El conserje vivía en el piso de arriba. Planta baja, primer piso, segundo piso, tercero. Bean se acercó a los buzones y trató de leer los nombres, pero se encontraban demasiado altos en la pared y los nombres estaban todos gastados. Incluso faltaban algunas de las etiquetas.
Aunque, la verdad fuera dicha, tampoco es que supiera el nombre del conserje. No había motivos para pensar que lo habría reconocido ni aunque hubiera podido leerlo en los buzones.
La escalera exterior no llegaba hasta el piso de arriba. Debía de haber sido construida para la consulta de un médico en la primera planta. Y como estaba oscuro, la puerta en lo alto de la escalera se encontraba cerrada.
Lo único que podía hacer era esperar. Podía esperar toda la noche y entrar en el edificio por algún sitio por la mañana, o alguien volvería por la noche y se colaría por alguna puerta detrás de él.
Se quedó dormido y se despertó; luego se durmió y volvió a despertarse. Le preocupaba que algún policía pudiera verlo y lo echara, así que cuando despertó por segunda vez abandonó toda pretensión de estar de guardia. Se escabulló bajo la escalera y se acurrucó allí para pasar la noche.
Una risotada de borracho lo despertó. Todavía estaba oscuro, y empezaba a lloviznar: no lo suficiente para que la escalera empezara a gotear, así que Bean estaba seco. Asomó la cabeza para ver quién reía. Eran un hombre y una mujer, los dos alegrotes por el alcohol, el hombre la acariciaba y la pellizcaba furtivamente, la mujer lo apartaba con bofetadas medio en serio medio en broma.
—¿No puedes esperar? — dijo ella.
—No.
—Vas a quedarte dormido sin hacer nada.
—No esta vez —dijo él. Entonces vomitó.
Ella puso cara de asco y continuó sin él. El hombre la siguió, tambaleándose.
—Ahora me siento mejor—afirmó—. Mucho mejor.
—Ha subido el precio —respondió ella fríamente—. Y te cepillarás los dientes primero.
—Claro que me cepillaré los dientes.
Ahora estaban justo delante del edificio. Bean esperaba para poder colarse tras ellos.
Entonces se dio cuenta de que no tenía que esperar. El hombre era el conserje de siempre.
Bean salió de las sombras.
—Gracias por traerlo a casa —le dijo a la mujer.
Los dos lo miraron, sorprendidos.
—¿Quién eres tú? — preguntó el conserje.
Bean miró a la mujer y puso los ojos en blanco.
—No está tan borracho, espero —dijo. Se volvió hacia el conserje—. A mamá no le hará gracia ver que vuelves otra vez en este estado.
—¡Mamá! — gritó el conserje—. ¿De quién demonios estás hablando?
La mujer le dio un empujón al conserje. Él se sentía tan débil que chocó contra la pared, y luego se deslizó hasta caer de culo en la acera.
—Tendría que haberlo sabido —dijo la mujer—. ¿Me llevas a casa con tu esposa?
—No estoy casado. Este niño no es mío.
—Estoy segura de que dices la verdad —manifestó la mujer—. Pero será mejor que lo ayudes a subir la escalera de todas formas. Mamá espera.
Se volvió para marcharse.
—¿Qué hay de mis cuarenta pavos? — preguntó él, dudoso, sabiendo la respuesta de antemano.
Ella hizo un gesto obsceno y se perdió en la noche.
—Pequeño hijo de puta —espetó el conserje.
—Tenía que hablar con usted a solas.
—¿Quién demonios eres? ¿Quién es tu madre?
—Eso es lo que vengo a averiguar —explicó Bean—. Soy el bebé que usted encontró y trajo a casa. Hace tres años.
El hombre lo miró, estupefacto.
De repente, se encendió una luz, y luego otra. Bean y el conserje quedaron rodeados por los focos de las linternas. Cuatro policías convergieron hacia ellos.
—No te molestes en correr, chaval —dijo un poli—. Ni usted, don buscafiestas.
Bean reconoció la voz de sor Carlotta:
—No son unos delincuentes —decía—. Necesito hablar con ellos. En su apartamento.
—¿Me ha seguido? — le preguntó Bean.
—Sabía que lo andabas buscando —respondió ella—. No quería interferir hasta que lo encontraras. Por si te creías más listo que nadie, jovencito, interceptamos a cuatro matones callejeros y dos conocidos pederastas que iban a por ti.
Bean puso los ojos en blanco.
—¿Cree que me he olvidado de cómo tratar con ellos?
Sor Carlotta se encogió de hombros.
—No quería que ésta fuera la primera vez que cometes un error en la vida —replicó con cierto tono sarcástico.
—Así que, como le dije, no hay nada que sonsacarle a ese Pablo de Noches. Es un inmigrante que vive para contratar prostitutas. Uno más de todos esos pobres diablos indignos que han venido aquí desde que Holanda se convirtió en territorio internacional.
Sor Carlotta había esperado pacientemente a que el inspector soltara su discursito condescendiente.
Pero cuando habló de la indignidad del hombre, no pudo dejar pasar la observación.
—Recogió a ese bebé —constató—. Y le dio de comer y lo cuidó.
El inspector descartó la explicación.
—¿Necesitábamos un pillastre callejero más? Porque eso es lo único que la gente como él producen.
—No es cierto que no descubrieran nada —dijo sor Carlotta—. Descubrieron el lugar donde halló al niño.
—Y la gente que alquiló el edificio en esa época es imposible de localizar. Una empresa que nunca existió. No hay ningún hilo del que tirar, ninguna forma de seguirlos.
—Pero eso ya es algo —dijo sor Carlotta—. Le digo que esa gente tenía a muchos niños en ese lugar, y que lo cerraron rápidamente, llevándose a todos los niños menos a uno. Me dice usted que el nombre de la empresa es falso y que no se puede localizar. Por su experiencia, ¿no dice eso mucho sobre lo que sucedía en ese edificio?
El inspector se encogió de hombros.
—Por supuesto. Obviamente era una granja de órganos.
Los ojos de sor Carlotta se llenaron de lágrimas.
—¿Y ésa es la única posibilidad?
—En las familias ricas nacen un montón de bebés con defectos congénitos —explicó el inspector—. Existe un mercado ilegal de órganos de niños y bebés. Cuando localizamos una granja de órganos, la cerramos de inmediato. Quizás nos estábamos acercando a esa granja y se enteraron y borraron el chiringuito del mapa. Pero en el departamento no consta ningún informe de esa época relacionado con las granjas de órganos. Así que tal vez plegaron velas por otro motivo. Nada de nada.
Pacientemente, sor Carlotta pasó por alto su incapacidad para advertir lo valiosa que era esa información.
—¿De dónde vienen los bebés?
El inspector la miró, inexpresivo, como si pensara que ella le estaba pidiendo que le explicara las verdades de la vida.
—La granja de órganos —dijo ella—. ¿De dónde sacan a los bebés?
El inspector se encogió de hombros.
—Abortos tardíos, normalmente. Algunos acuerdos con las clínicas, una donación. Cosas así.
—¿Y no existen más fuentes?
—Bueno, no sé. ¿Secuestros? No creo que pueda ser un factor a considerar, no hay tantos bebés que puedan escapar a la seguridad de los hospitales. ¿Gente que vende bebés? He oído hablar de ello, sí. Llegan refugiados pobres con ocho hijos, y unos cuantos años más tarde tienen sólo seis, y lloran por los que murieron, pero ¿quién puede demostrar nada? No se puede seguir ninguna pista.
—Se lo pregunto —dijo sor Carlotta— porque este niño no es normal. Nada normal.
—¿Tiene tres brazos?
—Es brillante. Precoz. Escapó de este lugar antes de tener un año. Antes de poder andar.
El inspector reflexionó durante un instante.
—¿Se escapó gateando?
—Se escondió en el depósito de agua de una cisterna.
—¿Levantó la tapa antes de cumplir un año?
—Dijo que le costó trabajo.
—No, probablemente fuera de plástico barato, no de porcelana. Ya sabe cómo son esos apliques de fontanería institucionales.
—Pero ahora puede comprender por qué quiero descubrir a los progenitores de este niño. Debe de ser una combinación de padres milagrosa.
El inspector se encogió de hombros.
—Algunos niños nacen listos.
—Pero hay un componente hereditario en esto, inspector. Un niño como éste debe de haber tenido… unos padres notables. Padres que habrán destacado por la brillantez de sus mentes.
—Tal vez sí, tal vez no —observó el inspector—. Quiero decir que algunos de esos refugiados tal vez sean inteligentes, pero son tiempos de desesperación. Para salvar a los otros niños, tienen que vender a un bebé. Eso es lo inteligente. No descarte que los padres de este niño brillante que tiene sean unos refugiados.
—Supongo que eso es posible, sí—reconoció sor Carlotta.
—No obtendrá más información. Porque este Pablo de Noches no sabe nada. Apenas pudo decirme el nombre de la ciudad de España de donde escapó.
—Estaba borracho cuando lo interrogaban.
—Lo interrogaremos de nuevo cuando esté sobrio —aseguró el inspector—. La mantendremos informada. Por el momento, conténtese con lo que ya le he dicho, porque no disponemos de ningún dato más.
—Sé todo lo que necesito saber por ahora —comentó sor Carlotta—. Basta con tener conocimiento de que este niño es un auténtico milagro, creado por Dios para un gran propósito.
—No soy católico —dijo el inspector.
—Dios le ama igualmente —dijo alegremente sor Carlotta.
—¿Por qué me entrego un pilluelo de cinco años para que lo atienda?
—Usted ya ha visto los resultados.
—¿Y se supone que tengo que tomármelos en serio?
—Dado que todo el programa de la Escuela de Batalla se basa en lo fiabilidad de nuestro programa de pruebas juveniles, sí, creo que debería tomar los resultados en serio. Realicé una pequeña investigación. No hay ningún niño que haya superado esas puntuaciones. Ni siquiera su alumno estrella.
—No dudo de la validez de las pruebas, sino de fa examinadora.
—Sor Carlotta es monja. Nunca encontrará a una persona más honrada.
—Las personas honradas también se engañan a sí mismas. Querer con tanto desespero, después de tantos años de búsqueda, encontrar a un niño, sólo uno, que haga que merezca la pena todo ese trabajo.
—Y ella lo ha encontrado.
—Mire cómo. Sus primeros informes señalan a ese Aquiles, y este… este Bean, esta Legumbre, es sólo una rectificación. Entonces Aquiles desaparece, no se le vuelve a mencionar. ¿Murió? ¿No quería ella conseguir que lo operaran de la pierna? Y ahora Haricort Vert es su candidato.
—Se llama a sí mismo «Bean». Igual que su Andrew Wiggin se llama «Ender».
—No es mi Andrew Wiggin.
—Y Bean tampoco es de sor Carlotta. Si ella tendiera a trucar las notas o repartir mal las pruebas, habría colocado a otros estudiantes en el programa hace mucho tiempo, y ya sabríamos que no es digna de confianza. Pero nunca se ha comportado de este modo. Encuentra a los niños más desesperados, les hace un sitio en la Tierra o en un programa no comando. Creo que simplemente está usted molesto porque ya ha decidido centrar toda su atención y energía en el chico Wiggin, y no desea que le distraigan.
—¿Cuándo me he dormido yo en los laureles?
—Si mi análisis es equivocado, perdóneme.
—Naturalmente que le daré una oportunidad a ese niño. Aunque no me crea la puntuación.
—No sólo una oportunidad. Promociónelo, hágale pruebas. Desafíelo. No lo deje languidecer.
—Subestima nuestro programa. Promocionamos, examinamos y desafiamos a todos nuestros estudiantes.
—Pero algunos están más capacitados que otros.
—Algunos aprovechan mejor el programa que otros.
—Me muero de ganas de hablarle a sor Carlotta de su entusiasmo.
Sor Carlotta lloró cuando le dijo a Bean que era hora de que se marchara. Bean no lloró.
—Comprendo que tengas miedo, Bean, pero no temas —dijo ella—. Allí estarás a salvo, y hay tanto que aprender… Por la forma en que adquieres conocimientos, serás muy feliz en un periquete. No me echarás de menos.
Bean parpadeó. ¿Por qué sospechaba que estaba asustado? ¿Por qué creía que la echaría de menos?
No sentía nada de eso. Al principio, tal vez habría estado dispuesto a sentir algo hacia ella. Era amable. Le daba de comer. Lo mantenía a salvo, le daba una vida.
Pero entonces encontró a Pablo, el conserje, y allí estaba sor Carlotta, impidiendo que hablara con el hombre que le había salvado mucho antes que ella. No le dijo nada de lo que le contó Pablo, ni nada que hubiera descubierto sobre el sitio limpio.
A partir de ese momento, dejó de confiar en ella. Bean sabía que fuera lo que fuese lo que estaba haciendo sor Carlotta no era por él. Lo utilizaba. No sabía para qué. Tal vez podría ser algo que él mismo habría elegido. Pero no le decía la verdad. Tenía secretos para él. Igual que Aquiles.
Así que durante los meses en que fue su maestra, se fue distanciando cada vez más de ella. Todo lo que le enseñaba, lo aprendía… y lo que no le enseñaba también. Realizaba todos los exámenes que le ponía, y los hacía bien; pero no le mostraba nada que hubiera aprendido que no le hubiera enseñado ella.
Naturalmente, la vida con sor Carlotta era mejor que la vida en las calles: no tenía ninguna intención de volver. Pero no le merecía confianza alguna. Estaba en guardia todo el tiempo. Tenía cuidado, como cuando era miembro de la familia de Aquiles. Aquellos pocos días, al principio, cuando lloraba delante de ella, cuando se permitía hablar libremente…, eso fue un error que no volvería a repetir. La vida era mejor, pero no estaba a salvo, y éste no era su hogar.
Sabía que cuando ella lloraba, era porque lo sentía. Lo quería de verdad, y lo echaría de menos cuando se marchara. Después de todo, había sido un niño perfecto, dócil, agudo, obediente. Para ella, eso significaba que era «bueno». Para él, era sólo un modo seguro de tener acceso a la comida y la educación. No era estúpido.
¿Por qué suponía ella que tenía miedo? Porque ella temía por él. Por tanto, debía de haber algo que temer. Tendría cuidado.
¿Y por qué suponía que la echaría de menos? Porque ella lo echaría de menos a él, y no podía imaginar que lo que sentía no fuera compartido por él también. Se había formado una falsa imagen de él. Como los juegos de «Imaginemos» que había tratado de jugar con él un par de veces. Regresaba a su propia infancia, sin duda, a la casa donde creció y donde siempre había comida. Bean no tenía que fingir nada para ejercitar su imaginación cuando deambulaba por la calle. En cambio, tenía que imaginar algún plan para conseguir comida, para hacerse amigo de una banda, para sobrevivir cuando sabía que parecía inútil a todo el mundo. Tuvo que imaginar cómo y cuándo decidiría Aquiles atacarlo por haberle dicho a Poke que lo matara. Y tuvo que imaginar peligros en cada esquina, un matón dispuesto a pelear por cada monda de comida. Oh, tenía imaginación de sobra. Pero no tenía ningún interés en jugar a «Imaginemos».