La rebelión de los pupilos (70 page)

Read La rebelión de los pupilos Online

Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La rebelión de los pupilos
2.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

¿Me creerá Sylvie si se lo digo?

No podía arriesgarse, pero pensó que conocía otra manera de atraer toda la atención de la chima.

—Quiero que me escuches con cuidado —le dijo—. No voy a ir a ver a tu Suzerano. No voy a ir por una razón muy simple. Si voy, sabiendo lo que sé, tú y yo ya podemos despedirnos de mi carnet blanco.

Lo miró fijamente y un temblor le recorrió la columna vertebral.

—Ya ves, muñeca —continuó—. Tengo que actuar como un ejemplo superlativo para los chimps a fin de ser merecedor de tal encomio. ¿Y qué superchimp va y se mete en algo que sabe de antemano que es una trampa? ¿Eh?

»No, Sylvie. Lo más probable es que nos pesquen de todos modos, pero tienen que hacerlo mientras utilizamos todos nuestros recursos para escapar. O esto no tendrá ningún valor. ¿Entiendes qué quiero decir?

Ella parpadeó unas cuantas veces y por fin asintió.

—¡Venga! —le susurró de modo amistoso—. ¡Anímate! Deberías estar contenta de que yo haya visto el montaje. Eso sólo significa que nuestro hijo será un pequeño bastardo muy inteligente. Seguramente encontrará un modo de explosionar su jardín de infancia.

Ella volvió a parpadear.

—Sí —dijo en voz baja—. Supongo que eso es lo correcto.

Fiben guardó el cuchillo y la soltó. Se puso de pie. Aquél era el momento de la verdad. Todo lo que ella tenía que hacer era chillar y los seguidores del Suzerano de Costes y Prevención caerían sobre ellos de inmediato.

En cambio, se quitó el anillo-reloj y se lo tendió a Fiben. El dispositivo localizador.

Él hizo un gesto de asentimiento y le tendió la mano para ayudarle a levantarse. Sylvie se irguió dando un traspié, temblando todavía por la impresión. Fiben la tomó del hombro y volvieron sobre sus pasos en dirección sur.
Y ahora, sólo hace falta que esta idea funcione
, pensó.

El palomar se encontraba en el lugar donde lo recordaba, tras un grupo de casas deterioradas en el barrio cercano al puerto. Al parecer todo el mundo dormía. No obstante, Fiben procuró controlar los nervios y se movía con precaución mientras cortaba unos cuantos alambres y se metía en el corral.

Estaba húmedo y con un terrible tufo a pájaro. El suave arrullo de las palomas le hizo pensar en los
kwackoo
.

—Vamos, chicas —les susurró—. Esta noche vais a ayudarme a engañar a vuestros primos.

Había reconocido aquel lugar gracias a uno de sus muros. La proximidad era más que provechosa; seguramente esencial. Él y Sylvie no se atrevían a abandonar la zona del puerto sin haberse desecho del localizador.

Los pichones huían de Fiben. Mientras Sylvie vigilaba, él arrinconó y agarró a uno de ellos que parecía bastante fuerte. Con un trozo de cuerda le ató el anillo a una de las patas.

—Una agradable noche para un largo vuelo, ¿no crees? —le susurró antes de lanzarlo al aire. Repitió el proceso con su propio reloj, por precaución.

Dejó la puerta abierta. Si los pájaros regresaban pronto, los
gubru
podían seguir la señal del localizador hasta allí. Pero el ruido que siempre acompañaba a sus traslados haría que las palomas escaparan y así empezaría otra alocada persecución.

Fiben se felicitó a sí mismo por su sagacidad, mientras corrían hacia el este alejándose de la zona portuaria.

En seguida se encontraron en una desmantelada zona industrial. Fiben conocía el lugar. Había estado antes ahí, acompañado por el plácido caballo Tyco en su primera visita a la ciudad después de la invasión. Un poco antes de llegar al muro, Fiben le indicó a Sylvie por señas que se detuviera. Tenía que recobrar el aliento, aunque ella no parecía cansada en absoluto.

Bueno, en definitiva es una bailarina
, pensó Fiben.

—Bien, y ahora tenemos que desnudarnos —le dijo.

Para su asombro, ella ni siquiera pestañeó. Por lógica era inevitable. El reloj no debía de ser el único localizador implantado en su cuerpo. Se apresuró a desnudarse y terminó antes que él. Cuando toda la ropa estuvo amontonada en el suelo, Fiben le dedicó un silbido breve y lleno de admiración.

—¿Y ahora, qué? —Sylvie se había sonrojado.

—Ahora vamos hacia el muro —respondió él.

—¿El muro? Pero, Fiben…

—Vamos. De todas formas, hacía tiempo que quería verlo de cerca.

Apenas unos cientos de metros más allá, se encontraron con la ancha faja de terreno que los alienígenas habían allanado en torno a Puerto Helenia. Sylvie temblaba a medida que se acercaban a la alta barrera, que destellaba a causa de la humedad bajo las potentes luces de los globos de vigilancia situados a intervalos a lo largo de ella.

—Fiben —dijo Sylvie cuando él se apresuró hacia la franja de terreno—. No podremos salir de ahí.

—¿Por qué no? —se detuvo y se volvió a mirarla—. ¿Conoces a alguien que lo haya intentado?

—¿Quién querría hacerlo? —sacudió la cabeza—. ¡Es una locura! ¡Mira todos esos globos de vigilancia!

—Sí —comentó Fiben con tono ausente—. Me pregunto cuántos de ellos son necesarios para cubrir todo el perímetro de la valla. ¿Diez mil? ¿Veinte mil? ¿Treinta mil?

Se acordaba de las sondas de vigilancia que coronaban el perímetro mucho más pequeño y vulnerable de la antigua embajada
tymbrimi
el día que explotó la cancillería y él recibió una lección sobre el carácter de los ETs.

Aquellos aparatos, comparados con «Rover» o con los robots de batalla que utilizaban los soldados de Garra
gubru
, eran poco impresionantes.

Me pregunto cómo funcionarán
, pensó Fiben y se aproximó un paso más hacia ellos.

—¡Fiben! —Sylvie parecía al borde del pánico—. Vamos a probar por la puerta. Podemos decir a los centinelas… podemos decirles que nos han robado. Que somos unos granjeros de las montañas de turismo en la ciudad y que nos han robado la ropa y los documentos de identidad. Si nos hacemos los paletos, tal vez lo crean.

Sí, seguro.
Fiben se acercó un poco más. En aquellos momentos se encontraba a menos de seis metros de la valla. Vio que estaba formada por una serie de listones estrechos unidos por arriba y por abajo mediante alambre.

Eligió un punto entre dos de los globos de vigilancia, lo más cerca posible de la mitad. Aun así, sentía una intensa sensación de que lo estaban observando.

Aquella seguridad llenó a Fiben de resignación. En ese preciso instante los soldados
gubru
debían de estar sobre su pista. Podían llegar en cualquier momento. Lo mejor era dar media vuelta. ¡Correr!

Miró a Sylvie. Seguía inmóvil donde él la había dejado. Era fácil darse cuenta de que ella hubiera preferido estar en cualquier sitio que no fuera aquél. En realidad no comprendía bien por qué ella se había quedado allí.

Fiben se cogió la muñeca izquierda con la mano derecha. Su pulso era veloz e irregular y tenía la boca seca como la arena. Temblando y con un gran esfuerzo de voluntad, dio un paso más hacia la valla.

Un miedo casi palpable parecía rodearlo, como el que lo aprisionó cuando oyó el lejano lamento de la muerte de Simón Levi durante aquella inútil y estúpida batalla espacial. Se sintió invadido por un oscuro presentimiento de inminente fatalidad. La muerte lo presionaba, mostrándole la futilidad de la vida.

Se volvió despacio para mirar a Sylvie.

Sonrió.

—¡Malditos pájaros! —gruñó—. No son globos de vigilancia. ¡Son inofensivos radiadores psi!

Silvie abrió la boca y volvió a cerrarla. Finalmente preguntó, incrédula:

—¿Estás seguro?

—Ven y lo verás —la instó—. Ahí donde estás puedes creer que te vigilan y que todos los soldados de Garra van a caer sobre ti.

Sylvie tragó saliva. Apretó los puños y se acercó a la valla. Fiben observaba su avance. Debía confiar en Sylvie. Una chima menos atrevida hubiese gritado y huido antes de llegar a aquella situación.

En la frente de Sylvie se agolpaban gotas de sudor, uniéndose a las de la intermitente lluvia.

Una parte de él, alejada de su secreción adrenalínica, admiraba su cuerpo desnudo. Le ayudaba a distraer la mente.
Así que es cierto que ha tenido hijos.
Muy a menudo las chimas disimulaban las señales de embarazo y de lactancia que quedaban en su cuerpo a fin de parecer más atractivas. Pero en este caso estaba claro que Sylvie había tenido un hijo.
Me gustaría conocer su historia.

Cuando llegó junto a él, con los ojos cerrados, le susurró:

—¿Qué… qué me está ocurriendo a mí precisamente ahora?

Fiben oyó a sus propios sentimientos. Pensó en Gailet, y se acordó de la gran aflicción que ella había sentido por Max, ese enorme chimp que era su amigo y protector. Pensó en todos los chimps que había visto despedazados por las poderosísimas armas del enemigo.

Se acordó de Simón.

—Te sientes como si tu mejor amigo del mundo acabase de morir —le dijo con dulzura, tomándola de la mano. Ella la apretó con fuerza, pero en su rostro había una evidente expresión de alivio.

—Emisores psi. ¿Eso… eso es todo? —abrió los ojos—. ¿Por qué… por qué ese material de pacotilla?

Fiben se reía a carcajadas y ella poco a poco empezó a sonreír. Con la mano libre se tapaba el rostro.

Rieron ambos, bajo la lluvia y en medio de un cauce de dolor. Rieron y, cuando por fin las lágrimas cedieron gradualmente, siguieron caminando juntos sin soltarse de la mano.

—Ahora cuando diga adelante, ¡empuja!

—Lista, Fiben —Sylvie estaba agachada bajo él, con los pies bien asegurados, los hombros apoyados en uno de los altos listones, agarrándose al muro cercano a la valla.

Sobre ella, Fiben adoptó una postura similar y colocó los pies en el barro. Inhaló profundamente unas cuantas veces.

—Vale, empuja.

Ambos levantaron la alambrada. Los listones ya estaban algo separados, pero a medida que se esforzaban el espacio entre ellos se ensanchaba.
La Evolución no ha sido en balde
, pensó Fiben al tiempo que empujaba con todas sus fuerzas.

Hacía un millón de años que los humanos habían pasado por todos los tormentos de la autoelevación, y desarrollado aquello que los galácticos consideraban que sólo podía ser otorgado: la sapiencia, la habilidad de pensar y codiciar las estrellas.

Pero mientras tanto, los ancestros de Fiben no habían estado inactivos.
¡Cada vez somos más fuertes!
Fiben se concentraba en ese pensamiento mientras sentía la frente bañada en sudor y el crujido de los listones recubiertos de plástico. Gruñó mientras notaba los desesperados esfuerzos de Sylvie bajo sus piernas, que se manifestaban en los temblores de su espalda.

—¡Ay! —Sylvie perdió pie y cayó hacia atrás. El retroceso balanceó a Fiben, y los listones elásticos le hicieron rebotar lanzándolo encima de Sylvie.

Permanecieron así en el suelo un par de minutos con la respiración entrecortada. Al fin Sylvie dijo:

—Por favor, cariño, esta noche no. Tengo jaqueca.

Fiben rió. Rodó sobre su espalda tosiendo y ella salió de debajo. Tenían necesidad del humor. Era su mejor defensa contra el martilleo constante de los globos psi. El pánico se mantenía, incipiente, agazapado en un rincón de sus mentes. La risa lo mantendría bajo control.

Se ayudaron mutuamente a levantarse e inspeccionaron lo que habían conseguido hasta entonces. La ranura ya era mucho mayor. Debía de medir unos diez centímetros, pero aún le faltaba mucho para tener la anchura suficiente. Y Fiben advirtió que se les estaba haciendo tarde. Necesitarían al menos tres horas para poder llegar a las colinas antes del amanecer.

Si conseguían pasar tendrían la tormenta a favor. Mientras volvían a colocarse ante la alambrada los alcanzó otra ráfaga de lluvia. En la última media hora los relámpagos se habían acercado y los truenos sacudían los árboles y los postigos mal cerrados.

Es una bendición contradictoria
, pensó Fiben, porque si bien la lluvia seguramente entorpecía las sondas de los
gubru
, al mismo tiempo hacía más difícil agarrarse al resbaladizo material de la valla. El barro era un agobio.

—¿Lista? —le preguntó.

—Sí, si te las arreglas para no ponerme más esa cosa tuya delante de la cara. Me distrae, ¿sabes?

—Es lo que le dijiste a Gailet que querías compartir, muñeca. Y además, ya la habías visto antes, en el Túmulo del Trueno.

—Sí —sonrió ella—, pero no es igual.

—Cállate y empuja —gruñó Fiben.

Juntos empujaron de nuevo, poniendo todas sus fuerzas en el empeño.

¡Acaba! ¡Acaba ya!
Oía la respiración entrecortada de Sylvie y los tirones de sus propios músculos al tiempo que el material de la valla crujía, cedía ligeramente y volvía a crujir.

Esta vez fue Fiben quien resbaló y, al soltar la valla, ésta rebotó y ambos volvieron a caer jadeantes en el barro. La lluvia ya era constante. Fiben se secó un riachuelo de la frente y sus ojos se fijaron de nuevo en la valla.

Tal vez ya tiene doce centímetros. ¡Por Ifni!, aún falta mucho.

Notaba la cautivante energía de los globos psi que transmitían su pesimismo a la mente. Sabía que el mensaje debilitaba sus fuerzas y los inclinaba a ambos hacia la resignación. Cuando se puso en pie de nuevo y se apoyó contra la tenaz valla se sintió terriblemente pesado.

Lo hemos intentado, maldita sea. Y casi lo hemos conseguido. Si no fuera por…

—¡No! —gritó de pronto—. ¡No te dejaré!

Se metió encogido por la abertura intentando hacer pasar su cuerpo a través de ella, al tiempo que se retorcía y serpenteaba contra la recalcitrante abertura. Un rayo cayó en algún lugar, en el oscuro escenario del otro lado, iluminando un espacio de campo abierto con huertas y bosques y, tras ellos, las tentadoras estribaciones del macizo de Mulun.

Los truenos retumbaban con fragor haciendo que la valla basculara. Fiben quedó de pronto aprisionado entre los listones y aulló de dolor. Cuando consiguió soltarse cayó al suelo, entumecido por el dolor, a los pies de Sylvie. Otra descarga eléctrica iluminó las fulgurantes nubes. Fiben comenzó a gritarle al cielo, a golpear la tierra.

Cogió un puñado de barro y piedras y lo lanzó al aire, y una ráfaga de viento lo volvió contra su rostro.

Ya no había nada que decir, no había palabras. La parte de él que conocía tales cosas estaba bajo los efectos del choque y, como reacción, otras partes más antiguas y tenaces habían tomado el control.

Other books

Rise of a Merchant Prince by Raymond E. Feist
Dime Store Magic by Kelley Armstrong
Ballistics by Billy Collins
Fiancé at Her Fingertips by Kathleen Bacus
The Gates of Sleep by Mercedes Lackey
No Place in the Sun by John Mulligan
A Leopard's Path by Lia Davis
The Diamond War by Zilpha Keatley Snyder