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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

La Romana (9 page)

BOOK: La Romana
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En cierto sentido, mi madre se detenía en el enunciado de esas ideas, como si le importara más la afirmación de unos principios que su aplicación, pero Gisella, que siempre había pensado de aquel modo y ni siquiera sospechaba que se pudiera pensar de otra manera, se maravillaba de que no me comportase como ella, y sólo cuando, a pesar mío, dejé entrever que no la aprobaba, cambió su extrañeza en despecho y celos. De pronto descubrió que yo, no sólo no aceptaba su protección y sus enseñanzas, sino que, cuando se me ocurriera, podría condenarla desde lo alto de mis desinteresadas y afectuosas aspiraciones. Y entonces tuvo el propósito, quizá no del todo consciente, de enajenar mi juicio haciéndome semejante a ella lo más pronto posible.

Por el momento, empezó a repetirme que yo era una tonta puesto que me empeñaba en mantenerme virgen. Decía que daban lástima mi vida de sacrificios y mi pobre modo de vestir y añadía que, cuando yo quisiera, con sólo mi belleza podría cambiar totalmente mi situación. A mí me avergonzaba que creyera que no había conocido a ningún hombre, y tanto me insistió en sus reproches que por fin le confié un buen día mis relaciones íntimas con Gino. Claro que añadí que éramos novios y pensábamos casarnos pronto. En seguida me preguntó qué hacía Gino y cuando le dije que era chofer, torció la nariz en un gesto de desagrado. Pero me pidió que se lo presentara.

Gisella era mi mejor amiga y Gino mi prometido. Hoy puedo juzgarlos con frialdad, pero entonces mi ceguera acerca de sus caracteres era completa. Ya he dicho que a Gino lo consideraba perfecto y en cuanto a Gisella, he de confesar que notaba sus defectos, pero en compensación le atribuía un gran corazón y un enorme afecto hacia mí, ya que creía que su solicitud por mi suerte no procedía del despecho de saberme inocente y del afán de corromperme, sino de una bondad equivocada y excesiva. No sin temor preparé el encuentro de los dos, pero en mi ingenuidad me hubiera gustado que se hicieran amigos.

El encuentro ocurrió en una lechería. Gisella mantuvo un silencio sostenido y hostil. Me pareció entender que Gino hubiera deseado, en principio, atraerse a Gisella, y como de costumbre empezó a hablar de la villa y a ponderar la riqueza de sus amos, como si con tales descripciones esperara deslumbrarla y ocultar la modestia de su propia condición. Pero Gisella no cedió y siguió en su hostilidad inicial. Después, ya no recuerdo a propósito de qué, comentó:

—Tiene usted suerte por haber encontrado a Adriana.

—¿Por qué? —preguntó extrañado Gino.

—Porque, en general, los chóferes se lían con las criadas.

Vi que Gino cambiaba de color, pero no era de los que se dejan sorprender así como así.

—Desde luego, es verdad —dijo lentamente bajando el tono de voz como quien piensa por primera vez en un hecho evidente en el que hasta entonces no ha reparado—. Realmente, el chofer que había antes que yo se casó con la cocinera... Naturalmente, debía haber hecho lo mismo... Los chóferes se casan con las criadas y las criadas con los chóferes... Vaya, vaya, ¿cómo no lo habré pensado antes? Hubiera preferido que Adriana hubiese sido una fregona y no modelo. Y levantando una mano como adelantándose a una objeción de Gisella, prosiguió:

—¡Oh! No por el oficio en sí mismo, aunque si he de decir la verdad eso de desnudarse delante de los hombres no acaba de convencerme, sino, sobre todo porque en ese oficio se adquieren ciertas amistades que ya, ya...

Movió la cabeza y torció la boca. Después, ofreciendo el paquete de cigarros:

—¿Fuma?

Gisella no supo qué contestar y se limitó a rechazar el cigarrillo. Después, miró el reloj y anunció:

—Debemos irnos, Adriana. Es tarde.

Y así era. Saludamos a Gino y salimos de la lechería. En la calle, Gisella me dijo:

—Vas a hacer una gran tontería. La verdad, yo no me casaría nunca.

—¿No te ha gustado? —pregunté ansiosa.

—Nada... Me dijiste que era alto y casi es más bajo que tú, y tiene unos ojos falsos que nunca te miran a la cara. Además, no es nada natural y habla de un modo rebuscado, que se nota a una legua que no dice lo que siente... Y al fin y al cabo, después de tanta fanfarronería resulta que no es más que chofer.

—Pero le amo —objeté.

Gisella respondió con calma:

—De acuerdo. Pero él no te ama y verás cómo un día te dejará plantada.

Me impresionó su vaticinio, tan seguro y tan parecido a los de mi madre... Hoy puedo decir que, aparte la malevolencia, Gisella había comprendido el carácter de Gino en aquel breve espacio de tiempo mucho mejor que yo en tantos meses. Por su parte, Gino expresó acerca de Gisella un juicio igualmente malévolo, pero que más tarde he tenido que reconocer exacto, al menos en parte.

En realidad, ante mis ojos tendía un velo no sólo mi inexperiencia, sino también el hecho de que quisiera a los dos, hasta tal punto es cierto que quien piensa mal casi siempre acierta.

—Tu Gisella —me dijo— es lo que en mi pueblo se llamaría una buena mujer.

Me mostré extrañada. Y él explicó:

—Una mujer de la calle. Tiene el carácter y las maneras de ésas... Es soberbia porque viste bien, pero ¿cómo se ha ganado esos vestidos?

—Se los da su novio.

—Serán sus novios, uno por noche... Ahora escucha, o ella o yo.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que hagas lo que te parezca, pero que si piensas seguir yendo con ella, tienes que renunciar a verme a mí. O ella o yo.

Traté de disuadirlo, pero no lo conseguí. Era verdad que le había ofendido la actitud desdeñosa de Gisella, pero en su indignada antipatía debía de haber también la misma fidelidad a su papel de prometido que la que hubiera debido sugerirle contribuir a los gastos para los preparativos de nuestra boda. Como de costumbre, era perfecto en la expresión de sentimientos que no experimentaba.

—Mi novia no debe tener amistad con mujerzuelas —repetía inflexiblemente.

Por último y por el temor de siempre de ver convertirse en humo nuestra boda, le prometí que no volvería a ver a Gisella, aunque sabía que no podría mantener la promesa, ya que ella y yo posábamos a la misma hora y en el mismo estudio.

Desde aquel día seguí viéndola sin que Gino lo supiera. Cuando nos encontrábamos, ni una sola vez dejó de aprovechar cualquier ocasión para aludir con desprecio y con ironía a mi noviazgo. Había cometido la ingenuidad de hacerle muchas confidencias sobre mis relaciones con Gino y ella se servía de estas confidencias para herirme y mostrarme con colores irrisorios mi vida de entonces y la de mi porvenir. Su amigo Ricardo, que no parecía establecer diferencia alguna entre Gisella y yo y a las dos nos consideraba como muchachas fáciles e indignas de respeto, se prestaba de buena gana a ese juego de Gisella y remachaba sus bromas y punzadas, pero bondadosa y obtusamente porque, como ya he dicho, no era ni inteligente ni malo. Para él, mi noviazgo sólo era tema de conversación burlona, algo así como para matar el tiempo. Pero Gisella, a la que mi virtud parecía un constante reproche y quería hacerme como ella para que yo no tuviera nunca derecho a reprocharla, ponía en ello mucha acrimonia y empeño buscando todos los medios de mortificarme y humillarme.

Me atacaba sobre todo por mi lado débil: los vestidos. Solía decirme:

—Hoy me da vergüenza pasear contigo.

O también:

—Ricardo no me permitiría salir con ciertas cosas encima... ¿Verdad, Ricardo?

—El bien, querida, se ve en estas cosas.

Yo tenía la ingenuidad de tragarme aquellos anzuelos tan descarados. Me apasionaba, defendía a Gino, defendía, aunque con menos convicción, mis vestidos, y acababa siempre por llevarme la peor parte, roja y con los ojos bañados en lágrimas.

Un día, Ricardo, movido a compasión, dijo:

—Hoy quiero regalarle algo a Adriana... Vamos, Adriana, quiero regalarte un bolso.

Pero Gisella se opuso con violencia:

—No, no, nada de regalos... Ella ya tiene a su Gino. Pues que le haga él los regalos.

Ricardo, que había hecho su propuesta por pura bonachonería, pero sin imaginar cuánto placer me hubiera proporcionado su regalo, renunció inmediatamente, y yo, por despecho, aquella misma tarde me fui a comprar con mis propios ahorros el bolso. El día siguiente me presenté a los dos con el bolso debajo del brazo y les dije que era un regalo de Gino. Ésta fue mi única victoria en aquella miserable guerrilla. Y me costó cara, porque era un bonito bolso que me costó bastante dinero.

Cuando Gisella creyó que a fuerza de ironías, de mortificaciones y discursos me había ablandado bastante y que ya debía de estar madura, me llamó y me dijo que tenía que hacerme una proposición.

—Pero déjame hablar hasta que te lo diga todo —añadió—. No te hagas la intransigente, como de costumbre, antes de saberlo todo.

—Bien, dime —contesté.

—Ya sabes que te estimo mucho —comenzó Gisella—. Digamos que para mí eres como una hermana... Con tu belleza podrías tener lo que quisieras... Me disgusta tanto verte ir de un lado para otro con esos cuatro trapos que pareces una harapienta... Pues óyeme.

Se interrumpió y me miró con solemnidad:

—Hay un señor muy fino, muy distinguido, muy serio, que te ha visto y siente gran interés por ti. Está casado, pero tiene a la familia en provincias... Es un pez gordo.

Y bajando la voz añadió:

—De la Policía... Si quieres conocerlo, puedo presentártelo. Es persona muy fina, muy seria y con él puedes estar segura de que nadie sabrá nunca... Además, tiene mucho trabajo y lo verás, entre una cosa y otra, dos o tres veces al mes... Él no se opone a que sigas con Gino, si eso te gusta, hasta que te cases... Y en cambio, él se encargará de mejorar tu vida... ¿Qué te parece?

—Me parece —contesté con franqueza— que se lo agradezco mucho, pero no puedo aceptar.

—Pero, ¿por qué? —exclamó Gisella, sinceramente asombrada.

—Porque no... Porque quiero a Gino y si aceptara eso no podría volver a mirarlo a la cara.

—Vaya, mujer... si ya te he dicho que Gino no sabría nada.

—Precisamente por eso.

—¡Y pensar que si a mí me hubiera hecho una proposición semejante hace tiempo...! —dijo Gisella como hablando consigo misma—. ¿Y qué le digo ahora? ¿Que te deje tiempo para pensarlo?

—No, nada de eso. Dile que no acepto.

—Eres una tonta —dijo con desilusión—. A eso se le llama darle una patada a la suerte.

Añadió otras muchas cosas por el estilo a las que respondí siempre de la misma manera y, por fin, se fue muy disgustada.

Yo había rechazado la oferta en un arranque impulsivo, sin meditar demasiado en su valor. Después, cuando estuve sola, experimenté una sensación de pesar. Tal vez Gisella tenía razón y aquél era el único modo de obtener todas las cosas que tan desesperadamente necesitaba. Pero alejé inmediatamente esta idea y me agarré con más fuerza a la del matrimonio y la vida ordenada, aunque pobre, que me prometía. El sacrificio que me parecía haber hecho me obligaba aún más a casarme a toda costa y aún con más empeño que antes.

Pero no supe resistir a una especie de impulso de vanidad y comuniqué a mi madre el ofrecimiento de Gisella. Suponía que iba a proporcionarle una doble satisfacción. Sabía que estaba tan orgullosa de mi belleza y al mismo tiempo tan apegada a sus ideas que aquella oferta habría de lisonjear a la vez su orgullo y confirmar la bondad de sus convicciones. Pero me sorprendió la agitación que suscitó en ella mi relato. Los ojos se le encendieron con una luz ávida y todo el rostro se le enrojeció de complacencia.

—¿Y quién es? —preguntó finalmente.

—Un señor —contesté.

Me daba vergüenza decir que era un policía.

—¿Y te ha dicho que es muy rico?

—Sí... Parece ser que gana mucho dinero.

Mi madre no se atrevía a expresar lo que visiblemente estaba pensando: que había hecho mal rechazando aquella oferta.

—Te ha visto y ha dicho que le interesas... ¿Por qué no dices que te lo presenten?

—¿Y de qué serviría eso si yo no quiero?

—¡Lástima que esté casado!

—Aunque fuese soltero no querría conocerlo.

—Hay muchas maneras de hacer las cosas —dijo mi madre—.

Es un hombre rico y te quiere... Una cosa trae la otra... Podría ayudarte, sin pedirte nada a cambio.

—No —dije—. Esa gente no hace nada por nada.

—¡Quién sabe!

—No, no —repetí.

—No importa —dijo mi madre moviendo la cabeza—. Sin embargo, Gisella es una buena muchacha y te quiere mucho... Otra hubiera estado celosa de ti y no te habría hablado de eso. En cambio, se ha comportado como una verdadera amiga.

Después de mi negativa, Gisella no volvió a hablarme de su distinguido señor, y hasta, con gran sorpresa por mi parte, dejó de zaherirme a propósito de mi noviazgo. Yo seguía viéndome a escondidas con ella y con Ricardo, y más de una vez volví a hablar de ella a Gino, con la ilusión de que se reconciliaran, porque aquellos subterfugios no me gustaban. Pero él ni siquiera me dejaba terminar, renovando sus expresiones de odio y jurando que si llegaba a saber que yo veía a Gisella todo acabaría entre nosotros. Hablaba en serio, y hasta me pareció que no le disgustaría tener ese pretexto para abandonar nuestro proyecto de matrimonio. Conté a mi madre lo de la antipatía de Gino por Gisella y ella comentó, casi sin malicia:

—No quiere que la veas porque teme que te abra los ojos comparando los harapos con que te deja ir por ahí con los vestidos que a Gisella le regala su novio.

—No es eso. Dice que Gisella no es buena.

—El que no es bueno es él... Tal vez si se enterara de que ves a Gisella rompiera contigo.

—Mamá —exclamé muy asustada—, no se te ocurrirá ir a decírselo...

—¡Oh, no! —contestó apresuradamente y como lamentándolo—. Son cosas vuestras y yo no me meto.

—Si se lo dijeras —repuse apasionadamente—, no volverías a verme.

Esto ocurría durante el veranillo de San Martín y los días eran tibios y limpios. Un día, Gisella me dijo que habían decidido hacer una gira en automóvil, ella, Ricardo y un amigo de Ricardo. Se necesitaba otra mujer para hacer compañía a aquel amigo y habían pensado en mí. Acepté con gusto porque entonces, en la angustia en que vivía, estaba siempre al acecho de cualquier diversión que pudiera aliviarme un poco. Dije a Gino que tenía que posar unas horas extraordinarias, y por la mañana, muy temprano, acudí al lugar de la cita, que era al otro lado del Puente Milvio. El coche ya me esperaba y cuando me acerqué ni Gisella ni Ricardo, que estaban sentados delante, se movieron, pero el amigo de Ricardo saltó del coche para venir a mi encuentro. Era un hombre joven de mediana estatura, calvo, de cara amarilla, ojos grandes y negros, nariz aguileña y una boca ancha con los extremos rugosos que parecía sonreír siempre. Vestía con elegancia, pero de una manera completamente distinta a la de Ricardo, seriamente, con una chaqueta de color gris oscuro y el pantalón también gris más claro, el cuello almidonado y una corbata negra con una perla. Su voz era suave y también los ojos me parecieron dulces, pero al mismo tiempo melancólicos, como si miraran con repugnancia. Era muy cortés y hasta ceremonioso. Gisella me lo presentó con el nombre de Stefano Astarita y en seguida comprendí que el señor distinguido cuyas galantes proposiciones ella me había transmitido era aquél. Pero no me disgustó conocerlo, ya que en el fondo aquellas proposiciones no tenían nada de ofensivo y, por el contrario, me lisonjeaban en cierto modo. Le tendí la mano y él la besó con una devoción extraña, de una intensidad casi dolorosa. Subí al coche, me senté a su lado y partimos.

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