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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La rueda de la vida (14 page)

BOOK: La rueda de la vida
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La mayor parte de las dificultades que tuve procedían de mi adaptación a una nueva cultura. Recuerdo a un joven al que admitieron en la sala de urgencias con un grave problema de oído. Estaba en una camilla, sujeto con correas, como es lo habitual. Mientras esperaba que lo viera un otorrinolaringólogo, me preguntó si podía ir al rest room, que quiere decir lavabo, pero yo, que jamás había oído esa palabra, creí que era una sala para descansar. Sabiendo que el especialista llegaría en cualquier momento, no podía permitirle ir a ninguna parte. Y antes de volver a salir a hacer mis rondas, añadí:

—Donde mejor va a descansar es quedándose quieto donde está.

La vez siguiente que pasé por ahí, una enfermera estaba desatándole las correas para que pudiera ir al lavabo. Roja de vergüenza escuché la explicación de la enfermera:

—Doctora, tenía la vejiga a punto de estallar.

Pasé un momento aún más humillante cuando estaba de ayudante en el quirófano. Durante la operación, que era de rutina, el cirujano coqueteaba descaradamente con la enfermera, casi sin advertir mi presencia, aunque yo era la que le pasaba los instrumentos que necesitaba. De pronto el paciente comenzó a sangrar.


Shit!
—exclamó el cirujano, olvidando sus coqueteos.

Otra palabra desconocida para mí. Miré la bandeja de instrumentos y en un momento de pánico me disculpé diciendo:

—No sé cuál es el
shit
.

Después Manny me explicó por qué todos se habían echado a reír (
shit
significa «mierda»). Pero normalmente él se divertía como todos los demás con lo que él llamaba «mis episodios cómicos». El peor de todos ocurrió la noche en que el jefe de Manny y su esposa nos llevaron a cenar a un restaurante muy elegante. De aperitivo yo pedí un
screwdriver
(destornillador); cuando sirvió el plato principal, el camarero me preguntó si deseaba otra bebida. Tratando de hacer una gracia, pero sin saber lo que decía, le contesté
«No, thanks, I’ve been screwded enough»
. («No gracias, ya me han follado bastante»). El fuerte puntapié que me propinó Manny en la espinilla me dijo que mi salida no había sido ni graciosa ni ingeniosa.

Yo sabía que esas meteduras de pata eran inevitables, formaban parte de mi adaptación a Estados Unidos. Nada me resultó tan duro como no celebrar la Navidad con mi familia. Si no hubiera sido por la bibliotecaria del hospital, mujer de ascendencia danesa, que nos invitó a su casa a cenar, tal vez me habría vuelto a Suiza antes del Año Nuevo. En su casa tenía un árbol de Navidad de verdad, con velitas de verdad, igual que el de mi familia en Suiza. Como les escribí después a mis padres «en la noche más oscura encontré mi velita».

Le agradecí a Dios lo de esa noche, pero ésta no me sirvió para adaptarme mejor que antes. Mis vecinas de Long Island conversaban por encima de las tapias de sus patios haciendo comparaciones entre sus respectivos psicólogos, hablando de las cosas más íntimas como si nada fuese privado. Si eso no era el colmo del mal gusto, encontraba peor todavía lo que veía en las salas infantiles del hospital. Las madres, vestidas como para un desfile de modelos, llegaban a verlos llevándoles juguetes caros que supongo eran para demostrar lo mucho que querían a sus hijos enfermos. Cuanto más grande el juguete, más los querían, ¿verdad? No me extraña que todas necesitaran psicoanalistas.

Un día, a un niño le dio una pataleta colosal cuando su madre olvidó llevarle un juguete. En lugar de decirle «Hola, mamá, me alegro de que hayas venido», la saludó gritándole «¿Dónde está mi regalo?», y la madre salió aterrada, corriendo a la tienda de juguetes. Yo me sentí consternada. ¿Qué pensaban esas madres y esos niños estadounidenses? ¿Es que no tenían valores? ¿De qué servían todos esos regalos cuando lo que realmente necesita un niño enfermo es un padre o una madre que les coja la mano y converse con sinceridad y cariño acerca de la vida?

Tanto rechazo sentía hacia esos niños y sus padres que cuando nos llegó el momento de elegir especialidad, Manny decidió hacer su residencia en patología en el hospital Montefiore del Bronx, mientras que yo resolví postular por lo que llamaba la «minoría depravada», es decir pediatría. La competición por obtener una de las veintitantas vacantes de residencia en el famoso hospital para bebés del Centro Médico Columbia Presbyterian era muy reñida, sobre todo para los extranjeros. Pero el doctor Patrick O’Neal, el liberal y veterano director médico que me entrevistó, jamás había escuchado un motivo como el mío para desear especializarse en pediatría.

—No soporto a estos niños —le confesé—, ni a sus madres.

Sorprendido y confundido, el doctor casi se cayó de la silla. Su expresión exigía que se lo aclarase.

—Si pudiera trabajar con ellos podría comprenderlos mejor —le expliqué—, y tal vez también aprendería a tolerarlos —añadí.

Pese a que no fue muy ortodoxa, la entrevista acabó bien. Al final, el doctor O’Neil, en busca de una respuesta que no fuera un simple sí o no, me explicó que el horario, que exigía guardia de horas en noches alternas, era demasiado agotador para las residentes embarazadas. Sabiendo qué información me pedía, le aseguré que en mis planes no entraba fundar una familia todavía. Al cabo de dos meses encontré en el buzón una carta del Columbia Presbyterian y corrí a abrazar a Manny, que tenía programado comenzar su residencia ese verano. Me habían aceptado, era la primera extranjera admitida como residente pediátrica en ese prestigioso hospital.

Nuestra celebración incluyó la compra de un nuevo Chevrolet Impala color turquesa, derroche que hizo resplandecer de orgullo a Manny. Era como si viera un próspero futuro en su brillante acabado. A eso siguieron más buenas noticias. Después de varias mañanas de desagradables náuseas, descubrí que estaba embarazada. Siempre me había visto como una madre, por lo que me sentí entusiasmada. Por otro lado, el embarazo ponía en peligro mi ambicionada residencia en el hospital. ¿No me había explicado claramente la norma del hospital el doctor O’Neil? Nada de residentes embarazadas. Sí, lo había dicho muy claramente.

Durante unos días acaricié la idea de no decírselo. Estábamos en junio y el embarazo no se notaría hasta dentro de unos tres o cuatro meses. Entonces ya tendría en mi haber tres meses de residencia. Pensé que tal vez si el doctor O’Neil veía lo mucho que yo trabajaba haría una excepción. Pero no podía mentir. Cuando se lo dije me pareció que estaba realmente desilusionado, pero era imposible hacer una excepción a la regla. Lo más que pudo hacer fue prometerme reservarme un puesto al año siguiente.

Ese gesto fue muy simpático, pero no me servía de nada en la situación que me encontraba en esos momentos. Necesitaba un trabajo.

A Manny le iban a pagar 105 dólares al mes por su trabajo como residente en el Montefiore, y eso no era suficiente para cubrir nuestros gastos, y mucho menos si teníamos un bebé. No sabía qué hacer. Era ya muy tarde, todos los puestos para residentes de la ciudad estarían ya ocupados.

Una noche Manny me contó que acababa de enterarse de que había un puesto libre para residente en el Departamento de Psiquiatría del Hospital Estatal de Manhattan. No me entusiasmó mucho la idea. El Manhattan era un establecimiento para enfermos mentales, un depósito público para las personas menos deseables y más trastornadas. Lo dirigía un psiquiatra suizo medio chiflado que ahuyentaba a todos los residentes. Nadie quería trabajar con él. Y por encima de todo, yo detestaba la psiquiatría. Estaba en el último lugar de mi lista de especialidades.

Pero necesitábamos pagar el alquiler y poner comida sobre la mesa. Yo necesitaba también tener algo que hacer.

Así pues, me entrevisté con el doctor D. Después de charlar como vecinos en nuestro idioma natal, me marché con la promesa de una subvención para investigación y un salario de 400 dólares al mes. Repentinamente nos sentimos ricos. Alquilamos un precioso apartamento de una habitación en la calle 96 Este de Manhattan. En la parte de atrás había un pequeño jardín. Un fin de semana lo preparé para plantar flores y verduras llevando cubos con tierra desde Long Island. Esa noche no hice caso de unas manchitas de sangre. Dos días después me desmayé en el quirófano durante una operación. Desperté en una habitación del Glen Cove, como paciente, después de haber sufrido un aborto espontáneo.

Manny llenó de flores nuestro apartamento a modo de consuelo, pero el único consuelo real que yo tenía era mi fe en un poder superior. Todo lo que ocurre tiene su motivo, la casualidad no existe. La propietaria de la casa, en el papel de madre suplente, me preparó mi plato favorito, filete
mignon
, para cenar. Lo irónico era que su hija había salido ese día del mismo hospital después de dar a luz a una niñita sana mientras yo salía con los brazos vacíos. Esa noche oí el llanto de la recién nacida a través de las paredes del apartamento. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo profunda que era mi pena.

Pero en ello había también otra importante lección posible que no obtengamos lo que deseamos, pero Dios siempre nos da lo que necesitamos.

15. El Hospital Estatal de Manhattan

Unas semanas antes de que Manny y yo comenzáramos nuestros nuevos trabajos, recibí una carta de mi padre. Era un mensaje serio pero teñido de ironía. Acababa de sufrir una embolia pulmonar y, según él, se aproximaba el final. Quería que lo visitáramos por última vez. También quería que lo examinara yo, su médica favorita, la única en quien confiaba. ¡Cuánto habíamos peleado por mi deseo de estudiar medicina!

Después de la pérdida de mi bebé y de la mudanza, Manny y yo estábamos agotadísimos. No teníamos el menor deseo de ir a Suiza. Pero la última petición de Seppli me había enseñado que no hay que hacer caso omiso de los deseos de un moribundo. Cuando desean hablar, no quieren decir mañana, quieren decir de inmediato. Así pues, Manny vendió su Impala nuevo para pagar los billetes de avión, y tres días después entramos en la habitación de mi padre en el hospital. La escena con que nos encontramos no era la que imaginábamos. En lugar de estar en su lecho de muerte, mi padre estaba levantado y con un aspecto muy saludable. Al día siguiente lo llevamos a casa.

Esa reacción exagerada no era propia de mi padre. Tampoco era propio de Manny no decir nada después de haber vendido su coche para nada. Algo pasaba. Más adelante comprendí que cuando estaba en el hospital, mi padre debió de haber sentido la premonición de que necesitábamos reparar nuestra relación antes de que fuera demasiado tarde; y eso fue exactamente lo que ocurrió. Durante el resto de la semana mi padre filosofó conmigo acerca de la vida como jamás había hecho antes. Eso nos unió más que nunca, y creo que Manny comprendió que valía muchísimo más que cualquier coche.

A nuestro regreso a Nueva York comencé mi práctica como residente en el Hospital Estatal de Manhattan, donde no se tenía en mucho aprecio la vida. Fue en julio de 1959, uno de esos calurosos y pegajosos días de verano. Tenía todos los motivos del mundo para sentirme incómoda cuando entré en el hospital. Éste era un imponente y sobrecogedor conjunto de edificios de ladrillo, donde se albergaba a centenares de enfermos mentales muy graves. Eran los peores casos de trastorno mental. Algunos pasaban allí hasta veinte y más años.

Encontré increíble lo que vi allí; en esos edificios estaban hacinadas personas indigentes cuyos rostros contorsionados, gestos espasmódicos y gritos de angustia decían muy claro que estaban sufriendo un infierno en vida. Esa noche en mi diario definí lo visto como un «manicomio de pesadilla». Podría haber sido peor.

El pabellón al que me asignaron estaba en un edificio de una planta en el que vivían cuarenta esquizofrénicas crónicas. Me dijeron que todas estaban desahuciadas, no había remedio para ellas. Observé una sola cosa que podía explicar esa afirmación: la enfermera jefe. Era amiga del director y por lo tanto imponía sus propias reglas, entre las cuales estaba la de permitir circular libremente a sus adorados gatos por todo el pabellón. Estos orinaban por todos los rincones, y como las ventanas provistas de barrotes se mantenían cerradas, la fetidez era horrorosa. Al instante sentí compasión por mis compañeros de trabajo, el doctor Philippe Trochu, residente, y Grace Miller, asistenta social. Los dos eran personas humanitarias.

No lograba imaginarme cómo podían sobrevivir allí mis compañeros, aunque las pacientes lo tenían mucho peor. Las golpeaban con palos, las castigaban aplicándoles electrochoque y a veces las metían en bañeras con agua caliente hasta el cuello y las dejaban allí hasta 24 horas. A muchas se las usaba de cobayas humanos en experimentos con LSD, psilocibina y mescalina. Si protestaban, y todas lo hacían, las sometían a castigos aún más inhumanos.

En mi calidad de investigadora me encontré en el centro de ese nido de víboras. Mi trabajo oficial consistía en registrar los efectos de esos alucinógenos en las pacientes, pero después de escucharlas explicar las aterradoras visiones que les producían esas drogas, juré poner fin a esa práctica y cambiar la forma de llevar esa institución.

No sería difícil modificar los procedimientos rutinarios del hospital o de las enfermas. La mayoría permanecían arrinconadas en su sala o en la de recreación, totalmente ociosas, sin ningún tipo de ocupación, distracción ni estímulo. Por la mañana tenían que formar en fila para recibir los medicamentos que les provocaban un estado de estupor y les producían horrorosos efectos secundarios. El resto del día se las sometía a tratamientos similares. Vi que había motivos para administrar medicamentos como el Thorazine en la terapia para psicóticos, pero la mayoría de esas personas estaba medicada en exceso y eran víctimas de indiferencia y negligencia. En lugar de medicamentos, lo que necesitaban era atención y cariño.

Con la ayuda de mis compañeros de trabajo, cambié esas prácticas por otras que motivaran a las pacientes a ocuparse de sí mismas y cuidarse. Si deseaban Coca-cola y cigarrillos, tenían que ganarse el dinero para pagar esos privilegios. Debían levantarse a la hora, vestirse solas, peinarse y llegar a la fila a tiempo. Las que no podían, o no querían, realizar esas sencillas tareas, tenían que aceptar las consecuencias. El viernes por la noche les entregaba su paga. Algunas se bebían toda su cuota de Coca-cola y se fumaban todos los cigarrillos la primera noche. Pero obtuvimos resultados.

¿Qué sabía yo de psiquiatría? Nada. Pero sí sabía de la vida y abrí mi corazón a la desgracia, la soledad y el miedo que sentían esas mujeres. Si me hablaban, yo les contestaba; si me expresaban sus sentimientos, yo las escuchaba y les contestaba. Ellas lo notaron, y de pronto vieron que no estaban solas y dejaron de sentirse asustadas.

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