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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La rueda de la vida (24 page)

BOOK: La rueda de la vida
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Yo me disponía a hablar, cuando repentinamente apareció una mujer entre el ascensor y la espalda del pastor N. Me quedé con la boca abierta. La mujer estaba flotando en el aire, casi transparente, y me sonreía como si nos conociéramos.

—¡Dios santo! ¿Quién es? —exclamé extrañada.

El pastor N. no tenía idea de lo que ocurría. A juzgar por su expresión, debía de pensar que me estaba volviendo loca.

—Creo que la conozco —dije—. Me está mirando.

—¿Qué? —preguntó él. Miró a su alrededor y no vio nada—. ¿De qué está hablando?

—Está esperando que usted entre en el ascensor, entonces se me acercará —le expliqué.

Seguramente durante todo ese rato el pastor había estado deseando huir, porque saltó dentro del ascensor como si se tratara de una red de seguridad. Y en cuanto se hubieron cerrado las puertas, la mujer, la aparición, se acercó a mí.

—Doctora Ross, he tenido que volver —me dijo—. ¿Le importaría si fuéramos a su despacho? Sólo necesito unos minutos.

Mi despacho estaba sólo a unos cuantos metros, pero fue la caminata más rara y perturbadora que había hecho en mi vida. ¿Estaría experimentando un episodio psicótico? Había estado algo estresada, sí, pero no tanto como para ver fantasmas, y mucho menos un fantasma que se detuvo ante mi despacho, abrió la puerta y me hizo pasar primero como si yo fuera la visita. Pero en cuanto cerró la puerta, la reconocí.

—¡Señora Schwartz!

¿Señora Schwartz? La señora Schwartz había muerto hacía diez meses y estaba enterrada. Sin embargo, allí estaba, en mi despacho, a mi lado. Era la misma de siempre, afable y reposada, aunque algo preocupada. Mi estado de ánimo era bastante diferente, tanto que tuve que sentarme para no desmayarme.

—Doctora Ross, he tenido que volver por dos motivos —me dijo claramente—. El primero, para agradecerles a usted y al reverendo Gaines todo lo que han hecho por mí.

Yo toqué mi pluma, los papeles y la taza de café para comprobar si eran reales. Sí, eran tan reales como el sonido de su voz.

—Pero el segundo motivo ha sido para decirle que no renuncie a su trabajo sobre la muerte y la forma de morir. Todavía no.

La señora Schwartz se aproximó al costado de mi escritorio y me dirigió una sonrisa radiante. Eso me dio un momento para pensar. ¿Era éste un suceso real? ¿Cómo sabía que yo pensaba renunciar?

—¿Me oye? Su trabajo acaba de empezar —continuó—. Nosotros le ayudaremos.

Aunque me resultaba difícil creer que eso estuviera ocurriendo, no pude evitar decirle:

—Sí, la oigo.

De pronto presentí que ella ya conocía mis pensamientos y todo lo que iba a decirle. Decidí pedirle una prueba de que estaba realmente allí; le pasé una hoja de papel y una pluma y le pedí que escribiera una breve nota para el reverendo Gaines. Ella escribió unas palabras de agradecimiento.

—¿Está satisfecha ahora? —me preguntó.

Francamente, yo no sabía qué era lo que sentía. Pasado un momento la señora Schwartz desapareció. Salí a buscarla por todas partes; no encontré nada. Volví corriendo a mi despacho y estudié detenidamente la nota, tocando el papel, analizando la letra, etcétera. Pero entonces me detuve. ¿Por qué dudarlo? ¿Para qué continuar haciéndome preguntas?

Como he comprendido desde entonces, si la persona no está preparada para las experiencias místicas, nunca va a creer en ellas. Pero si está receptiva, abierta, entonces no sólo las tiene y cree en ellas, sino que alguien puede cogerla y suspenderla en el aire con un pulgar y va a saber que ese alguien es absolutamente real. \

De pronto, lo último que deseaba en el mundo era dejar mi trabajo. Si bien a los pocos meses abandoné el hospital, esa noche me fui a casa llena de energía y entusiasmada ante el futuro. Sabía que la señora Schwartz me había impedido cometer un terrible error. Le envié su nota a Mwalimu, y todavía la tiene, que yo sepa. Durante muchísimo tiempo, él continuó siendo la única persona a quien le había contado lo de ese encuentro. Manny me habría regañado como todos los demás médicos. Pero Mwalimu era diferente.

Nos elevamos a otro plano. Hasta ese momento habíamos intentado definir la muerte, pero desde entonces nos dedicamos a mirar más allá, hacia una vida futura. Acordamos continuar entrevistando a pacientes y acumulando información sobre la vida después de la muerte. Después de todo, se lo había prometido a la señora Schwartz.

TERCERA PARTE

«EL BÚFALO»

26. Jeffy

A mediados de 1970, Manny sufrió un ataque al corazón bastante leve y fue hospitalizado. Supuse que no me pondrían impedimentos si llevaba a Kenneth y Barbara a visitarlo. Al fin y al cabo mi marido trabajaba allí como médico especialista, y el propio hospital se jactaba de organizar seminarios para el personal basados en mi libro. Existían motivos para esperar que había mejorado el trato a los enfermos y a sus familiares. Pero la primera vez que llevé a mis hijos a ver a su padre, nos detuvo un guardia fuera de la unidad coronaria alegando que estaba prohibida la entrada a los niños.

¿Rechazados? Eso lo podía arreglar yo sin dificultad. Al entrar en el hospital me había fijado en que estaban construyendo algo en el aparcamiento. Llevé a los niños hacia la parte trasera del edificio, encendí una linterna y los guié por un corredor que salía al patio exactamente a un lugar que estaba bajo la ventana de la habitación de Manny.

Desde allí lo saludamos agitando las manos y haciendo señales. Al menos los niños vieron que su padre estaba bien.

Esas medidas extremas tendrían que haber sido innecesarias. Los niños pasan por las mismas fases que los adultos cuando pierden a un ser querido. Si no se les ayuda, se quedan estancados y sufren graves traumas que se podrían evitar fácilmente. En el hospital de Chicago observé una vez a un niño que subía y bajaba en un ascensor. Al principio pensé que se había extraviado, pero después caí en la cuenta de que quería esconderse. Al fin él advirtió que lo estaba mirando y reaccionó arrojando unos trocitos de papel al suelo. Cuando se hubo marchado, recogí los trocitos y los junté para ver lo que había escrito: «Gracias por matar a mi papá.» Unas pocas visitas lo habrían preparado para la muerte de su padre.

Pero también yo tenía parte de culpa. Un mes antes de dejar definitivamente mi hospital, uno de mis enfermos moribundos me preguntó por qué nunca trabajaba con niños moribundos. «Pues sí que tiene razón», exclamé. Aunque dedicaba todo mi tiempo libre a ser una buena madre para Kenneth y Barbara, que se estaban convirtiendo en unos chicos simpáticos e inteligentes, evitaba trabajar con niños moribundos. Eso era irónico, si consideramos que mi mayor deseo había sido ser pediatra.

El motivo de mi aversión se me reveló con claridad una vez que pensé en ello. Cada vez que hablaba con un niño enfermo terminal, veía en él a Kenneth o a Barbara, y la sola idea de perder a uno de ellos me resultaba inconcebible.

Pero superé ese obstáculo aceptando un trabajo en el Hospital para Niños La Rábida. Allí tuve que tratar con criaturas muy graves, que padecían enfermedades crónicas y estaban moribundos. Eso era lo mejor que había hecho hasta entonces. Pronto lamenté no haber trabajado con ellos desde el comienzo.

Los niños eran incluso mejores maestros que los adultos. A diferencia de éstos, los niños no habían acumulado capas y capas de «asuntos inconclusos». No tenían toda una vida de relaciones deterioradas ni un curriculum de errores. Tampoco se sentían obligados a simular que todo iba bien. Por intuición sabían lo enfermos que estaban e incluso que se estaban muriendo, y no ocultaban los sentimientos que eso les producía.

Un niño pequeño que tenía una enfermedad renal crónica, llamado Tom, es un buen ejemplo del tipo de niños con los que trabajé allí. No había superado el tener que estar siempre hospitalizado con una afección renal. Nadie lo escuchaba. En consecuencia, tenía mucha rabia acumulada y se negaba a hablar. Las enfermeras se sentían frustradas. En lugar de permanecer sentada junto a su cama, lo llevé a un lago cercano. De pie en la orilla, comenzó a arrojar piedras al agua. Muy pronto ya estaba despotricando contra su riñon y todos los demás problemas que le impedían llevar la vida normal de un niño.

Pero al cabo de veinte minutos ya era otro. Mi único truco consistió en proporcionarle el alivio de expresar sus sentimientos reprimidos.

Además, yo era una buena oyente. Recuerdo a una niña de doce años que estaba hospitalizada enferma de lupus. Pertenecía a una familia muy religiosa y su mayor ilusión era pasar la Navidad con ellos. Yo comprendía que para ella era muy importante, y no sólo porque la Navidad también era muy especial para mí. Pero su médico se negó a darle permiso para salir del hospital, convencido de que hasta un leve resfriado podría resultar fatal.

—¿Y si hacemos todo lo que esté en nuestra mano para evitar que coja un resfriado? —le propuse.

Cuando vi que eso no lo convencía, entre la musicoterapeuta de la niña y yo la metimos en un saco de dormir y la llevamos a escondidas a su casa, sacándola por la ventana. Allí estuvo cantando canciones de Navidad hasta bien entrada la noche.

Aunque volvió al hospital a la mañana siguiente, jamás he visto una niña más feliz. Varias semanas después, cuando la niña ya había muerto, su estricto médico reconoció que se alegraba de que hubiera realizado su mayor deseo antes de morir.

En otra ocasión me tocó ayudar al personal del hospital a superar el sentimiento de culpa por la muerte repentina de una adolescente.

Aunque la chica estaba tan grave que tenía que guardar cama permanentemente, su estado no le impidió enamorarse de uno de los terapeutas ocupacionales. Era tremendamente animosa.

Para Halloween, el personal organizó una fiesta a la que ella asistió, como invitada especial, en silla de ruedas. Fue un gran jolgorio, con música y baile. En un arranque de espontaneidad, la chica se bajó de la silla de ruedas para bailar con su chico favorito. De pronto, después de dar unos pocos pasos, cayó desplomada al suelo, muerta.

No hace falta decir que la fiesta se acabó, pero todo el mundo quedó con un tremendo sentimiento de culpabilidad.

Cuando hablé con el personal durante una sesión, les pregunté qué habría sido más importante para la niña: ¿vivir unos cuantos meses más, inválida, o bailar con el amor de su vida en una fabulosa fiesta?

—Si algo lamentó —les dije—, fue que el baile no durara más rato.

¿No es eso cierto de la vida en general? Al menos tuvo la oportunidad de bailar.

Aceptar la realidad de que los niños mueren nunca resulta fácil, pero he visto que los niños moribundos, mucho más que los adultos, dicen exactamente lo que necesitan para estar en paz. La mayor dificultad está en escucharlos y hacerles caso. Mi mejor ejemplo es Jeffy, un niño de nueve años que había estado enfermo de leucemia la mayor parte de su vida. A lo largo de los años he contado innumerables veces su historia, pero ha sido tan beneficiosa y Jeffy se ha convertido en un amigo tan querido, que voy a repetir uno de mis recuerdos de él, que aparece en mi libro
Morir es de vital importancia
:

[Jeffy] no paraba de entrar y salir del hospital. Estaba muy mal cuando lo vi por última vez en su habitación del hospital. Padecía una afección del sistema nervioso central; parecía un hombrecito borracho. Tenía la piel muy blanca, pálida, casi incolora. Con gran dificultad lograba sostenerse en pie. Muchas veces se le había caído todo el pelo después de la quimioterapia.

Ya no toleraba ni mirar una jeringa, y todo le resultaba terriblemente doloroso.

Yo sabía que a ese niño le quedaban, como mucho, unas pocas semanas de vida. Ese día fue un médico joven y nuevo el que le pasó visita. Cuando entré en la habitación oí que les decía a los padres que iba a intentar otra quimioterapia.

Les pregunté a los padres y al médico si le habían preguntado a Jeffy si estaba dispuesto a aceptar otra tanda de tratamiento. Dado que los padres lo amaban incondicionalmente, me permitieron hacerle la pregunta al niño delante de ellos. Jeffy me dio una respuesta preciosa, de ese modo en que hablan los niños.

—No entiendo por qué ustedes las personas mayores nos hacen enfermar tanto a los niños para ponernos bien—dijo sencillamente.

Hablamos de eso. Esa era su manera de expresar los naturales quince segundos de rabia. Ese niño tenía suficiente dignidad, autoridad interior y amor por sí mismo para atreverse a decir «No, gracias» a la quimioterapia. Sus padres fueron capaces de oír ese «no», de respetarlo y aceptarlo.

Después quise despedirme de Jeffy, pero él me dijo:

—No, quiero estar seguro de que hoy me llevarán a casa.

Si un niño dice «Llévenme a casa hoy» significa que siente una enorme urgencia, y tratamos de no aplazarlo. Por lo tanto, les pregunté a sus padres si estaban dispuestos a llevárselo a casa. Ellos lo amaban tanto que tenían el valor necesario para hacerlo. Nuevamente quise despedirme. Pero Jeffy, como todos los niños, que son terriblemente sinceros y sencillos, me dijo:

—Quiero que me acompañe a casa.

Yo consulté mi reloj, lo que en leguaje simbólico significa: «Es que no tengo tiempo para acompañar a casa a todos mis niños, ¿sabes?» No dije ni una sola palabra, pero él lo entendió al instante.

—No se preocupe —me dijo—, sólo serán diez minutos.

Lo acompañé a su casa, sabiendo que en esos próximos diez minutos él iba a concluir su asunto pendiente. Viajamos en el coche, sus padres, Jeffy y yo; al llegar al final del camino de entrada, se abrió la puerta del garaje. Ya dentro del garaje nos apeamos. Con mucha naturalidad, Jeffy le dijo a su padre:

—Baja la bicicleta de la pared.

Jeffy tenía una flamante bicicleta que colgaba de dos ganchos en la pared del garaje. Durante mucho tiempo, su mayor ilusión había sido poder dar, por una vez en su vida, una vuelta a la manzana en bicicleta.

Su padre le compró esa preciosa bicicleta, pero debido a su enfermedad el niño nunca había podido montarse en ella y la bici llevaba tres años colgada en la pared. Y en ese momento Jeffy le pidió a su padre que la bajara. Con lágrimas en los ojos le pidió también que le pusiera las ruedecitas laterales. No sé si se dan cuenta de cuánta humildad necesita tener un niño de nueve años para pedir que le pongan a su bicicleta esas ruedas de apoyo, que normalmente sólo se utilizan para los niños pequeños.

El padre, con lágrimas en los ojos, colocó las ruedas laterales a la bicicleta de su hijo. Jeffy parecía estar borracho, apenas si podía tenerse en pie. Cuando su padre acabó de atornillar las ruedas, Jeffy me miró a mí:

—Y usted, doctora Ross, usted está aquí para sujetar a mi mamá a fin de que no se mueva.

Jeffy sabía que su madre tenía un problema, un asunto inconcluso: todavía no había aprendido que el amor sabe decir «no» a sus propias necesidades. Lo que ella necesitaba era coger en brazos a su hijo tan enfermo, montarlo en la bicicleta como a un crío de dos años, y agarrarlo bien fuerte mientras él corría alrededor de la manzana.

Eso habría impedido que el niño obtuviera la mayor victoria de su vida.

Por lo tanto sujeté a su madre y su padre me sujetó a mí. Nos sujetamos mutuamente, y en esa dura experiencia comprendimos lo doloroso y difícil que es a veces dejar que un niño vulnerable, enfermo terminal, obtenga la victoria exponiéndose a caerse, hacerse daño y sangrar. Pero Jeffy ya había emprendido la marcha.

Transcurrió una eternidad hasta que por fin volvió. Era el ser más orgulloso que se ha visto jamás. Lucía una sonrisa de oreja a oreja. Parecía un campeón olímpico que acabara de ganar una medalla de oro.

Con mucha dignidad se bajó de la bicicleta y con gran autoridad le pidió a su padre que le quitara las ruedas laterales y se la subiera a su dormitorio. Después, sin el menor sentimentalismo, de modo muy hermoso y franco, se volvió hacia mí.

—Y usted, doctora Ross, ahora puede irse a su casa.

Dos semanas después, me llamó su madre para contarme el final de la historia.

Cuando me hube marchado, Jeffy les dijo:

—Cuando llegue Dougy de la escuela (su hermano menor, que estaba en primer curso de básica), lo enviáis a mi cuarto. Pero nada de adultos, por favor.

Así pues, cuando llegó Dougy, lo enviaron a ver a su hermano, tal como éste lo había pedido. Pero cuando bajó al cabo de un rato, se negó a contar a sus padres lo que habían hablado. Había prometido a Jeffy guardar el secreto hasta su cumpleaños, para el que faltaban dos semanas.

Jeffy murió una semana antes del cumpleaños de Dougy.

Llegado el día, Dougy celebró su fiesta, y entonces contó lo que hasta ese momento había sido un secreto.

Aquel día en el dormitorio, Jeffy dijo a su hermano que quería tener el placer de regalarle personalmente su muy amada bicicleta, pero que no podía esperar hacerlo para su cumpleaños, porque entonces ya estaría muerto; por lo tanto deseaba regalársela ya.

Pero se la regalaba con una condición: Dougy nunca usaría esas malditas ruedas laterales.

BOOK: La rueda de la vida
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