Recuerdo el día que partimos de Chicago porque nunca me habían permitido quedarme despierto hasta tan tarde. Los empleados del hotel hicieron una colecta y le regalaron a Norah una maleta de piel de cocodrilo, un rosario de malaquita y un gran ramo de rosas «American Beauty». A mí me regalaron un libro titulado
Héroes de la Biblia que todo niño debería conocer: el Antiguo Testamento
. Norah me llevó a despedirme de todos los niños que vivían en el hotel y, a las siete de la tarde, el servicio de habitaciones nos subió la cena, con tres postres diferentes y los saludos del cocinero. A las nueve de la noche, Norah volvió a pedirme que me lavara las manos y la cara, cepilló mi flamante traje de luto, me enganchó una medallita de san Cristóbal en la ropa interior, lloró, se puso su sombrero nuevo, lloró, recogió las rosas, realizó una última y breve inspección de la suite, lloró y ocupó su asiento en el autobús del hotel.
* * *
Era fácil darse cuenta de que Norah estaba tan poco habituada a viajar en tren en primera clase como yo. Estaba nerviosa en el compartimento y soltó un gritito cuando abrí el grifo del lavabo. Leyó en voz alta todas las advertencias, me advirtió de que no me acercara al ventilador eléctrico y de que no tirara de la cadena del inodoro hasta que el tren estuviese en marcha. Luego se corrigió y me pidió que sencillamente no lo usara…, vete a saber quién había estado allí antes.
Tuvimos una pequeña discusión acerca de quién dormiría en la litera de arriba. Yo quería hacerlo, pero Norah fue inflexible. Me alegré cuando estuvo a punto de caerse al subir, pero ella afirmó que prefería morir en el intento a pedir una escalera y que aquel negro la viera en camisón. A las diez, el tren se puso en movimiento y yo me tumbé en mi litera a ver pasar por la ventana las luces del South Side. Antes de que llegásemos a la estación de Englewood me quedé dormido, y eso fue lo último que vi de Chicago.
Fue emocionante desayunar mientras el gran tren New York Central atravesaba los campos a toda velocidad. Norah había perdido el miedo a los viajes en tren y sostuvo una auténtica conversación con el camarero de color.
—Sí —estaba diciendo Norah—, llevo ya treinta años en este país. Vine cuando era una niña y todavía estaba muy verde. Empecé a… servir en Boston, Massachusetts, nada menos que en Commonwealth Avenue, ¡oh!, la de escaleras que tenía aquella casa, cuando la madre de este chiquillo era sólo una cría. Luego se casó y me llevó con ella a Chicago. ¡No sabe usted el miedo que pasé! Pensaba que aquello estaría lleno de indios pieles rojas. Cómete el huevo, cariño —me dijo—. Primero murió ella —prosiguió Norah—, y yo me quedé a cuidar del muchacho. Luego falleció el señor Dennis. Así sin más, en el Athletic Club. Y ahora tengo la triste misión de llevar el niño con su tía Mame a Nueva York. Figúrese, apenas ha cumplido los diez años y ya no tiene ni padre ni madre. —Norah se enjugó los ojos. El camarero respondió que yo era muy valiente—. Enséñale la foto de tu tía Mame, cariño —dijo Norah. A mí me dio vergüenza, pero eché mano al bolsillo trasero de mi pantalón y saqué la foto de mi tía, disfrazada de Carmen—. Y, dígame, Beekman Place ¿es un buen barrio para criar a un niño? Está acostumbrado a tener lo mejor.
—¡Oh, sí, señora! —respondió el camarero—, muy buen barrio. Un primo mío trabaja en Beekman Place. Allí casi todo el mundo es millonario.
Animada por su triunfal presentación en sociedad entre el personal del New York Central, Norah pidió otra tetera y miró a los demás pasajeros con aire imperioso.
Pasamos el resto de la mañana en nuestro compartimento, que misteriosamente se había transformado de dormitorio en una especie de salón. Norah rezó el rosario, con especial mención a las Siete Ciudades del Pecado, y luego empezó a hacer encaje de bolillos. Después del desayuno, Norah se las arregló para decirles, cada vez más altanera, al mozo de cuerda y al revisor que yo era un niño heredero de una fortuna, «igualito que el rey como–se–llame de Rumania», y que iba a vivir con mi tía Mame, una señora muy rica y enigmática que vivía en un palacio de mármol en Beekman Place.
A las seis en punto llegamos a Grand Central y a Norah, a pesar de todos sus humos de experta viajera, le asustó e impresionó el bullicio del andén.
—Dame la mano, Paddy —gritó—, y, por el amor de Dios, no se te ocurra perderte en este…
El resto de su advertencia se perdió entre el estrépito general. Aferrándose a mí con una mano y con la otra al monedero que llevaba metido en el corsé, Norah libró una batalla perdida con un mozo de cuerda, que, ignorando sus protestas, metió nuestro equipaje en un carrito y se alejó con él mientras Norah y yo lo seguíamos corriendo.
Al final resultó que no pretendía robarnos. En lugar de eso, llamó un taxi y empezó a meter las maletas en el asiento de atrás. Nos metimos como pudimos en el taxi y, antes de que el mozo pudiera expresar su agradecimiento por los diez centavos de propina que le había dado Norah, el taxi arrancó bruscamente.
—Llévenos al número 3 de Beekman Place —dijo Norah—, y no vaya usted a pensar que he nacido ayer y puede llevarme a dar vueltas por la ciudad para cobrar una carrera más larga.
Todavía era de día y hacía mucho, mucho calor. No sé qué idea me habría formado de Nueva York, pero lo cierto es que me decepcionó. Era igualito que Chicago.
Había un atasco terrible en Park Avenue y Norah se indignó al ver que el taxímetro avanzaba cinco centavos a pesar de que el coche estaba quieto. La Tercera Avenida, a pesar de los nombres irlandeses de las tiendas, la intranquilizó; y la Segunda todavía más.
—¿Se puede saber adónde se piensa usted que nos lleva, buen hombre? —le chilló al chófer.
—Adonde usted me dijo antes: al número 3 de Beekman Place.
—Dios mío, si esto es casi peor que los barrios bajos de Dublín —se quejó. Sin embargo, cuando el taxi entró en Beekman Place, pareció experimentar cierto alivio—. Es bonito —concedió con un leve deje paternalista. El taxi se detuvo delante de un enorme edificio que parecía exactamente igual a los de Lake Shore Drive, Sheridan Road o Astor Street en Chicago—. Ni la mitad de imponente que el Hotel Edgewater Beach —comentó desdeñosa Norah por lealtad con el medio Oeste—. Baja, cariño, y ten cuidado no vayas a despeinarte.
El portero nos miró con cierto interés y observó fríamente que debíamos subir al sexto piso.
—Vamos, Paddy —dijo Norah—, y cuida tus modales con tu tía Mame. Es una señora muy elegante.
Una vez en el ascensor, aproveché para echarle un último vistazo al retrato de mi tía, para recordar mejor su cara. Me pregunté si llevaría puesto el chal español y la rosa detrás de la oreja. La puerta del ascensor se abrió. Salimos. Volvió a cerrarse y nos quedamos solos.
—¡Madre de Dios, la antesala del Infierno! —gritó Norah. Estábamos en un vestíbulo pintado de negro. La única luz procedía de los ojos amarillentos de una extraña deidad pagana con dos cabezas y ocho brazos que había sobre un mueble de teca. Justo delante había una puerta de color escarlata. No parecía la típica casa de una señora española. De hecho, no parecía la típica casa de nadie. Aunque tenía ya diez años, le di la mano a Norah—. Caramba, pero si parece el cuarto de baño de señoras del Teatro Oriental —suspiró Norah. Llamó al timbre con cierta reticencia. La puerta se abrió y Norah soltó un leve grito—: ¡Dios nos proteja, un chino!
Un diminuto mayordomo japonés, apenas más alto que yo, sonreía desde el umbral.
—¿Qué querer? —preguntó.
Con voz humilde y apagada, Norah respondió:
—Soy la señorita…, es decir, soy Norah Muldoon y traigo al joven señor Dennis con su tía.
El minúsculo japonés dio un salto hacia atrás como un autómata.
—Debe ser error. No querer hoy niño pequeño.
—Pero si yo misma envié el telegrama advirtiendo de nuestra llegada, hoy día 1 de julio a las seis de la tarde —dijo Norah con una especie de balido penoso y desesperado.
—No importante —respondió el pequeño japonés encogiéndose de hombros con indiferencia oriental—. Niño aquí, casa aquí, señora aquí. Señora ocupada ahora. No importar. Entrar y esperar. Yo ir a buscar.
—¿Estás segura? —le susurré a Norah. Volví a mirar las negras paredes y el ídolo y apreté su mano vieja y áspera. Temblaba más que la mía.
—Entrar. Esperar —dijo el japonés con una sonrisa siniestra—. Entrar —repitió. Tanta insistencia ejercía un efecto hipnótico.
Nos adentramos con pies de plomo en el recibidor del apartamento. Aunque con un estilo deslumbrante, era incluso más terrorífico que el negro rellano de la entrada. Las paredes estaban pintadas de un intenso color naranja. Una gigantesca linterna japonesa de bronce arrojaba su luz biliosa a través de varias amarillentas ventanas de pergamino. A cada lado del recibidor había un gran arco tapado con un gran biombo de papel, y detrás de ellos un montón de gente hacía mucho ruido.
El japonés nos señaló con un gesto un banco largo y bajo. Era el único mueble de la habitación.
—Sentarse —siseó—. Yo traer señora. Sentarse. —Detrás del banco había un enorme tapiz de pergamino. Representaba a un japonés destripándose con una espada de samurai—. Sentarse —repitió el mayordomo con una risita, y desapareció detrás de uno de los biombos.
—¡Qué herejía! —susurró Norah. Las articulaciones le crujieron penosamente al apoyar su peso en el banco—. ¿En qué estaría pensando tu pobre padre? —El estruendo de detrás del biombo creció y se oyó un ruido de cristales rotos. Agarré a Norah con fuerza.
Nuestro conocimiento de los tugurios orientales se limitaba estrictamente a lo que habíamos visto en las películas —terribles torturas, vírgenes inocentes drogadas y vendidas para llevar una vida peor que la muerte en el Yang–Tsé, las sanguinarias disputas entre las mafias chinas—, pero Hollywood había dejado muy claro lo que sucedía cuando Oriente y Occidente se encontraban.
—Paddy —gritó Norah de pronto—, nos han traído engañados a un fumadero de opio con intención de matarnos o algo peor. Tenemos que irnos de aquí.
Empezó a levantarse y a tirar de mí, y luego volvió a desplomarse en el banco con un gemido de derrota.
Una mujer que parecía una muñeca japonesa acababa de entrar en el recibidor. Tenía el pelo muy corto con el flequillo recto sobre las cejas oblicuas; tras ella flotaba una larga túnica de seda dorada y bordada. Llevaba los pies enfundados en unas diminutas chinelas doradas adornadas con joyas resplandecientes y varios brazaletes de jade y marfil entrechocaban en sus brazos. Tenía las uñas más largas que yo había visto nunca, todas pintadas de un delicado color verde. Una boquilla de bambú casi interminable colgaba lánguidamente de su boca brillante y roja. En cierto sentido, tenía un aire extrañamente familiar.
Nos miró a Norah y a mí con una expresión de sorpresa y perplejidad.
—¡Oh! —dijo—, el hombre de la Agencia no comentó que fuese a traer usted también un niño. No importa. Parece un buen chico. Y, si se porta mal, siempre podemos echarlo al río. —Se rió, pero nosotros no lo hicimos—. Imagino que ya sabrá lo que se espera de usted: un poco de esclavitud en la casa, y, por supuesto, los jueves para hacer lo que quiera. —Norah la miró con los ojos como platos y la boca abierta—. Lo cierto es que llega usted un poco tarde —prosiguió la señora oriental—. En realidad contaba con que viniese usted un poco antes para atender a esta muchedumbre. —Hizo un gesto hacia el lugar de donde procedía todo aquel barullo—. Pero no tiene mayor importancia. Si no ha traído su ropa, creo que podremos conseguirle algo apropiado. —Se dirigió al lugar de donde procedía el ruido—. Espere aquí, le diré a Ito que la lleve a su cuarto. ¡Ito! ¡Ito! —llamó y salió a toda prisa del recibidor.
—Madre de Dios, ¿has oído lo que ha dicho? ¡Todas esas palabras tan raras! Es una de esas chinas recién salidas de Sing Sing. ¿Qué vamos a hacer, Paddy? ¿Qué vamos a hacer?
Una pareja de aspecto siniestro avanzó hacia el recibidor. El hombre parecía una mujer, y la mujer, de no ser por su falda de tweed, era casi idéntica a Ramón Novarro. El hombre dijo:
—Imagino que sabrá que van a enviar a la pobre Miriam a la costa.
La mujer añadió:
—En fin, Dios sabe que, si lo que pretenden es matarla profesionalmente, han enviado a esa pobre desgraciada al sitio adecuado.
Soltó una risa desagradable y ambos desaparecieron detrás del otro biombo.
A Norah se le salieron los ojos de las órbitas y a mí también. El ruido se volvió más escandaloso. De pronto, rasgó el aire un grito desgarrador. Ambos nos sobresaltamos. Una voz de mujer se alzó histéricamente sobre el estruendo.
—¡Oh, Aleck! ¡Basta ya! ¡Me matas!
Se oyó una estruendosa oleada de carcajadas y luego otro chillido. Norah me cogió del brazo y apretó. Dos hombres aparecieron de detrás de un biombo. Uno de ellos tenía barba pelirroja. Entre los dos llevaban a una mujer vestida de negro, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y el pelo arrastrando por el suelo. Norah tragó saliva.
—Pobre Edna —dijo uno de los dos hombres.
—A mí no me da tanta lástima —respondió el de la barba—. Se lo dije esta misma tarde. Le advertí: «Edna, estás firmando tu propia sentencia de muerte al beber ese veneno a la hora del almuerzo. A las siete estarás frita». Y ahí la tienes.
Norah se santiguó.
Se oyó otro grito y otra serie de enloquecidas carcajadas. El japonés diminuto apareció de pronto de detrás del biombo y cruzó corriendo el vestíbulo. Llevaba un enorme cuchillo. Norah gimió.
—Santa María, madre de Dios, protégenos —rezó—, sálvanos a este huerfanito y a mí de la muerte o algo peor a manos de estos degolladores chinos.
Empezó a musitar una larga y fervorosa oración de un modo tan incoherente que sólo entendí algunas palabras sueltas como «trata de blancas», «Shanghái» y «asesinato sanguinario».
La mujer–hombre y el hombre–mujer volvieron a pasar por el recibidor.
—Y, por supuesto,
La muerte llama al arzobispo
—iba diciendo—. ¿Alguna vez has tenido una sensación tan emocionante?
—¡Dios bendito! —exclamó Norah—, ¿es que no hay nada ni nadie que esté a salvo en este antro de perdición?
Se oyó otro grito, y la voz histérica gritó:
—¡Aleck, no! ¡Me vas a matar!
—Basta —gritó Norah, cogiéndome de la mano y tirando de mí—. Tenemos que salir de este nido de ladrones y asesinos mientras nos quede aliento en el cuerpo. Mejor morir luchando por proteger mi virtud que dejar que los chinos nos vendan como esclavos. Vamos, Paddy, nos enfrentaremos a ellos, y que Dios nos ampare.