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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

La sombra del viento (15 page)

BOOK: La sombra del viento
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—Si lo prefiere, ya entro yo solo —sugerí.

—Eso quisiera usted. Venga, tire
palante
, que yo le sigo.

Cerramos la puerta a nuestra espalda. Por un instante, hasta que la mirada se nos acostumbró a la penumbra, permanecimos inmóviles en el umbral del piso. Escuché la respiración nerviosa de la portera y percibí el vahído agrio a sudor que desprendía. Me sentí como un ladrón de tumbas, con el alma envenenada de codicia y anhelo.

—Oiga, ¿qué será ese ruido? —preguntó la portera, inquieta.

Algo aleteaba en las tinieblas, alertado por nuestra presencia. Me pareció entrever una forma pálida revoloteando en el extremo del corredor.

—Palomas —dije—. Deben de haberse colado por una ventana rota y anidado aquí.

—Pues mire que me dan un asco a mí los pajarracos esos —dijo la portera—. Con lo que llegan a cagar.

—Usted tranquila, doña Aurora, que sólo atacan cuando tienen hambre.

Nos adelantamos unos pasos hasta el fin del pasillo. Llegamos a un comedor que daba al balcón. Se apreciaba el contorno de una mesa destartalada recubierta por un mantel deshilachado que parecía una mortaja. La velaban cuatro sillas y un par de vitrinas veladas de suciedad que custodiaban la vajilla, una colección de vasos y un juego de té. En una esquina permanecía el viejo piano vertical de la madre de Carax. Las teclas habían ennegrecido y apenas se veían las junturas bajo el velo de polvo. Frente al balcón palidecía una butaca de faldones raídos. Junto a ella había una mesa de café sobre la que reposaban unas lentes de lectura y una Biblia encuadernada en piel pálida y ribeteada con filetes dorados, de las que se regalaban entonces por la primera comunión. Todavía conservaba el punto, una hebra de cordel escarlata.

—Mire, en esa butaca es donde encontraron muerto al viejo. Dijo el médico que llevaba ahí dos días. Qué triste morir así, solo como un perro. Y mire que se lo buscó, pero aun así, mire que me da lástima.

Me acerqué a la butaca mortuoria del señor Fortuny. Junto a la Biblia había una pequeña caja con fotografías en blanco y negro, retratos viejos de estudio. Me arrodillé a examinarlas, dudando casi de rozarlas con los dedos. Pensé que estaba profanando los recuerdos de un pobre hombre, pero la curiosidad pudo más. La primera estampa mostraba a una pareja joven con un niño de no más de cuatro años. Le reconocí por los ojos.

—Ahí los tiene usted. El señor Fortuny de joven, y ella…

—¿No tenía Julián hermanos o hermanas?

La portera se encogió de hombros, suspirando.

—Decían por ahí que ella había perdido un embarazo por una de las palizas del marido, pero yo no sé. A la gente le gusta mucho la chafardería, la verdad. Una vez, Julián le contó a los críos de la escalera que tenía una hermana que sólo él podía ver, que salía de los espejos como si fuese de vapor y que vivía con el mismísimo Satanás en un palacio debajo de un lago. Mi Isabelita tuvo pesadillas para un mes entero. Mire que era morboso ese crío a veces.

Eché un vistazo a la cocina. El cristal de una pequeña ventana que daba a un patio interior estaba roto, y podía oírse el aleteo nervioso y hostil de palomas al otro lado.

—¿Todos los pisos tienen la misma distribución? —pregunté.

—Los que dan a la calle, oséase los de la segunda puerta, sí, pero éste, al ser ático, es algo diferente —explicó la portera—. Ahí tiene la cocina y un lavadero que da al tragaluz. Por ese pasillo hay tres habitaciones y al fondo un baño. Bien puestos dan mucho arreglo, no se piense. Éste es parecido al de mi Isabelita, claro que ahora parece una tumba.

—¿Sabe cuál era la habitación de Julián?

—La primera puerta es el dormitorio principal. La segunda da a una habitación más pequeña. A lo mejor ésa, digo yo.

Me adentré en el pasillo. La pintura de las paredes se deshacía en jirones. Al fondo del corredor, la puerta del baño estaba entreabierta. Un rostro me observaba desde el espejo. Hubiera podido ser el mío o el de la hermana que vivía en los espejos de aquel piso. Intenté abrir la segunda puerta.

—Está cerrada con llave —dije.

La portera me miró, atónita.

—Esas puertas no tienen cerradura —murmuró.

—Ésta sí.

—Pues la haría poner el viejo, porque en los demás pisos…

Bajé la mirada y observé que el rastro de pisadas en el polvo llegaba hasta la puerta cerrada.

—Alguien ha entrado en la habitación —dije—. Recientemente.

—No me asuste —dijo la portera.

Me acerqué a la otra puerta. No tenía cerradura. Cedió al tacto, deslizándose hacia el interior con un gemido herrumbroso. En el centro descansaba una vieja cama de palanquín, deshecha. Las sábanas amarilleaban como sudarios. Un crucifijo presidía sobre el lecho. Había un pequeño espejo sobre una cómoda, una vasija, una jarra y una silla. Un armario entreabierto reposaba contra la pared. Rodeé la cama hasta una mesita de noche cubierta con un cristal que aprisionaba estampas de antepasados, recordatorios de funerales y billetes de lotería. Encima de la mesita había una caja de música de madera labrada y un reloj de bolsillo congelado para siempre a las cinco y veinte. Intenté dar cuerda a la caja de música, pero la melodía se trabó después de seis notas. Abrí el cajón de la mesita de noche. Encontré un estuche de gafas vacío, un cortaúñas, un frasco de petaca y una medalla de la virgen de Lourdes. Nada más.

—Tiene que haber una llave de esa habitación en alguna parte —dije.

—La tendrá el administrador. Mire, digo yo que mejor nos vamos y…

Me cayeron los ojos a la caja de música. Levanté la tapa y allí, bloqueando el mecanismo, encontré una llave dorada. La tomé, y la caja de música reemprendió su tintineo. Reconocí una melodía de Ravel.

—Ésta tiene que ser la llave —sonreí a la portera.

—Oiga, si el cuarto estaba cerrado, sería por algo. Aunque sólo sea por respeto a la memoria de…

—Si lo prefiere, puede usted esperarme en la portería, doña Aurora.

—Es usted un demonio. Ande, ábrala de una vez.

16

Un vahído de aire frío silbó por el orificio de la cerradura, lamiéndome los dedos mientras insertaba la llave. El señor Fortuny había hecho instalar un cerrojo en la puerta de la habitación desocupada de su hijo que hacía tres del que tenía en la puerta del piso. Doña Aurora me miraba con aprensión, como si estuviésemos a punto de abrir la caja de Pandora.

—¿Da esta habitación a la fachada de la calle? —pregunté.

La portera negó.

—Tiene una ventana pequeña, un respiradero que da al tragaluz.

Empujé la puerta hacia el interior. Un pozo de oscuridad se abrió ante nosotros, impenetrable. La tenue claridad a nuestras espaldas nos precedió como un aliento que apenas conseguía arañar las sombras. La ventana que se asomaba al patio estaba cubierta con las páginas amarillentas de un periódico. Arranqué las hojas de diario y una aguja de luz vaporosa taladró la tiniebla.

—Jesús, María y José —murmuró la portera junto a mí.

La habitación estaba infestada de crucifijos. Pendían de la techumbre, ondeando del extremo de cordeles, y cubrían las paredes fijados con clavos. Se contaban por decenas. Podían intuirse en los rincones, grabados a cuchillo en los muebles de madera, arañados en las baldosas, pintados en rojo sobre los espejos. Las pisadas que llegaban hasta el umbral de la puerta trazaban un rastro en el polvo en torno a una cama desnuda hasta el somier, apenas ya un esqueleto de alambre y madera carcomida. En un extremo de la alcoba, bajo la ventana del tragaluz, había un escritorio de consola cerrado y coronado por un trío de crucifijos de metal. Lo abrí cuidadosamente. No había polvo en las junturas del fuelle de madera, con lo que supuse que el escritorio había sido abierto no hacía mucho. El escritorio tenía seis cajones. Los cierres habían sido forzados. Los inspeccioné uno a uno. Vacíos.

Me arrodillé frente al escritorio. Palpé con los dedos los arañazos en la madera. Imaginé las manos de Julián Carax trazando aquellos garabatos, jeroglíficos cuyo sentido se había llevado el tiempo. En el fondo del escritorio se adivinaba una pila de cuadernos y una vasija con lápices y plumas. Tomé uno de los cuadernos y lo ojeé. Dibujos y palabras sueltas. Ejercicios de cálculo. Frases sueltas, citas de libros. Versos inacabados. Todos los cuadernos parecían iguales. Algunos dibujos se repetían página tras página, con diferentes matices. Me llamó la atención la figura de un hombre que parecía hecho de llamas. Otra describía lo que hubiera podido ser un ángel o un reptil enroscado en una cruz. Se adivinaban esbozos de un caserón de aspecto extravagante, tramado de torreones y arcos catedralicios. El trazo mostraba seguridad y cierto instinto. El joven Carax mostraba las trazas de un dibujante de cierto talento, pero todas las imágenes se quedaban en esbozos.

Estaba por devolver el último cuaderno a su lugar sin inspeccionarlo cuando algo se deslizó de entre sus páginas y cayó a mis pies. Era una fotografía en la que reconocí a la misma muchacha que aparecía en la imagen quemada tomada al pie de aquel edificio. La chica posaba en un suntuoso jardín y, entre las copas de los árboles, se adivinaba la forma de la casa que acababa de ver esbozada en los dibujos de adolescente de Carax. La reconocí al instante. La torre de «El Frare Blanc», en la avenida del Tibidabo. Al dorso de la fotografía venía una inscripción que decía simplemente:

Te quiere, Penélope

Me la guardé en el bolsillo, cerré el escritorio y sonreí a la portera.

—¿Visto? —preguntó, ansiosa por salir de aquel lugar.

—Casi —dije—. Antes me dijo usted que al poco de marchar Julián a París llegó una carta para él, pero su padre le dijo que la tirase…

La portera dudó un instante, luego asintió.

—La carta la puse yo en el cajón de la cómoda del recibidor, por si la francesa volvía algún día. Ahí estará todavía…

Nos acercamos hasta la cómoda y abrimos el cajón superior. Un sobre ocre languidecía entre una colección de relojes parados, botones y monedas que habían dejado de estar en curso veinte años atrás. Cogí el sobre y lo examiné.

—¿La leyó usted?

—Oiga, ¿por quién me toma?

—No se ofenda. Sería lo más normal dadas las circunstancias, al pensar usted que el pobre Julián estaba difunto…

La portera se encogió de hombros, bajando la mirada y retirándose hacia la puerta. Aproveché el momento para guardarme la carta en el bolsillo interior de la chaqueta y cerrar el cajón.

—Mire, no se vaya usted a hacer una idea equivocada —dijo la portera.

—Pues claro que no. ¿Qué decía la carta?

—Era de amor. Como las de la radio, pero más triste, eso sí, porque aquélla sonaba a que era de verdad. Mire que al leerla me entraron ganas de llorar.

—Es usted toda corazón, doña Aurora.

—Y usted es un demonio.

Aquella misma tarde, después de despedirme de doña Aurora y prometerle que la mantendría informada acerca de mis pesquisas sobre Julián Carax, me acerqué al despacho del administrador de la finca. El señor Molins había visto mejores tiempos y ahora languidecía en un despacho cochambroso sepultado en un entresuelo de la calle Floridablanca. Molins era un individuo risueño y orondo aferrado a un puro a medio fumar que parecía crecerle del bigote. Era difícil determinar si estaba dormido o despierto, porque respiraba como quien ronca. Tenía el pelo grasiento y aplastado sobre la frente, la mirada porcina y pícara. Vestía un traje por el que no le hubieran dado ni diez pesetas en el mercado de Los Encantes, pero lo compensaba con una estrepitosa corbata de colorido tropical. A juzgar por el aspecto de la oficina, allí ya apenas se administraban musarañas y catacumbas de una Barcelona de antes de la Restauración.

—Estamos de reformas —dijo Molins a modo de disculpa.

Para romper el hielo, dejé caer el nombre de doña Aurora como si se tratase de una vieja amiga de la familia.

—Mire que estaba mollar de joven, la verdad —comentó Molins—. Los años la han puesto fondona, claro que yo tampoco soy el que era. Aquí donde me ve, yo a la edad de usted era un adonis. De rodillas se me ponían las chavalas para que les hiciera un favor, cuando no un hijo. El siglo veinte es una mierda. En fin, ¿qué se le ofrece a usted, joven?

Le endosé una historia más o menos plausible sobre un supuesto parentesco lejano con los Fortuny. Tras cinco minutos de cháchara, Molins se arrastró hasta su archivo y me dio la dirección del abogado que llevaba los asuntos de Sophie Carax, la madre de Julián.

—A ver… José María Requejo. Calle León XIII, 59. Aunque la correspondencia la enviamos cada semestre a un apartado de correos en la central de Vía Layetana.

—¿Conoce usted al señor Requejo?

—Alguna vez habré hablado con su secretaria por teléfono. La verdad, todos los trámites con él se hacen por correo y los lleva mi secretaria, que hoy está en la peluquería. Los abogados de hoy no tienen tiempo para el trato formal de antes. Ya no quedan caballeros en la profesión.

Al parecer tampoco quedaban direcciones fiables. Un simple vistazo a la guía de calles que había sobre el escritorio del administrador me confirmó lo que sospechaba: la dirección del supuesto abogado Requejo no existía. Así se lo hice saber al señor Molins, que absorbió la noticia como un chiste.

—No me joda —dijo riendo—. ¿Qué le decía yo? Chorizos.

El administrador se reclinó en su butacón y emitió otro de sus ronquidos.

—¿Tendría usted el número de ese apartado de correos?

—Según la ficha es el 2837, aunque yo los números que hace mi secretaria no los entiendo, porque ya sabe usted que las mujeres para las matemáticas no sirven; para lo que sí sirven es para…

—¿Me permite ver la ficha?

—Faltaría más. Usted mismo.

Me tendió la ficha y la examiné. Los números se entendían perfectamente. El apartado de correos era el 2321. Me aterró pensar en la contabilidad que se debía llevar en aquella oficina.

—¿Tuvo usted mucho trato con el señor Fortuny en vida? —pregunté.

—De aquella manera. Un hombre muy austero. Me acuerdo de que, cuando me enteré de que la francesa le había dejado, le invité a venirse de putas con unos amiguetes aquí a un local fabuloso que conozco al lado de La Paloma. Para que se animase, ¿eh?, nada más. Y mire usted que dejó de dirigirme la palabra y de saludarme por la calle, como si fuese invisible. ¿Qué le parece?

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