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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La rueda de la vida (7 page)

BOOK: La rueda de la vida
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Yo estaba atareadísima tratando de encontrar comida para los refugiados hambrientos. Con la ayuda de otro aprendiz de laboratorio, un pícaro llamado Baldwin al que le encantaba inventar travesuras, ideamos un plan para llenar esos plañideros estómagos. Durante varias noches seguidas pedimos comidas completas a la cocina del hospital, las poníamos en enormes carros y las distribuíamos entre los niños. Si quedaba algo, se lo dábamos a los adultos. Finalmente, cuando niños y adultos por igual estaban limpios, vestidos y comidos, eran trasladados a diversas escuelas de la ciudad y dejados a cargo de la Cruz Roja.

Yo sabía que inevitablemente iban a detectar el desvío de esos preciados alimentos y que en consecuencia tomarían medidas disciplinarias. Por eso, cuando el doctor Weitz me llamó a su oficina, acudí con la esperanza de que el castigo no fuera demasiado severo, pero la verdad es que me imaginaba que me iba a despedir. Además del asunto de la comida, había olvidado totalmente pedir disculpas por no hacer mi trabajo de laboratorio, y ni siquiera me había presentado a saludar a mi jefe. Pero en lugar de despedirme, el doctor Weitz me felicitó. Me dijo que me había observado desde lejos cuando estaba trabajando con los niños y que jamás había visto a nadie tan absorto y feliz con su trabajo.

—Debe cuidar a los niños refugiados —me dijo—. Ese es su destino.

Nada podría haberme aliviado ni estimulado más. Después el doctor me habló de la urgente necesidad de atención médica en su país natal asolado por la guerra, Polonia. Las terribles historias que me contó, sobre todo las de niños en campos de concentración, me conmovieron profundamente, me hicieron llorar. Su familia había sufrido enormemente.

—Necesitamos personas como usted allá. Si puede, si termina su aprendizaje, tiene que prometerme que irá a Polonia y me ayudará a hacer este trabajo allí.

Agradecida por no haber sido despedida, y también animada por sus palabras, se lo prometí.

Pero aún faltaba la otra parte. Esa noche, el administrador jefe del hospital nos llamó a Baldwin y a mí a su despacho. Rendida de cansancio sólo sentí desdén por ese burócrata gordo, mimado y pagado de sí mismo, sentado ante su escritorio de caoba aspirando un puro y mirándonos como si fuéramos ladrones. Nos exigió que pagáramos el precio de los cientos de comidas que les servimos a los niños refugiados o que entregáramos la cantidad equivalente en cupones de racionamiento. «Si no, quedáis despedidos inmediatamente.»

Yo me sentí aniquilada, porque no quería perder mi empleo ni dejar mi aprendizaje, pero no tenía la menor posibilidad de conseguir ese dinero. Cuando bajé al sótano, el doctor Weitz presintió que ocurría algo terrible y me obligó a contárselo. Movió la cabeza disgustado y me dijo que no me preocupara por la burocracia. Al día siguiente fue a ver a los jefes de la comunidad judía de Zúrich y con su ayuda se pagó rápidamente al hospital las comidas no autorizadas con una enorme cantidad de cartillas de racionamiento. Eso no sólo me permitió conservar el trabajo sino que me reafirmó en la promesa que le hiciera a mi benefactor el doctor Weitz de contribuir a la reconstrucción de Polonia una vez que acabara la guerra. No tenía idea de lo pronto que sería eso.

Durante los años anteriores, en incontables ocasiones había ayudado a mi padre a preparar para los invitados nuestra cabaña de montaña en Aniden, pero resultó diferente cuando me pidió que lo acompañara allí a comienzos de enero de 1945. En primer lugar, yo necesitaba ese descanso de fin de semana; y a su vez él me prometió que los invitados eran personas que me iban a encantar; y tenía razón. Nuestros invitados pertenecían al Servicio Internacional de Voluntarios por la Paz; eran veinte en total, en su mayoría jóvenes y procedentes de todas partes de Europa. A mí me parecieron un grupo de idealistas inteligentes. Después de mucho cantar, reír y comer vorazmente, escuché embelesada su explicación de las tareas que realizaba la organización, fundada después de la Primera Guerra Mundial y que posteriormente sirvió de modelo para los Cuerpos de Paz estadounidenses: se dedicaban a crear un mundo de paz y colaboración.

¿Paz mundial? ¿Cooperación entre los países y pueblos? ¿Ayudar a los pueblos asolados de Europa cuando la guerra terminara? Ésos eran mis sueños más ambiciosos. Sus relatos sobre trabajos humanitarios sonaron a mis oídos como música celestial. Cuando descubrí que había una sucursal en Zúrich, no pensé en otra cosa que inscribirme, y en cuanto advertí señales de que la guerra iba a terminar pronto, llené una solicitud y me imaginé abandonando la pacífica isla que era Suiza para ayudar a los supervivientes de los países de Europa devastados por la guerra.

Hablando de música celestial, no hubo sinfonía más maravillosa que la que llenó el aire el 7 de mayo de 1945, el día que acabó la guerra. Yo estaba en el hospital. Como si obedecieran a una señal, pero de forma espontánea, las campanas de las iglesias de toda Suiza comenzaron a tañer al unísono, haciendo vibrar el aire con los repiques jubilosos de la victoria y, por encima de todo, de la paz. Con la ayuda de varios trabajadores del hospital, llevé a los pacientes al terrado, uno a uno, incluso a aquellos que no podían levantarse de la cama, para que pudieran gozar de la celebración.

Fueron momentos que todos compartimos, ancianos, personas débiles y recién nacidos.

Algunos de pie, otros sentados, incluso varios en silla de ruedas o tendidos en camillas, algunos sufriendo intensos dolores. Pero en aquel momento eso no importaba. Estábamos unidos por el amor y la esperanza, la esencia de la existencia humana, y para mí fue algo muy hermoso e inolvidable.

Lamentablemente, era sólo una ilusión.

Cualquiera que creyera que la vida había vuelto a la normalidad, sólo tenía que entrar en el Servicio de Voluntarios por la Paz. A los pocos días de terminadas las celebraciones, me llamó el jefe de un contingente de unos cincuenta voluntarios que planeaban atravesar la frontera de Francia, recién abierta, para reconstruir Écurcey, una pequeña y antaño pintoresca aldea que había sido destruida casi totalmente por los nazis. Quería que me uniera a ellos. No podía imaginar nada mejor que dejarlo todo e ir, aunque para lograrlo tendría que superar muchos obstáculos.

Como es lógico estaba mi trabajo; pero el doctor Weitz, mi principal respaldo, me concedió de inmediato la excedencia del trabajo en el hospital. En casa la historia fue muy distinta. Cuando saqué el tema durante la cena, más como un hecho que como petición de permiso, mi padre exclamó que estaba loca, y que además era ingenua al no pensar en los peligros que arrostraría allí. Mi madre, tal vez pensando en el porvenir más previsible de mis hermanas, sin duda deseó que me pareciera más a ellas en lugar de exponerme a los peligros de las minas terrestres, la escasez de alimentos y las enfermedades. Pero ninguno comprendió mis deseos. Mi destino, el que fuera, aún estaba muy lejano, en algún lugar del desierto del sufrimiento humano.

Si quería llegar allí, si alguna vez iba a conseguir ayudar a los demás, tenía que ponerme en marcha.

8. El sentido de mi vida

Parecía una adolescente camino del campamento de vacaciones cuando entré en Écurcey montada en una vieja bicicleta que alguien encontró en la frontera. Ésa era la primera vez que me aventuraba fuera de las seguras fronteras suizas, y allí recibí un curso acelerado sobre las tragedias que la guerra había dejado a su paso. La típica y pintoresca aldea que fuera Écurcey antes de la guerra había sido totalmente arrasada. Por entre las casas derruidas vagaban sin rumbo algunos jóvenes, todos heridos. El resto de la población lo formaba en su mayoría personas ancianas, mujeres y un puñado de niños. Había además un grupo de prisioneros nazis encerrados en el sótano de la escuela.

Nuestra llegada fue un gran acontecimiento. Todo el pueblo salió a recibirnos, entre ellos el propio alcalde, el cual manifestó que en su vida se había sentido tan agradecido. Yo sentía lo mismo; mi gratitud era inmensa por la oportunidad de servir a personas que necesitaban asistencia. Todo el grupo de voluntarios vibrábamos de vitalidad. Rápidamente puse en práctica todo lo que había aprendido hasta ese momento, desde las elementales técnicas de supervivencia que me había enseñado mi padre en las excursiones por las montañas hasta los rudimentos de medicina que había aprendido en el hospital. El trabajo era tremendamente gratificante. Cada día estaba lleno de sentido.

Las condiciones en que vivíamos eran malísimas, pero yo no podría haberme sentido más feliz.

Dormíamos en camastros desvencijados o en el suelo bajo las estrellas. Si llovía nos mojábamos.

Nuestras herramientas consistían en picos, hachas y palas. Una mujer sesentona que iba con nosotros nos contaba historias de trabajos similares después de la Primera Guerra Mundial, en 1918.

Nos hacía sentir bienaventurados por lo que teníamos, por poco que fuese.

Por ser la más joven de las dos voluntarias, se me encomendó la tarea de cocinar. Puesto que ninguna de las casas que seguían en pie tenía cocina aprovechable, entre varios construimos una al aire libre, con un enorme hornillo de leña. El mayor problema era los alimentos. Las raciones que llevábamos desaparecieron casi en seguida al distribuirlas por toda la aldea; en la tienda de comestibles, que estaba milagrosamente intacta, no quedaba nada, aparte del polvo en las estanterías. Varios voluntarios se pasaban todo el día explorando los bosques y granjas de los alrededores para conseguir alimentos suficientes para una sola comida. En una ocasión sólo dispusimos de un pescado frito para alimentar a cincuenta personas. Pero compensábamos la falta de carne, patatas y mantequilla con animada camaradería. Por la noche nos reuníamos a contar historias y a entonar canciones, con las que, según descubrí después, disfrutaban los prisioneros alemanes desde el sótano de la escuela. Los días siguientes a nuestra llegada observamos que todas las mañanas sacaban a los prisioneros y los obligaban a caminar por toda la zona. Cuando volvían, a la caída del sol siempre faltaban uno o dos. Haciendo preguntas nos enteramos de que los utilizaban para detectar minas. Los que no volvían habían saltado en pedazos al pisar una de las minas que ellos mismos habían puesto. Horrorizados, pusimos fin a esa práctica amenazando con ir caminando delante de los alemanes; convencimos a los aldeanos de que era mejor emplear a los nazis en los trabajos de construcción.

A excepción de los habitantes de la aldea, nadie odiaba más a los nazis que yo. Si las atrocidades cometidas en esa aldea no hubieran sido suficientes para atizar mi hostilidad, sólo tenía que pensar en el doctor Weitz preguntándose en el laboratorio si seguirían con vida sus familiares en Polonia. Pero durante las primeras semanas que pasé en Ecurcey comprendí que esos soldados eran seres humanos derrotados, desmoralizados, hambrientos y asustados ante la idea de volar en pedazos en sus campos minados, y me dieron lástima.

Dejé de pensar que eran nazis y empecé a considerarlos simplemente hombres necesitados.

Por la noche les pasaba pequeñas pastillas de jabón, hojas de papel y lápices a través de los barrotes de hierro de las ventanas del sótano. Ellos a su vez expresaron sus más hondos sentimientos en conmovedoras cartas a la familia. Yo las guardé entre mi ropa para enviarlas a sus parientes cuando estuviera de vuelta en casa. Años después, las familias de esos soldados, la mayoría de los cuales regresó con vida, me hicieron llegar misivas de sincera gratitud. En realidad, el mes que pasé en Ecurcey, a pesar de las penurias y a pesar de que sentí tener que abandonar la aldea, no podría haber sido más positivo. Reconstruimos casas, es cierto, pero lo mejor que dimos a esas personas fue amor y esperanza.

Ellos a su vez confirmaron nuestra creencia de que ese trabajo era importante. Cuando nos marchábamos, el alcalde se acercó a mí para despedirme, y un anciano achacoso que se había hecho amigo de los voluntarios y que me llamaba la «cocinenta» me entregó una nota que decía:

«Has prestado un maravilloso servicio humanitario. Te escribo porque no tengo familia. Quiero decirte que, tanto si morimos como si continuamos viviendo aquí, jamás te olvidaremos. Acepta por favor la profunda y sincera gratitud y amor de un ser humano a otro.» En mi búsqueda por descubrir quién era yo y qué deseaba hacer en la vida, este mensaje me sirvió muchísimo. La maldad de la Alemania nazi recibió su merecido durante la guerra y cuando ésta terminó sus atrocidades continuaron siendo juzgadas. Pero comprendí que las heridas infligidas por la guerra, así como el consiguiente sufrimiento y dolor experimentados en casi todos los hogares (al igual que los actuales problemas de violencia, carencia de techo y el sida) no podían curarse a menos que la gente reconociera, como yo y los voluntarios por la paz, el imperativo moral de cooperar y ayudar.

Transformada por esa experiencia, me resultó difícil aceptar la prosperidad y abundancia de mi hogar suizo. Me costó mucho reconciliar las tiendas llenas de alimentos y las empresas prósperas con el sufrimiento y la ruina que había en el resto de Europa. Pero mi familia me necesitaba. Mi padre se había lesionado la cadera, y debido a eso habían puesto en venta la casa y se disponían a mudarse a un apartamento en Zúrich para estar más cerca de su oficina. Como mis hermanas se hallaban estudiando en Europa y mi hermano estaba en la India, yo me ocupé de empacar nuestras pertenencias y de otros detalles.

Tenía sentimientos encontrados. Con tristeza comprendí que había llegado la hora de despedirme de mi juventud, de esos maravillosos paseos por los viñedos, de mis bailes en mi soleada roca secreta. Al mismo tiempo, había madurado bastante y me sentía preparada para pasar a la siguiente fase. En resumen, volví a mi actividad en el laboratorio del hospital. En junio aprobé el examen de aprendizaje y al mes siguiente conseguí un maravilloso trabajo de investigación en el Departamento de Oftalmología de la Universidad de Zúrich. Pero mi jefe, el famoso médico y catedrático Marc Amsler, que me confió responsabilidades extraordinarias, entre ellas asistirlo en las operaciones, sabía que no entraba en mis planes trabajar allí más de un año. No sólo iba a estudiar en la Facultad de Medicina sino que además continuaba pensando en unirme al Servicio de Voluntarios por la Paz.

Y estaba la promesa hecha al doctor Weitz. Sí, Polonia seguía formando parte de mis planes.

—Ay, la golondrina emprende el vuelo otra vez —comentó el doctor Amsler cuando presenté mi dimisión después de que me llamaran del Servicio para encomendarme una nueva tarea.

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