La reina de los condenados (66 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Ella había venido después, me había encontrado en estas ruinas, buscando agarrarme a algo que pudiera comprender. La reja de hierro, la campana oxidada; las columnas de ladrillo abrazadas por las enredaderas; objetos fabricados con las manos, que habían resistido al tiempo. Oh, cómo se había reído de mí.

La campana que había llamado a los esclavos, dijo; ésta era la morada de los que habían inundado esta tierra de sangre; ¿por qué me habían herido, por qué me habían empujado hasta aquí los himnos de almas simples que habían sido exaltadas? ¡Si todas las casas como aquella hubiesen caído en ruinas! Nos habíamos peleado. Peleado de veras, como se pelean los amantes.

—¿Es eso lo que quieres? —había dicho ella—. ¿No volver a probar nunca más la sangre?

—Era algo simple; sí, peligroso, pero simple. Hice lo que hice para permanecer vivo.

—Oh, me entristeces. Mentiras así. Mentiras así. ¿Qué tengo que hacer para que veas? ¡Eres tan ciego, tan egoísta!

Lo había vislumbrado de nuevo, el dolor de su rostro, el súbito destello de dolor que la humanizaba por completo. Había extendido los brazos hacia ella.

Y durante horas habíamos permanecido abrazados, o eso pareció.

Y ahora la paz y la quietud; me alejé del borde del precipicio y la volví a tomar en mis brazos. Al mirar las grandes y encumbradas nubes a través de las cuales la luna vertía su misteriosa luz, oí que decía:

—Éste es el Reino de los Cielos.

Cosas tan simples como estar tendidos juntos o sentados en un banco de piedra, ya no importaban. En pie, con mis brazos atados a su entorno, era la pura felicidad. Y había bebido de nuevo el néctar, su néctar, a pesar de que había estado llorando y pensando. «Ah, bien, te disuelves como una perla en el vino. Has desaparecido, diablillo, has desaparecido, y lo sabes, en ella. Estabas allí y contemplabas cómo morían; estabas y contemplabas.»

—No hay vida sin muerte —susurró ella—. Yo soy el camino, el camino indiscutible de la única esperanza de vida que jamás existió. —Sentí sus labios en mi boca. Me pregunté si ella volvería a hacer lo que había hecho en la cripta. ¿Nos uniríamos en un circuito cerrado como otrora, tomándonos mutuamente la sangre caliente?

—Escucha cómo cantan en los pueblos, puedes oírlo.

—Sí.

—Y escucha los sonidos no tan dulces de la ciudad, a lo lejos. ¿Sabes cuánta muerte hay en la ciudad esta noche? ¿Cuántos han sido masacrados? ¿Sabes cuántos más morirán a manos de los hombres, si no cambiamos el destino del lugar? ¿Si no lo arrasamos con una nueva aparición? ¿Sabes cuánto tiempo hace que dura esta guerra?

Siglos atrás, en mi época, había sido la colonia más rica de la corona francesa. Abundante en tabaco, índigo, café. En una estación se habían hecho fortunas. Y, ahora, la gente malvivía de lo que recogía; andaban descalzos por las sucias calles de sus ciudades; las metralletas escupían balas en la ciudad de Puerto Príncipe; los muertos, en camisas coloreadas, yacían amontonados en el pavimento. Los niños recogían con latas agua de las cloacas. Los esclavos se habían levantado; los esclavos habían ganado; los esclavos lo habían perdido todo.

Pero es su destino; su mundo; de ellos, de los que son humanos.

Rió suavemente.

—¿Y nosotros qué somos? ¿Somos inútiles? ¿Cómo justificar lo que somos? ¿Cómo permanecer al margen? ¿Cómo contemplar lo que no se desea cambiar?

—Supongamos que sea una equivocación —dije—, y que el mundo quede peor a causa de ello y que al final todo sea un horror irrealizable, imposible de llevar a término, entonces ¿qué? Todos esos hombres en sus tumbas, el mundo entero una tumba, una pira funeraria. Y nada, es mejor. Es un error, un error.

—¿Quién te va a decir que es un error?

No respondí.

—¿Marius? —¡Qué burlona rió!—. ¿No te das cuenta de que ahora no hay padres, furiosos o no?

—Hay hermanos. Y hay hermanas —repuse—. Y en cada uno encontramos a nuestros padres y a nuestras madres, ¿no es así?

De nuevo rió, pero fue una risa más amable.

—Hermanos y hermanas —dijo—. ¿Te gustaría ver a los verdaderos hermanos y hermanas?

Levanté la cabeza de su hombro. Besé su mejilla.

—Sí. Quiero verlos, —Mi corazón volvía a palpitar violentamente—. Por favor —dije mientras besaba su garganta, sus pómulos, sus ojos cerrados—. Por favor.

—Bebe otra vez —susurró. Sentí su pecho hinchado contra mí. Apliqué mis dedos en su cuello y volvió a ocurrir el pequeño milagro, la súbita rotura de la costra, y el néctar manó en mi boca.

Una gran oleada de calor me inflamó. No había gravedad, no había ni tiempo ni lugar específicos. «Akasha.»

Entonces vi las secoyas, la casa con las luces encendidas en su interior y, en la sala de la cima de la montaña, la mesa, y todos alrededor de ella, sus rostros reflejados en las paredes de cristal oscuro y las llamas danzantes en el hogar. Marius, Gabrielle, Louis, Armand. ¡Están juntos y están a salvo! ¿Lo estoy soñando? Están escuchando a una mujer pelirroja. ¡Conozco a esa mujer! He visto a esa mujer.

Aparecía en el sueño de las gemelas pelirrojas.

Pero yo quería ver aquello, aquella reunión de inmortales entorno a la mesa. La joven pelirroja, la que está junto a la mujer, también la he visto. Pero estaba viva entonces. En el concierto de rock, en el frenesí, la había abrazado y había mirado en sus ojos enloquecidos. La había besado y había pronunciado su nombre, y fue como si se me hubiera abierto un pozo bajo los pies y cayera y cayera en aquellos sueños de las gemelas que en realidad nunca podía recordar. Muros decorados; templos.

De repente todo se desvaneció. «Gabrielle. Madre.» Demasiado tarde. Yo tenía los brazos extendidos. Rodando sobre mí mismo, taladraba la oscuridad.

«Ahora tienes mis poderes. Sólo necesitas tiempo para perfeccionarlos. Puedes provocar la muerte, puedes mover la materia, puedes incendiar. Ahora estás listo para ir con ellos. Pero primero, dejaremos que terminen su ensueño; sus estúpidos planes, sus estúpidas discusiones. Les mostraremos un poco más de nuestro poder…»

«No, por favor, Akasha, por favor, vayamos con ellos.»

Se apartó de mí; me golpeó.

El golpe me hizo tambalear. Temblando, con frío, sentí que el dolor se desparramaba por los huesos de mi cabeza como si sus dedos estuvieran aún abiertos apretándome el rostro. Lleno de rabia, me mordí el labio inferior, dejando que el dolor se inflase y se desinflase. Enfurecido, apreté los puños con fuerza y no hice nada.

Cruzó el viejo suelo de losas con paso decidido, con el pelo que le llegaba hasta la espalda, oscilando. Y se detuvo en la reja caída, irguiendo ligeramente los hombros, con la espalda arqueada como si quisiera plegarse.

Las voces aumentaron; y alcanzaron un tono estridente antes de que pudiera detenerlas. Y luego retrocedieron, como las aguas que se retiran después de una gran inundación.

Volví a ver las montañas a mi alrededor; vi la casa en ruinas. El dolor de mi rostro había desaparecido, pero yo temblaba.

Se volvió y me miró, tensa, con las facciones angulosas, con los ojos entrecerrados.

—Significan mucho para ti, ¿no? ¿Qué crees que harán o dirán? ¿Crees que Marius se interpondrá en mi camino? Conozco a Marius como tú nunca llegarás a conocerlo. Conozco cada repliegue de su razón. Es tan codicioso como tú. ¿Qué crees que soy para que se me pueda apartar a un lado tan fácilmente? Nací Reina. Siempre he reinado; incluso desde la cripta he reinado. —De pronto sus ojos se pusieron vidriosos. Oí las voces, un murmullo apagado que se intensificaba—. Reiné, aunque sólo fuera en leyenda; aunque sólo fuera en las mentes de los que venían a mí y me rendían homenaje. Príncipes que tocaban música para mí; que me traían ofrendas y me dirigían plegarias. ¿Qué quieres de mí ahora? ¿Que por tí, renuncie a mi trono, a mi destino?

¿Qué respuesta podía darle?

—Puedes leer mi corazón —dije—. Ya sabes lo que quiero: que te reúnas con ellos, que les des la oportunidad de hablar de tus planes como has hecho conmigo. Ellos poseen argumentos que yo no poseo. Saben cosas que yo no sé.

—Oh, pero Lestat, yo no los amo. No los amo como te amo a ti. Así pues, ¿qué importa lo que digan? ¡No quiero perder el tiempo escuchándolos!

—Pero los necesitas. Dijiste que los necesitabas. ¿Cómo puedes empezar sin ellos? Quiero decir empezar de verdad, no con esos pueblecitos de rincones recónditos, sino con las ciudades donde la gente luchará. Tus ángeles: fue así como los llamaste.

Movió la cabeza con tristeza.

—No necesito a nadie —dijo—, excepto… excepto… —dudó y su rostro quedó vacío de pura sorpresa.

No pude reprimir un pequeño, suave suspiro, una pequeña expresión de pena, de indefensión. Creí ver que sus ojos se nublaban; pareció que las voces aumentaban de volumen, no en mis oídos, sino en los suyos; pareció que me miraba pero que no me veía.

—Pero os destruiré a todos si es preciso —dijo, vagamente, mientras sus ojos me buscaban pero no me encontraban—. Créeme cuando lo digo. Esta vez no me derrotará nadie; no retrocederé. Veré mis sueños realizados.

Dejé de mirarla y dirigí la vista hacia la verja desmoronada, hacia el borde quebrado del precipicio, hacia el valle de a lo lejos. ¿Qué no habría dado yo para que me libraran de aquella pesadilla? ¿Estaría dispuesto a suicidarme? Miraba los campos oscuros, pero tenía los ojos llenos de lágrimas. Era una cobardía pensar en ello; yo era el culpable. Ahora no había escapatoria para mí.

Ella permanecía completamente inmóvil, escuchando; parpadeó lentamente; sus hombros se movieron como si ella llevara un gran peso en su interior.

—¿Por qué no puedes creerme? —dijo.

—¡Abandona! —respondí—. Aléjate de todas esas visiones. —Me acerqué a ella y le cogí los brazos. Casi desfalleciendo, levantó la cabeza—. Este lugar en donde estamos es eterno, y esos pobres pueblos que hemos conquistado son los mismos que han existido durante cientos de años. Deja que te muestre mi mundo, Akasha; déjame enseñarte sólo la parte más pequeña. Ven conmigo, como una espía, a las ciudades; no para destruirlas, sino para verlas.

Sus ojos volvían a brillar; la lasitud se interrumpió. Me abrazó, y de repente anhelé otra vez la sangre. Era lo único en que podía pensar, aunque me estaba resistiendo, aunque estaba llorando ante la debilidad total de mi voluntad. La ansiaba. La quería y no podía luchar contra ello; sin embargo, mis viejas fantasías regresaban a mí, aquellas visiones de tanto tiempo atrás en que me imaginaba despertándola, llevándola conmigo a la ópera, a los museos, a las salas de conciertos, a las grandes capitales y a sus grandes almacenes, repletos de todo lo bello e imperecedero que hombres y mujeres han creado a lo largo de siglos y siglos, obras de arte que trascienden toda maldad; todo error, toda falibilidad del alma humana.

—Pero ¿qué voy a hacer con esas insignificancias, amor mío? —susurró—. ¿Y tú quieres enseñarme tu mundo? Ah, qué vanidad. Yo estoy por encima del tiempo, siempre he estado por encima del tiempo.

Pero me estaba contemplando con la expresión más desgarradora. Dolor, eso era lo que vi en ella.

—¡Te necesito! —susurró. Y por primera vez, sus ojos se llenaron de lágrimas.

No pude soportarlo. Sentí que los escalofríos me subían por la espalda, como siempre ocurre en momentos de sorprendente dolor. Pero ella me puso los dedos en los labios para silenciarme.

—Muy bien, amor mío —dijo—. Vamos a reunimos con tus hermanos y hermanas, si lo deseas. Iremos a ver a Marius. Pero antes, deja que te abrace una vez más, cerca de mi corazón. ¿Ves?, no puedo ser distinta de lo que quería ser. Esto es lo que despertaste con tus canciones; ¡esto es lo que soy!

Quise protestar, negarlo; quise volver a empezar la discusión que nos dividiría y que la heriría. Pero, al mirar en sus ojos, no pude encontrar las palabras. Y de pronto comprendí lo que había sucedido.

Había encontrado el modo de detenerla; había hallado la clave; y había estado ante mis narices todo el tiempo. No era su amor por mí; era su necesidad de mí; la necesidad de un aliado en todo el gran reino; un alma hermana, hecha de la misma sustancia que la suya. Akasha había creído que podría hacerme igual a ella, y ahora se daba cuenta de que no podía.

—Ah, pero estás equivocado —dijo, con los ojos relucientes por las lágrimas—. Sólo ocurre que eres joven y tienes miedo. —Sonrió—. Me perteneces. Y si tengo que destruirte, príncipe, te destruiré.

No dije nada. No podía. Sabía lo que había visto, lo sabía aunque ella no podía aceptarlo. Nunca, en todos sus largos siglos de quietud, se había sentido tan sola; nunca había sufrido este aislamiento definitivo. Oh, no era una cosa tan simple como la compañía de Enkil, o como Marius cuando iba a dejarle las ofrendas; era algo mucho más profundo, muchísimo más importante que aquello, ¡ella sola nunca había librado una batalla de argumentos con los que la rodeaban!

Las lágrimas se derramaban por sus mejillas. Dos hilillos de rojo chillón. La boca le colgaba, las cejas se juntaban en un oscuro fruncimiento, aunque su rostro nunca había estado tan radiante.

—No, Lestat —empezó de nuevo—. Estás equivocado. Pero ahora debemos llevarlo hasta el final; si tienen que morir todos para que te unas a mí, morirán. —Abrió los brazos.

Quise alejarme de ella; quise volver a replicarle, a oponerme a sus amenazas; pero cuando ella se acercó a mí, no me moví.

Aquí; la calidez de la brisa del Caribe; sus manos recorriendo mi espalda; sus dedos peinando mi pelo. El néctar manando dentro de mí otra vez, inundándome de nuevo el corazón. Y finalmente sus labios en mi garganta; el súbito aguijonazo de sus colmillos en mi piel. ¡Sí! ¡Como había ocurrido en la cripta, hacía mucho tiempo, sí! Su sangre y mi sangre. ¡Y el ensordecedor trueno de su corazón, sí! Y era el éxtasis y yo no podía entregarme a él; no podía hacerlo; y ella lo sabía.

8. LA HISTORIA DE LAS GEMELAS, FINAL

Encontramos el palacio igual que lo recordábamos, o quizá un poco más esplendoroso, con más botín proveniente de los países conquistados. Más cortinajes de brocado, pinturas más vividas; y el doble de esclavos esparcidos por las salas, como si fueran meros adornos, con sus magros cuerpos desnudos cargados de oro y joyas.

»Fuimos confinadas a un aposento real, con sillas y mesas exquisitas, una alfombra preciosa y platos de carne y pescado para comer.

»A la puesta de sol oímos que aclamaban al Rey y a la Reina, que hacían su aparición en palacio; toda la Corte se inclinó en grandes reverencias, cantando himnos a la belleza de su pálida piel y a su lustroso pelo, a los cuerpos que se habían curado milagrosamente después del ataque de los conspiradores; todo el palacio resonaba con himnos de alabanza.

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