La sombra del viento (51 page)

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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

BOOK: La sombra del viento
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—Era Fumero. Ha venido a traer noticias de Julián.

—¿Qué sabe él de Julián?

Miquel me miró, más abatido que nunca.

—Julián se casa.

La noticia me dejó sin habla. Me dejé caer en una silla y Miquel me tomó las manos. Hablaba con dificultad y cansancio. Antes de que pudiera despegar los labios, Miquel procedió a resumirme los hechos que le había referido Fumero y lo que cabía imaginar al respecto. Fumero había empleado sus contactos en la policía de París para dar con el paradero de Julián Carax y observarle. Miquel suponía que aquello podía haber sucedido meses o incluso años antes. Lo que le preocupaba no era que Fumero hubiese encontrado a Carax, eso era una cuestión de tiempo, sino el que hubiera decidido revelarlo ahora, junto con la peregrina noticia de unas nupcias improbables. La boda, por lo que se sabía, había de tener lugar a principios de verano de 1936. De la novia sólo se sabía el nombre, que en este caso era más que suficiente: Irene Marceau, la patrona del establecimiento donde Julián había trabajado como pianista durante años.

—No comprendo —musité—. ¿Julián se casa con su mecenas?

—Precisamente. No es una boda. Es un contrato.

Irene Marceau le llevaba unos veinticinco o treinta años a Julián. Miquel sospechaba que Irene había decidido convenir aquel enlace con Julián para traspasarle su patrimonio y asegurar su futuro.

—Pero ya le ayuda. Le ha ayudado desde siempre.

—Quizá sepa que no va a estar ahí para siempre —sugirió Miquel.

El eco de aquellas palabras nos cortaba demasiado de cerca. Me arrodillé junto a él y le abracé. Me mordí los labios para que no me viese llorar.

—Julián no quiere a esa mujer, Nuria —me dijo, creyendo que aquélla era la causa de mi aflicción.

—Julián no quiere a nadie excepto a sí mismo y a sus malditos libros —murmuré.

Alcé la mirada y me encontré con la sonrisa de Miquel, de niño viejo y sabio.

—¿Y qué pretende Fumero con sacar todo este asunto a la luz ahora?

No tardamos en averiguarlo. Días más tarde, un Jorge Aldaya fantasmal y famélico se presentó en casa, inflamado de ira y coraje. Fumero le había contado que Julián Carax iba a casarse con una mujer rica en una ceremonia de fasto folletinesco. Aldaya llevaba días carcomiéndose con las visiones del causante de su desgracia, arropado de oropeles y cabalgando en una fortuna que él había visto perder. Fumero no le había contado que Irene Marceau, si bien mujer de cierta posición económica, era la dueña de un burdel y no una princesa de fábula vienesa. No le había contado que la novia le llevaba a Carax treinta años y que más que una boda, aquello era un acto de caridad para con un hombre acabado y sin medios de subsistencia. No le había contado ni el cuándo ni el dónde de la boda. Se había limitado a sembrar las semillas de una fantasía que devoraba por dentro lo poco que las fiebres habían dejado en su cuerpo amojamado y hediondo.

—Fumero te ha mentido, Jorge —dijo Miquel.

—¡Y tú, el rey de los mentirosos, osas acusar al prójimo! —deliraba Aldaya.

No fue necesario que Aldaya revelase sus pensamientos, que en tan exiguas carnes se le leían en el semblante cadavérico como palabras bajo el pellejo macilento. Miquel vio claro el juego de Fumero. Él le había enseñado a jugar al ajedrez más de veinte años atrás en el colegio de San Gabriel. Fumero tenía la estrategia de una mantis religiosa y la paciencia de los inmortales. Miquel envió una nota a Julián advirtiéndole.

Cuando Fumero lo estimó oportuno, tomó a Aldaya por banda, le envenenó el corazón de rencor y le dijo que Julián se casaba en tres días. Siendo él un oficial de policía, argumentó, no podía comprometerse en un asunto así. Aldaya, sin embargo, como civil, podía desplazarse a París y asegurarse de que aquella boda no se celebrase jamás. ¿Cómo?, preguntaría un Aldaya febril, carbonizado de inquina. Retándole a un duelo el mismo día de su boda. Fumero llegó incluso a proporcionarle el arma con que Jorge estaba convencido de que perforaría aquel corazón de hiel que había arruinado a la dinastía de los Aldaya. El informe de la policía de París diría más tarde que el arma hallada a sus pies era defectuosa y que nunca hubiera podido hacer más que lo que hizo: estallarle en la cara. Eso ya lo sabía Fumero cuando se la entregó en un estuche en el andén de la estación de Francia. Sabía perfectamente que la fiebre, la estupidez y la rabia ciega le impedirían matar a Julián Carax en un duelo trasnochado de honor y amaneceres en el cementerio del Père LaChaise. Y si por azar reunía las fuerzas y facultades de hacerlo, el arma que llevaba sería la encargada de abatirle. No era Carax quien debía morir en aquel duelo, sino Aldaya. Su existencia absurda, su cuerpo y alma en suspenso que Fumero había permitido vegetar pacientemente, cumpliría así su función.

Fumero sabía también que Julián nunca aceptaría enfrentarse a su antiguo compañero, moribundo y reducido a un lamento. Por ese motivo instruyó a Aldaya claramente en los pasos a seguir. Habría de confesarle que la carta que Penélope le había escrito años atrás anunciándole su boda y pidiéndole que la olvidase era un engaño. Habría de revelarle que él mismo, Jorge Aldaya, había obligado a su hermana a redactar aquella sarta de mentiras mientras ella lloraba desesperadamente, proclamando a los vientos su amor inmortal por Julián. Habría de decirle que ella le había estado esperando, con el alma rota y el corazón sangrante, desde entonces, muerta de abandono. Eso bastaría. Bastaría para que Carax apretase el gatillo y le volase la cara a tiros. Bastaría para que olvidase todo plan de boda y no pudiera albergar más pensamiento que regresar a Barcelona en busca de Penélope y de una vida derramada. Y en Barcelona, aquella gran tela de araña que él había hecho suya, Fumero le estaría esperando.

7

Julián Carax cruzó la frontera francesa pocos días antes de que estallase la guerra civil. La primera y única edición de
La Sombra del Viento
había salido un par de semanas antes de la imprenta rumbo al gris anonimato y la invisibilidad de sus predecesoras. Por entonces Miquel apenas podía ya trabajar y aunque se sentaba frente a la máquina de escribir dos o tres horas cada día, la debilidad y la fiebre le impedían arrancarle palabras al papel. Había perdido varias de las colaboraciones a causa de los retrasos en las entregas. Otros periódicos temían publicar sus artículos tras haber recibido varias amenazas anónimas. Sólo le quedaba una columna diaria en el
Diario de Barcelona
que firmaba como
Adrián Maltés
. El fantasma de la guerra se sentía ya en el aire. El país hedía a miedo. Sin ocupación y demasiado débil hasta para lamentarse, Miquel solía bajar a la plaza o acercarse hasta la avenida de la Catedral, llevando siempre consigo uno de los libros de Julián como si fuese un amuleto. La última vez que el médico le había pesado no llegaba a los sesenta kilos. Escuchamos la noticia del alzamiento en Marruecos por la radio y pocas horas después un compañero del periódico de Miquel vino a vernos para decirnos que Cansinos, el jefe de redacción, había sido asesinado de un tiro en la nuca frente al café Canaletas dos horas antes. Nadie se atrevía a llevarse el cuerpo, que seguía allí, tiñendo una telaraña de sangre sobre la acera.

Los breves pero intensos días del terror inicial no se hicieron esperar. Las tropas del general Goded enfilaron la Diagonal y el paseo de Gracia en dirección al centro, donde empezó el fuego. Era un domingo y muchos barceloneses aún habían salido a la calle creyendo que iban a pasar el día en un merendero en la carretera de Las Planas. Los días más negros de la guerra en Barcelona, sin embargo, estaban todavía a dos años vista. Al poco de iniciarse la refriega, las tropas del general Goded se rindieron, por un milagro o por mala información entre los mandos. El gobierno de Lluís Companys parecía haber recobrado el control, pero lo que había sucedido realmente tenía mucho más alcance y empezaría a ser evidente en las semanas siguientes.

Barcelona había pasado a estar en poder de los sindicatos anarquistas. Tras días de disturbios y luchas callejeras, corrió finalmente el rumor de que los cuatro generales rebeldes habían sido ajusticiados en el castillo de Montjuïc poco después de la rendición. Un amigo de Miquel, un periodista británico que estuvo presente, dijo que el pelotón de fusilamiento era de siete hombres, pero que en el último momento docenas de milicianos se unieron al festín. Cuando se abrió fuego, los cuerpos recibieron tantos balazos que se desplomaron en pedazos irreconocibles, y hubo que meterlos en los ataúdes en estado casi líquido. Algunos quisieron creer que aquél era el fin del conflicto, que las tropas fascistas nunca llegarían a Barcelona y que la rebelión se extinguiría por el camino. Era sólo el aperitivo.

Supimos que Julián estaba en Barcelona el día de la rendición de Goded, al recibir una carta de Irene Marceau, en la que nos contaba que Julián había matado a Jorge Aldaya en el curso de un duelo en el cementerio del Père LaChaise. Incluso antes de que Aldaya expirase, una llamada anónima había alertado a la policía de lo sucedido. Julián tuvo que huir de París de inmediato, perseguido por la policía que le buscaba por asesinato. No tuvimos ninguna duda de quién había efectuado aquella llamada. Esperamos ansiosamente saber de Julián para advertirle del peligro que le acechaba y para protegerle de una trampa peor que la que le había tendido Fumero: descubrir la verdad. Tres días más tarde, Julián seguía sin dar señales de vida. Miquel no quería compartir conmigo su preocupación, pero yo sabía perfectamente lo que estaba pensando. Julián había regresado por Penélope, no por nosotros.

—¿Qué sucederá cuando averigüe la verdad? —preguntaba yo.

—Nosotros nos encargaremos de que no sea así —respondía Miquel.

Por lo pronto, lo primero que iba a comprobar es que la familia Aldaya había desaparecido sin dejar rastro. No iba a encontrar muchos lugares donde empezar a buscar a Penélope. Hicimos una lista de esos lugares y empezamos nuestro periplo. El caserón de la avenida del Tibidabo no era más que una propiedad desierta, vedada tras cadenas y velos de yedra. Un florista ambulante que vendía manojos de rosas y claveles en la esquina opuesta nos dijo que sólo recordaba a una persona que se hubiese acercado a la casa recientemente, pero era un hombre mayor, casi anciano y algo cojo.

—Muy mala leche tenía, la verdad. Le quise vender un clavel para el ojal y me envió a la mierda, diciendo que había una guerra y que no estaba el horno para flores.

No había visto a nadie más. Miquel le compró unas rosas mustias y, por si acaso, le dejó el teléfono de la redacción del
Diario de Barcelona
para que le dejase recado allí si por ventura alguien que encajase con la figura de Carax se dejaba ver. De allí, nuestra siguiente parada fue el colegio de San Gabriel, donde Miquel se reencontró con Fernando Ramos, su antiguo compañero de estudios.

Fernando era ahora profesor de latín y griego y vestía el hábito. Al ver a Miquel en tan precario estado de salud se le cayó el alma a los pies. Nos dijo que no había recibido la visita de Julián, pero prometió ponerse en contacto con nosotros si lo hacía, e intentar retenerle. Fumero había estado allí antes que nosotros, nos confesó con temor. Ahora se hacía llamar inspector Fumero y le había dicho que, en tiempos de guerra, más le valía andarse con ojo.

—Mucha gente iba a morir muy pronto, y los uniformes, de cura o de soldado, no paraban las balas…

Fernando Ramos nos confesó que no estaba claro a qué cuerpo o grupo pertenecía Fumero, y que no fue él quien se atrevió a preguntárselo. Me es imposible describirte aquellos primeros días de la guerra en Barcelona, Daniel. El aire parecía envenenado de miedo y de odio. Las miradas eran de recelo y las calles olían a un silencio que se sentía en el estómago. Cada día, cada hora, corrían nuevos rumores y murmuraciones. Recuerdo una noche, volviendo a casa, en que Miquel y yo descendíamos por las Ramblas. Estaban desiertas, sin un alma a la vista. Miquel miraba las fachadas, los rostros ocultos entre los postigos escudriñando las sombras de la calle, y decía que podían sentirse los cuchillos afilándose tras los muros.

Al día siguiente acudimos a la sombrerería Fortuny, sin grandes esperanzas de encontrar a Julián allí. Un vecino de la escalera nos dijo que el sombrerero estaba aterrado con los altercados de los últimos días y que se había encerrado dentro de la tienda. Por mucho que llamamos no quiso abrirnos. Aquella tarde había habido un tiroteo a apenas una manzana de allí y los charcos de sangre todavía estaban frescos en la ronda de San Antonio, donde el cadáver de un caballo seguía abatido en el empedrado a merced de los perros callejeros que empezaban a abrirle el buche acribillado a dentelladas mientras algunos niños miraban de cerca y les tiraban piedras. Todo cuanto conseguimos fue verle el rostro espantado a través de la rejilla de la puerta. Le dijimos que buscábamos a su hijo Julián. El sombrerero respondió que su hijo estaba muerto y que nos largásemos o llamaría a la policía. Nos fuimos de allí descorazonados.

Durante días recorrimos cafés y comercios, preguntando por Julián. Indagamos en hoteles y pensiones, en estaciones de tren, en bancos en los que hubiera podido acudir a cambiar moneda… nadie recordaba a un hombre que encajase con la descripción de Julián. Temimos que quizá hubiese caído en manos de Fumero, y Miquel se las arregló para que uno de sus colegas del periódico, que tenía contactos en jefatura, indagase si Julián había ingresado en prisión. No había indicio alguno de que así fuese. Habían pasado dos semanas y parecía que a Julián se lo hubiese tragado la tierra.

Miquel apenas dormía, esperando tener noticias de su amigo. Un atardecer, Miquel regresó de su paseo de cada tarde con una botella de vino de Oporto, ni más ni menos. Se la habían regalado en el diario, dijo, porque el subdirector le había comunicado que ya no podrían publicar más su columna.

—No quieren líos, y les entiendo.

—¿Y qué vas a hacer?

—Emborracharme, por de pronto.

Miquel apenas se bebió medio vaso, pero yo me ventilé casi la botella entera sin darme cuenta y con el estómago vacío. Era casi medianoche cuando me asaltó un sopor imposible y me desplomé sobre el sofá. Soñé que Miquel me besaba en la frente y me tapaba con una estola. Al despertar sentí terribles punzadas de dolor en la cabeza que reconocí como el preludio de una resaca feroz. Fui en busca de Miquel para maldecir la hora en la que se le había ocurrido emborracharme pero me di cuenta de que estaba sola en el piso. Me acerqué al escritorio y vi que había una nota sobre la máquina de escribir en la que me pedía que no me alarmase y que le esperase allí. Había ido en busca de Julián y pronto lo traería a casa. Acababa diciéndome que me quería. La nota se me cayó de las manos. Advertí entonces que, antes de salir, Miquel había retirado sus cosas del escritorio, como si no pensara volver a utilizarlo, y supe que no volvería a verle jamás.

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