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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (18 page)

BOOK: La radio de Darwin
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Kaye nunca había creído mucho en todo el asunto de Dios, nunca había tenido verdadera fe; los escenarios de los crímenes de Brooklyn habían debilitado su creencia en cualquier tipo de religión de cuento de hadas; debilitado y finalmente destruido.

Pero la última de sus presunciones espirituales, el último vínculo que mantenía con un mundo de ideales, era la idea de que controlabas tu propio comportamiento.

Oyó entrar a alguien en el laboratorio. Las luces se encendieron. La silla rota chirrió al girar. Era Kim.

—¡Estás aquí! —dijo Kim, pálida—. Te hemos buscado por todas partes.

—¿Dónde iba a estar? —preguntó Kaye.

Kim le tendió un teléfono inalámbrico.

—Es de tu casa.

18. Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, Atlanta

—Señor Dicken, esto no es un bebé. Nunca hubiese llegado a ser un bebé.

Dicken examinó las fotografías y los análisis del aborto del Crown City. El gastado y viejo escritorio de acero de Tom Scarry estaba situado al fondo de un pequeño cuarto de paredes azul claro lleno de terminales de ordenador contiguo al laboratorio de patología vírica de Scarry en el Edificio 15. La superficie de la mesa estaba cubierta de discos de ordenador, fotos y carpetas llenas de papeles. De alguna forma, Scarry se las arreglaba para seguir eligiendo en qué proyectos trabajaba; era uno de los mejores analistas de tejidos del CCE.

—Entonces ¿qué era?

—Puede haber empezado siendo un feto, pero casi todos los órganos internos están severamente infradesarrollados. La columna no se ha cerrado; podría interpretarse como un caso de espina bífida, pero aquí hay toda una serie de nervios que se extienden hasta una masa folicular situada donde debería haber estado la cavidad abdominal.

—¿Folicular?

—Como un ovario. Pero contiene sólo una docena de óvulos.

Dicken frunció las cejas. La agradable cadencia de Scarry hacía juego con un rostro amistoso, pero su sonrisa era triste.

—Entonces... ¿habría sido femenino? —preguntó Dicken.

—Christopher, este feto se abortó porque es la configuración de material celular más retorcida que he visto nunca. El aborto fue un acto de piedad. Podría haber sido femenino, pero algo salió muy mal durante la primera semana de embarazo.

—No entiendo...

—La cabeza está gravemente malformada. El cerebro es tan sólo una pizca de tejido en el extremo de una columna vertebral acortada. No hay mandíbula. Las cuencas de los ojos se abren hacia los lados, como las de un gatito. El cráneo se parece más al de un lémur, lo poco que queda del cráneo. Ninguna función cerebral hubiese sido posible después de las tres primeras semanas. No se podría haber establecido ningún tipo de metabolismo al cabo de un mes. Esto actúa como un órgano que obtiene sustento, pero no tiene riñones, un hígado muy pequeño, no hay ni estómago ni intestinos que puedan definirse como tales... Algo similar a un corazón, pero de nuevo, muy pequeño. Las extremidades no son más que muñones de carne. No es mucho más que un ovario con suministro de sangre. ¿De dónde demonios lo ha sacado?

—Del hospital Crown City —contestó Dicken—, pero no lo comente.

—Mis labios están sellados. ¿Cuántos de éstos tienen?

—Unos cuantos.

—Yo empezaría a buscar una fuente grave de teratógenos. Olvídese de la talidomida. Lo que sea que haya causado esto es una verdadera pesadilla.

—Ya —dijo Dicken, y se presionó el puente de la nariz con los dedos—. Una última pregunta.

—Bien. Después váyase y déjeme volver a una existencia normal.

—Dice que tiene un ovario. ¿Funcionaría el ovario?

—Los óvulos estaban maduros, si es lo que pregunta. Y uno de los folículos parece haberse roto. Lo puse en el análisis... —Hojeó unas páginas del informe y se lo mostró, impaciente y un poco molesto, más con la naturaleza que con él, pensó Dicken—. Aquí mismo.

—¿O sea que tenemos un feto que ovuló antes de ser abortado? —preguntó Dicken, incrédulo.

—Dudo que llegase tan lejos.

—No tenemos la placenta —comentó Dicken.

—Si consigue una, no me la traiga —dijo Scarry—. Ya estoy lo bastante espantado. Ah... otra cosa más. La doctora Branch entregó su informe de tejidos esta mañana. —Scarry le pasó un único folio a través de la mesa, levantándolo con suavidad para esquivar el resto del material.

Dicken lo agarró.

—Dios.

—¿Cree que el SHEVA puede haber hecho esto? —preguntó Scarry, golpeando el análisis.

Branch había encontrado altos niveles de partículas de SHEVA en el tejido fetal, por encima del millón de partículas por gramo. Las partículas se habían extendido por todo el feto, o comoquiera que se pudiese llamar a la extraña excrescencia; tan sólo en la masa folicular, el ovario, estaban virtualmente ausentes. Había una pequeña nota pegada al final de la página.

Estas partículas contienen menos de 80.000 nucleótidos de ARN monofilamentoso. Todas se encuentran asociadas a un complejo proteínico no identificado de 12.000+ kilodalton en el núcleo de la célula anfitrión. El genoma vírico muestra homología sustancial con el SHEVA. Hable con mi oficina. Desearía obtener muestras más recientes para un PCR y secuenciación más precisos.

—¿Y bien? —insistió Scarry—. ¿Esto lo ha causado el SHEVA o no?

—Tal vez —dijo Dicken.

—¿Ahora ya tiene Augustine lo que necesita?

La información circulaba con rapidez por el 1600 de Clifton Road.

—Ni una palabra a nadie, Tom —dijo Dicken—. Hablo en serio.

—Tranquilo,
bwana
. —Scarry se pasó un dedo por los labios, como cerrando una cremallera.

Dicken metió el informe y el análisis en una carpeta y miró el reloj. Eran las seis en punto. Era posible que Augustine estuviese todavía en su despacho.

Seis hospitales más del área de Atlanta, parte de la red de Dicken, estaban informando de altos índices de abortos, con restos fetales similares.

Cada vez se estaban efectuando más pruebas de SHEVA a las madres, y muchas resultaban positivas.

Aquello era claramente algo de lo que la Directora de Servicios de Salud desearía enterarse.

19. Long Island, Nueva York

Un camión de bomberos amarillo brillante y un vehículo rojo del servicio de emergencias estaban aparcados en el camino de grava. Sus luces giratorias, azules y rojas, destellaban e iluminaban las sombras del atardecer en las paredes de la vieja casa. Kaye pasó por delante del camión de incendios y aparcó detrás de la ambulancia, con los ojos muy abiertos, las palmas de las manos húmedas y el corazón en la garganta. No dejaba de susurrar:

—Dios, Saul. Ahora no.

Las nubes se arremolinaban desde el este, cubriendo el sol y alzando un muro gris tras las brillantes luces de emergencia. Abrió la puerta del coche, salió y contempló a los dos bomberos, que le devolvieron la mirada inexpresivos. Una brisa suave y más cálida le revolvió el pelo con delicadeza. El aire olía a humedad, ligeramente; podría haber tormenta esa noche.

Un joven paramédico se aproximó. Parecía profesionalmente preocupado y sostenía un bloc de notas.

—¿La señora Madsen?

—Lang —contestó—. Kaye Lang, la mujer de Saul. —Kaye se volvió para recuperar la calma y vio por primera vez el coche de la policía, aparcado al otro lado del camión de bomberos.

—Señora Lang, hemos recibido una llamada de una tal señorita Caddy Wilson...

Caddy abrió la puerta delantera y se quedó en el porche, seguida por un agente de policía. La puerta se cerró con fuerza tras ellos, un sonido familiar y amistoso, que de repente resultó siniestro.

—¡Caddy! —llamó Kaye. Caddy bajó apresuradamente la escalera, sujetándose la fina falda de algodón, mechones de pelo rubio pálido revoloteando. Tenía cuarenta y muchos, era delgada, con brazos fuertes y manos masculinas, rostro noble y atractivo, y grandes ojos castaños que ahora parecían a la vez preocupados por Kaye y asustados, como un caballo a punto de desbocarse.

—¡Kaye! Llegué esta tarde, como siempre...

El paramédico la interrumpió.

—Señora Lang, su marido no está en la casa. No le hemos encontrado.

Caddy miró al médico molesta, como si, más que a ningún otro, esta historia le correspondiese contarla a ella.

—La casa está en un estado increíble, Kaye. Hay sangre...

—Señora Lang, tal vez debería hablar antes con la policía...

—¡Por favor! —le gritó Caddy al paramédico—. ¿Es que no ve que está asustada?

Kaye le agarró la mano a Caddy y emitió un pequeño sonido de apaciguamiento. Caddy se secó las lágrimas con el puño y asintió, tragando un par de veces. El oficial de policía se les unió, era alto y con barriga, la piel de color negro oscuro, el pelo cuidadosamente peinado hacia atrás sobre una frente amplia y unos rasgos patricios; ojos sabios y cansados, algo amarillentos. A Kaye le pareció bastante impresionante, mucho más agradable que el resto de los que se encontraban en el patio.

—Señora... —comenzó el oficial.

—Lang —ayudó el paramédico.

—Señora Lang, su casa se encuentra en un estado bastante...

Kaye comenzó a subir las escaleras del porche. ¡Que decidiesen entre ellos las competencias y el procedimiento! Tenía que ver qué había hecho Saul para poder tener una idea de dónde podía estar, de qué podría haber hecho desde... De lo que podría estar haciendo en ese mismo momento.

El oficial de policía la siguió.

—¿Tiene su marido antecedentes de automutilación, señora Lang?

—No —respondió Kaye, con los dientes apretados—. Se muerde las uñas.

La casa estaba en silencio, excepto por las pisadas de otro agente de policía que bajaba las escaleras. Alguien había abierto las ventanas del salón. Las cortinas blancas ondeaban sobre el abarrotado sofá. El segundo agente, de unos cincuenta años, delgado y pálido, con los hombros caídos y expresión de hallarse perpetuamente preocupado, parecía más un empleado de una funeraria o un forense. Comenzó a hablar, con palabras distantes y fluidas, pero Kaye pasó junto a él y siguió subiendo las escaleras. El barrigudo la siguió.

Saul había atacado con violencia el dormitorio. Había arrancado los cajones y la ropa estaba esparcida por todas partes. Supo sin pensarlo realmente que había estado buscando la ropa interior adecuada, los calcetines adecuados, apropiados para una ocasión especial.

En la repisa de la ventana había un cenicero repleto de colillas. Camel, sin filtro. Los más fuertes. Kaye odiaba el olor a tabaco.

El baño estaba salpicado de sangre. La bañera estaba medio llena con agua rosada y había huellas ensangrentadas desde la alfombrilla amarilla, atravesando los azulejos blancos y negros, hasta el viejo suelo de teca y luego entrando en el dormitorio, donde dejaban de verse rastros de sangre.

—Histriónico —murmuró, mirando el espejo, el débil reguero de sangre sobre el espejo y el lavabo—. Dios. Ahora no, Saul.

—¿Tiene idea de adónde podría haber ido? —le preguntó el oficial barrigudo—. ¿Se ha hecho esto a sí mismo o hay alguien más implicado?

Esta vez era sin duda la peor que había visto. Debía de haber ocultado lo mal que se encontraba realmente, o la crisis había llegado sigilosamente, nublando cualquier resto de sentido y responsabilidad. Una vez había descrito la llegada de una intensa depresión como grandes mantas oscuras de sombras arrastradas por demonios con rostros inertes y ropas arrugadas.

—Es sólo él, sólo él —dijo, llevándose la mano a la boca para toser. Sorprendentemente, no se sentía mareada. Vio la cama, pulcramente hecha, la colcha blanca estirada y doblada con precisión bajo las almohadas, Saul tratando de poner orden y sentido en su mundo de oscuridad. Se detuvo junto a un pequeño círculo de salpicaduras de sangre en la madera, junto a su mesilla de noche—. Sólo él.

—El señor Madsen puede ponerse muy triste a veces —dijo Caddy desde la puerta del dormitorio, con la mano de largos dedos presionando con fuerza el oscuro zócalo de madera.

—¿Tiene su marido antecedentes de intentos de suicidio? —preguntó el sanitario.

—Sí —dijo—. Nunca nada tan...

—Parece que se cortó las muñecas en la bañera —dijo el policía delgado de aspecto triste. Asintió con la cabeza, comprensivo. Kaye decidió que le llamaría señor Muerte y al otro señor Toro. El señor Toro y el señor Muerte podían deducir de la casa tanto como ella, posiblemente más.

—Salió de la bañera —dijo el señor Toro—, y...

—Se vendó de nuevo las muñecas, como un romano, intentando alargar su tiempo en la tierra —dijo el señor Muerte. Le dirigió una sonrisa de disculpa a Kaye—. Lo siento señora.

—Y luego debió de vestirse y salir de la casa.

«Exacto», pensó Kaye. Tenían razón.

Kaye se sentó en la cama, deseando ser la clase de mujer que se desmaya, borrando esa escena en ese mismo momento y dejando que otros se hiciesen cargo.

—Señora Lang, podríamos encontrar a su marido...

—No se suicidó —dijo. Señaló la sangre, apuntando descuidadamente hacia el pasillo y el baño. Buscaba un resquicio de esperanza y pensó por un momento que lo había encontrado—. Fue grave, pero él... como usted dijo, se detuvo.

—Señora Lang... —comenzó el señor Toro.

—Deberíamos encontrarle y llevarle a un hospital —dijo Kaye, y ante esta repentina posibilidad, de que tal vez aún podían salvarle, le falló la voz y empezó a llorar en silencio.

—Falta el bote —dijo Caddy. Kaye se levantó bruscamente y se acercó a la ventana. Se arrodilló en el asiento de la ventana y miró hacia abajo, al pequeño muelle que sobresalía del dique rocoso, penetrando en las aguas verde-gris del estrecho. El pequeño bote de vela no estaba en su amarre.

Kaye se estremeció como si tuviese frío. Comenzaba a aceptar lentamente que esa vez iba a ser la definitiva. El ánimo y el rechazo no podían competir por más tiempo con la sangre y el desorden, con la realidad de un Saul malogrado, controlado por el Negativo/Falso y ensombrecido Saul.

—No puedo verlo —dijo Kaye con voz aguda, buscando entre las aguas picadas—. Tiene una vela roja. No está ahí fuera.

Le pidieron la descripción y una fotografía, y les proporcionó ambas cosas.

El señor Toro bajó, salió por la puerta delantera y se acercó al coche policial. Kaye le siguió parte del trayecto y se volvió para dirigirse al salón. No quería quedarse en el dormitorio. El señor Muerte y el paramédico se quedaron para hacerle más preguntas, pero tenía muy pocas respuestas. Un fotógrafo de la policía y un ayudante del forense subieron las escaleras con sus equipos.

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