La sombra del viento (52 page)

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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

BOOK: La sombra del viento
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8

Aquella tarde, el vendedor ambulante de flores había llamado a la redacción del
Diario de Barcelona
y dejado un recado para Miquel informándole de que había visto al hombre que le habíamos descrito merodeando cerca del caserón como un espectro. Pasaba la medianoche cuando Miquel llegó al número 32 de la avenida del Tibidabo, un valle lúgubre y desierto azotado por dardos de luna que se filtraban entre la arboleda. Aunque hacía diecisiete años que no le veía, Miquel reconoció en Julián aquel andar leve, casi felino. Su silueta se deslizaba entre la penumbra del jardín, junto a la fuente. Julián había saltado la tapia y acechaba la casa como un animal inquieto. Miquel hubiera podido llamarle desde allí, pero prefirió no alertar a posibles testigos. Tenía la impresión de que miradas furtivas espiaban la avenida desde las ventanas oscuras de las mansiones colindantes. Rodeó el muro de la propiedad hasta la parte que daba a las antiguas pistas de tenis y las cocheras. Pudo reconocer las muescas en la piedra que Julián había usado como peldaños y las losas sueltas sobre el muro. Se aupó casi sin resuello, sintiendo profundas punzadas en el pecho y latigazos de ceguera en la mirada. Se tendió sobre el muro, las manos temblando, y llamó a Julián en un susurro. La silueta que cercaba la fuente permaneció inmóvil, uniéndose a las demás estatuas. Miquel pudo ver el brillo de unos ojos, clavados en él. Se preguntó si Julián iba a reconocerle a él, tras diecisiete años y una enfermedad que se le había llevado hasta el aliento. La silueta se acercó lentamente, blandiendo un objeto en la mano derecha, brillante y alargado. Un cristal.

—Julián… —murmuró Miquel.

La figura se detuvo en seco. Miquel escuchó el cristal caer sobre la gravilla. El rostro de Julián emergió de la negrura. Una barba de dos semanas le cubría las facciones, más afiladas.

—¿Miquel?

Incapaz de saltar al otro lado, o apenas de rehacer su camino hasta la calle, Miquel tendió su mano. Julián se aupó en el muro y, asiendo el puño de su amigo con fuerza, le posó la palma de la mano sobre el rostro. Se miraron en silencio un largo rato, intuyendo las heridas que la vida le había tallado al otro.

—Tenemos que irnos de aquí, Julián. Fumero te busca. Lo de Aldaya fue una trampa.

—Lo sé —murmuró Carax, sin tono ni inflexión.

—La casa está cerrada. Hace años que nadie vive ya aquí —añadió Miquel—. Ven, ayúdame a bajar y vayámonos de aquí.

Carax trepó de nuevo el muro. Al aferrar a Miquel con ambas manos, sintió cómo el cuerpo de su amigo se había consumido bajo las ropas demasiado holgadas. Apenas se presentía carne o músculo. Una vez al otro lado, Carax asió a Miquel por debajo de los hombros y, casi cargando con todo su peso, se alejaron en la oscuridad por la calle Román Macaya.

—¿Qué tienes? —murmuró Carax.

—No es nada. Unas fiebres. Ya me estoy recuperando.

Miquel desprendía ya el olor de la enfermedad y Julián no preguntó más. Descendieron por León XIII hasta el paseo de San Gervasio, donde se vislumbraban las luces de un café. Se refugiaron en una mesa al fondo, lejos de la entrada y los ventanales. Un par de parroquianos velaban la barra a dúo con un cigarrillo y el rumor de la radio. El camarero, un hombre con la piel de color de cera y los ojos crucificados en el suelo, les tomó el pedido. Brandy tibio, café y lo que quedase de comer.

Miquel no probó bocado. Carax, aparentemente voraz, comió por ambos. Los dos amigos se miraban en la luz pegajosa del café, arrebatados en el hechizo del tiempo. La última vez que se habían visto cara a cara tenían la mitad de años. Se habían separado como muchachos y ahora la vida les devolvía al uno un fugitivo, al otro un moribundo. Ambos se preguntaban si habían sido las cartas que les había servido la vida, o si había sido el modo en que las habían jugado.

—Nunca te he dado las gracias por todo lo que has hecho por mí estos años, Miquel.

—No empieces ahora. Hice lo que debía y quería. No hay nada que agradecer.

—¿Cómo está Nuria?

—Como la dejaste.

Carax bajó la mirada.

—Nos casamos hace meses. No sé si ella te escribió para contártelo.

Los labios de Carax se congelaron y negó lentamente.

—No tienes derecho a reprocharle nada, Julián.

—Lo sé. No tengo derecho a nada.

—¿Por qué no acudiste a nosotros, Julián?

—No quería comprometeros.

—Eso ya no está en tus manos. ¿Dónde has estado estos días? Creímos que se te había tragado la tierra.

—Casi. He estado en casa. En casa de mi padre.

Miquel le miró con asombro. Julián procedió a relatarle cómo, al llegar a Barcelona, sin saber adónde acudir, se había dirigido a la casa donde se había criado, temiendo que ya no hubiese nadie allí. La sombrerería seguía en pie, abierta, y un hombre envejecido, sin pelo ni fuego en la mirada, languidecía tras el mostrador. No había querido entrar, ni hacerle saber que había regresado, pero Antoni Fortuny había alzado la mirada hacia el extraño que se alzaba al otro lado del escaparate. Sus ojos se habían encontrado y Julián, aunque había querido echar a correr, se quedó paralizado. Vio formarse lágrimas en el rostro del sombrerero, que se arrastró hacia la puerta y salió a la calle mudo. Sin mediar palabra, guió a su hijo al interior de la tienda, bajó las rejas y una vez el mundo exterior estuvo sellado, lo abrazó, temblando y aullando lágrimas.

Más tarde, el sombrerero le explicó que la policía había ido preguntando por él hacía dos días. Un tal Fumero, un hombre de mala fama que se decía que un mes antes había estado a sueldo de los matarifes del general Goded y que ahora se las daba de amigo de los anarquistas, le había dicho que Carax estaba de camino a Barcelona, que había asesinado a Jorge Aldaya a sangre fría en París y que se le buscaba por otros tantos delitos, cuya enumeración el sombrerero no se molestó en escuchar. Fumero confiaba en que, si se daba la remota e improbable casualidad de que el hijo pródigo apareciese por allí, el sombrerero tendría a bien cumplir con su deber de ciudadano y dar parte. Fortuny le dijo que por supuesto podían contar con él. Le molestó que una víbora como Fumero diese por descontada su vileza, pero tan pronto el siniestro cortejo de la policía abandonó la tienda, el sombrerero partió rumbo a la capilla de la catedral donde había conocido a Sophie para rogarle al santo que condujese los pasos de su hijo de vuelta a casa antes de que fuese demasiado tarde. Cuando Julián acudió a su padre, el sombrerero le advirtió del peligro que se cernía sobre él.

—Lo que sea que te haya traído a Barcelona, hijo mío, déjame que yo lo haga por ti mientras tú te escondes en casa. Tu habitación sigue como la dejaste y es tuya por todo el tiempo que la necesites.

Julián le confesó que había regresado a buscar a Penélope Aldaya. El sombrerero le juró que él la encontraría y que, una vez reunidos, les ayudaría a huir juntos a un lugar seguro, lejos de Fumero, del pasado, lejos de todo.

Durante días Julián se mantuvo oculto en el piso de la ronda de San Antonio mientras el sombrerero recorría la ciudad en busca del rastro de Penélope. Pasaba los días en su antigua habitación, que fiel a la promesa de su padre, seguía igual, aunque ahora todo parecía más pequeño, como si las casas y los objetos, o quizá sólo fuera la vida, encogiesen con el tiempo. Muchos de sus viejos cuadernos seguían allí, lápices que recordaba haber afilado la semana que marchó a París, libros esperando ser leídos, ropa limpia de muchacho en los armarios. El sombrerero le contó que Sophie le había dejado al poco de huir él, y aunque durante años no supo de ella, finalmente le escribió desde Bogotá, donde llevaba un tiempo viviendo con otro hombre. Se escribían con regularidad, «siempre hablando de ti», según confesó el sombrerero, «porque es lo único que nos une». Al pronunciar estas palabras, a Julián le parecía que el sombrerero había esperado a enamorarse de su mujer hasta después de haberla perdido.

—Sólo se quiere de verdad una vez en la vida, Julián, aunque uno no se dé cuenta.

El sombrerero, que parecía atrapado en una carrera con el tiempo para deshacer toda una vida de infortunios, no tenía duda de que Penélope era aquel amor de una sola estación en la vida de su hijo y creía, sin darse cuenta, que si le ayudaba a recuperarla, quizá él también recuperase algo de lo que había perdido, aquel vacío que le pesaba en la piel y los huesos con la rabia de una maldición.

Pese a todo su empeño, y para su desesperación, el sombrerero pronto fue averiguando que no había rastro de Penélope Aldaya, ni de la familia, en toda Barcelona. Hombre de origen humilde, que había tenido que trabajar toda la vida para mantenerse a flote, el sombrerero siempre había concedido al dinero y a la casta la duda de la inmortalidad. Quince años de ruina y miseria habían bastado para borrar de la faz de la tierra los palacios, las industrias y las huellas de una estirpe. A la mención del apellido Aldaya, muchos reconocían la música de la palabra, pero casi ninguno recordaba su significado. El día que Miquel Moliner y Nuria Monfort acudieron a la sombrerería preguntando por Julián, el sombrerero tuvo la certeza de que no eran sino esbirros de Fumero. Nadie le iba a arrebatar a su hijo de nuevo. Esta vez podría bajar Dios todopoderoso desde los cielos, el mismo Dios que llevaba toda una vida ignorando sus plegarias, y él mismo, gustoso, le arrancaría los ojos si osaba alejar a Julián una vez más del naufragio de su vida.

El sombrerero era el hombre que el florista ambulante recordaba haber visto días atrás, merodeando por el caserón de la avenida del Tibidabo. Lo que el florista interpretó como mala leche no era sino la firmeza de espíritu que sólo asiste a quienes, mejor tarde que nunca, han encontrado un propósito a sus vidas y lo persiguen con la ferocidad que da el tiempo derramado en vano. Lamentablemente, no quiso el señor escuchar esta última vez los ruegos del sombrerero, y pasado ya el umbral de la desesperación, fue incapaz de encontrar aquello que buscaba, la salvación de su hijo, de sí mismo, en el rastro de una muchacha a la que nadie recordaba y de la que nadie sabía nada. ¿Cuántas almas perdidas necesitas, Señor, para saciar tu apetito?, preguntaba el sombrerero. Dios, en su infinito silencio, le miraba sin pestañear.

—No la encuentro, Julián… Te juro que…

—No se preocupe, padre. Esto es algo que debo hacer yo. Usted ya me ha ayudado todo lo que podía.

Aquella noche, Julián había salido por fin a la calle dispuesto a recobrar el rastro de Penélope.

Miquel escuchaba el relato de su amigo, dudando si se trataba de un milagro o una maldición. No se le ocurrió pensar en el camarero, que se dirigía al teléfono y murmuraba de espaldas a ellos, ni que luego vigilaba la puerta de reojo, limpiando con demasiado celo los vasos en un establecimiento donde la mugre se enseñoreaba con saña, mientras Julián le refería lo sucedido a su llegada a Barcelona. No se le ocurrió que Fumero habría estado ya en aquel café, en decenas de cafés como aquél, a tiro de piedra del palacete Aldaya, y que tan pronto Carax pusiera el pie en uno de ellos, la llamada era cuestión de segundos. Cuando el coche de la policía se detuvo frente al café y el camarero se retiró a la cocina, Miquel sintió la calma fría y serena de la fatalidad. Carax le leyó la mirada y ambos se volvieron a un tiempo. Las trazas espectrales de tres gabardinas grises aleteando tras las ventanas. Tres rostros escupiendo vapor en el cristal. Ninguno de ellos era Fumero. Los carroñeros le precedían.

—Vayámonos de aquí, Julián…

—No hay adónde ir —dijo Carax, con una serenidad que llevó a su amigo a observarle con detenimiento.

Advirtió entonces el revólver en la mano de Julián, y la fría disposición en su mirada. La campanilla de la puerta arañó el murmullo de la radio. Miquel arrebató la pistola de las manos de Carax y le miró fijamente.

—Dame tu documentación, Julián.

Los tres policías fingieron sentarse a la barra. Uno de ellos les miraba de reojo. Los otros dos se palpaban el interior de la gabardina.

—La documentación, Julián. Ahora.

Carax negó en silencio.

—Me quedan uno, dos meses, con suerte. Uno de los dos tiene que salir de aquí, Julián. Tú tienes más puntos que yo. No sé si encontrarás a Penélope. Pero Nuria te espera.

—Nuria es tu mujer.

—Acuérdate del trato que hicimos. Cuando yo muera, todo lo que es mío será tuyo…

—… menos los sueños.

Se sonrieron por última vez. Julián le tendió su pasaporte. Miquel lo colocó junto con el ejemplar de
La Sombra del Viento
que llevaba en el abrigo desde el día que lo había recibido.

—Hasta pronto —murmuró Julián.

—No hay prisa. Yo esperaré.

Justo cuando los tres policías se volvían hacia ellos, Miquel se levantó de la mesa y se dirigió hacia ellos. Al principio sólo vieron a un moribundo pálido y tembloroso que les sonreía mientras la sangre asomaba por las comisuras de labios magros, sin vida. Cuando advirtieron el revólver en su mano derecha, Miquel ya estaba apenas a tres metros de ellos. Uno de ellos quiso gritar, pero el primer disparo le voló la mandíbula inferior. El cuerpo cayó inerte, de rodillas, a los pies de Miquel. Los otros dos agentes ya habían desenfundado sus armas. El segundo disparo atravesó el estómago del que parecía más viejo. La bala le partió la columna vertebral en dos y escupió un puño de vísceras contra la barra. Miquel nunca tuvo tiempo de hacer un tercer disparo. El policía restante ya le había encañonado. Sintió el arma en las costillas, sobre el corazón, y su mirada acerada, encendida de pánico.

—Quieto, hijo de puta, o te juro que te abro en dos.

Miquel sonrió y alzó lentamente el revólver hacia el rostro del policía. No debía de tener más de veinticinco años y le temblaban los labios.

—Le dices a Fumero, de parte de Carax, que me acuerdo de su disfraz de marinerito.

No sintió dolor, ni fuego. El impacto, como un martillazo sordo que se llevó el sonido y el color de las cosas, le lanzó contra la cristalera. Al atravesarla y advertir que un frío intenso le trepaba por la garganta y la luz se alejaba como polvo en el viento, Miquel Moliner volvió la mirada por última vez y vio a su amigo Julián correr calle abajo. Tenía treinta y seis años, más de los que había esperado vivir. Antes de desplomarse sobre la acera sembrada de cristal ensangrentado, ya estaba muerto.

9

Aquella noche, mientras Julián se perdía en la noche, un furgón sin identificación acudió a la llamada del hombre que había matado a Miquel. Nunca supe su nombre, ni creo que él supiese a quién había asesinado. Como todas las guerras, personales o a gran escala, aquél era un juego de marionetas. Dos hombres cargaron los cuerpos de los agentes muertos y se encargaron de sugerirle al encargado del bar que se olvidase de lo que había sucedido o tendría serios problemas. Nunca subestimes el talento para olvidar que despiertan las guerras, Daniel. El cadáver de Miquel fue abandonado en un callejón del Raval doce horas más tarde para que su muerte no pudiese ser relacionada con la de los dos agentes. Cuando el cuerpo llegó finalmente a la morgue, llevaba dos días muerto. Miquel había dejado toda su documentación en casa antes de salir. Cuanto los funcionarios del depósito encontraron fue un pasaporte a nombre de Julián Carax, desfigurado, y un ejemplar de
La Sombra del Viento
. La policía concluyó que el difunto era Carax. El pasaporte todavía mencionaba como domicilio el piso de los Fortuny en la ronda de San Antonio.

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