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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (40 page)

BOOK: La tía Julia y el escribidor
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Para entonces, el custodio del orden de inmaculada foja de servicios, considerando con melancolía que, pese a su experiencia y sagacidad, el orden no sólo había sido alterado sino que la Plaza de Acho y alrededores se habían convertido en un cementerio de insepultos cadáveres, utilizó la última bala que le quedaba para, lobo de mar que acompaña su barco al fondo del océano, volarse los sesos y acabar (viril ya que no exitosamente) su biografía. Apenas vieron perecer a su jefe, la moral de los guardias se descalabró; olvidaron la disciplina, el espíritu de cuerpo, el amor a la institución, y sólo pensaron en quitarse los uniformes, disimularse dentro de las ropas civiles que arranchaban a los muertos y escapar. Varios lo consiguieron. Pero no Jaime Concha, a quien los sobrevivientes, después de castrar, ahorcaron con su propio correaje de cuero en el travesaño del toril. Allí quedó el sano lector de Pato Donalds, el diligente centurión, columpiándose bajo el cielo de Lima, que, ¿queriendo ponerse a tono con lo sucedido?, se había encrespado de nubes y comenzaba a llorar su garúa de invierno...

¿Terminaría así, en dantesca carnicería, esta historia? ¿O, como la Paloma Fénix (¿la Gallina?), renacería de sus cenizas con nuevos episodios y personajes recalcitrantes? ¿Qué ocurriría con esta tragedia taurina?

XVII

P
ARTIMOS DE
Lima a las nueve de la mañana, en un colectivo que tomamos en el Parque Universitario. La tía Julia había salido de casa de mis tíos con el pretexto de hacer las últimas compras antes de su viaje, y yo, de la de mis abuelos, como si fuera a trabajar a la Radio. Ella había metido en una bolsa un camisón de dormir y una muda de ropa interior; yo llevaba, en los bolsillos, mi escobilla de dientes, un peine y una maquinilla de afeitar (que, la verdad, aún no me servía de gran cosa).

Pascual y Javier estaban esperándonos en el Parque Universitario y habían comprado los pasajes. Por suerte, no se presentó ningún otro viajero. Pascual y Javier, muy discretos, se sentaron delante, con el chofer, y nos dejaron el asiento de atrás a la tía Julia y a mí. Era una mañana de invierno, típica, de cielo encapotado y garúa continua, que nos escoltó buena parte del desierto. Casi todo el viaje, la tía Julia y yo estuvimos besándonos, apasionadamente, estrechándonos las manos, sin hablar, mientras oíamos, mezclado al ruido del motor, el rumor de la conversación entre Pascual y Javier, y, a veces, algunos comentarios del chofer. Llegamos a Chincha a las once y media de la mañana, con un sol espléndido y un calorcito delicioso. El cielo limpio, la luminosidad del aire, la algarabía de las calles repletas de gente, todo parecía de buen agüero. La tía Julia sonreía, contenta.

Mientras Pascual y Javier se adelantaban a la Municipalidad a ver si todo estaba listo, la tía Julia y yo fuimos a instalarnos en el Hotel Sudamericano. Era una vieja casa de un solo piso, de madera y adobes, con un patio techado que hacía las veces de comedor y una docena de cuartitos alineados a ambos lados de un pasillo de baldosas, como un burdel. El hombre del mostrador nos pidió papeles; se contentó con mi carnet de periodista, y, al poner yo "y señora" al lado de mi apellido, se limitó a echar a la tía Julia una ojeada burlona. El cuartito que nos dieron tenía unas losetas despanzurradas por las que se veía la tierra, una cama doble y hundida con una colcha de rombos verdes, una silleta de paja y unos clavos gordos en la pared para colgar la ropa. Apenas entramos, nos abrazamos con ardor y estuvimos besándonos y acariciándonos, hasta que la tía Julia me apartó, riéndose:

—Alto ahí, Varguitas, primero tenemos que casarnos.

Estaba arrebatada, con los ojos brillantes y alegres y yo sentía que la quería mucho, estaba feliz de casarme con ella, y mientras esperaba que se lavara las manos y peinara, en el baño común del corredor, me juraba que no seríamos como todos los matrimonios que conocía, una calamidad más, sino que viviríamos siempre felices, y que casarme no me impediría llegar a ser algún día un escritor. La tía Julia salió por fin y fuimos andando, de la mano, a la Municipalidad.

Encontramos a Pascual y a Javier en la puerta de una bodega, tomando un refresco. El alcalde había ido a presidir una inauguración, pero ya volvería. Les pregunté si estaban absolutamente seguros de haber quedado con el pariente de Pascual en que nos casaría a mediodía y ellos se burlaron de mí. Javier hizo unas bromas sobre el novio impaciente y trajo a colación un oportuno refrán: el que espera desespera. Para hacer tiempo, los cuatro dimos unas vueltas bajo los altos eucaliptos y los robles de la Plaza de Armas. Había unos muchachos correteando y unos viejos que se hacían lustrar los zapatos mientras leían los periódicos de Lima. Media hora después estábamos de regreso en la Municipalidad. El secretario, un hombrecito flaco y con anteojos muy anchos, nos dio una mala noticia: el alcalde había vuelto de la inauguración, pero se había ido a almorzar a El Sol de Chincha.

—¿No le avisó usted que lo esperábamos, para la boda? —lo reprendió Javier.

—Estaba con una comitiva y no era el momento —dijo el secretario, con aire de conocedor de la etiqueta.

—Vamos a buscarlo al restaurant y nos lo traemos —me tranquilizó Pascual—. No se preocupe, don Mario.

Preguntando, encontramos El Sol de Chincha en las vecindades de la plaza. Era un restaurant criollo, con mesitas sin manteles, y una cocina al fondo, que chisporroteaba y humeaba y en torno a la cual unas mujeres manipulaban ollas de cobre, peroles y fuentes olorosas. Había una radiola a todo volumen, tocando un vals, y se veía mucha gente. Cuando la tía Julia comenzaba a decir, en la puerta, que tal vez sería más prudente esperar que el alcalde terminara su almuerzo, éste reconoció a Pascual, desde una esquina, y lo llamó. Vimos al redactor de Panamericana darse de abrazos con un hombre joven, medio rubio, que se puso de pie en una mesa donde había media docena de comensales, todos hombres, y otras tantas botellas de cerveza. Pascual nos hizo señas de que nos acercáramos.

—Claro, los novios, me había olvidado por completo —dijo el alcalde, estrechándonos la mano y calibrando a la tía Julia de arriba abajo, con una mirada de experto. Se volvió a sus compañeros, que lo contemplaban servilmente, y les contó, en voz alta, para hacerse oír por sobre el vals:— Estos dos acaban de fugarse de Lima y yo los voy a casar.

Hubo risas, aplausos, manos que se estiraban hacia nosotros y el alcalde exigió que nos sentáramos con ellos y pidió más cerveza para brindar por nuestra felicidad.

—Pero nada de ponerse juntos, para eso tendrán toda la vida —dijo, eufórico, cogiendo a la tía Julia del brazo e instalándola junto a él—. La novia aquí, a mi lado, que felizmente no está mi mujer.

La comitiva lo festejó. Eran mayores que el alcalde, comerciantes o agricultores vestidos de fiesta, y todos parecían tan borrachos como él. Algunos conocían a Pascual y le preguntaban sobre su vida en Lima y cuándo volvería a la tierra. Sentado junto a Javier, en un extremo de la mesa, yo procuraba sonreír, tomaba traguitos de una cerveza medio tibia, y contaba los minutos.

Muy pronto, el alcalde y la comitiva se desinteresaron de nosotros. Se sucedían las botellas, primero solas, después acompañadas de seviche y de un sudado de corvina, de unos alfajores, y luego otra vez solas. Nadie recordaba el matrimonio, ni siquiera Pascual, que, con ojos encendidos y voz empalagosa coreaba también los valses del alcalde. Éste, después de haber piropeado todo el almuerzo a la tía Julia, intentaba ahora pasarle el brazo por los hombros y le acercaba su cara abotagada.

Haciendo esfuerzos por sonreír, la tía Julia lo mantenía a raya, y, de rato en rato, nos lanzaba miradas de angustia.

—Tranquilo, compadre —me decía Javier—. Piensa en el matrimonio y nada más.

—Creo que ya se fregó —le dije, cuando oí que el alcalde, en el colmo de la dicha, hablaba de traer guitarristas, de cerrar El Sol de Chincha, de ponemos a bailar—. Y me parece que voy a ir preso por romperle la cara a ese huevón.

Estaba furioso y decidido a rompérsela si se ponía insolente, cuando me levanté y le dije a la tía Julia que nos íbamos. Ella se paró de inmediato, aliviada, y el alcalde no intentó detenerla. Siguió cantando marineras, con buen oído, y al vemos salir nos hizo adiós con una sonrisita que me pareció sarcástica. Javier, que vino detrás, decía que era sólo alcohólica. Mientras caminábamos hacia el Hotel Sudamericano, yo hablaba pestes contra Pascual, a quien, no sé por qué, hacía responsable de ese almuerzo absurdo.

—No te hagas el niño malcriado, aprende a conservar la cabeza fría —me reñía Javier—. El tipo está zampado y no se acuerda de nada. Pero no te amargues, hoy los casa. Esperen en el hotel hasta que los llame.

Apenas estuvimos solos, en el cuarto, nos echamos uno en brazos del otro y comenzamos a besarnos con una especie de desesperación. No nos decíamos nada, pero nuestras manos y bocas se decían locuazmente las cosas intensas y hermosas que sentíamos. Habíamos comenzado besándonos de pie, junto a la puerta, y poco a poco fuimos acercándonos a la cama, donde luego nos sentamos y por fin nos tendimos, sin haber aflojado el estrecho abrazo ni un instante. Medio ciego de felicidad y de deseo, acaricié el cuerpo de la tía Julia con manos inexpertas y ávidas, primero sobre la ropa, luego desabotoné su blusa color ladrillo, ya arrugada, y estaba besándole los senos, cuando unos nudillos inoportunos estremecieron la puerta.

—Todo listo, concubinos —oímos la voz de Javier—. Dentro de cinco minutos, en la Alcaldía. El cacaseno está esperándolos.

Saltamos de la cama, dichosos, aturdidos, y la tía Julia, roja de vergüenza, se acomodaba la ropa y yo, cerrando los ojos, como de chiquito, pensaba en cosas abstractas y respetables —números, triángulos, círculos, la abuelita, mi mamá— para que cediera la erección. En el baño del pasillo, ella primero, yo después, nos aseamos y peinamos un poco, y regresamos a la Municipalidad a paso tan rápido que llegamos sin respiración. El secretario nos hizo pasar de inmediato a la oficina del alcalde, un cuarto amplio, en el que había un escudo peruano colgado en la pared, dominando un escritorio con banderines y libros de actas, y media docena de bancas, como pupitres de colegio. Con la cara lavada y el pelo todavía húmedo, muy compuesto, el rubicundo burgomaestre nos hizo una venia ceremoniosa desde detrás del escritorio. Era otra persona: lleno de formas y de solemnidad. A ambos lados del escritorio, Javier y Pascual nos sonreían con picardía.

—Bien, procedamos —dijo el alcalde; su voz lo traicionaba: pastosa y vacilante, parecía quedársele atascada en la lengua—. ¿Dónde están los papeles?

—Los tiene usted, señor alcalde —le repuso Javier, con infinita educación—. Pascual y yo se los dejamos el viernes, para ir adelantando los trámites, ¿no se acuerda?

—Qué zampado estás que ya se te olvidó, primo —se rió Pascual, con voz también borrachosa—. Si tú mismo pediste que te los dejáramos.

—Bueno, entonces los debe tener el secretario —murmuró el alcalde, incómodo, y mirando a Pascual con disgusto, llamó:— ¡Secretario!

El hombrecito flaco y de anchos anteojos se demoró varios minutos en encontrar las partidas de nacimiento y la sentencia de divorcio de la tía Julia. Esperamos en silencio, mientras el alcalde fumaba, bostezaba y miraba su reloj con impaciencia. Al fin las trajo, escudriñándolas con antipatía. Al ponerlas sobre el escritorio, murmuró, con un tonito burocrático:

—Aquí están, señor alcalde. Hay un impedimento por la edad del joven, ya le dije.

—¿Alguien le ha preguntado a usted algo? —dijo Pascual, dando un paso hacia él como si fuera a estrangularlo.

—Yo cumplo con mi deber —le contestó el secretario. Y, volviéndose al alcalde, insistió con acidez, señalándome:— Sólo tiene dieciocho años y no presenta dispensa judicial para casarse.

—Cómo es posible que tengas a un imbécil de ayudante, primo —estalló Pascual—. ¿Qué esperas para botarlo y traer a alguien con un poco de cacumen?

—Cállate, se te ha subido el trago y te estás poniendo agresivo —dijo el alcalde. Carraspeó, ganando tiempo. Cruzó los brazos y nos miró a la tía Julia y a mí, gravemente—. Yo estaba dispuesto a pasar por alto las proclamas, para hacerles un favor. Pero esto es más serio. Lo siento mucho.

—¿Qué cosa? —dije yo, desconcertado—. ¿Acaso no sabía usted desde el viernes lo de mi edad?

—Qué farsa es ésta —intervino Javier—. Usted y yo quedamos en que los casaría sin problemas.

—¿Me está pidiendo que cometa un delito? —se indignó a su vez el alcalde. Y con aire ofendido:— Además, no me levante la voz. Las personas se entienden hablando, no a gritos.

—Pero, primo, te has vuelto loco —dijo Pascual, fuera de sí, golpeando el escritorio—. Tú estabas de acuerdo, tú sabías lo de la edad, tú dijiste que no importaba. No te me vengas a hacer el amnésico ni el legalista. ¡Cásalos de una vez y déjate de cojudeces!

—No digas malas palabras delante de una dama y no vuelvas a chupar porque no tienes cabeza —dijo tranquilamente el alcalde. Se volvió al secretario y con un ademán le indicó que se retirara. Cuando nos quedamos solos, bajó la voz y nos sonrió con aire cómplice:— ¿No ven que ese sujeto es un espía de mis enemigos? Ahora que él se dio cuenta, ya no puedo casarlos. Me metería en un lío de padre y señor mío.

No hubo razones para convencerlo: le juré que mis padres vivían en Estados Unidos, por eso no presentaba la dispensa judicial, nadie en mí familia haría lío por el matrimonio, la tía Julia y yo apenas casados nos iríamos al extranjero para siempre.

—Estábamos de acuerdo, usted no puede hacernos esa perrada —decía Javier.

—No seas tan desgraciado, primo —le cogía el brazo Pascual—. ¿No te das cuenta que hemos venido desde Lima?

—Calma, no me hagan cargamontón, se me ocurre una idea, ya está, todo resuelto —dijo al fin el alcalde. Se puso de pie y nos guiñó un ojo:— ¡Tambo de Mora! ¡El pescador Martín! Vayan ahora mismo. Díganle que van de mi parte. El pescador Martín, un zambo simpatiquísimo. Los casará encantado. Es mejor así, un pueblo chiquito, nada de bulla. Martín, el alcalde Martín. Le regalan una propina y ya está. Casi no sabe leer ni escribir, ni mirará estos papeles.

Traté de convencerlo que viniera con nosotros, le hice bromas, lo adulé y le rogué, pero no hubo manera: tenía compromisos, trabajo, su familia lo esperaba. Nos acompañó hasta la puerta, asegurándonos que en Tambo de Mora todo sería cuestión de dos minutos.

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