Siguió pensando. ¿Pudo haber ocurrido algo en el camino a Copenhague? ¿Pudo haberse caído al agua desde algún barco? En ese caso, debería haber quedado la maleta. Sacó una de las tarjetas florales que llevaba en el bolsillo. En una de ellas había anotado el número de teléfono de la tienda. Fue a la cocina a llamar. Desde la ventana se veía el alto edificio del silo del puerto de Ystad. Más allá de uno de los transbordadores de Polonia que estaba saliendo por delante del rompeolas de piedra. Vanja Andersson contestó.
—Estoy todavía en el piso —dijo Wallander—. Tengo un par de preguntas. ¿Dijo algo de cómo pensaba ir a Copenhague?
Su respuesta fue rápida y decidida.
—Siempre iba por Limhamn y Dragör.
Eso estaba aclarado.
—Tengo otra pregunta —siguió él—. ¿Sabes cuántas maletas tenía?
—No —contestó ella—. ¿Cómo iba a saberlo?
Wallander se dio cuenta de que debía formular la pregunta de otra manera.
—¿Cómo era la maleta? —preguntó—. ¿Quizá la has visto en alguna ocasión?
—Raras veces llevaba mucho equipaje —contestó ella—. Sabía viajar. Tenía una bolsa de bandolera y una maleta con ruedas.
—¿De qué color era? —preguntó Wallander.
—Negra.
—¿Estás segura de eso?
—Sí —respondió—. Estoy segura. Algunas veces he ido a esperarle cuando volvía de sus viajes. A la estación o a Sturup. Gösta no tiraba nada sin necesidad. Si hubiera tenido que comprar una maleta nueva, yo lo habría sabido. Se habría quejado de lo cara que resultaba. A veces era bastante tacaño.
«Pero el viaje a Nairobi costaba treinta mil coronas», pensó Wallander. «Tiradas por la ventana. Y eso no debía de haber ocurrido voluntariamente».
Sintió que su malestar iba en aumento. Terminó la conversación y dijo que pasaría por la tienda con las llaves media hora después.
Justo al colgar el auricular se le ocurrió que probablemente ella cerraba la tienda a la hora de comer. Luego pensó en lo que le había dicho. Una maleta negra. Las dos maletas que había encontrado en el armario del dormitorio eran grises. Tampoco había visto la bolsa de bandolera. Ahora sabía, además, que Gösta Runfeldt viajaba por el mundo vía Limhamn. Se asomó a la ventana y miró los tejados. El transbordador de Polonia ya no estaba.
«No puede ser», pensó. «Gösta Runfeldt no ha desaparecido voluntariamente. Debe de haber ocurrido una desgracia. Pero tampoco eso es seguro».
Para tener respuesta inmediata a una de las cuestiones más decisivas, llamó a información y obtuvo el número de la compañía naviera que hacía la ruta de Limhamn y Dragör. Tuvo suerte y pudo hablar enseguida con la persona encargada de lo que quedaba olvidado y se recogía en los transbordadores. El hombre hablaba danés. Wallander se presentó y preguntó por la maleta negra. Dio la fecha. Luego esperó. Pasaron algunos minutos antes de que el danés, que se había presentado como Mogensen, volviera.
—Nada —dijo.
Wallander trató de pensar. Luego le informó de lo que pensaba.
—¿Ocurre que desaparezca gente de sus barcos? ¿Qué caiga alguien por la borda?
—Pocas veces —contestó Mogensen.
Wallander tuvo la sensación de que era convincente.
—Pero ¿ocurre?
—Ocurre en los viajes en barco —recalcó Mogensen—. La gente se quita la vida. La gente se emborracha. Algunos están locos y quieren hacer equilibrios en la borda. Pero pocas veces.
—¿Tienes alguna estadística que diga cuántas personas se encuentran de las que caen por la borda? ¿Vivas o ahogadas?
—No tengo ninguna estadística —contestó Mogensen—. Pero algo sé de oídas. La mayor parte vuelven a tierra. Muertos. Algunos se quedan atrapados en redes de pescar. Otros desaparecen para siempre. Pero ésos no son muchos.
Wallander no tenía más preguntas. Dio las gracias y terminó la conversación.
No sabía nada con seguridad. Sin embargo, ahora estaba convencido. Gösta Runfeldt no había ido a Copenhague. Había hecho la maleta, había cogido el pasaporte y los billetes y había salido del piso.
Luego había desaparecido.
Wallander pensó en el charco de sangre en el interior de la floristería. ¿Qué significaba aquello? ¿Y si se habían equivocado completamente? Podía muy bien ocurrir que el atraco no hubiera sido ningún error.
Dio vueltas por el piso. Trató de entender. Casi eran las doce y cuarto. Sonó el teléfono de la cocina. El primer timbrazo le sobresaltó. Contestó deprisa. Era Hansson, que telefoneaba desde el lugar del crimen.
—Martinsson me ha dicho que Runfeldt ha desaparecido. ¿Cómo es eso? —preguntó.
—En todo caso no está aquí —contestó Wallander.
—¿Tienes alguna idea?
—No. Pero creo que tenía la intención de salir de viaje. Algo se lo impidió.
—¿Crees que hay alguna relación con Holger Eriksson?
Wallander reflexionó. ¿Qué es lo que pensaba, en realidad? No lo sabía. Y eso fue lo que contestó.
—No podemos descartar esa posibilidad —se limitó a decir—. No podemos descartar nada.
Cambió de tema y preguntó si había ocurrido algo. Pero Hansson no tenía ninguna noticia que dar. Cuando terminó la conversación, Wallander recorrió despacio el piso una vez más. Tenía la impresión de que allí había algo que debía notar. Al final, se rindió. Ojeó el correo que había en el vestíbulo. Allí estaba la carta de la agencia de viajes. Una factura de la compañía de electricidad. Además había llegado un aviso de una empresa de venta por correo de Borås. El paquete sería entregado contra reembolso. Wallander se metió el aviso en el bolsillo.
Vanja Andersson estaba esperándole en la tienda cuando llegó con las llaves. Él le pidió que llamara si pensaba en algo que le pareciera importante.
Luego dirigió su vehículo hasta la comisaría. Le dio el aviso a Ebba y le pidió que se ocupase de que se recogiera el paquete.
A la una cerró la puerta de su despacho.
Tenía hambre.
La inquietud, sin embargo, era mayor. Reconocía la sensación. Sabía lo que significaba.
Dudaba de que encontraran alguna vez a Gösta Runfeldt con vida.
Hacia medianoche pudo al fin Ylva Brink sentarse a tomar un café. Era una de las dos comadronas que estaban de servicio la noche del 30 de septiembre al 1 de octubre en la Maternidad de Ystad. Su colega, Lena Söderström, estaba en una sala donde una mujer acaba de empezar a tener dolores de parto. Había sido una noche laboriosa, sin dramatismo, pero con una serie incesante de cosas que hacer.
Andaban escasos de personal. Dos comadronas y dos auxiliares tenían que sacar adelante solas todas las tareas de la noche. Podían llamar a un médico si surgían hemorragias graves u otras complicaciones. Pero habían tenido momentos peores, pensó Ylva Brink al sentarse en el sofá con la taza de café en la mano. Unos años antes, había sido ella la única comadrona para las largas noches. Eso conducía en algunas ocasiones a situaciones complicadas, pues no podía estar en dos sitios al mismo tiempo. Fue entonces cuando consiguió que la dirección del hospital entrara en razón y aceptara su reivindicación de que hubiera siempre por lo menos dos comadronas de guardia por las noches.
La oficina en la que se encontraba estaba situada en mitad de la gran unidad de partos. Las paredes de cristal le permitían ver lo que pasaba fuera de la habitación. De día había un ajetreo constante en los pasillos. Pero ahora, por la noche, todo era distinto. A ella le gustaba trabajar por la noche. Muchas de sus colegas harían cualquier cosa para librarse de ello. Tenían familia, no podían dormir lo suficiente durante el día. Pero Ylva Brink, con los hijos mayores y un marido que era jefe de máquinas en un petrolero contratado para hacer la ruta entre Oriente Medio y Asia, no tenía nada en contra de las noches. Para ella era tranquilizador trabajar cuando otros dormían.
Disfrutó de su café y cogió un trozo de bizcocho de un plato que estaba en la mesa. Una de las auxiliares entró y se sentó, y poco después lo hizo la otra. Una radio se oía débilmente en un rincón. Se pusieron a hablar del tiempo. De la persistente lluvia. Una de las auxiliares le había oído decir a su madre, que sabía adivinar el tiempo, que el invierno iba a ser largo y frío. Ylva Brink pensó en las veces que había nevado en Escania. No era frecuente. Pero cuando ocurría, podían surgir situaciones dramáticas para las mujeres que iban a dar a luz y no podían llegar al hospital. Se acordaba de una ocasión en que había estado muerta de frío en un tractor helado que intentaba orientarse, en plena tormenta de nieve y de viento, hacia una finca alejada, al norte de la ciudad. La mujer había tenido grandes hemorragias. Fue la única vez en todos los años de su trabajo como comadrona que sintió verdadero miedo de perder a una mujer. Y eso era algo que no podía ocurrir. Sencillamente, Suecia era un país donde las mujeres que daban a luz no podían morir.
Pero todavía era otoño. El tiempo de la serba. Ylva Brink, que era del norte del país, a veces echaba de menos los melancólicos bosques norteños. Nunca se había acostumbrado a vivir en el paisaje de Escania, dominado absolutamente por el viento. Pero su marido fue el más fuerte de los dos. Había nacido en Trelleborg y no podía imaginarse vivir en otro sitio que no fuera Escania, eso en las raras ocasiones en que tenía tiempo de estar en casa.
La entrada de Lena Söderström en la habitación interrumpió sus pensamientos. Tenía poco más de treinta años. «Podía ser mi hija», pensaba Ylva. «Justo le doblo la edad. Sesenta y dos años».
—No va a dar a luz antes de mañana por la mañana —dijo Lena Söderström—. Nos da tiempo a llegar a casa.
—Va a ser una noche tranquila —contestó Ylva—. Duerme un rato si estás cansada.
Las noches podían ser largas. Dormir quince minutos, media hora tal vez, era una diferencia importante. El cansancio agudo desaparecía. Pero Ylva no dormía nunca. Desde que cumplió los cincuenta y cinco había notado que su necesidad de sueño había ido disminuyendo poco a poco. Pensó que eso era una advertencia de que la vida era corta y perecedera. No había, pues, que pasársela durmiendo sin necesidad.
Una auxiliar pasó fugazmente por el pasillo. Lena Söderström tomaba su té. Las dos auxiliares estaban sumidas en un crucigrama. Eran las doce y diecinueve minutos. «Octubre ya», pensó Ylva. «El otoño avanza. Pronto llegará el invierno. Harry tiene vacaciones en diciembre. Un mes. Entonces arreglaremos la cocina. No es que haga mucha falta. Pero así tendrá algo que hacer. Las vacaciones no son el tiempo ideal para Harry. Es el tiempo del desasosiego».lamaron de una habitación. Una de las auxiliares se levantó y fue hacia allí. Volvió al cabo de unos minutos.
—María, en la sala tres, tiene dolor de cabeza —anunció sentándose otra vez para seguir con el crucigrama.
Ylva tomaba su café. De pronto notó que estaba pensando en algo sin saber lo que era. Luego se dio cuenta.
La auxiliar que acababa de pasar por el pasillo.
De pronto algo no funcionaba. ¿No estaban todas las que trabajaban en aquella sección en la oficina? El timbre de urgencias tampoco había sonado.
Sacudió la cabeza ante sus propios pensamientos. Tenía que ser una figuración suya.
Pero al mismo tiempo sabía que no era así. Que una auxiliar que no debía estar allí acababa de atravesar el pasillo.
—¿Quién fue la que pasó? —preguntó despacio.
La miraron extrañadas.
—¿Quién? —preguntó Lena Söderström.
—Una enfermera ha cruzado el pasillo hace unos minutos, mientras nosotras estábamos aquí.
Seguían sin entender lo que quería decir. Tampoco ella lo entendía. Volvió a sonar el timbre. Ylva posó su taza enseguida.
—Ya voy yo —dijo.
La mujer de la sala número 2 no se encontraba bien. Iba a tener su tercer hijo. Ylva tenía la sospecha de que ese hijo no había sido muy bien planificado. Le dio algo de beber y salió al pasillo. Miró a su alrededor. Las puertas estaban cerradas. Pero había pasado una auxiliar. No eran figuraciones suyas. De pronto se sintió desazonada. Había algo raro. Se quedó quieta en el pasillo, escuchando. Se oía la radio débilmente desde la oficina. Volvió allí y cogió su taza de café.
—No era nada.
En ese preciso instante volvió a pasar la enfermera extraña por el pasillo. Esta vez también la vio Lena Söderström. Todo ocurrió muy deprisa. Oyeron cómo se cerraba la puerta que daba al gran pasillo principal.
—¿Quién era? —preguntó Lena Söderström.
Ylva Brink sacudió la cabeza. Las dos auxiliares que estaban con el crucigrama levantaron la vista del periódico.
—¿De quién estáis hablando? —preguntó una de ellas.
—De la auxiliar que acaba de pasar por aquí.
La que estaba con el lápiz en la mano rellenando el crucigrama se echó a reír.
—Pero si estamos aquí —dijo—. Las dos.
Ylva se levantó con rapidez. Cuando abrió la puerta del pasillo de fuera, que comunicaba la sección de maternidad con el resto del hospital, vio que estaba vacío. Se paró a escuchar. A lo lejos oyó una puerta que se cerraba. Volvió a la sala de personal. Movió la cabeza. No había visto a nadie.
—¿Qué hace aquí una auxiliar de otra sección, sin saludar siquiera? —preguntó Lena.
Ylva Brink no lo sabía. Sí sabía en cambio que no había sido figuración suya.
—Vamos a mirar en todas las salas. A ver si todo está como es debido.
Lena Söderström la miró inquisitiva.
—¿Qué es lo que puede no estar como es debido?
—Para mayor tranquilidad —respondió Ylva Brink—. Nada más.
Entraron en las salas. Todo estaba en orden. A la una de la madrugada una mujer tuvo hemorragias. El resto de la noche hubo mucho trabajo. A las siete, después de pasar el informe, Ylva Brink se fue a casa. Vivía en un chalet al lado del hospital. Cuando llegó a su casa empezó a pensar otra vez en la enfermera que había entrevisto en el pasillo. De pronto tuvo la seguridad de que no se trataba de una enfermera. Aunque llevara esa ropa de trabajo. Una enfermera no hubiera entrado en la Maternidad por la noche, sencillamente, sobre todo no sin saludar y decir qué estaba haciendo allí.
Ylva Brink siguió pensando. Notó que el incidente nocturno la había puesto nerviosa. La mujer tenía que haber ido por algún motivo. Había estado allí diez minutos. Luego desapareció de nuevo. Diez minutos. Había tenido que estar en una sala visitando a alguien. ¿A quién? Y ¿por qué? Se acostó y trató de dormirse, pero no podía. La extraña mujer de la noche no se le iba de la cabeza. A las once se rindió. Saltó de la cama y se preparó café. Pensó que tenía que hablar con alguien. «Tengo un primo policía. Él me dirá, en todo caso, que me estoy preocupando sin motivo».ogió el teléfono y marcó el número de su casa. La voz de su primo en el contestador decía que estaba de servicio. Como la policía no estaba lejos, Ylva decidió darse un paseo hasta allí. Nubes desgarradas galopaban por el cielo. Pensó que a lo mejor la policía no recibía visitas los sábados. Además, había leído en el periódico el espeluznante suceso que parecía haber ocurrido en las afueras de Lödinge. Un vendedor de coches asesinado y tirado a un foso. La policía quizá no tuviera tiempo para ella. Ni siquiera su primo.