La reina de los condenados (11 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Lo aborrecía. Pero no tenía ninguna importancia. Era un horror ancestral. Esperó. Entonces Azim la llamó.

Se volvió y cruzó nuevamente la puerta; luego otra la condujo a una antecámara exquisitamente decorada. Allí, de pie en una alfombra roja bordada con rubíes, él la esperaba en silencio, rodeado por tesoros esparcidos, ofrendas de oro y plata, por la música de la sala, menos intensa, llena de pavor y languidez.

—Queridísima —dijo él. Le tomó el rostro entre las manos y la besó. Un torrente de sangre caliente brotó de su boca y entró en la de ella, y por un momento extático sus sentidos se colmaron con la canción y la danza de los fíeles, con los gritos embriagadores. Una inundación cálida de adoración mortal, rendición. Amor.

Sí, amor. Vio a Marius por un instante. Abrió los ojos y dio un paso atrás. Por un instante vio los muros con sus pavos reales pintados, azucenas; vio montones de oro reluciente. Finalmente vio sólo a Azim.

Era invariable, como su gente, invariable como los pueblos de los que su gente había venido, errando a través de la nieve y yermos para hallar aquel hórrido final sin sentido. Mil años atrás, Azim había empezado a regir su templo, del cual nunca ningún acólito había salido vivo. Su maleable piel dorada, nutrida por un inacabable río de sangre sacrificada, había palidecido sólo ligeramente con el paso de los siglos, mientras que la de ella había perdido su rubor humano en la mitad del tiempo. Sólo sus ojos, y quizá su pelo pardo oscuro, le daban una inmediata apariencia de vida. Tenía belleza, sí, lo sabía, pero él poseía un gran vigor, sobrecogedor. Maligno. Irresistible para sus seguidores, amortajado en la leyenda, reinaba, sin pasado ni futuro, ahora tan incomprensible para ella como siempre lo había sido.

No quería quedarse mucho tiempo. El lugar le repelía más de lo que quería que él supiese. Con mucho sigilo le contó el propósito de su visita, la alarma que había oído. Algo andaba mal en alguna parte, algo estaba cambiando, ¡algo que no había ocurrido nunca! Y le contó también lo referente al joven bebedor de sangre que grababa canciones en América, canciones llenas de verdades acerca de la Madre y del Padre, cuyos nombres conocía. Fue simplemente abrirle la mente, sin dramatizar.

Observó a Azim, percibió su inmenso poder, la habilidad con que recogía de ella cualquier idea o pensamiento al azar y le ocultaba los secretos de su propia mente.

—Sagrada Pandora —dijo él burlonamente—. ¿Qué me importan la Madre o el Padre? ¿Qué son para mí? ¿Qué me importa tu precioso Marius? ¿Qué me importa que grite socorro una y otra vez? ¡No tengo nada que ver con él!

Quedó aturdida. Marius pidiendo socorro. Azim rió.

—Explícame lo que estás diciendo —exigió ella.

Volvió a reír. El le dio la espalda. No había nada que ella pudiera hacer sino esperar. Marius la había creado. Y todo el mundo podía oír la voz de Marius, menos ella. ¿Lo que llegaba a ella era un eco (borroso en su refracción) de un poderoso grito que los demás habían oído? «Cuéntame, Azim. ¿Por qué enemistarte conmigo?»

Cuando él se volvió de nuevo, estaba pensativo; su cara redonda y rolliza presentó una apariencia humana al ceder a su ruego; los dorsos carnosos de sus manos mostraron hoyuelos al apretarse una contra la otra bajo su húmedo labio inferior. El quería algo de ella. Ahora se guardó su sarcasmo y su malevolencia.

—Es un aviso —dijo él—. Llega una y otra vez, resonando a través de una cadena de oyentes que lo transportan desde sus orígenes en algún lugar distante. Todos estamos en peligro. Luego le sigue una llamada de socorro, más débil. Socorrerlo para que pueda intentar conjurar el peligro. Pero en esto hay poca convicción. Por encima de todo, es el aviso a lo que quiere que prestemos atención.

—Las palabras, ¿cuáles son?

Él se encogió de hombros.

—Yo no escucho. No me importa.

—¡Ah! —Ahora ella le dio la espalda. Oyó que se le acercaba por detrás, sintió sus manos en los hombros.

—Tienes que responder a mi pregunta ahora —dijo Azim. Y la volvió hacia él—. Es el sueño de las gemelas lo que me preocupa a mí. ¿Qué significa?

El sueño de las gemelas…; no tenía respuesta. La pregunta no tenía sentido para ella. No había tenido aquel sueño.

Él la estudió en silencio, como si pensara que estaba mintiendo. Luego habló despacio, evaluando con cuidado su respuesta.

—Dos mujeres, pelirrojas. Les ocurren cosas terribles. Vienen a mí en visiones inquietantes y perturbadoras poco antes de abrir los ojos. Veo a esas mujeres violadas ante una corte de espectadores. Sin embargo, no sé quiénes son ni dónde tiene lugar el ultraje. Y no soy el único a preguntar. Allí fuera, esparcidos por el mundo, hay otros dioses oscuros que tienen el mismo sueño, otros dioses a quienes les gustaría saber por qué este sueño viene ahora a nosotros.

«¡Dioses oscuros! No somos dioses», pensó ella con menosprecio.

Él le sonrió. ¿No estaba de veras en su propio templo? ¿No oía los gemidos de los fieles? ¿No olía su sangre?

—No sé nada de esas dos mujeres —dijo ella. Gemelas, pelirrojas. No. Tocó sus dedos afablemente, casi seductora—. Azim, no me tortures. Quiero que me hables de Marius. ¿De dónde viene su llamada?

¡Cuánto lo odiaba en aquel momento! ¡Cómo odiaba que pudiera ocultarle el secreto!

—¿De dónde? —repitió él retador—. ¡Ah!, eso es lo esencial, ¿no? ¿Crees que sería capaz de conducirnos al santuario de la Madre y el Padre? Si yo lo creyese, respondería a su llamada, ¡oh, sí, de veras! Dejaría mi templo para encontrarlo, naturalmente. Pero no puede engañarnos. Preferiría verse destruido antes de revelar el lugar de la cripta.

—¿De dónde viene su llamada? —preguntó ella paciente.

—Esos sueños —dijo con el rostro ensombrecido por la ira—, esos sueños de las gemelas, ¡eso querría que se me explicara!

—Y yo te diría quiénes son y qué significa el sueño, sólo con que lo supiera. —Pensó en las canciones de Lestat, en las palabras que había oído. Canciones acerca de Los Que Deben Ser Guardados y de criptas bajo ciudades europeas, canciones de búsqueda, de pena. Nada de mujeres pelirrojas, nada…

Furioso, le hizo un ademán para que se detuviera.

—El Vampiro Lestat —dijo, con una risa sarcástica—. No me hables de una tal abominación. ¿Por qué no ha sido destruido aún? ¿Están dormidos, como la Madre y el Padre, los dioses oscuros?

Él la observó, estimando. Ella esperó.

—Muy bien. Te creo —dijo al fin—. Me has dicho lo que sabías.

—Sí.

—Hago oídos sordos a Marius. Te lo dije. ¿No robó a la Madre y al Padre? Pues déjalo que llore pidiendo ayuda hasta el fin de los tiempos. Pero por ti, Pandora, por quien siento el mismo amor que he sentido siempre, me voy a ensuciar metiéndome en esos asuntos. Cruza el mar hasta llegar al Nuevo Mundo. Busca en el norte glacial, más allá de los últimos bosques próximos al mar occidental. Y allí podrás encontrar a Marius, enterrado bajo una ciudadela de hielo. Gimotea que es incapaz de moverse. Y por lo que se refiere a su aviso, es tan vago como persistente. Estamos en peligro. Debemos socorrerlo para que pueda detener el peligro. Para que pueda ir hacia el vampiro Lestat.

—¡Ah, así que es el joven quien ha provocado el peligro!

Un escalofrío violento, doloroso, recorrió su cuerpo. Vio, con su ojo mental, los rostros vacíos, insensibles, de la Madre y del Padre, monstruos indestructibles de forma humana. Miró confusa a Azim. Él había hecho una pausa, pero no había terminado. Y ella esperaba que continuase.

—No —dijo con voz decaída, perdido ya en el agudo matiz de la ira—. Hay un peligro, Pandora, sí. Un gran peligro, y no se requiere a Marius para anunciarlo. Tiene que ver con las gemelas pelirrojas. — ¡Qué ardor tan poco común poseía! ¡Qué imprudente era!—. Sé eso porque ya era viejo cuando hicieron a Marius. Las gemelas, Pandora. Olvida a Marius. Y escucha tus sueños.

Ella se había quedado sin habla, contemplándolo. El la miró un largo rato y sus ojos parecieron empequeñecerse, solidificarse. Pandora sintió que Azim se retiraba, que se alejaba de ella y de todas las cosas de que habían hablado. Al final, dejó de verla.

El oía los insistentes gemidos de sus adoradores; volvía a sentir sed; deseaba los himnos y la sangre. Dio media vuelta, e iba a salir de la cámara cuando volvió la vista atrás.

— ¡Ven conmigo, Pandora! ¡Únete a mí sólo por una hora! —Su voz era ebria, pastosa.

La invitación la cogió por sorpresa. La consideró. Hacía años y años que no se procuraba el placer exquisito. No pensaba solamente en la misma sangre, sino en la unión momentánea con otra alma. Y allí estaba, de repente, esperándola, entre los que habían escalado la cordillera más alta de la Tierra para buscar aquella muerte. También pensaba en la búsqueda que quedaba ante ella (encontrar a Marius) y en los sacrificios que acarrearía.

—Ven, queridísima.

Ella tomó su mano. Dejó que la condujera fuera de la estancia y hacia el centro de la sala atestada. El resplandor de la luz la sorprendió; sí, la sangre de nuevo. El olor de los humanos la envolvió, atormentándola.

El grito de los fieles era ensordecedor. Las violentas pisadas de los pies humanos parecían sacudir los muros decorados, el techo de oro centelleante. El incienso le quemaba los ojos. Débil recuerdo de la cripta, eternidades atrás, de Marius abrazándola. Azim se situó frente a ella y le sacó el abrigo exterior, revelando su rostro, sus brazos desnudos, la simple túnica de lana negra que vestía y su largo pelo castaño. Ella se vio reflejada en miles de pares de ojos mortales.

—¡La diosa Pandora! —gritó él, echando la cabeza hacia atrás.

Agudos gritos se alzaron por encima del rápido redoble de tambores. Incontables manos humanas la acariciaron.

—¡Pandora, Pandora, Pandora! —El cántico se mezcló con los gritos de «¡Azim!».

Un joven de piel bronceada bailó ante ella, con la camisa de seda blanca pegada al sudor del pecho bronceado. Los ojos negros, relucientes bajo las espesas y oscuras cejas, estaban encendidos por el reto. «¡Yo soy tu víctima, diosa!» De repente, Pandora no vio, en la luz parpadeante y en el fuerte sonido, nada sino sus ojos, su rostro. Lo abrazó, aplastándole las costillas en su ansia, clavándole profundamente los colmillos en el cuello. Vivo. La sangre se vertió en ella, llegó a su corazón e inundó sus cavidades; luego envió su calor a todos sus fríos miembros. Aquella gloriosa sensación (y el deseo exquisito, el anhelo de nuevo) fue más que el recuerdo. La muerte la sobresaltó, le cortó el aliento. Sintió que pasaba por su cerebro. Estaba como enceguecida, gimoteaba. Entonces, en un momento dado, la claridad de su visión se tornó paralizadora. Las columnas de mármol vivían y respiraban. Dejó caer el cuerpo y tomó otro joven, medio muerto de hambre, desnudo hasta la cintura; sus fuerzas al borde de la muerte la enloquecían.

Rompió su tierno cuello al beber, oyó cómo su propio corazón se hinchaba, sintió incluso la superficie de la piel inundada de sangre. Pudo ver color en sus propias manos, antes de cerrar los ojos, sí, manos humanas, la muerte más lenta, resistente y cediendo por fin en un torrente de luz y un bramido estrepitoso. Vivas.

—¡Pandora! ¡Pandora! ¡Pandora!

Dios, ¿no hay justicia, no hay final?

Quedó tambaleándose, adelante, atrás, adelante, atrás; rostros humanos, cada uno distinto, lívidos, bailando ante ella. La sangre en su interior hervía en busca de cada tejido, de cada célula. Vio a su tercera víctima lanzarse a ella, lustrosos miembros jóvenes envolviéndola, tan suave aquel pelo, aquel vello en los brazos, los frágiles huesos, tan ligeros, como si ella fuera el ser real y aquellas no fueran sino criaturas de su imaginación.

Medio arrancó la cabeza del cuello, contempló un momento los huesos blancos de la médula espinal rota y en un instante se tragó la muerte con el violento surtidor de sangre de la arteria desgarrada. Pero el corazón, el corazón palpitante, quería verlo, quería saborearlo. Echó el cuerpo encima de su brazo derecho, fraccionando huesos, y con la mano izquierda le partió el esternón y abrió la caja de las costillas; introdujo la mano en la cavidad sangrante y caliente y le arrancó el corazón.

Todavía no estaba muerto aquel corazón, no del todo. Y era resbaladizo, reluciente como un racimo de uvas mojadas. Los fieles se apiñaron contra ella mientras lo sostenía en alto, encima de su cabeza, estrujándolo suavemente de tal forma que el jugo vital se escurría por entre sus dedos y caía en su boca abierta. Sí, eso, por los siglos de los siglos.

—¡Diosa! ¡Diosa!

Azim la estaba observando, y sonreía. Pero ella no lo miraba. Tenía la vista fija en el corazón aplastado que rendía las últimas gotas de sangre. Una pulpa. Lo dejó caer. Sus manos resplandecían como manos vivas, manchadas de sangre. Podía sentirla en su rostro, la calidez estremecedora. Una oleada de memoria acechó, una oleada de visiones sin comprensión. La apartó de sí. Esta vez no la esclavizaría.

Fue a buscar su capa negra. Sintió que la envolvían con ella: cálidas, solícitas manos humanas cubrieron su pelo, la parte inferior de su rostro, con la suave lana negra. E, ignorando los ardientes gritos de su nombre a su alrededor, se volvió y salió; sus miembros golpearon accidentalmente y magullaron a los frenéticos adoradores con los que tropezó en su camino.

Tan deliciosamente frío, el patio. Inclinó la cabeza respirando un viento errabundo que descendía al recinto amurallado, agrandando las piras antes de arrastrar consigo su humo amargo. La luz de la luna era clara y bella al dar en los picos recubiertos de nieve de más allá de los muros.

Se detuvo a escuchar la sangre de su interior, a maravillarse de un modo enloquecedor y desesperante de que aún pudiera alimentarla y darle fuerzas. Triste, apenada, miró la encantadora y desolada infinidad que rodeaba el templo, miró hacia arriba, a las nubes sueltas y ondulantes. ¡Cómo le dio valor la sangre, cómo le proporcionó una momentánea creencia en la misteriosa rectitud del universo, frutos de un acto horroroso e imperdonable!

Si la mente no puede hallar el significado, entonces los sentidos lo dan. Vivir para eso, ser miserable que eres.

Se acercó a la pira más próxima, y, cuidando de no chamuscar sus ropajes, alargó las manos al fuego para purificarlas, para quemar la sangre, los restos de corazón. Las llamas que le lamían las manos no eran nada comparadas con el ardor de la sangre en su interior. Cuando finalmente le llegó el más leve principio de dolor, la más débil señal de mutación, las retiró y contempló su piel blanca e inmaculada.

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