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Authors: José Ortega y Gasset

Tags: #Filosofía

La rebelión de las masas (26 page)

BOOK: La rebelión de las masas
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La Sociedad de las Naciones fue un gigantesco aparato jurídico creado para un derecho inexistente. Su vacío de justicia se llenó fraudulentamente con la sempiterna diplomacia, que al disfrazarse de derecho contribuyó, a la universal desmoralización.

Formúlese el lector cualquiera de los grandes conflictos que hay hoy planteados entre las naciones y dígase a sí mismo si encuentra en su mente una
posible norma
jurídica que permita, siquiera teóricamente, resolverlos. ¿Cuáles son, por ejemplo, los derechos de un pueblo que ayer tenía veinte millones de hombres y hoy tiene cuarenta u ochenta? ¿Quién tiene derecho al espacio deshabitado del mundo? Estos ejemplos, los más toscos y elementales que pueden aportarse, ponen bien a la vista el carácter ilusorio de todo pacifismo que no empiece por ser una nueva técnica jurídica. Sin duda, el derecho que aquí se postula es una invención muy difícil. Si fuese fácil, existiría hace mucho tiempo. Es difícil, exactamente tan difícil como la paz, con la cual coincide. Pero una época que ha asistido al invento de las geometrías no euclidianas, de una física de cuatro dimensiones y de una mecánica de lo discontinuo, puede, sin espanto, mirar ante sí aquella empresa y resolverse a acometerla. En cierto modo, el problema del nuevo derecho internacional pertenece al mismo estilo que esos recientes progresos doctrinales. También aquí se trataría de liberar una actividad humana —el derecho— de cierta radical limitación que ha padecido siempre. El derecho, en efecto, es estático, y no en balde su órgano principal se llama Estado. El hombre no ha logrado todavía elaborar una forma de justicia que no esté circunscrita en la cláusula
rebus sic stantibus.
Pero es el caso que las cosas humanas no son
res stantes
, sino todo lo contrario, cosas históricas, es decir, puro movimiento, mutación perpetua. El derecho tradicional es sólo reglamento para una realidad paralítica. Y como la realidad histórica cambia periódicamente de modo radical, choca sin remedio con la estabilidad del derecho, que se convierte en una camisa de fuerza. Mas una camisa de fuerza puesta a un hombre sano tiene la virtud de volverle loco furioso. De aquí —decía yo recientemente— ese extraño aspecto patológico que tiene la historia y que la hace aparecer como una lucha sempiterna entre los paralíticos y los epilépticos. Dentro del pueblo se producen las revoluciones y entre los pueblos estallan las guerras. El bien que pretende ser el derecho se convierte en un mal, como nos enseña ya la Biblia: "
Por qué habéis tornado el derecho en hiel y el fruto de la justicia en ajenjo
" (Oseas, 6, 12).

En el derecho internacional, esta incongruencia entre la estabilidad de la justicia y la movilidad de la realidad, que el pacifista quiere someter a aquélla, llega a su máxima potencia. Considerada en lo que el derecho importa, la historia es, ante todo, el cambio en el reparto del poder sobre la tierra. Y mientras no existan principios de justicia que, siquiera en teoría, regulen satisfactoriamente esos cambios del poderío, todo pacifismo es pena de amor perdida. Porque si la realidad histórica es eso ante todo, parecerá evidente que la
injuria
máxima sea el
statu quo
. No extrañe, pues, el fracaso de la Sociedad de las Naciones, gigantesco aparato construido para administrar el
statu quo
.

El hombre necesita un derecho dinámico, un derecho plástico y en movimiento, capaz de acompañar a la historia en su metamorfosis. La demanda no es exorbitante ni utópica, ni siquiera nueva. Desde hace más de setenta años, el derecho, tanto civil como político, evoluciona en ese sentido. Por ejemplo, casi todas las constituciones contemporáneas procuran ser "abiertas". Aunque el expediente es un poco ingenuo, conviene recordarlo, porque en él se declara la aspiración a un derecho
semoviente.
Pero, a mi juicio, lo más fértil sería analizar a fondo e intentar definir con precisión —es decir, extraer la teoría que en él yace muda— el fenómeno jurídico más avanzado que se ha producido hasta la fecha en el planeta: la British Commonwealth of Nations. Se me dirá que esto es imposible porque precisamente ese extraño fenómeno jurídico ha sido forjado mediante estos dos principios: uno, el formulado por Balfour en 1926 con sus famosas palabras: "En las cuestiones del Imperio es preciso evitar el
refining, discussing or defining."
Otro, el principio "del margen y de la elasticidad" enunciado por sir Austen Chamberlain en su histórico discurso del 12 de septiembre de 1925: "Mírense las relaciones entre las diferentes secciones del Imperio británico; la unidad del Imperio británico no está hecha sobre una constitución lógica. No está siquiera basada en una constitución. Porque queremos conservar a toda costa un margen y una elasticidad."

Sería un error no ver en estas dos fórmulas más que emanaciones de oportunismo político. Lejos de ello, expresan muy adecuadamente la formidable realidad que es la British Commonwealth of Nations, y la designan precisamente bajo su aspecto jurídico. Lo que no hacen es definirla, porque un político no ha venido al mundo para eso, y si el político es inglés, siente que definir algo es casi cometer una traición. Pero es evidente que hay otros hombres cuya misión es hacer lo que al político, y especialmente al inglés, esta prohibido: definir las cosas, aunque éstas se presenten con la pretensión de ser esencialmente vagas. En principio, no es ni más ni menos difícil el triángulo que la niebla. Importaría mucho reducir a conceptos claros está situación efectiva de derecho que consiste en puros "márgenes" y puras "elasticidades". Porque la elasticidad es la condición que permite a un derecho ser plástico, y si se le atribuye un margen, es que se prevé su movimiento. Si en vez de entender esos dos caracteres como meras elusiones y como insuficiencias de un derecho, los tomamos como cualidades positivas, es posible que se abran ante nosotros las más fértiles perspectivas. Probablemente la constitución del Imperio británico se parece mucho al "molusco de referencia", de que habló Einstein, una idea que al principio se juzgó ininteligible y que es hoy base de la nueva mecánica.

La capacidad para descubrir la nueva técnica de justicia que aquí se postula está preformada en toda la tradición jurídica de Inglaterra más intensamente que en la de ningún otro país. Y ello no ciertamente por casualidad. La manera inglesa de ver el derecho no es sino un caso particular del estilo general que caracteriza el pensamiento británico, en el cual adquiere su expresión más extrema y depurada lo que acaso es el destino intelectual de Occidente, a saber: interpretar todo lo inerte y material como puro dinamismo, sustituir lo que no parece ser sino "cosa" yacente, quieta y fija, por fuerzas, movimientos y funciones. Inglaterra ha sido, en todos los órdenes de la vida, newtoniana. Pero no creo necesario detenerme en este punto. Supongo que cien veces se habrá hecho constar y habrá sido demostrado con suficiente detalle. Permítaseme sólo que, como empedernido lector, manifieste mi
desideratum
de leer un libro cuyo tema sea este: el newtoniano inglés fuera de la física: por lo tanto, en todos los demás órdenes de la vida.

Si resumo ahora mí razonamiento, parecerá, creo yo, constituido por una línea sencilla y clara.

Está bien que el hombre pacífico se ocupe directamente en evitar esta o aquella guerra; pero el pacifismo no consiste en eso, sino en construir la otra forma de convivencia humana que es la paz. Esto significa la invención y ejercicio de toda una serie de nuevas técnicas. La primera de ellas es una nueva técnica jurídica que comience por descubrir principios de equidad referentes a los cambios del reparto del poder sobre la tierra.

Pero la idea de un nuevo derecho no es todavía un derecho. No olvidemos que el derecho se compone de muchas cosas más que una idea: por ejemplo, forman parte de él los bíceps de los gendarmes y sus sucedáneos. A la técnica del puro pensamiento jurídico tienen que acompañar muchas otras técnicas aún más complicadas.

Desgraciadamente, el nombre mismo de derecho internacional estorba a una clara visión de lo que sería en su plena realidad un derecho de las naciones. Porque el derecho nos parecería ser un fenómeno que acontece dentro de las sociedades, y el llamado "internacional" nos invita, por el contrario, a imaginar un derecho que acontece entre ellas, es decir, en un vacío social. En este vacío social las naciones se reunirían, y mediante un pacto crearían una sociedad nueva, que sería por mágica virtud de los vocablos la
Sociedad de las Naciones
. Pero esto tiene todo el aire de un
calembour
. Una sociedad constituida mediante un pacto social sólo es sociedad en el sentido que este vocablo tiene para el derecho civil, esto es, una asociación. Mas una asociación no puede existir como realidad jurídica si no surge sobre un área donde previamente tiene vigencia un cierto derecho civil. Otra cosa son puras fantasmagorías. Esa área donde la sociedad pactada surge es otra sociedad preexistente, que no es obra de ningún pacto, sino que es el resultado de una convivencia inveterada. Esta auténtica sociedad, y no asociación, sólo se parece a la otra en el nombre. De aquí el
calembour.

Sin que yo pretenda resolver ahora con gesto dogmático, de paso y al vuelo, las cuestiones más intrincadas de la filosofía, el derecho y la sociología, me atrevo a insinuar que caminará seguro quien exija, cuando alguien le hable de un derecho jurídico, que le indique la sociedad portadora de ese derecho y previa a él. En el vacío social no hay ni nace derecho. Éste requiere como substrato una unidad de convivencia humana, lo mismo que el uso y la costumbre, de quienes el derecho es el hermano menor, pero más enérgico. Hasta tal punto es así, que no existe síntoma más seguro para descubrir la existencia de una auténtica sociedad que la existencia de un hecho jurídico. Enturbia la evidencia de esto la confusión habitual que padecemos al creer que toda auténtica sociedad tiene por fuerza que poseer un Estado auténtico. Pero es bien claro que el aparato estatal no se produce dentro de una sociedad, sino en un estado muy avanzado de su evolución. Tal vez el Estado proporciona al derecho ciertas perfecciones, pero es innecesario enunciar ante lectores ingleses que el derecho existe sin el Estado y su actividad estatutaria.

Cuando hablamos de las naciones tendemos a representárnoslas como sociedades separadas y cerradas hacia dentro de sí mismas. Pero esto es una abstracción que deja fuera lo más importante de la realidad. Sin duda, la convivencia o trato de los ingleses entre sí es mucho más intensa que, por ejemplo, la convivencia entre los hombres de Inglaterra y los hombres de Alemania o de Francia. Mas es evidente que existe una convivencia general de los europeos entre si y, por lo tanto, que Europa es una sociedad vieja de muchos siglos y que tiene una historia propia como pueda tenerla cada nación particular. Esta sociedad general europea posee un grado o índice de socialización menos elevado que el que han logrado desde el siglo XVI las sociedades particulares llamadas naciones europeas. Dígase, pues, que Europa es una sociedad más tenue que Inglaterra o que Francia, pero no se desconozca su efectivo carácter de sociedad. La cosa importa superlativamente, porque las únicas posibilidades de paz que existen dependen de que exista o no efectivamente una Sociedad europea. Si Europa es
sólo
una pluralidad de naciones, pueden los pacíficos despedirse radicalmente de sus esperanzas. Entre sociedades independientes no puede existir verdadera paz. Lo que solemos llamar así no es más que un estado de guerra mínima o latente.

Como los fenómenos corporales son el idioma y el jeroglífico, merced a los cuales pensamos las realidades morales, no es para dicho el daño que engendra una errónea imagen visual convertida en hábito de nuestra mente. Por esta razón censuro esa figura de Europa en que ésta aparece constituida por una muchedumbre de esferas —las naciones— que sólo mantienen algunos contactos externos. Esta metáfora de jugador de billar debiera desesperar al buen pacifista, porque, como el billar, no nos promete más eventualidad que el choque. Corrijámosla, pues. En vez de figurarnos las naciones europeas como una serie de sociedades exentas, imaginemos una sociedad única —Europa— dentro de la cual se han producido grumos o núcleos de condensación más intensa. Esta figura corresponde mucho más aproximadamente que la otra a lo que en efecto ha sido la convivencia occidental. No se trata con ello de dibujar un ideal, sino de dar expresión gráfica a lo que realmente fue desde su inización, tras la muerte del período romano, esa convivencia.

La convivencia, sin más, no significa sociedad, vivir en sociedad o formar parte de una sociedad. Convivencia implica sólo relaciones entre individuos. Pero no puede haber convivencia duradera y estable sin que se produzca automáticamente el fenómeno social por excelencia, que son los usos —usos intelectuales u "opinión pública", usos de técnica vital o "costumbres", usos que dirigen la conducta o "moral", usos que la imperan o "derecho"—. El carácter general del uso consiste en ser una norma del comportamiento —intelectual, sentimental o físico— que se impone a los individuos, quieran éstos o no. El individuo podrá, a su cuenta y riesgo, resistir el uso, pero precisamente este esfuerzo de resistencia demuestra mejor que nada la realidad coactiva del uso, lo que llamaremos su "vigencia". Pues bien: una sociedad es un conjunto de individuos que mutuamente se saben sometidos a la vigencia de ciertas opiniones y valoraciones. Según esto, no hay sociedad sin la vigencia efectiva de cierta concepción del mundo, la cual actúa como una última instancia a la que se puede recurrir en caso de conflicto.

Europa ha sido siempre un ámbito social unitario, sin fronteras absolutas ni discontinuidades, porque nunca ha faltado ese fondo o tesoro de "vigencias colectivas" —convicciones humanas y tablas de valores— dotadas de esa fuerza coactiva tan extraña en que consiste "lo social". No sería nada exagerado decir que la sociedad europea existe antes que las naciones europeas, y que éstas han nacido y se han desarrollado en el regazo maternal de aquélla. Los ingleses pueden ver esto con alguna claridad en el libro de Dawson:
The making of Europe. Introduction to the history of European Society.

Sin embargo, el libro de Dawson es insuficiente. Está escrito por una mente alerta y ágil, pero que no se ha liberado por completo del arsenal de conceptos tradicionales en la historiografía, conceptos más o menos melodramáticos y míticos que ocultan, en vez de iluminarlas, las realidades históricas. Pocas cosas contribuirán a apaciguar el horizonte como una historia de la sociedad europea, entendida como acabo de apuntar, una historia realista, sin "idealizaciones". Pero este asunto no ha sido nunca
visto
, porque las formas tradicionales de la óptica histórica tapaban esa realidad unitaria que he llamado,
sensu stricto,
"sociedad europea", y la suplantaban por un plural —las naciones— , como, por ejemplo, aparece en el título de Ranke:
Historia de los pueblos germánicos y románicos
. La verdad es que esos pueblos en plural flotan como ludiones dentro del único espacio social que es Europa: "en él se mueven, viven y son". La historia que yo postulo nos contaría las vicisitudes de ese espacio humano y nos haría ver cómo su índice de socialización ha variado, cómo en ocasiones descendió gravemente haciendo temer la escisión radical de Europa, y sobre todo cómo la dosis de paz en cada época ha estado en razón directa de ese índice. Esto último es lo que más nos importa para las congojas actuales.

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