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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La taberna (39 page)

BOOK: La taberna
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«Un crimen espantoso acaba de llenar de consternación a la Comuna de Gaillon (Sena y Marne). Un hijo ha matado a su padre a azadonazos para robarle un franco y medio…»

Todos lanzaron un grito de horror. ¡Con cuánto gusto lo hubieran visto ajusticiar! No, la guillotina no era bastante; cortado en pedacitos hubiera estado mejor. El relato de un infanticidio les sublevó igualmente; pero el sombrerero, muy moral, excusó a la mujer, echando toda la culpa al seductor; porque, en verdad, si un canalla de hombre no hubiese hecho un chiquillo a aquella desgraciada, ésta no se habría visto precisada a tirarlo en ningún retrete. Pero lo que más les entusiasmó fueron las hazañas del marqués de T… Al salir de un baile a las dos de la madrugada, se defendió contra tres atracadores en el bulevar de los Inválidos; sin quitarse siquiera sus guantes, se desembarazó de los dos primeros ladrones dándoles cabezazos en el vientre y condujo al tercero al puesto de guardia por una oreja. ¡Vaya puños! ¡Lástima que fuera noble!

—Escuchad esto —continuó Lantier—. Paso a las noticias de sociedad:

«La condesa de Brétigny casa a su hija mayor con el joven barón de Valançay, ayuda de campo de S. M. En su canastilla figuran encajes por valor de más de trescientos mil francos».

—¿Y qué nos importa eso? —interrumpió Bibi-la-Grillade—. No se les pregunta por el color de la camisa… Por muchos encajes que lleve la pequeña no dejará de ver la luna por el mismo agujero que los demás.

Y como Lantier hiciera ademán de terminar su lectura, Bec-Salé, por mal nombre Boit-sans-Soif, le quitó el periódico y se sentó encima diciendo:

—¡Bueno, bueno!… Ya está puesto a calentar: el papel no sirve más que para eso.

Entretanto Mes-Bottes, que atendía a su juego, dio un puñetazo triunfal sobre la mesa; hacía noventa y tres.

—Tengo la Revolución —gritó—. Quinta comedora, llevando su punto en la hierba a la vaca… ¿Veinte?, ¿verdad?… En seguida, tercera mayor en los vidrieros, veintitrés; tres reyes, veintiséis; tres sotas, veintinueve, y tres ases, noventa y dos… Y juego. Año primero de la República, noventa y tres.

—¡Te apabulló, querido amigo! —gritaron los demás a Coupeau.

Pidieron dos botellas más. Los vasos no estaban un momento vacíos, y la borrachera iba en aumento. Hacia las cinco, aquello comenzaba a estar repugnante, a tal punto que Lantier se callaba pensando en largarse; desde el momento en que se vociferaba y se tiraba el vino por el suelo, ya le desagradaba. Precisamente en aquel momento Coupeau se levantó para hacer la señal de la cruz de los borrachos. Llevándose la mano a la cabeza, pronunció Montpernasse; sobre el hombro derecho, Menilmonte, y sobre el izquierdo, la Courtille; sobre el medio del vientre, Bagnolet, y sobre la boca del estómago, tres veces, Lapin. Entonces el sombrerero, aprovechando la gritería que se armó, tomó tranquilamente el portante. Los camaradas no se dieron cuenta de su partida. Lantier llevaba ya una buena tajada. Pero en cuanto estuvo fuera, se desperezó y recobró su aplomo; marchó tranquilamente a la tienda y contó a Gervasia que Coupeau estaba con los amigos.

Transcurrieron dos días, y el plomero no había regresado. Daba vueltas por el barrio, pero no se sabía a punto fijo dónde. No faltó quien dijera que lo había visto en casa de la tía Baquet, en el
Papillon
, en el
Petit bonhomme qui tousse
. Sólo que, mientras unos aseguraban que estaba solo, otros decían que le habían encontrado en compañía de siete u ocho borrachines de su calaña. Gervasia alzaba los hombros con resignación. ¡Dios mío!, había que irse acostumbrando. Ella no corría tras de su hombre; incluso si lo veía en una taberna daba un rodeo para no encolerizarlo y esperaba que volviera escuchando por la noche si se le oía roncar a la puerta. Solía dormir sobre un montón de basura, o en medio del arroyo. Al día siguiente, con su embriaguez mal dormida, volvía a llamar a las puertas de sus consuelos y se entregaba nuevamente al vértigo furioso de la bebida entre vasitos, copas y botellas, perdiendo y volviendo a encontrar a sus amigos, emprendiendo correrías de las que regresaba lleno de estupor, viendo bailar las calles, caer la noche y renacer el día, sin más idea que la de beber y dormir la borrachera donde la pillaba. Cuando la dormía, todo había concluido. Sin embargo, Gervasia fue al segundo día a la taberna del tío Colombe para saber qué pasaba; le habían visto allí cinco veces, era todo lo que podían decirle. Tuvo que contentarse con recoger las herramientas que se habían quedado bajo el banco.

Por la noche, Lantier; viendo a la planchadora contrariada, le propuso llevarla al café concierto, simplemente para pasar un rato agradable. Empezó por rechazar, pues no estaba de humor para bromas. Si no hubiera sido esto, no habría dicho que no, pues el sombrerero le hacía su ofrecimiento con ademán demasiado honrado para que temiese cualquier traición. Parecía interesarse por su desgracia y se mostraba verdaderamente paternal. Nunca había dejado Coupeau de dormir dos noches seguidas fuera de su casa. Así que, a pesar suyo, cada diez minutos, iba a asomarse a la puerta sin soltar su plancha, mirando a los dos extremos de la calle para. Ver si su hombre aparecía. Esto le produjo en las piernas una comezón que le impedía estarse quieta. Con toda seguridad, Coupeau podía romperse un miembro, caer bajo un coche y quedarse en el sitio; se libraría bonitamente de él y hasta evitaría guardar en su corazón el menor cariño por un grosero personaje de esa laya. Era a todas luces irritante preguntarse cada momento si volvería o no.

Cuando encendieron el gas, como Lantier le propusiese de nuevo ir al café concierto, aceptó. Después de todo, bien tonta era en privarse de un capricho cuando su marido hacía tres días que llevaba vida de polichinela. Puesto que él no volvía, también ella iba a salir. La tienducha ardería, si se le ponía en la cabeza; ella misma le prendería fuego. De tal modo la vida comenzaba a cansarla.

Cenaron de prisa. Al salir del brazo del sombrerero, a las ocho de la noche Gervasia rogó a mamá Coupeau y a Nana que se metieran en la cama en seguida. Cerró la tienda. Se marchó por la puerta del patio y dio la llave a la señora Boche, diciéndole que si el cerdo de su marido volvía, tuviese la bondad de acostarle. El sombrerero esperaba en la puerta, bien vestido y silbando una canción. Ella llevaba su vestido de seda. Subieron lentamente la acera, cerca uno del otro, iluminados por las luces de las tiendas, que les hacían visibles, hablando a media voz y sonriendo.

El café concierto estaba en el bulevar de Rochechouart, antiguo cafetín que se había ensanchado por medio de un patio, con cubierta de tablas. En la puerta, una guirnalda de bombas de cristal, trazaba un pórtico luminoso. Grandes anuncios, pegados en tableros, se veían apoyados en el suelo, al ras del arroyo.

—Ya estamos —dijo Lantier—. Esta noche debuta la señorita Amanda, cancionista de género.

Reparó en Bibi-la-Grillade que leía también el cartel. Bibi tenía un ojo amoratado, tal vez por algún puñetazo que le largaron el día anterior.

—¿Qué es de Coupeau? —preguntó el sombrerero, buscando a su alrededor—. ¿Lo habéis perdido?

—Ya hace rato; desde ayer —respondió el otro—. Se armó una tremolina al salir de casa de la tía Baquet. Pero a mí no me hacen gracia los juegos de manos. Hubo sus más y sus menos con el hijo de la tía Baquet, que quería cobrarnos dos veces una botella… Yo, entonces, me largué; me fui a echar un sueñecito.

Todavía bostezaba, y eso que había dormido diez horas. Estaba completamente sereno, más con el rostro embrutecido y con su chaquetón lleno de plumillas, pues, seguramente, se había acostado sin desnudarse.

—¿Y no sabe usted dónde estará mi marido? —interrogó la planchadora.

—En absoluto… Eran las cinco cuando salimos de casa de la tía Baquet. ¡Esto es todo!… Tal vez se fue calle abajo. Sí, y hasta creo recordar haberle visto entrar en
Papillon
con un cochero… ¡Qué estupidez! ¡Es como para matarse!

Lantier y Gervasia pasaron una deliciosa velada en el café concierto. A las once, cuando cerraron las puertas, volvieron tranquilamente, sin darse prisa. El frío se dejaba sentir y la gente se retiraba por grupos; veíanse muchachas que se desternillaban de risa, bajo los árboles, en la sombra, porque los hombres bromeaban con ellas demasiado cerca. Lantier cantaba entre dientes una de las canciones de la señorita Amanda: «Es en la nariz donde me hace cosquillas». Gervasia, como si estuviera ebria y aturdida, repetía el estribillo. Había sentido mucho calor dentro, y además, los dos refrigerios que bebió se le subieron a la cabeza, con el humo del tabaco y el olor de tanta gente aglomerada. Pero sobre todo se llevaba una viva impresión de la señorita Amanda. Jamás se habría atrevido ella a ponerse así, casi en cueros, ante el público. Pero había que ser justa: aquella mujer tenía una piel envidiable. Escuchaba con curiosidad sensual a Lantier darle detalles sobre la persona en cuestión, como si él le hubiera contado las costillas en la intimidad.

—Todos duermen —dijo Gervasia, después, de haber llamado tres veces, sin que los Boche hubieran tirado del cordón.

Por fin, la puerta se abrió, pero el zaguán estaba obscuro, y cuando llamó en el cristal de la portería para pedir su llave, la portera, medio dormida, le empezó a contar una historia de la cual en un principio no entendió nada. Por último se dio cuenta de lo que se trataba: que el guardia municipal, Poisson, había traído a Coupeau en el estado más gracioso imaginable, y que la llave debía estar puesta en la cerradura.

—¡Diablo! —murmuró Lantier cuando hubieron entrado—. ¿Qué ha hecho aquí? Esto es una verdadera podredumbre.

En efecto, aquello olía de manera inaguantable. Gervasia, que buscaba los fósforos, andaba sobre algo húmedo. Cuando consiguió encender una vela se presentó ante sus ojos un lindo espectáculo: Coupeau había arrojado hasta las tripas, llenando toda la habitación; la cama estaba hecha una plasta, así como la alfombrilla; también a la cómoda habían llegado las salpicaduras. A todo esto, Coupeau, tendido sobre la cama donde Poisson debía haberle echado, roncaba en medio de toda aquella inmundicia. Allí se encontraba revolcado como un cerdo; una de sus mejillas veíase llena de suciedad; un pestilente aliento exhalaba de su abierta boca, y barría sus cabellos ya grises, la gran balsa formada alrededor de su cabeza.

—¡Oh, el cerdo, grandísimo cerdo! —repetía Gervasia indignada, exasperada—. ¡Cómo ha puesto todo! Ni un perro hubiera hecho otro tanto; un perro muerto es mucho más limpio.

Ninguno de los dos se atrevía a moverse, no sabiendo dónde poner los pies. Jamás había venido el plomero con una merluza semejante; ni había nunca puesto el cuarto de tal manera. A la vista de esto sufría un rudo golpe el sentimiento que su mujer podía todavía experimentar por él. Otras veces, cuando volvía achispado o alegre, ella se mostraba complaciente y sin repugnancia. Pero ahora era demasiado, su corazón se rebelaba. No había por dónde agarrarlo. La sola idea de que la piel de este granuja había de tocar la suya, le causaba repugnancia tal como si la hubieran obligado a acostarse al lado de un cadáver descompuesto por repulsiva enfermedad.

—Sin embargo, no tengo más remedio que acostarme —exclamó ella—. No puedo ir a dormir en mitad de la calle… Pasaré por encima de él.

Trató de saltar por encima del borracho, pero tuvo que sujetarse en una esquina de la cómoda para no resbalar en aquella suciedad. Coupeau obstruía completamente la cama. Entonces Lantier, en cuyos labios se veía una sonrisita, al darse cuenta de que ella no pegaría un ojo sobre su almohada aquella noche, le cogió una mano, diciendo en voz baja y ardiente:

—Gervasia…; escucha, Gervasia…

Pero ella, habiendo comprendido, se desprendió desatinada, tuteándole a su vez, como en otro tiempo.

—No, déjame… Te lo suplico, Augusto vete a tu cuarto… Ya me las arreglaré; subiré a la cama por los pies.

—Gervasia, vamos, no seas tonta —repitió—. Aquí huele muy mal; no te puedes quedar. Ven… ven…, ¿qué temes? No nos oye, vamos…

Gervasia luchaba, decía que no con la cabeza enérgicamente. En su turbación, y como para demostrar que se quedaría allí, empezó a desnudarse, echó su vestido de seda en una silla y se quedó de repente en camisa y en enagua, blanca por completo, con el cuello y los brazos al aire. Su cama le pertenecía, ¿no era así?, por tanto quería acostarse en ella. Por dos veces trató de encontrar un sitio limpio y pasar. Pero Lantier no desistía y la tomaba por la cintura, susurrándole palabras a fin de excitarla. ¡Estaba aviada, con un puerco de marido semejante, que le impedía meterse honradamente entre las sábanas, y con un lujurioso a su lado, que pensaba únicamente en aprovecharse de su desgracia para poseerla de nuevo! Como el sombrerero levantase la voz, le rogó que guardara silencio. Y lo escuchaba, puesto el oído en el dormitorio de Nana y mamá Coupeau. La pequeña y la vieja debían dormir, pues se oía una fuerte respiración.

—Augusto, déjame, vas a despertarlos —repuso con ademán suplicante—. Sé razonable. Otro día, en otra parte… Nunca aquí, delante de mi hija…

Él no hablaba ya, estaba risueño; y lentamente la besó en la oreja, lo mismo que la besaba en otro tiempo, para impacientarla y aturdirla. Entonces se encontró sin fuerzas, sintió un enorme zumbido y un gran estremecimiento que sacudía su carne. Sin embargo, dio un paso más, pero tuvo que retroceder. No era posible, el asco era tan grande, el olor tomaba tales proporciones, que ella misma hubiese terminado por arrojar en las sábanas. Coupeau, como si estuviera en colchón de plumas, aplastado por la embriaguez, dormía la mona, con los miembros muertos y el cuello torcido. La calle entera podía haber entrado a besar a su mujer, sin que un solo pelo de su cuerpo se hubiese movido.

—Tanto peor —tartamudeó ella—; suya es la culpa, yo no puedo… ¡Ah, Dios mío, Dios mío! Él es quien me echa de su cama, ya no tengo cama… No, no puedo, suya es la culpa.

Temblaba, perdía la cabeza. Mientras que Lantier la empujaba a su cuarto, apareció el rostro de Nana en la puerta vidriera del gabinete, detrás de un cristal. La pequeña acababa de despertarse y se había levantado calladita, en camisa, pálida de sueño. Contempló a su padre revolcado en medio de tanta porquería, y luego, con la cara pegada contra el vidrio, quedóse allí, esperando que las enaguas de su madre desaparecieran en el cuarto de aquel otro hombre de enfrente. Estaba muy seria, muy abiertos sus ojos de niña viciosa, encendidos por una curiosidad sensual.

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