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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

La tabla de Flandes (38 page)

BOOK: La tabla de Flandes
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Se apartó para dejarlos pasar. No parecía incómodo por la inesperada visita; sólo mostraba un ápice de educada sorpresa, cuyo único indicio visible era la sonrisa de desconcierto que Julia percibió en sus labios cuando cerraba la puerta tras ellos. En el perchero, un pesado mueble eduardiano de nogal y bronce, aún goteaban una gabardina, un sombrero y un paraguas.

Los condujo hasta el salón, a través de un largo corredor de alto techo bellamente artesonado, cuyas paredes contenían una pequeña galería de pintura paisajista sevillana del siglo XIX. Mientras los precedía entre los cuadros, volviéndose de vez en cuando hacia ellos con gesto de atento anfitrión, Julia buscó en él, en vano, algún rasgo que delatase al otro personaje que ahora sabía oculto en alguna parte, como un fantasma que flotase entre ambos y cuya presencia, ocurriera lo que ocurriese en adelante, ya nunca sería posible ignorar. Y sin embargo, a pesar de todo, aunque la luz de la razón iba penetrando hasta en los más recónditos rincones de su duda, aunque los hechos se ajustaban ya como piezas de contornos limpiamente burilados, perfilando sobre las imágenes de
La partida de ajedrez
el trazo, en luces y sombras, de la otra tragedia, o las diferentes tragedias, que venían a superponerse a la simbolizada en la tabla flamenca… A pesar de todo eso, y de la aguda conciencia de dolor que, poco a poco, desplazaba en sus sentimientos al estupor inicial, Julia era aún incapaz de odiar al hombre que la precedía por el pasillo, vuelto a medias hacia ella con solícita cortesía, elegante hasta en la intimidad, con la bata de seda azul sobre los bien cortados pantalones y un pañuelo anudado bajo el cuello entreabierto de la camisa; el cabello ligeramente ondulado en la nuca y las sienes, enarcadas las cejas con la displicencia de viejo dandy que, ante Julia, siempre se veía dulcificada, como en aquel momento, por la sonrisa tierna, de suave tristeza, que el anticuario esbozaba en la comisura de sus labios finos y pálidos.

Ninguno de los tres dijo nada hasta que llegaron al salón, una amplia estancia que, bajo un techo alto decorado con escenas clásicas —la favorita de Julia siempre había sido, hasta esa noche, un Héctor de reluciente casco despidiéndose de Andrómaca y de su hijo—, encerraba, entre paredes cubiertas con tapices y pinturas, las más preciadas posesiones del anticuario: aquellas que a lo largo de su vida había ido escogiendo para sí, negándose siempre a ponerlas en venta fuera cual fuese el precio ofrecido por ellas. Julia las conocía tan bien como si fueran suyas, mucho más familiares, incluso, que las que recordaba de casa de sus padres o las que tenía en su propio hogar: el sofá Imperio tapizado en seda sobre el que Muñoz, endurecido el rostro por una pétrea gravedad, con las manos en los bolsillos de la gabardina, no se decidía ahora a sentarse a pesar de que César se lo sugería con un gesto de la mano; el bronce del maestro de esgrima firmado por Steiner, con su espadachín erguido y apuesto, alta la orgullosa barbilla, dominando la estancia desde su pedestal sobre una mesa-escritorio holandesa de finales del XVIII, en cuyo tablero César tenía la costumbre de despachar el correo desde que Julia guardaba memoria; la vitrina rinconera Jorge IV, conteniendo una bella colección de plata punzonada que el anticuario bruñía personalmente una vez al mes; los cuadros principales, los ungidos de Dios, sus favoritos: una
Joven dama
atribuida a Lorenzo Lotto, una bellísima
Anunciación
, de Juan de Soreda, un nervudo
Marte
, de Luca Giordano, un melancólico
Atardecer
, de Thomas Gainsborough… Y la colección de porcelana inglesa, y alfombras y más tapices, y abanicos; piezas cuya historia César había individualizado cuidadosamente, agotando hasta la perfección estilos, procedencias, genealogías, en una colección privada tan personal y ligada a sus gustos estéticos y talante que él mismo parecía proyectado en la esencia de todos y cada uno de aquellos objetos. Sólo faltaba el pequeño trío de porcelana de la
Commedia dell’Arte
: la Lucinda, el Octavio y el Scaramouche de Bustelli, que se encontraban en la tienda, en la planta baja del edificio, en su urna de cristal.

Muñoz se había quedado en pie, aparentando una taciturna calma exterior, aunque algo en él, tal vez la forma de asentar los pies sobre la alfombra, o los codos separados del cuerpo sobre las manos metidas en los bolsillos de la gabardina, indicaba que se mantenía alerta, dispuesto a hacer frente a lo inesperado. Por su parte, César lo miraba con un interés desapasionado y cortés, y sólo de vez en cuando volvía un momento sus ojos a Julia, como si ella estuviera en su propia casa y fuese Muñoz, a fin de cuentas el único extraño allí, quien debía explicar el motivo por el que se presentaba a tan avanzada hora de la noche. Julia, que conocía a César tan bien como a ella misma —rectificó en el acto, mentalmente: hasta esa noche
había creído
conocerlo tan bien como a ella misma— supo que el anticuario había comprendido, apenas abrió la puerta, que la visita aparejaba algo más que un simple recurso al tercer camarada de aventura. Bajo su amistosa indulgencia, en la forma en que sonreía y, más directamente aún, en la inocente expresión de sus limpios ojos azules, la joven reconoció una cauta expectación, curiosa y un punto divertida; la misma con que, sosteniéndola sobre sus rodillas, muchos años atrás, aguardaba a que Julia pronunciase palabras que eran mágicas, respuestas a los acertijos infantiles que a ella tanto le gustaba que el anticuario planteara:
Oro parece, plata no es
… O:
Anda primero a cuatro patas, luego a dos y por fin a tres
… Y el más bello de todos:
El enamorado distinguido sabe el nombre de la dama y el color de su vestido

Y sin embargo, César seguía mirando a Muñoz. En aquella extraña noche, a la luz tamizada de la lámpara inglesa que, reproduciendo una prensa de libros bajo su pantalla de pergamino, daba escorzos y sombras a los objetos que los circundaban, los ojos del anticuario se ocupaban poco de la joven. No porque rehuyesen su mirada, pues cuando se encontraba con ella la sostenía, aunque brevemente, de forma franca y directa, como si entre ellos no hubiera secretos. Parecía que, apenas Muñoz dijese lo que tenía que decir y se marchara, todo cuanto fuese a quedar entre ambos, entre César y Julia, tuviera ya adjudicada una respuesta precisa, convincente, lógica, definitiva. Quizá la gran respuesta a todas las preguntas que ella había formulado a lo largo de su vida. Pero era demasiado tarde, y por primera vez Julia no sentía deseos de escuchar. Su curiosidad había quedado satisfecha frente al
Triunfo de la Muerte
, de Brueghel el Viejo. Y ya no necesitaba a nadie; ni siquiera lo necesitaba a él. Todo eso había ocurrido antes de que Muñoz abriera el viejo tomo de ajedrez y señalase una de las fotografías; así que nada tenía que ver con su presencia aquella noche en casa de César. La movía una curiosidad estrictamente formal. Estética, como habría dicho el propio César. Su deber era hallarse presente, a un tiempo protagonista y coro, actor y público de la más fascinante tragedia clásica —todos estaban allí: Edipo, Orestes, Medea y los demás viejos amigos— que nunca nadie había creado ante sus ojos. Al fin y al cabo, la representación era en su honor.

Aquello era irreal. Lo era tanto que Julia, encendiendo un cigarrillo, se dejó caer en el sofá y cruzó las piernas, con un brazo sobre el respaldo. Tenía frente a sí a los dos hombres, ambos de pie, componiendo una escena de proporciones similares a las del cuadro desaparecido. Muñoz a la izquierda, pisando el filo de una antiquísima alfombra pakistaní cuyo añejo decolorado no hacía sino acentuar su belleza rojiza y ocre. El jugador de ajedrez —ahora ambos lo son, meditó la joven con retorcida satisfacción— no se había quitado la gabardina y miraba al anticuario ladeando un poco la cabeza, con aquel aspecto holmesiano que le confería un aura de peculiar dignidad, en la que tan relevante papel jugaba la expresión de sus ojos cansados y absortos en la contemplación física del adversario. Pero Muñoz no miraba a César con la suficiencia del vencedor. Tampoco había animadversión en su gesto; ni siquiera un recelo que cualquiera hubiese justificado, dadas las circunstancias. Había, eso sí, tensión en su mirada y en la forma en que se le marcaban los músculos de la huesuda mandíbula, pero aquello tenía que ver, a juicio de Julia, con la forma en que el ajedrecista estudiaba la
apariencia real
del enemigo tras haber trabajado tanto tiempo contra su
apariencia ideal
. Sin duda repasaba viejos errores, reconstruía jugadas, adjudicaba intenciones. Era el gesto obstinado y ausente de alguien a quien, tras haber concluido una partida a base de brillantes maniobras, lo que realmente le preocupase fuera averiguar cómo diablos su adversario pudo escamotearle un oscuro peón de alguna irrelevante y olvidada casilla.

César estaba a la derecha, y con su cabello plateado y el batín de seda parecía uno de los personajes elegantes de las comedias de primeros de siglo: tranquilo y distinguido, seguro de sí mismo, consciente de que la alfombra que pisaba su interlocutor tenía doscientos años y era suya. Julia vio cómo metía una mano en el bolsillo, sacaba el paquete de cigarrillos de filtro dorado e introducía uno en la boquilla de marfil. La escena era demasiado extraordinaria como para no fijarla bien en su memoria: el decorado de antigüedades de tonos oscuros y amortiguados reflejos, el techo cubierto de esbeltas figuras clásicas, el viejo dandy de elegante y equívoco aspecto, y el desastrado hombre flaco de la gabardina arrugada, frente a frente, contemplándose en silencio, como en espera de que alguien, posiblemente el apuntador oculto en alguno de los muebles de época, diese el pie de entrada para iniciar el último acto. Julia había previsto, desde que descubrió un aire familiar en el rostro del joven que miraba a la cámara del fotógrafo con toda la gravedad de sus quince o dieciséis años, que aquella parte de la representación iba a ser más o menos así. Era como esa curiosa sensación a la que llamaban
déjà vu
. Conocía ya aquel final, en el que sólo faltaba un mayordomo de chaleco rayado anunciando la cena para que todo rebasara el límite de lo grotesco. Miró a sus dos personajes favoritos y se llevó el cigarrillo a los labios, intentando recordar. Era cómodo el sofá de César, pensó entretanto, perezosamente voluble; ningún anfiteatro le habría ofrecido localidad más idónea. Sí. El recuerdo vino otra vez con facilidad, y resultó ser un recuerdo reciente. Ella le había echado ya un vistazo a aquel guión. Había sido sólo unas horas antes, en la Sala Doce del Museo del Prado. El cuadro de Brueghel, aquel batir de timbales como fondo al soplo arrasador de lo irremediable, barriendo a su paso hasta la última brizna de hierba sobre la tierra, convertido todo en una sola, única, gigantesca pirueta final, en la sonora carcajada de algún dios borracho que rumiaba su olímpica resaca tras las colinas ennegrecidas, las ruinas humeantes y el resplandor de los incendios. Pieter Van Huys, el otro flamenco, el viejo maestro de la corte de Ostenburgo, lo había explicado también, a su manera, quizá con más delicadeza y matices, más hermético y sinuoso que el brutal Brueghel, pero con idéntica intención; a fin de cuentas, todos los cuadros eran cuadros de un mismo cuadro, como todos los espejos eran reflejos de un mismo reflejo, como todas las muertes eran muertes de la misma Muerte:

Todo es un tablero de ajedrez de noches y días donde el Destino juega con los hombres como piezas.

Murmuró la cita sin pronunciar las palabras, mirando a César y a Muñoz. Todo estaba en orden, así que se podía comenzar. Oíd, oíd, oíd. La luz amarillenta de la lámpara inglesa creaba un cono de claridad que envolvía a los dos personajes. El anticuario inclinó un poco la cabeza y encendió el cigarrillo mientras Julia se suspendía el suyo de los labios. Como si aquella hubiera sido la señal para iniciar el diálogo, Muñoz asintió lentamente, aunque nadie había pronunciado todavía una palabra. Después dijo:

—Espero, César, que tenga a mano un tablero de ajedrez.

No era brillante, reconoció la joven. Ni siquiera lo apropiado. Un guionista imaginativo habría sabido encontrar, sin duda, algo mejor que poner en boca de Muñoz; pero, se dijo con desconsuelo, el autor de la tragicomedia era, a fin de cuentas, tan mediocre como el mundo que él mismo había creado. No podía exigirse que una farsa superase el talento, la estupidez o la perversidad de su propio autor.

—No creo necesario un tablero —respondió César, y aquello mejoró el diálogo. No por las palabras, que tampoco eran extraordinarias, sino por el tono, que resultó idóneo, en especial cierto matiz de hastío que el anticuario supo imprimir en la frase; algo muy propio de él, como si todo aquello lo observara sentado en una silla de jardín, de esas de hierro pintadas de blanco, con un martini muy seco en la mano y mirando la cosa, podría decirse, en lontananza. César era tan refinado en sus poses decadentes como podía serlo en su homosexualidad o en su perversidad, y Julia, que también lo había amado por eso, supo apreciar en lo que valía aquella actitud rigurosa y exacta, tan perfecta en sus matices que la hizo recostarse, admirada, en el sofá, mientras observaba al anticuario a través de las espirales de humo del cigarrillo. Porque lo más fascinante era que aquel hombre la había estado engañando durante veinte años. Sin embargo, en estricta justicia, el responsable final del engaño no era él, sino ella misma. Nada en César había cambiado: hubiera tenido o no conciencia Julia, siempre fue —tuvo que serlo a la fuerza— él mismo. Ahora estaba allí de pie, fumando con sangre fría y —lo supo con absoluta certeza— en ausencia total del remordimiento o inquietud por lo que había hecho. Figuraba —posaba— en lo formal tan distinguido y correcto como cuando Julia oía de sus labios bellas historias de amantes o guerreros. De un momento a otro podía perfectamente referirse a Long John Silver, Wendy, Lagardére o Sir Kenneth el del Leopardo, y la joven no se hubiera sorprendido lo más mínimo. Y sin embargo, era él quien puso a Álvaro bajo la ducha, quien le había metido a Menchu una botella de ginebra entre las piernas… Julia aspiró despacio el humo del cigarrillo y entornó los ojos, saboreando su propia amargura. Si él es el mismo —se dijo—, y resulta evidente que lo es, la que ha cambiado soy yo. Por eso lo veo de otra forma esta noche, con ojos distintos: veo un canalla, un farsante y un asesino. Y sin embargo sigo aquí, fascinada, pendiente una vez más de sus palabras. Dentro de unos segundos, en lugar de una aventura en el Caribe, va a contarme que todo lo ha hecho por mí, o algo por el estilo. Y yo lo escucharé, como siempre, porque además esto supera cualquier otra historia de César. La desborda en imaginación y horror.

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