo las copias de telefoto de las fotografías de los pasaportes de los cuatro hombres de Kar.

El capitán las examinó profiriendo una exclamación de sorpresa.

—Esos hombres se trasladaron a un yate veloz que nos alcanzó ayer.

—Pues no tenemos mucha suerte por ahora —murmuró Doc Savage, sin mostrar su profunda decepción.

A continuación describió a Gabe Yuder, repitiendo la descripción que le diera el taxidermista.

—¿Hay un hombre parecido a bordo? —preguntó.

—No lo creo —respondió el capitán—. No llevamos a bordo a nadie llamado Gabe Yuder o Kar ni a ninguna persona que responda a esa descripción.

—Gracias —respondió Doc.

Abandonó con lentitud la cabina del capitán y comunicó las malas noticias a sus compañeros.

—Pero, ¿cómo demonio supieron que veníamos? —murmuró el taxidermista.

—En efecto, ¿cómo diablos se enteraron? —gruñó Monk.

—Kar tuvo algún espía siguiéndonos los pasos en Nueva York —explicó Savage—. Cuando partimos en aeroplano, Kar recibió la noticia y no le fue difícil adivinar nuestros propósitos. Es posible que el yate que recogió a sus hombres fuese un barco contrabandista, con el que se puso en contacto.

—Bien, ¿qué hacemos ahora? —inquirió Renny.

—Lo único que puede hacerse es… toparse con Kar en la isla del Trueno.

Los días siguientes pasados a bordo del Estrella Marina transcurrieron monótonos. Los seis amigos se aburrían de lo lindo.

Ignoraban la actuación de su enemigo. Otra conversación con el capitán del buque les convenció de que el yate que recogió a los miembros de la banda de Kar era en verdad muy rápido, mucho más que el Estrella Marina.

—¡El tuno quizá navegue ante nosotros! —gimió el taxidermista.

—Es probable —reconoció Doc.

Cuando se hallaron a unos centenares de millas de Nueva Zelanda, podrían haber acortado el viaje volando.

Pero en aquel momento el Estrella Marina iba capeando un temporal y las olas gigantescas barrían la cubierta.

Por fortuna el aeroplano quedó intacto, pero era imposible despegar.

Además, el barco no estaba provisto de catapultas para lanzar aeroplanos.

Y en consecuencia, los compañeros permanecieron a bordo.

Llegaron por fin a Auckland, el primer puerto de Nueva Zelanda. La mar estaba lo bastante tranquila en el puerto para descargar el aeroplano, aunque la tormenta de viento continuaba.

Johnny, el geólogo, visitó diversos lugares para informarse acerca de la isla del Trueno.

—Es un lugar muy extraño —comunicó a Doc—. Es el cono de un volcán activo y gigantesco. En la parte exterior de dicho cono no crece ni una brizna de hierba; es de roca sólida.

Johnny adoptaba un aire de misterio.

—Ahora viene la parte extraña —continuó—. Ése cráter es un monstruo que tiene unas veinte millas de diámetro. Está cubierto perpetuamente de compactas masas de vapor. Hablé con un piloto que voló por encima hace unos años proporcionándome una descripción excelente.

—Estupendo —sonrió Doc.

—Asegura que existe otra isla, de coral, a unas cincuenta millas de la del Trueno —continuó Johnny—. Está habitada por una tribu de nativos semisalvajes. Me recomendó que utilizáramos esa isla como cuartel general.

—No es mala idea —asintió Doc.

Oliver Wording Bittman, el taxidermista, salió en busca de los nativos que guiaron a Jerome Coffern y a Kar a la isla del Trueno en la anterior expedición. Regresó meneando la cabeza.

—Ha ocurrido una cosa horrible —murmuró con voz hueca—. Todos los que acompañaron a Jerome Coffern y a Kar desaparecieron de una manera misteriosa hace unos meses.

Los ojos de Doc chispearon. Vio en esto la mano de Kar. Aquel hombre era de una previsión diabólica. Asesinó a todos los que pudiesen dar fe de su estancia en la isla del Trueno.

—Espero que algún día pondré las manos encima de ese monstruo —gruñó Renny, con los puños crispados.

—Haremos cuanto sea posible para satisfacer su deseo —prometió Doc, en tono resuelto—. ¡Partiremos en el acto hacia la isla del Trueno!

Capítulo XV

El monstruo volador

¡La isla del Trueno!

El gigantesco cono se proyectaba sobre el límpido y transparente Mar del Sur desde más de cien millas de distancia. El aire era claro y fino; el sol llameaba centelleante.

Sin embargo, por encima del cráter gigantesco, y evidentemente surgiendo de su interior, cerníanse unas masas de nubes.

—La información recibida de aquel piloto es exacta —declaró Johnny—. Fíjate en el vapor que forma perpetuamente una manta sobre el cráter.

—El lugar tiene un aspecto extraño —murmuró Monk, avizorando con sus ojillos la isla.

—No es tan extraño —corrigió Johnny—. Los cráteres volcánicos llenos de vapor no son tan raros en esta parte del mundo. Hay, por ejemplo, el Ngauruhoe, un cono en Nueva Zelanda que emite gases y vapores continuamente. Y, para mayor ejemplo de la extraordinaria actividad terrestre, fijaos en la gran región de los geysers, extraños manantiales que elevan a gran altura líquido y barro hirviente, situados también en Nueva Zelanda.

—Puedes servirnos esa conferencia geológica con nuestra cena —resopló Monk.— Me refería a la forma de ese cono. ¿Observáis cuán inclinado está hacia la parte superior? ¡Pero si en algún lugar tiene más de mil pies de altura, cortados a cuchillo!

—El borde del cono es inaccesible —observó Johnny, con enojo.

—¿Quieres decir que nadie lo escaló jamás para contemplar el interior?

—¡Creo que es exactamente ese el significado de la palabra inaccesible!

—Te estás volviendo tan cascarrabias como Ham —resopló Monk—. ¡Eh, muchachos! Ahí está la isla de coral. Estableceremos nuestra base allí, ¿no es verdad?

La isla de coral tenía menor extensión que la del Trueno y en el centro existía un lago reflejando como un enorme espejo.

Doc enfiló el aeroplano hacia la isla.

Al acercarse a la especie de anillo verde que rodeaba la isla, vieron que la vegetación era del tipo usual de las islas tropicales. Habían noni enatas, unos arbustos diminutos que daban una peras rojas, palos, hachas, magnoleros parasoles, árboles de la cera, y moreras de flores amarillas y hojas redondas.

Los hibiscos y los pandanos extendían sus flores verdes y relucientes y se veían también en abundancia petavii, una especie de plátanos curvados.

—Estaba habitada, no cabe duda —anunció Monk—. Allí veo la casa de los demonios, en lo alto del terreno más elevado.

Johnny enfocó sus gemelos y exclamó presa de estupor:

—¡Los habitantes deben de ser salvajes! ¡La casa de los demonios está rodeada de cráneos humanos, montados en estacadas!

—No tiene nada de extraordinario —empezó Renny—. Antiguamente…

—¡Ahí está poblado! —gritó Long Tom.

El montón de chozas se perdió de vista entre los cocoteros del borde del lago. Semejaban colmenas oscuras sobre zancos.

Los nativos corrían de un lado a otro, excitados por la presencia del aparato.

Eran individuos bien proporcionados e iban desnudos, a excepción de una especie de taparrabos hechos de corteza de moreras.

Muchos, especialmente las mujeres, adornaban sus negros cabellos con flores. Algunos de los hombres iban tatuados de una manera fantástica.

Aparecieron varios prahus en el lago, llenos de nativos presa de viva excitación. Los hombres empuñaban lanzas y cuchillos de bambú afilados como una navaja barbera.

—Parecen estar excitados —gruñó Monk.

—Sí, demasiado —replicó Doc Savage, pensativo.

El aeroplano de Doc voló sobre la isla de coral con la suavidad de una gaviota Luego se sumergió y los flotadores se posaron sobre el lago liso y cristalino.

Los prahus, llenos de nativos, huían como si el diablo les persiguiera.

Miles de Kois, un pájaro negro que vuela en densas bandadas, surgieron de la exuberante selva. Cuando Doc paró los motores, oyeron las notas estridentes de las cacatúas.

—No me gusta la manera como nos reciben —advirtió Doc—. Será mejor que tengamos ojo avizor, hermanos.

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