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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

La sombra del viento (8 page)

BOOK: La sombra del viento
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—¿Qué pasa? —gimió—. ¿Por qué te paras?

Los ojos de Adrián Neri ardían de furia.

—Nada —murmuró—. Ahora vuelvo.

Neri se incorporó y se lanzó hacia mí como un obús, apretando los puños. Ni le vi venir. No podía apartar los ojos de Clara, envuelta en sudor, sin aliento, las costillas dibujándose bajo su piel y los pechos temblando de anhelo. El profesor de música me agarró del cuello y me arrastró afuera de la habitación. Sentí que mis pies apenas rozaban el suelo, y por mucho que lo intenté no pude zafarme de la presa de Neri, que me llevaba como un fardo a través del invernadero.

—El alma te voy a romper yo a ti, desgraciado —mascullaba entre dientes.

Me llevó a rastras hasta la puerta del piso y una vez allí la abrió y me lanzó con fuerza al rellano. El libro de Carax se me había caído de las manos. Lo recogió y me lo tiró a la cara con rabia.

—Si te vuelvo a ver por aquí, o me entero de que te has acercado a Clara en la calle, te juro que te envío al hospital de la paliza que te doy, sin importarme una mierda la edad que tengas —dijo fríamente—. ¿Estamos?

Me incorporé trabajosamente, y descubrí que en el forcejeo Neri me había desgarrado la chaqueta y el orgullo.

—¿Cómo has entrado?

No contesté. Neri suspiró, sacudiendo la cabeza.

—Venga, dame las llaves —espetó Neri, conteniendo su furia.

—¿Qué llaves?

De la bofetada que me propinó, me caí al suelo. Me levanté con sangre en la boca y un silbido en el oído izquierdo que me taladraba la cabeza como el silbato de un urbano. Me palpé la cara y sentí el corte que me había partido los labios ardiendo bajo los dedos. Un anillo de sello brillaba en el dedo anular del profesor de música, ensangrentado.

—Las llaves, te he dicho.

—Váyase usted a la mierda —escupí.

No vi venir el puñetazo. Tan sólo sentí como si un martillo pilón me hubiese arrancado el estómago de cuajo. Me doblé en dos como un títere roto, sin respiración, tambaleándome contra la pared. Neri me agarró de un tirón por el pelo y hurgó en mis bolsillos hasta dar con las llaves. Me deslicé hasta el suelo, sujetándome el estómago, lloriqueando de agonía, o de rabia.

—Dígale a Clara que…

Me cerró la puerta en las narices, y quedé en la oscuridad absoluta. Busqué el libro a tientas en la negrura. Lo encontré y me deslicé con él escaleras abajo, apoyándome contra los muros, jadeando. Salí al exterior escupiendo sangre y respirando por la boca a borbotones. El frío y el viento me ciñeron las ropas empapadas, mordientes. El corte en la cara me quemaba.

—¿Está usted bien? —preguntó una voz en la sombra.

Era el mendigo al que había negado mi ayuda un rato antes. Asentí, evitando su mirada, avergonzado. Eché a andar.

—Espere un poco, al menos hasta que amaine la lluvia —sugirió el mendigo.

Me tomó del brazo y me guió hasta un rincón bajo los arcos donde guardaba un fardo y una bolsa con ropa vieja y sucia.

—Tengo un poco de vino. No es malo. Beba un poco. Le irá bien para entrar en calor. Y para desinfectar eso…

Bebí un trago de la botella que me ofrecía. Sabía a gasoil esclarecido con vinagre, pero su calor me calmó el estómago y los nervios. Unas gotas me salpicaron la herida y vi estrellas en la noche más negra de mi vida.

—Bueno, ¿eh? —Sonrió el mendigo—. Hala, échele un traguillo más, que esto levanta a los muertos.

—No, gracias. Para usted —musité.

El mendigo bebió un largo trago. Le observé detenidamente. Parecía un contable gris de ministerio que no se hubiese cambiado de traje en quince años. Me ofreció su mano y la estreché.

—Fermín Romero de Torres, cesante. Mucho gusto en conocerle.

—Daniel Sempere, tonto de remate. El gusto es mío.

—No se venda barato, que en noches así todo se ve peor de lo que es. Ahí donde me ve, yo soy un optimista nato. No me cabe la menor duda de que el régimen tiene los días contados. Según todos los indicios, los americanos nos van a invadir el día menos pensado y a Franco le pondrán un puesto de chufas en Melilla. Y yo recuperaré el puesto, la reputación y la honra perdida.

—¿A qué se dedicaba usted?

—Servicio de inteligencia. Alto espionaje —dijo Fermín Romero de Torres—. Sólo le diré que yo era el hombre de Macià en La Habana.

Asentí. Otro loco. La noche de Barcelona los coleccionaba a puñados. Y a los idiotas como yo, también.

—Oiga, ese corte tiene mala pinta. Le han zurrado a base de bien, ¿eh?

Me llevé los dedos a la boca. Sangraba todavía.

—¿Asunto de faldas? —inquirió—. Se lo podía haber usted ahorrado. Las mujeres de este país, se lo digo yo que he visto mundo, son unas mojigatas y unas frígidas. Así como suena. Me acuerdo yo de una mulatita que dejé en Cuba. Óigame, otro mundo, ¿eh?, otro mundo. Y es que la hembra caribeña se te arrima al cuerpo con ese ritmo isleño y te susurra «ay, papito, dame plaser, dame plaser», y un hombre de verdad, con sangre en las venas, qué le voy yo a contar…

Me pareció que Fermín Romero de Torres, o cualquiera que fuese su verdadero nombre, anhelaba la anodina conversación casi tanto como un baño caliente, un plato de lentejas con chorizo y una muda limpia. Le di cuerda durante un rato, esperando a que se me calmase el dolor. No me costó gran esfuerzo, porque aquel hombrecillo sólo necesitaba algún asentimiento puntual y alguien que hiciese como que le escuchaba. Estaba el mendigo por relatarme los pormenores y tecnicismos de un plan secreto para secuestrar a doña Carmen Polo de Franco cuando advertí que ya llovía con menos fuerza y que la tormenta parecía alejarse lentamente hacia el norte.

—Se me hace tarde —murmuré, incorporándome.

Fermín Romero de Torres asintió con cierta tristeza y me ayudó a levantarme, haciendo como que me quitaba el polvo de la ropa empapada.

—Otro día será, entonces —dijo, resignado—. A mí es que me pierde la boca. Empiezo a hablar y… oiga, de lo del secuestro, que quede entre usted y yo, ¿eh?

—No se preocupe. Soy una tumba. Y gracias por el vino.

Me alejé hacia las Ramblas. Me detuve en el umbral de la plaza y volví la vista hacia el piso de los Barceló. Las ventanas permanecían oscuras, llorando de lluvia. Quise odiar a Clara, pero fui incapaz. Odiar de veras es un talento que se aprende con los años.

Me juré que no volvería a verla, que no volvería a mencionar su nombre, o a recordar el tiempo que había perdido a su lado. Por alguna extraña razón, me sentí en paz. La ira que me había sacado de casa se había evaporado. Temí que volviese, y con saña renovada, al día siguiente. Temí que los celos y la vergüenza me consumiesen lentamente una vez las piezas de cuanto había vivido aquella noche cayesen por su propio peso. Faltaban varias horas para el alba y todavía me quedaba una cosa que hacer antes de poder volver a casa con la conciencia limpia.

La calle Arco del Teatro seguía allí, apenas una brecha de penumbra. Un riachuelo de agua negra se había formado en el centro del callejón y se adentraba en procesión funeraria hacia el corazón del Raval. Reconocí el viejo portón de madera y la fachada barroca a la que me había conducido mi padre un amanecer seis años atrás. Ascendí los peldaños y me resguardé de la lluvia bajo la arcada del portal que olía a orines y a madera podrida. El Cementerio de los Libros Olvidados olía más a muerto que nunca. No recordaba que el picaporte era un rostro de diablillo. Lo así por los cuernos y golpeé tres veces la puerta. El eco cavernoso se esparció en el interior. Al rato volví a llamar, seis golpes esta vez, más fuertes, hasta que me dolió el puño. Pasaron otros tantos minutos y empecé a pensar que no debía de haber ya nadie en aquel lugar. Me acurruqué contra la puerta y saqué el libro de Carax del interior de la chaqueta. Lo abrí y leí de nuevo aquella primera frase que me había capturado años atrás.

Aquel verano llovió todos los días, y aunque muchos decían que era castigo de Dios porque habían abierto en el pueblo un casino junto a la iglesia, yo sabía que la culpa era mía y sólo mía porque había aprendido a mentir y guardaba todavía en los labios las últimas palabras de mi madre en su lecho de muerte: nunca quise al hombre con quien me casé, sino a otro que me dijeron que había muerto en la guerra; búscale y dile que morí pensando en él, porque él es tu verdadero padre.

Sonreí, recordando aquella primera noche de lectura febril seis años atrás. Cerré el libro y me dispuse a llamar por tercera y última vez. Antes de que pudiera rozar con los dedos el picaporte, el portón se abrió lo suficiente para insinuar el perfil del guardián portando un candil de aceite.

—Buenas noches —musité—. Isaac, ¿verdad?

El guardián me observó sin pestañear. El reluz del candil esculpía sus rasgos angulosos en ámbar y escarlata, y le confería una inequívoca semejanza con el diablillo del picaporte.

—Usted es Sempere hijo —murmuró con voz cansina.

—Tiene usted una excelente memoria.

—Y usted un sentido de la oportunidad que da asco. ¿Sabe qué hora es?

Su mirada acerada ya había detectado el libro bajo mi chaqueta. Isaac hizo un gesto inquisitivo con la cabeza. Extraje el libro y se lo mostré.

—Carax —dijo—. Debe de haber diez personas como mucho en esta ciudad que sepan quién es o que hayan leído ese libro.

—Pues una de ellas anda empeñada en prenderle fuego. No se me ocurre mejor escondite que éste.

—Esto es un cementerio, no una caja fuerte.

—Precisamente. Lo que este libro necesita es que lo entierren donde nadie pueda encontrarlo.

Isaac lanzó una mirada recelosa hacia el callejón. Abrió un poco la puerta y me hizo señas para que me colase dentro. El vestíbulo oscuro e insondable olía a cera quemada y a humedad. Se podía oír un goteo intermitente en la oscuridad. Isaac me tendió el candil para que lo sostuviese mientras él extraía de su abrigo un manojo de llaves que hubiera sido la envidia de un carcelero. Conjurando alguna ciencia ignota, acertó cuál era la que buscaba y la introdujo en un cerrojo protegido por una carcasa de cristal repleta de relés y ruedas dentadas que sugería una caja de música a escala industrial. A una vuelta de muñeca, el mecanismo chasqueó como las entrañas de un autómata y vi las palancas y los fulcros deslizarse en un ballet mecánico asombroso hasta trabar el portón con una araña de barras de acero que se hundió en una estrella de orificios en los muros de piedra.

—Ni el Banco de España —comenté impresionado—. Parece algo sacado de Julio Verne.

—Kafka —matizó Isaac, recuperando el candil y encaminándose hacia las profundidades del edificio—. El día que comprenda usted que el negocio de los libros es miseria y compañía y decida aprender a robar un banco, o a crear uno, que viene a ser lo mismo, venga a verme y le explicaré cuatro cosas sobre cerrojos.

Lo seguí a través de los corredores que recordaba con frescos de ángeles y quimeras. Isaac sostenía el candil en alto, proyectando una burbuja intermitente de luz rojiza y evanescente. Cojeaba vagamente, y el abrigo de franela deshilachado que vestía semejaba un manto fúnebre. Se me ocurrió que aquel individuo, a medio camino entre Caronte y el bibliotecario de Alejandría, se sentiría a gusto en las páginas de Julián Carax.

—¿Sabe usted algo de Carax? —pregunté.

Isaac se detuvo al final de una galería y me miró, indiferente.

—No mucho. Lo que me contaron.

—¿Quién?

—Alguien que le conoció bien, o eso creía.

Me dio el corazón un vuelco.

—¿Cuándo fue eso?

—Cuando aún me peinaba. Usted debía de andar en pañales, y no parece que haya evolucionado mucho, la verdad. Mírese: está usted temblando —dijo.

—Es por la ropa mojada, y el frío que hace aquí dentro.

—Otro día me avisa y enciendo la calefacción central para recibirle en volandas, capullito de alelí. Venga, sígame. Aquí está mi oficina, que tiene estufa y algo que echarle a usted encima mientras le secamos la ropa. Y algo de mercurocromo y agua oxigenada tampoco le irían mal, que me trae un careto que parece salido de la comisaría de Vía Layetana.

—No se moleste, de verdad.

—No me molesto. Lo hago por mí, no por usted. Pasada esa puerta, yo pongo las reglas y aquí los únicos muertos son los libros. A ver si me va usted a pillar una neumonía y tengo que llamar a los del depósito. Ya nos encargaremos del libro ese más tarde. En treinta y ocho años todavía no he visto ninguno que echase a correr.

—No sabe cómo se lo agradezco…

—Sin pamplinas. Si le he dejado pasar, es por respeto al padre de usted, de lo contrario le hubiese dejado en la calle. Haga el favor de seguirme. Y si se comporta, a lo mejor le cuento lo que sé de su amigo Julián Carax.

De refilón, cuando creyó que no podía verle, advertí que se le escapaba una sonrisa de pillo redomado. Isaac estaba claramente disfrutando de su papel de siniestro cancerbero. Yo también sonreí para mis adentros. Ya no me cabía la menor duda de a quién pertenecía el rostro del diablillo del picaporte.

10

Isaac me echó un par de mantas finas por los hombros y me ofreció una taza con un mejunje humeante que olía a chocolate caliente con ratafía.

—Me contaba usted de Carax…

—No hay mucho que contar. Al primero que oí mencionar a Carax fue a Toni Cabestany, el editor. Le hablo de veinte años atrás, cuando aún existía la editorial. Siempre que volvía de sus viajes a Londres, París o Viena, Cabestany se dejaba caer por aquí y charlábamos un rato. Los dos nos habíamos quedado viudos y él se lamentaba de que ahora estábamos casados con los libros, yo con los viejos y él con los de la contabilidad. Éramos buenos amigos. En una de sus visitas me contó que acababa de adquirir por cuatro chavos los derechos en castellano de las novelas de un tal Julián Carax, un barcelonés que vivía en París. Eso debió de ser en el año 28 o 29. Al parecer, Carax trabajaba de pianista en un burdel de poca monta en Pigalle por las noches y escribía de día en un ático miserable en la barriada de Saint Germain. París es la única ciudad del mundo donde morirse de hambre todavía es considerado un arte. Carax había publicado un par de novelas en Francia que habían resultado ser un absoluto fracaso de ventas. Nadie daba un duro por él en París, y a Cabestany siempre le gustó comprar barato.

—¿Entonces, Carax escribía en castellano o en francés?

—A saber. Probablemente las dos cosas. Su madre era francesa, maestra de música, creo, y él había vivido en París desde que tenía diecinueve o veinte años. Cabestany decía que recibían de Carax los manuscritos en castellano. Si eran una traducción o el original, tanto le daba. El idioma favorito de Cabestany era el de la peseta, lo demás le traía al pairo. Cabestany había pensado que tal vez, con un golpe de suerte, conseguir colocar unos miles de ejemplares de Carax en el mercado español.

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