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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (48 page)

BOOK: La tía Julia y el escribidor
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La llevé directamente al departamentito, que había sido encerado y trapeado por la prima Nancy en persona y embellecido con una rosa roja que decía: "Bienvenida". La tía Julia revisó todo, como si fuera un juguete nuevo. Se divirtió viendo las fichas del Cementerio, que tenía bien ordenadas, mis notas para los artículos de "Cultura Peruana", la lista de escritores por entrevistar para "El Comercio", y el horario de trabajo y la tabla de gastos que había hecho y donde teóricamente se demostraba que podíamos vivir. Le dije que, después de hacerle el amor, le leería un cuento que se llamaba "La Beata y el Padre Nicolás" para que me ayudara a elegir el final.

—Vaya, Varguitas —se reía ella, mientras se desvestía a la carrera—. Te estás haciendo un hombrecito. Ahora, para que todo sea perfecto y se te quite esa cara de bebe, prométeme que te dejarás crecer el bigote.

XX

E
L MATRIMONIO
con la tía Julia fue realmente un éxito y duró bastante más de lo que todos los parientes, y hasta ella misma, habían temido, deseado o pronosticado: ocho años. En ese tiempo, gracias a mi obstinación y a su ayuda y entusiasmo, combinados con una dosis de buena suerte, otros pronósticos (sueños, apetitos) se hicieron realidad. Habíamos llegado a vivir en la famosa buhardilla de París y yo, mal que mal, me había hecho un escritor y publicado algunos libros. No terminé nunca la carrera de abogado, pero, para indemnizar de algún modo a la familia y para poder ganarme la vida con más facilidad, saqué un título universitario, en una perversión académica tan aburrida como el Derecho: la Filología Románica.

Cuando la tía Julia y yo nos divorciamos hubo en mi dilatada familia copiosas lágrimas, porque todo el mundo (empezando por mi madre y mi padre, claro está) la adoraba. Y cuando, un año después, volví a casarme, esta vez con una prima (hija de la tía Olga y el tío Lucho, qué casualidad) el escándalo familiar fue menos ruidoso que la primera vez (consistió sobre todo en un hervor de chismes). Eso sí, hubo una conspiración perfecta para obligarme a casar por la iglesia, en la que estuvo involucrado hasta el arzobispo de Lima (era, por supuesto, pariente nuestro), quien se apresuró a firmar las dispensas autorizando el enlace. Para entonces, la familia estaba ya curada de espanto y esperaba de mí (lo que equivalía a: me perdonaba de antemano) cualquier barbaridad.

Había vivido con la tía Julia un año en España y cinco en Francia y luego seguí viviendo con la prima Patricia en Europa, primero en Londres y luego en Barcelona. Para esa época, tenía un trato con una revista de Lima, a la que yo enviaba artículos y ella me pagaba con pasajes que me permitían volver todos los años al Perú por algunas semanas. Estos viajes, gracias a los cuales veía a la familia y a los amigos, eran para mí muy importantes. Pensaba seguir viviendo en Europa de manera indefinida, por múltiples razones, pero sobre todo porque allí había encontrado siempre, como periodista, traductor, locutor o profesor, trabajos que me dejaban tiempo libre. Al llegar a Madrid, la primera vez, le había dicho a la tía Julia: "Voy a tratar de ser un escritor, sólo voy a aceptar trabajos que no me aparten de la literatura". Ella me respondió: "¿Me rasgo la falda, me pongo un turbante y salgo a la Gran Vía a buscar clientes desde hoy?". Lo cierto es que tuve mucha suerte. Enseñando español en la Escuela Berlitz de París, redactando noticias en la France Presse, traduciendo para la Unesco, doblando películas en los estudios de Génévilliers o preparando programas para la Radio-Televisión Francesa, siempre había encontrado empleos alimenticios que me dejaban, cuando menos, la mitad de cada día exclusivamente para escribir. El problema era que todo lo que escribía se refería al Perú. Eso me creaba, cada vez más, un problema de inseguridad, por el desgaste de la perspectiva (tenía la manía de la ficción 'realista'). Pero me resultaba inimaginable siquiera la idea de vivir en Lima. El recuerdo de mis siete trabajos alimenticios limeños, que con las justas nos permitían comer, apenas leer, y escribir sólo a hurtadillas, en los huequitos que quedaban libres y cuando estaba ya cansado, me ponía los pelos de punta y me juraba que no volvería a ese régimen ni muerto. Por otra parte, el Perú me ha parecido siempre un país de gentes tristes.

Por eso el trueque que acordamos, primero con el diario "Expreso" y luego con la revista “Caretas", de artículos por dos pasajes de avión anuales, me resultó providencial. Ese mes que pasábamos en el Perú, cada año, generalmente en el invierno (julio o agosto) me permitía zambullirme en el ambiente, los paisajes, los seres sobre los cuales había estado tratando de escribir los once meses anteriores. Me era enormemente útil (no sé si en los hechos, pero sin la menor duda psicológicamente), una inyección de energía, volver a oír hablar peruano, escuchar a mi alrededor esos giros, vocablos, entonaciones que me reinstalaban en un medio al que me sentía visceralmente próximo, pero del que, de todos modos, me había alejado, del que cada año perdía innovaciones, resonancias, claves.

Las venidas a Lima eran, pues, unas vacaciones en las que, literalmente, no descansaba un segundo y de las que volvía a Europa exhausto. Sólo con mi selvática parentela y los numerosos amigos, teníamos invitaciones diarias a almorzar y comer, y el resto del tiempo lo ocupaban mis trajines documentales. Así, un año, había emprendido un viaje a la zona del Alto Marañón, para ver, oír y sentir de cerca un mundo que era escenario de la novela que escribía, y otro año, escoltado por amigos diligentes, había realizado una exploración sistemática de los antros nocturnos —cabarets, bares, lenocinios—, en los que transcurría la mala vida del protagonista de otra historia. Mezclando el trabajo y el placer —porque esas 'investigaciones' no fueron nunca una obligación, o lo fueron siempre de manera muy vital, afanes que me divertían en sí mismos y no sólo por el provecho literario que pudiera sacarles—, en esos viajes hacía cosas que antes, cuando vivía en Lima, no hice nunca, y que ahora, que he vuelto a vivir en el Perú, tampoco hago: ir a peñas criollas y a los coliseos a ver bailes folklóricos, recorridos por los tugurios de los barrios marginales, caminatas por distritos que conocía mal o desconocía como el Callao. Bajo el Puente y los Barrios Altos, apostar en las carreras de caballos y husmear en las catacumbas de las iglesias coloniales y la (supuesta) casa de la Perricholi.

Ese año, en cambio, me dediqué a una averiguación más bien libresca. Estaba escribiendo una novela situada en la época del general Manuel Apolinario Odría (1948—1956), y en mi mes de vacaciones limeñas, iba, un par de mañanas cada semana, a la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, a hojear las revistas y periódicos de esos años, e, incluso, con algo de masoquismo, a leer algunos de los discursos que los asesores (todos abogados, a juzgar por la retórica forense) le hacían decir al dictador. Al salir de la Biblioteca Nacional, a eso del mediodía, bajaba a pie por la avenida Abancay, que comenzaba a convertirse en un enorme mercado de vendedores ambulantes. En sus veredas, una apretada muchedumbre de hombres y mujeres, muchos de ellos con ponchos y polleras serranas, vendían, sobre mantas extendidas en el suelo, sobre periódicos o en quioscos improvisados con cajas, latas y toldos, todas las baratijas imaginables, desde alfileres y horquillas hasta vestidos y ternos, Y, por supuesto, toda clase de comidas preparadas en el sitio, en pequeños braseros. Era uno de los lugares de Lima que más había cambiado, esa avenida Abancay, ahora atestada y andina, en la que no era raro, entre el fortísimo olor a fritura y condimentos, oír hablar quechua. No se parecía en nada a la ancha, severa avenida de oficinistas y alguno que otro mendigo por la que, diez años atrás, cuando era cachimbo universitario, solía caminar en dirección a la misma Biblioteca Nacional. Allí, en esas cuadras, se podía ver, tocar, concentrado, el problema de las migraciones campesinas hacia la capital, que en ese decenio duplicaron la población de Lima e hicieron brotar, sobre los cerros, los arenales, los muladares, ese cerco de barriadas donde venían a parar los millares y millares de seres que, por la sequía, las duras condiciones de trabajo, la falta de perspectivas, el hambre, abandonaban las provincias.

Aprendiendo a conocer esta nueva cara de la ciudad, bajaba por la avenida Abancay en dirección al Parque Universitario y a lo que había sido antes la Universidad de San Marcos (las Facultades se habían mudado a las afueras de Lima y en ese caserón donde yo estudié Letras y Derecho funcionaban ahora un museo y oficinas). No sólo lo hacía por curiosidad y cierta nostalgia, sino también por interés literario, pues en la novela que trabajaba algunos episodios ocurrían en el Parque Universitario, en la casona de San Marcos y en las librerías de viejo, los billares y los tiznados cafecitos de los alrededores. Precisamente, esa mañana estaba plantado, como un turista, frente a la bonita Capilla de los Próceres, observando a los ambulantes del contorno —lustrabotas, alfareros, heladeros, sandwicheros— cuando sentí que me cogían el hombro. Era —doce años más viejo, pero idéntico— el Gran Pablito.

Nos dimos un fuerte abrazo. Realmente, no había cambiado nada: era el mismo cholo fornido y risueño, de respiración asmática, que apenas levantaba los pies del suelo para andar y parecía estar patinando por la vida. No tenía una cana, pese a que debía raspar los sesenta, y llevaba la cabeza bien engominada, los lacios pelos cuidadosamente aplastados, como un argentino de los años cuarenta, Pero se lo veía mucho mejor vestido que cuando era periodista (en teoría) de Radio Panamericana: un terno verde, a cuadros, una corbatita luminosa (era la primera vez que lo veía encorbatado) y los zapatos destellando. Me dio tanto gusto verlo que le propuse tomar un café. Aceptó y terminamos en una mesa del Palermo, un barcito-restaurant ligado, también, en mi memoria, a los años universitarios. Le dije que no le preguntaba cómo lo había tratado la vida pues bastaba verlo para saber que lo había tratado muy bien. Él sonrió —tenía en el índice un anillo dorado con un dibujo incaico—, satisfecho:

—No puedo quejarme —asintió—. Después de tanta pellejería, a la vejez cambió mi estrella. Pero, ante todo, permítame una cervecita, por el gran gusto de verlo. —Llamó al mozo, pidió una Pilsen bien helada y lanzó una risa que le provocó su tradicional ataque de asma—. Dicen que el que se casa se friega. Conmigo fue al revés.

Mientras nos tomábamos la cerveza, el Gran Pablito, con las pausas que le exigían sus bronquios, me contó que al llegar la Televisión al Perú, los Genaros lo pusieron de portero, con uniforme y gorra granates, en el edificio que habían construido en la avenida Arequipa para el Canal Cinco.

—De periodista a portero, parece una degradación —se encogió de hombros—. Y lo era, desde el punto de vista de los títulos. ¿Pero acaso se comen? Me aumentaron el sueldo y eso es lo principal.

Ser portero no era un trabajo matador: anunciar a las visitas, informarles cómo estaban repartidas las secciones de la Televisión, poner orden en las colas para asistir a las audiciones. El resto del tiempo se lo pasaba discutiendo de fútbol con el policía de la esquina. Pero, además —y chasqueó la lengua, saboreando una reminiscencia grata—, con los meses, un aspecto de su trabajo fue ir, todos los mediodías, a comprar esas empanaditas de queso y de carne que hacen en el Berisso, la bodega que está en Arenales, a una cuadra del Canal Cinco. A los Genaros les encantaban, y lo mismo a empleados, actores, locutores y productores, a los cuales también el Gran Pablito les traía empanaditas, con lo que ganaba buenas propinas. Fue en esos trajines entre la Televisión y el Berisso (su uniforme le había merecido entre los chiquillos del barrio el apodo de Bombero) que el Gran Pablito conoció a su futura esposa. Era la mujer que fabricaba esas crujientes delicias: la cocinera del Berisso.

—La impresionó mi uniforme y mi quepí de general, me vio y cayó rendida —se reía, se ahogaba, bebía su cerveza, volvía a ahogarse y continuaba el Gran Pablito—. Una morena que está requetebién. Veinte años más joven que quien le habla. Unas teteras donde no entran balas. Tal cual se la pinto, don Mario.

Había comenzado a meterle conversación y piropearla, ella a reírse y de repente salieron juntos. Se habían enamorado y vivido un romance de película. La morena era de armas tomar, emprendedora y con la cabeza llena de proyectos. A ella se le metió que abrieran un restaurant. Y cuando el Gran Pablito preguntaba “¿con qué?" ella respondía: con la plata que les dieran al renunciar. Y aunque a él le parecía una locura dejar lo seguro por lo incierto, ella salió con su gusto. Las indemnizaciones alcanzaron para un local pobretón en el jirón Paruro y tuvieron que prestarse de todo el mundo para las mesitas y la cocina, y él mismo pintó las paredes y el nombre sobre la puerta: El Pavo Real. El primer año, había dado apenas para sobrevivir y el trabajo fue bravísimo. Se levantaban al alba para ir a La Parada a conseguir los mejores ingredientes y a los precios más bajos, y todo lo hacían solos: ella cocinaba y él servía, cobraba, y entre los dos barrían y arreglaban. Dormían en unos colchones que tendían entre las mesas, cuando se cerraba el local. Pero, a partir del segundo año, la clientela creció. Tanto que habían tenido que contratar un ayudante para cocina y otro para mozo, y, al final, rechazaban clientes, porque no cabían. Y entonces, a esa morena se le ocurrió alquilar la casa de al lado, tres veces más grande. Lo hicieron y no se arrepentían. Ahora, hasta habían habilitado el segundo piso, y ellos tenían una casita frente a El Pavo Real. En vista de que se entendían tan bien, se casaron.

Lo felicité, le pregunté si había aprendido a cocinar.

—Se me ocurre una cosa —dijo de repente el Gran Pablito—. Vamos a buscar a Pascual y almorzaremos en el restaurant. Permítame hacerle ese agasajo, don Mario.

Acepté, porque nunca he sabido rechazar invitaciones, y, también, porque me dio curiosidad ver a Pascual. El Gran Pablito me contó que dirigía una revista de variedades, que también él había progresado. Se veían con frecuencia, Pascual era un asiduo de El Pavo Real.

La revista "Extra" tenía su local —bastante lejos, en una transversal de la avenida Arica, en Breña. Fuimos hasta allá en un ómnibus que en mis tiempos no existía. Tuvimos que dar varias vueltas, porque el Gran Pablito no se acordaba de la dirección. Por fin la encontramos, en una callejuela perdida, a la espalda del cine Fantasía. Desde afuera se podía ver que "Extra" no flotaba en la bonanza: dos puertas de garaje entre las cuales un rótulo precariamente suspendido de un solo clavo anunciaba el nombre del semanario. Adentro, se descubría que los garajes habían sido unidos mediante un simple agujero abierto en la pared, sin pulir ni enmarcar, como si el albañil hubiera abandonado el trabajo a medio hacer. Disimulaba la abertura un biombo de cartón, constelado, como los cuartos de baño de los lugares públicos, de palabrotas y dibujos obscenos. En las paredes del garaje por donde entramos, entre manchas de humedad y mugre, habían fotos, afiches y carátulas de "Extra": se reconocían caras de futbolistas, de cantantes, y, evidentemente, de delincuentes y víctimas. Cada carátula venía acompañada de rechinantes titulares y alcancé a leer frases como "Mata a la madre para casarse con la hija" y "Policía sorprende baile de dominós: ¡todos eran hombres!". Esa habitación parecía servir de redacción, taller de fotografía y archivo. Había tal aglomeración de objetos que resultaba difícil abrirse camino: mesitas con máquinas de escribir, en las que dos tipos tecleaban muy apurados, altos de devoluciones de la revista que un chiquillo estaba ordenando en paquetes que amuraba con una pita; en un rincón, un ropero abierto lleno de negativos, de fotos, de clisés, y, detrás de una mesa, una de cuyas patas había sido reemplazada por tres ladrillos, una chica de chompa roja pasaba recibos a un libro de Caja. Las cosas y las personas del local parecían en un estado supino de estrechez. Nadie nos atajó ni nos preguntó nada y nadie nos devolvió las buenas tardes.

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