La rebelión de los pupilos (57 page)

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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La rebelión de los pupilos
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El plumaje del Suzerano de Rayo y Garra estaba tristemente caído. El sacerdote sabía lo mucho que aquello debía vejar al almirante. Pero ambos estaban hipnotizados por la virtuosa corrección de la Danza de Castigo. Dos no podían vencer en la votación contra uno cuando este uno tenía toda la razón.

Entonces, el burócrata acometió una nueva cadencia. Propuso abandonar los nuevos proyectos de construcciones. No tenían nada que ver con la defensa del poder
gubru
en ese planeta. Se habían iniciado en la suposición de que encontrarían esas criaturas
garthianas
. Ahora resultaba absolutamente inútil seguir construyendo una derivación hiperespacial y un montículo ceremonial.

La danza era poderosa, convincente, respaldada con cuadros, estadísticas y tablas de cifras. El Suzerano de la Idoneidad se percató de que tenía que hacerse algo y pronto, o aquel advenedizo terminaría la jornada en la posición más alta. Era impensable que pudiera producirse una alteración tan repentina del orden, justo en el momento en que sus cuerpos empezaban a sentir las punzadas previas a la Muda.

Dejando incluso aparte la cuestión del orden de Muda, había que considerar también el mensaje de los Maestros de la Percha. Las reinas y príncipes, en el planeta de origen, se consumían en preguntas. ¿Habían logrado ya los Tres de Garth estructurar una nueva y audaz política? Los cálculos indicaban la importancia de que surgiese pronto algo original e imaginativo, o de otro modo la iniciativa pasaría a ser para siempre de otro clan.

Era intimidante saber que el destino de la raza estaba en sus manos.

Y a pesar de toda su innegable finura y su acicalado aspecto, una cosa resultaba clara en el reciente jefe de la burocracia: el nuevo Suzerano de Costes y Prevención carecía de la profundidad y la claridad de visión de su fallecido antecesor. El Suzerano de la Idoneidad sabía que de un insignificante y tacaño corto de vista no se podía esperar que saliera una gran política.

¡Tenía que nacerse algo y de inmediato! El sacerdote extendió sus brillantes brazos alados en una postura de presagio. Con cortesía, tal vez con indulgencia, el burócrata interrumpió prematuramente su danza e inclinó el pico concediéndole tiempo.

El Suzerano de la Idoneidad empezó despacio, arrastrando las patas en pequeños pasos sobre la percha. El sacerdote adoptó la misma cadencia que había utilizado su adversario.

—Aunque es probable que no existan
garthianos
, queda la posibilidad, la ocasión, la oportunidad de usar el enclave ceremonial que hemos

planeado,

construido,

dedicado tan alto coste.

»Existe una idea, un esquema, un plan que puede aún conseguir

gloria, honor, idoneidad,

para nuestro clan.

»En el núcleo, el centro, la esencia de este plan, debemos

examinar,

inspeccionar,

investigar,

a los pupilos de los lobeznos.

Al otro lado de la cámara, el Suzerano de Rayo y Garra levantó la cabeza. Una luz esperanzada apareció en el abatido ojo del almirante y el sacerdote comprendió que podría conseguir una victoria temporal, o al menos una tregua. En los días por venir, muchas, muchas cosas dependerían de descubrir si aquella idea era viable.

Capítulo
57
ATHACLENA

—¿Ves? —le gritó desde arriba—. ¡Se ha movido durante la noche!

Athaclena tuvo que protegerse los ojos con una mano para mirar a su amigo humano que estaba encaramado en una rama a más de diez metros del suelo. Tiraba de un verde cable vegetal que se extendía hacia él en un ángulo de cuarenta y cinco grados desde su anclaje aún más alto.

—¿Estás seguro de que es la misma enredadera que cortaste ayer? —gritó ella.

—¡Claro que sí! Subí y eché un litro de agua rica en cromo, la sustancia que abunda en esta enredadera en particular, en la horcadura de esa rama, más arriba de donde ahora estoy. Y ahora puedes ver que se ha insertado en ese preciso punto.

Athaclena asintió. Notaba una orden de verdad rodeando sus palabras.

—Ya lo veo, Robert. Y ahora lo creo.

No pudo reprimir una sonrisa. A veces Robert actuaba de una forma tan parecida a la de un macho
tymbrimi
… tan rápido, tan impulsivo, tan travieso. En cierto modo le resultaba un poco desconcertante. Se suponía que los alienígenas se comportaban de manera rara e inescrutable, no como…, bueno, como todos los chicos.

Pero Robert no es un alienígena
, se dijo, es mi consorte. Y además, llevaba tanto tiempo viviendo entre terrestres que se preguntaba si no había empezado a pensar como ellos.

Cuando regrese a casa, si es que alguna vez lo consigo, ¿voy a desconcertar a todos los que me rodean, asustándolos y sorprendiéndolos con metáforas? ¿Con extrañas actitudes lobeznos? ¿Me atrae tal perspectiva?

En la guerra había una calma pasajera. Los
gubru
habían cesado de enviar expediciones desprotegidas a las montañas. Sus puestos avanzados permanecían tranquilos. Hasta el incesante paso de los robots gaseadores había desaparecido de los altos valles desde hacía más de una semana, para gran alivio de los chimps granjeros y campesinos.

Ahora que disponían de un poco de tiempo, Robert y ella decidieron tomarse un día de descanso y aprovecharlo para conocerse mejor el uno al otro. Después de todo, quién sabe cuándo iba a continuar la guerra.

¿Se les presentaría otra oportunidad como aquélla?

Y además, ambos necesitaban distraerse. Aún no había respuesta de la madre de Robert, y el destino del embajador Uthacalthing seguía siendo incierto, a pesar de la pequeña visión que ella había tenido sobre los proyectos de su padre. Todo lo que podía hacer era intentar representar su papel lo mejor posible y esperar que su padre siguiera vivo y capaz de representar el suyo.

—¡Muy bien! —le gritó a Robert—. Lo acepto. En cierto modo, se puede guiar el crecimiento de las enredaderas. Y ahora baja, tu punto de apoyo parece precario.

—Bajaré —Robert sonrió—, pero cuando tenga ganas. Ya me conoces, Clennie, no puedo dejar escapar una oportunidad como ésta.

Athaclena se puso en tensión. Ahí estaba otra vez, esa extravagancia en los extremos del aura emocional de su amigo. No era distinto de
syulff-kuonn
, la comprensión coronal que rodeaba a un joven
tymbrimi
cuando saboreaba por anticipado una broma.

Robert tiró con fuerza de la enredadera. Inhaló, expandiendo su caja torácica de un modo que ningún
tymbrimi
podía igualar, y luego se golpeó el pecho con rapidez, mientras soltaba un largo y ululante grito que resonó por los corredores de la jungla.

Athaclena suspiró.
Oh, claro, debe rendir tributo a Tarzán, su lobezno deidad.

Con la enredadera bien asida entre ambas manos, Robert saltó desde la rama. Pasó volando con las piernas juntas y extendidas en un ligero arco y atravesó el claro del bosque, rozando casi los arbustos bajos, sin dejar de gritar. Se trataba, por supuesto, de ese tipo de cosas que los humanos debieron de inventar durante los oscuros siglos transcurridos entre el advenimiento de la inteligencia y el descubrimiento de la ciencia. Ninguna de las razas galácticas, educadas según los principios de la Biblioteca, hubiese inventado una forma de transporte como aquélla. El movimiento pendular llevó a Robert de nuevo hacia arriba, hacia una densa masa de hojas y ramas que rodeaba a media altura a un gigante de la jungla. El grito de Robert se interrumpió súbitamente al tiempo que caía entre el follaje y desaparecía con un ruido de astillas.

El silencio sólo fue interrumpido por una débil pero incesante lluvia de fragmentos pequeños. Athaclena titubeó unos instantes y luego gritó:

—¿Robert?

De las tupidas alturas no surgió respuesta ni movimiento alguno.

—Robert, ¿estás bien? ¡Contéstame! —las palabras en ánglico se espesaban en su boca.

Intentó localizarlo con la corona y tensó hacia adelante las pequeñas fibras que poseía sobre las orejas. Él estaba allí. Se encontraba bien pero quizá un poco dolorido.

Atravesó el claro a toda prisa, saltando sobre los pequeños obstáculos, mientras las transformaciones
gheer
entraban en acción. Sus fosas nasales se ensancharon automáticamente para permitir la entrada de una mayor cantidad de aire y la velocidad de los latidos de su corazón se triplicó. Cuando llegó al árbol, los dedos de las manos y los pies habían empezado a endurecérsele. Se quitó los zapatos y comenzó a encaramarse a él. Rápidamente encontró huecos donde apoyarse en la áspera corteza y alcanzó la primera rama del tronco gigante.

En aquel punto se arracimaban las sempiternas enredaderas y serpenteaban en ángulo hacia la maraña vegetal que se había tragado a Robert. Examinó uno de los correosos cables y lo utilizó para seguir trepando hasta el siguiente nivel.

Athaclena sabía que debía tomárselo con calma porque, a pesar de la velocidad y adaptabilidad
tymbrimi
, su musculatura no era tan fuerte como la de los humanos y la radiación de su corona no disipaba el calor de un modo tan efectivo como las glándulas sudoríparas de los terrestres. Sin embargo, no podía disminuir la velocidad debido a la emergencia.

Aquel escondrijo de hojas en que Robert había caído estaba oscuro, era sombrío y recóndito. Al entrar en la oscuridad, Athaclena parpadeó y husmeó. Los olores le recordaron que aquél era un mundo salvaje y que ella no era un lobezno que se siente en casa en una jungla salvaje. Tuvo que replegar sus zarcillos para que no se enredasen en los matorrales. A eso se debió que fuera sorprendida por algo que salió de las sombras y la agarró con fuerza.

Sus hormonas se precipitaron. Ahogó un grito y se giró para librarse de su asaltante. Pero en seguida reconoció el aura de Robert, sintió su olor masculino y sus fuertes brazos que la estrechaban. Cuando la reacción
gheer
empezó a remitir con dificultad, Athaclena experimentó una momentánea oleada de vértigo.

En ese estado de aturdimiento, aún inmovilizada por el rigor de las modificaciones, su sorpresa se redobló cuando Robert empezó a rozarle la boca con la suya. Al principio sus acciones parecían dementes, insensatas, pero luego, cuando su corona se desplegó, nuevamente pudo captar sus sentimientos… y de pronto recordó escenas de videos humanos, escenas sobre el aparejamiento y el juego sexual.

La tempestad de emociones que se apoderó de Athaclena era tan poderosamente contradictoria que la dejó inmóvil unos instantes. Tal vez se debía en parte a la fuerza de los brazos de Robert, pero cuando éste por fin la soltó, ella se separó de él a toda prisa y se apoyó contra el tronco del árbol gigante, con la respiración entrecortada.


¡An… An-thwillathbielna! ¡aha…!
¡Eres… eres un…
blenchuq!
¿Cómo te atreves…
Cleth-tnub
? —se quedó sin aliento y tuvo que interrumpir sus políglotas maldiciones, jadeando. Y además, no parecían alterar la plácida y alegre expresión de Robert.

—Uf, no lo entendí todo, Athaclena. Mi dominio del gal-Siete es todavía bastante escaso, aunque últimamente lo haya estado practicando. Dime ¿qué es un
blenchuq
?

Athaclena hizo un gesto, una sacudida de cabeza que equivalía en
tymbrimi
a un irritado encogerse de hombros.

—Eso ahora no importa. Ante todo dime si estás herido. Y en segundo lugar, si no es así ¿por qué hiciste lo que hiciste? Tercero, ¿no crees que debo castigarte por engañarme y atacarme de ese modo?

—Oh, yo no me lo tomaría tan en serio, Clennie —los ojos de Robert se abrieron más—. Me gustó la forma en que viniste a toda prisa a rescatarme. Supongo que aún estaba un poco aturdido y, al verte, me puse tan contento que perdí el control.

Las fosas nasales de Athaclena temblaban y sus zarcillos se ondulaban sin saber qué glifo cáustico preparar.

Robert lo percibió con claridad y alzó una mano.

—Muy bien, muy bien. Vayamos por orden. No estoy herido, sólo un poco arañado. En realidad fue divertido.

Al ver la expresión de la chica reprimió una sonrisa.

—Y en lo que respecta a la segunda pregunta, te he recibido de ese modo porque es un ritual amoroso común entre los humanos y me sentí fuertemente motivado a realizarlo contigo, aunque admito que tal vez no lo hayas comprendido.

Athaclena frunció el ceño y sus zarcillos se curvaron confusos.

—Y finalmente —suspiró Robert—, no veo que haya razón alguna por la que no debas castigar mi atrevimiento. Estás en todo tu derecho, al igual que las hembras humanas pueden romperme el brazo si las estrecho sin su permiso. No dudo de que tú también podrías hacerlo. Todo lo que puedo decir en mi defensa es que un brazo roto, para un joven masc humano, es una suerte en ocasiones. La mitad de las veces el galanteo no puede empezar a menos que el individuo actúe de modo impulsivo. Si lee las señales correctamente, a la mujer le gusta y no le amorata un ojo. Pero si se equivoca, paga su error.

Athaclena vio que la expresión de Robert se volvía taciturna.

—¿Sabes? —prosiguió—. Nunca lo había considerado de esa forma, pero es verdad. Muchos humanos son unos locos
cleth íh-tnubs
a ese respecto.

Athaclena parpadeó. La tensión había empezado a disminuir, escapando por los extremos de su corona mientras su cuerpo volvía a la normalidad. Bajo su piel, los nodulos de cambio latían para reabsorber el fluido
gheer. Como pequeños ratones
, recordó ella, pero esta vez no tembló tanto.

De hecho, se descubrió sonriendo. La extraña confesión de Robert había puesto las cosas, casi irrisoriamente, en un nivel lógico.

—Sorprendente —dijo ella—. Y como ocurre a menudo, existen paralelos con la metodología
tymbrimi
. Nuestros machos también tienen que arriesgarse. Pero estilísticamente —prosiguió tras una pausa, con el ceño fruncido—, esta técnica vuestra es muy imperfecta. El índice de errores debe de ser muy alto ya que carecéis de corona para saber lo que siente la hembra. Aparte de vuestro rudimentario sentido de empatía, sólo podéis basaros en indicios, coqueterías e indicaciones corporales. Me sorprende que lleguéis a reproduciros sin que intenten asesinaros.

El rostro de Robert se oscureció y ella advirtió que había logrado ruborizarlo.

—Oh, bueno, supongo que he exagerado un poco.

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