—Lo que propongo es esto: un rechazo unánime de esa pizarra de ahí, no sólo ésta, sino la del comedor de los soldados también. Todos acordamos no prestarle ninguna atención, punto. Le pedimos a los profesores que las desconecten o las dejen en blanco. Si se niegan, traemos sábanas para cubrirlas, o les arrojamos las sillas hasta romperlas. No tenemos que jugar a su juego. Podemos hacernos cargo de nuestra propia educación y prepararnos para combatir al verdadero enemigo. Tenemos que recordar, siempre, quién es el enemigo de verdad.
—Sí, los profesores —aseguró Dink Meeker.
Todos se echaron a reír. Pero entonces Dink Meeker se subió a la mesa junto a Bean.
—Soy el comandante más antiguo, ahora que han graduado a todos los tipos mayores. Probablemente soy el soldado más viejo que queda en la Escuela de Batalla. Así que propongo que adoptemos la propuesta de Bean ahora mismo, y yo me encargaré de acudir a los profesores para exigirles que desconecten las pizarras. ¿Alguien tiene algo en contra?
Nadie.
—Entonces todo el mundo de acuerdo. Si las pizarras siguen contadas en el almuerzo, traeremos sábanas para cubrirlas. Si siguen conectadas en la cena, entonces olvidaos de utilizar las sillas para romperlas: nos negaremos a llevar a nuestras escuadras a ninguna batalla hasta que las desconecten.
Alai habló desde la cola para servirse la comida.
—Eso hará que las calificaciones de todos…
Entonces Alai advirtió lo que estaba diciendo, y se rió de sí mismo.
—Maldición, sí que nos han lavado el cerebro, ¿eh?
Bean estaba todavía acalorado por la victoria cuando, después del desayuno, se dirigió al barracón de los Conejos para reunirse oficialmente con sus soldados por primera vez. Conejo tenía las prácticas mediodía, así que sólo le quedaba media hora entre el desayuno y las primeras clases de la mañana. El día anterior, cuando habló con Itú tenía la mente ocupada en otras cosas, y no prestó mucha atención a lo que sucedía dentro del barracón. Pero en ese momento advirtió que al contrario que en la Escuadra Dragón, los soldados de la Conejo eran todos de la edad normal. Ni uno solo se acercaba siquiera a la altura de Bean. Parecía el muñeco de alguien, y peor aún, se sentía así también cuando caminó por el pasillo entre los camastros, al advertir que todos aquellos niños enormes (y un par de niñas) lo miraban.
A medio camino, se volvió para mirar a aquéllos antes quienes ya había pasado. Bien podría tocar ese problema de inmediato.
—El primer problema que veo —dijo Bean en voz alta— es que todos sois demasiado altos.
Nadie se rió. Bean se entristeció un poco, pero debía continuar.
—Estoy creciendo lo más rápido que puedo. Aparte de eso, no sé qué puedo hacer al respecto.
Sólo entonces un par soltaron una risilla. Pero fue un alivio que al menos unos pocos estuvieran dispuestos a seguirle el juego.
—Realizaremos la primera práctica juntos a las 10.30. En cuanto nuestra primera batalla juntos, no puedo predecirlo, pero no puedo prometer eso: los profesores no van a darme los tres meses establecidos después de asignarme una nueva escuadra. Lo mismo sucederá los otros nuevos comandantes recién nombrados. Dieron a Wiggin sólo unas pocas semanas con la Dragón antes de que entrara batalla… y la Dragón era una escuadra nueva, que salió de la nada. Conejo es una buena escuadra con una reputación sólida. La única persona nueva que hay aquí soy yo. Espero que las batallas comiencen en cuestión de días, una semana como máximo, y espero que sean frecuentes. Así que durante el primer par de prácticas, os entrenaré conforme al sistema existente. Necesito ver cómo trabajáis con vuestros jefes de batallón, como trabajan entre sí los batallones, como respondéis a las órdenes, qué comandos empleáis. Os daré un par de indicaciones sobre la actitud que debéis adoptar, más que nada, pero quiero que os mováis como cuando estabais a las órdenes de Carn. No obstante no dejéis de trabajar duro, para poder veros en vuestra mejor forma—¿Alguna pregunta? Ninguna. Silencio.
Una cosa más. Anteayer, Bonzo y algunos de sus amigos acecharon a Ender Wiggin en los pasillos. Advertí el peligro, pero los soldados de la Escuadra Dragón eran demasiado pequeños para enfrentarse a la banda que Bonzo había reunido. Cuando necesité ayuda para mi comandante, no acudí a la puerta de la Escuadra Conejo por casualidad. No era el barracón más cercano. Vine aquí porque sabía que teníais un comandante justo en Carn Carby, y creí que su escuadra mostraría la misma actitud. Aunque no sintierais ningún amor especial por Ender Wiggin o la Escuadra Dragón, sabía que no os quedaríais de brazos cruzados y dejaríais que un puñado de matones golpeara a un niño más pequeño al que no podían vencer con justicia en batalla. Y no me equivoqué con vosotros. Cuando salisteis de este barracón y os colocasteis como testigos en el pasillo, me sentí orgulloso. Ahora estoy orgulloso de ser uno de vosotros.
Eso sirvió. La adulación rara vez fracasa, y nunca lo hace si es sincera. Al hacerles saber que ya se habían ganado su respeto, disipó gran parte de la tensión, pues naturalmente estaban preocupados de que, en calidad de antiguo Dragón, despreciara a la primera escuadra que derrotó Ender Wiggin. Ahora sabían que no, y así Bean tendría una oportunidad de ganarse también su respeto.
Itú empezó a aplaudir, y los otros niños lo imitaron. No fue una ovación larga, pero sí lo suficiente para hacerle saber que la puerta estaba abierta, al menos una rendija.
Alzó las manos para silenciar el aplauso: justo a tiempo, pues estaba acabando ya.
—Me gustaría que los jefes de batallón me acompañaran a mi habitación. Serán sólo unos minutos. Los demás podéis retiraros hasta las Prácticas.
Casi de inmediato, Itú se situó a su lado.
—Buen trabajo. Sólo un error.
—¿Cuál?
No eres el único nuevo.
—¿Han asignado a uno de los soldados de la Dragón a la Conejo? — Por un momento, Bean tuvo la esperanza de que se tratara de Nikolai. Le vendría bien un amigo de confianza.
No hubo esa suerte.
—¡No, un soldado Dragón sería un veterano! Quiero decir que este tipo es nuevo. Ingresó en la Escuela de Batalla ayer por la tarde y lo destinaron aquí anoche, en cuanto tú llegaste.
—¿Un novato? ¿Destinado directamente a una escuadra?
—Oh, le preguntamos por eso, y ha recibido un montón de clase. Pasó por una serie de operaciones en la Tierra, y lo ha estudiado todo pero…
—¿Quieres decir que se está recuperando también de una operación?
—No, camina bien, es… Mira, ¿por qué no vas a verlo? Lo que necesito saber es si quieres asignarlo a un batallón o qué.
—Sí, vamos a verlo.
Itú lo condujo al fondo del barracón. Allí estaba, de pie junto a su camastro, varios centímetros más alto de lo que Bean recordaba, ahora con las dos piernas igual de largas, y rectas. El niño al que había visto acariciar a Poke, minutos antes de que su cuerpo muerto cayera al río.
—Hola, Aquiles —dijo Bean.
—Hola, Bean —dijo Aquiles, y le dedicó una sonrisa triunfal—. Parece que eres un tío grande aquí.
—Es una forma de hablar.
—¿Os conocéis? — dijo Itú.
—Nos conocimos en Rotterdam —contestó Aquiles.
No pueden habérmelo asignado por accidente. Nunca le conté a nadie más que a sor Carlotta lo que hizo, pero ¿cómo puedo saber que le contó ella a la El.? Tal vez lo han puesto aquí porque piensan que al ser los dos de las calles de Rotterdam, de la misma banda, la misma familia, tal vez yo pueda ayudarlo a integrarse en la escuela más rápido. O tal vez saben que es un asesino capaz de guardar rencor durante mucho, mucho tiempo, y golpear en el momento más inesperado. Tal vez saben que planeó mi muerte igual que planeó la de Poke. Tal vez está aquí para ser mi Bonzo Madrid.
Excepto que yo no he recibido clases de defensa personal. Y tengo la mitad de su tamaño… no podría ni romperle la nariz. Fuera lo que fuese lo que intentaban conseguir poniendo en peligro la vida Ender, él siempre tuvo más posibilidades de sobrevivir de las que tendré yo.
Lo único a mi favor es que Aquiles quiere sobrevivir y prosperar, lo que atenúa sus ansias de venganza. Como puede posponer su venganza eternamente, no tiene prisa para actuar. Y, al contrario que Bonzo, nunca permitirá que lo engañen para acabar actuando en circunstancias en las que pueda ser identificado como el asesino. Mientras que me necesite, y mientras yo no esté nunca a solas, probablemente estaré a salvo,
A salvo. Se estremeció. Poke también se sintió a salvo.
—Aquiles fue mi comandante allí —declaró Bean—. Mantuvo a un grupo de niños con vida. Nos hizo entrar en los comedores de caridad.
—Bean es demasiado modesto. Todo fue idea suya. Básicamente, nos enseñó la idea de trabajar juntos. He estudiado mucho desde entonces, Bean. Me he pasado un año entero entre libros y clases… cuando no me estaban cortando las piernas y pulverizando y haciendo crecer de nuevo mis huesos. Y finalmente supe lo suficiente para comprender qué salto nos ayudaste a dar. De la barbarie a la civilización. Bean representa una nueva evolución humana.
Bean no era tan estúpido para no saber cuándo lo estaban halagando. Al mismo tiempo, era bueno que este nuevo niño, recién llegado de la Tierra, supiera ya quién era Bean y mostrara respeto hacia él.
—La evolución de los pigmeos, al menos —replicó Bean.
—Bean era el cabroncete más duro que había en la calle, te lo aseguro.
No, esto no era lo que Bean necesitaba ahora mismo. Aquiles acababa de cruzar la línea de la adulación hacia la posesión. Si lo catalogaba de «duro cabroncete», eso significaba que Aquiles era superior a Bean, porque era capaz de evaluarlo. Esas historias podrían ser útiles para dar crédito a Bean, pero a la vez honrarían a Aquiles, lo convertirían de inmediato en uno del grupo. Y Bean no quería que Aquiles estuviera dentro todavía.
Aquiles continuaba, a medida que más soldados se acercaban a escuchar.
La forma en que fui reclutado para la banda de Bean, eso sí que… No era mi banda —cortó Bean—. Y aquí en la Escuela de Batalla no contamos historias sobre casa, y tampoco las escuchamos. Así que agradecería que nunca vuelvas a hablar sobre nada de lo que sucedió en Rotterdam, no mientras estés en mi escuadra.
Se había hecho el simpático durante su discurso de apertura. Pero ahora era el momento de imponer su autoridad.
Aquiles no pareció avergonzarse por la reprimenda.
—Entiendo. No hay problema.
—Es hora de que os preparéis para ir a clase —advirtió Bean a los soldados—. Necesito reunirme sólo con mis jefes de batallón.
Señaló a Ambul, un soldado thai que, según lo que había leído Bean en los informes estudiantiles, tendría que haber sido jefe de batallón hacía mucho tiempo, si no hubiera sido por su tendencia a desobedecer órdenes estúpidas.
—Tú, Ambul, te ordeno que lleves y traigas a Aquiles a las clases correspondientes y le enseñes a llevar un traje refulgente y a ejecutar los movimientos básicos en la sala de batalla. Aquiles, tienes que obedecer a Ambul como si fuera Dios hasta que te asigne a un batallón regular.
Aquiles sonrió.
—Pero yo no obedezco a Dios.
¿Crees que no lo sé?
—La respuesta adecuada a una orden mía es «Sí, señor».
La sonrisa de Aquiles desapareció.
—Sí, señor.
—Me alegro de tenerte aquí—mintió Bean.
—Me alegro de estar aquí, señor —dijo Aquiles.
Bean estaba casi seguro de que Aquiles no le había mentido: su motivo para alegrarse era muy complicado y, ahora, ciertamente incluía, un renovado deseo de ver muerto a Bean.
Por primera vez, Bean comprendió el motivo por el que Ender casi siempre actuaba como si fuera ajeno a la amenaza de Bonzo. Era una elección sencilla, en realidad. Podía actuar para salvarse, o podía actuar para mantener el control sobre su escuadra. Para mantener la autoridad de un modo efectivo, Bean tenía que insistir en una obediencia y un respeto totales por parte de sus soldados, aunque eso significara denigrar a Aquiles, aunque eso representara exponerse a un peligro mayor.
Sin embargo, otra parte de él pensaba: Aquiles no estaría aquí si no tuviera la habilidad de un líder. Lo hizo de maravilla, como «padre» en Rotterdam. Es responsabilidad mía hacer que progrese lo mas rápidamente posible, por el bien de su utilidad potencial para la F.I…, no puedo dejar que mi miedo personal interfiera con eso, ni mi odio por lo que le hizo a Poke. Así que, aunque Aquiles sea la encarnación del mal, mi tarea es convertirlo en un soldado altamente eficaz con buenas posibilidades de ascender a comandante.
Mientras tanto, tendré mucho cuidado.
—Lo han llevado a la Escuela de Batalla, ¿verdad?
—Sor Carlotta, ahora mismo estoy de permiso. Eso significa que me han dado la patada, por sí no comprende cómo maneja la F.l. estos asuntos.
—¡Que le han dado la patada! Vaya forma de expresarlo. Tendrían que haberlo fusilado.
—Si las Hermanas de San Nicolás tuvieran conventos, su abadesa la obligaría a hacer una seria penitencia por ese pensamiento tan poco cristiano.
—Lo sacó usted del hospital en El Cairo y lo envió derecho al espacio. Aunque se lo advertí.
—¿No se ha dado cuenta de que ha telefoneado directamente? Estoy en la Tierra. Ya no dirijo la Escuela de Batalla.
—Es un asesino en serie, y usted lo sabe. No sólo mató a la niña de Rotterdam. Había un niño allí también, ése al que Helga llamaba Ulises. Encontraron su cadáver hace unas semanas.
—Aquiles ha estado todo el año en manos de médicos.
—El forense calcula que el asesinato tuvo lugar hace al menos un año. El cuerpo estaba oculto detrás de unos contenedores en la lonja de pescado. Cubrió el olor. Y eso no es todo. Un maestro del colegio donde lo ingresé.
—Ah. Es verdad. Usted lo ingresó en un colegio mucho antes de que yo lo hiciera.
—El maestro se cayó desde un piso superior y murió.
—No hay testigos. No hay pruebas.
—Exactamente.
—¿Ve una tendencia?
—Ese es mi argumento. Aquiles no mata de un modo negligente. Ni elige a sus víctimas a azar. Todo aquel que lo haya visto indefenso, lisiado, derrotado… no puede soportar la vergüenza. Tiene que expurgarla mediante la dominación absoluta de la persona que se atrevió a humillarlo.
—¿Ahora es usted psicólogo?
—Planteé los hechos a un experto.
—Los supuestos hechos.
—No estoy en un juicio, coronel. Estoy hablando con el hombre que ha metido a ese asesino en la escuela con el niño que elaboró el plan original para humillarlo. El niño que pidió su muerte. Mi experto me asegura que la posibilidad de que Aquiles no se vuelva contra Bean es cero.
—No es tan fácil como piensa, en el espacio. No hay muelles, para empezar.
—¿Sabe como supe que se lo habían llevado al espacio?
—Estoy seguro de que tiene sus fuentes, mortales y celestiales.
—Mi querida amiga, la doctora Vivian Delamar, fue la cirujano que reconstruyó la pierna de Aquiles.
—Que yo recuerde, la recomendó usted.
—Antes de saber lo que era realmente Aquiles. Cuando lo descubrí, la llamé. La advertí de que tuviera cuidado. Porque mi experto dijo que también ella corría peligro.
—¿La persona que restauró su pierna? ¿Por qué?
—Nadie lo ha visto más indefenso que la cirujano que lo operó mientras yacía drogado hasta las trancas. Desde un punto de vista racional, estoy segura de que sabía que era malo dañar a esta mujer que le hizo tanto bien. Pero claro, lo mismo podía decirse de Poke, la primera vez que mató. Si es que ésa fue la primera vez.
—Entonces… la doctora Vivían Delamar. Usted la alertó. ¿Y que vió? ¿Murmuró él una confesión bajo los efectos de la anestesia?
—Nunca lo sabremos. La mató.
—Está usted bromeando.
—Estoy en El Cairo. Mañana será el funeral. Dijeron que se trataba de un infarto hasta que los insté a buscar la marca de una hipodérmica. Encontraron una, y ahora se considera asesinato. Aquiles sabe leer. Descubrió qué drogas necesitaba. Lo que no sé es cómo consiguió que ella se quedara quieta.
—¿Cómo puedo creer esto, sor Carlotta? El niño es generoso, simpático, la gente se siente atraída hacia él, es un líder nato. La gente de este tipo no mata.
—¿Quiénes son los muertos? El maestro que se burló de él por su ignorancia cuando llegó por primera vez a la escuela y lo puso en evidencia delante de la clase. La doctora que lo vio bajo los efectos de la anestesia. La niña de la calle de cuya banda se encargó. El niño de la calle que juró que iba a matarlo y lo obligó a esconderse. Tal vez ese argumento convencería a un jurado, pero no a usted.
—Sí, me ha convencido de que, en efecto, podría existir ese peligro. Pero ya alerté a los profesores de la Escuela de Batalla de que podría haber algún riesgo. Y ahora ya no estoy al mando de la Escuela de Batalla.
—Siga en contacto. Si les da una advertencia más urgente, tomarán medidas.
—Les daré la advertencia adecuada.
—Me está mintiendo.
—¿Puede decir eso por teléfono?
—¡Quiere exponer a Bean al peligro!
—Hermana… si, eso quiero. Lo que pueda hacer, lo haré.
—Si permite que a Bean le ocurra algo, Dios se lo hará pagar.
—Tendrá que ponerse en cola, sor Carlotta. La corte marcial de la F.l. tiene preferencia.