Read La puerta de las siete cerraduras Online
Authors: Edgar Wallace
Era el pálido rostro de Cawler, el chofer.
Fueron varios los incidentes que le ocurrieron a Dick Martin la tarde anterior en la biblioteca Bellingham. Un día sin ver a la muchacha le parecía un día perdido. Y recordó con cierto orgullo que era suscriptor y que podía circular a su gusto por el tranquilo y científico establecimiento y pedir el más ilegible volumen de biografía.
—
Miss
Lansdown ya se ha ido —le dijo una de las empleadas—. Hoy era su turno de salir antes. Se fue con una señora.
—¿Con su madre? —preguntó Dick.
—No, no era
mistress
Lansdown. Yo conozco muy bien a la madre de Sybil. Era una señora que vino en un Rolls y que nunca habíamos visto antes.
Nada extraño había en esto. Aunque la muchacha constituía una de las mayores preocupaciones de su vida, Dick no la conocía por completo y nada sabía de sus amistades. Se sintió contrariado, pues tenía el propósito de invitarla a tomar e'. té aquella tarde. Esperó hasta las siete. Después se dirigió a Coram Street, sin encontrar apenas un pretexto para la visita. Sin duda era éste uno de sus días de mala suerte, pues
mistress
Lansdown le dijo que Sybil había telefoneado, en su ausencia, para anunciar que no iría a cenar.
—Tiene una amiga —explicó—, y cena a menudo con ella. Generalmente suelen ir después al teatro. ¿Por qué no se queda usted a cenar conmigo, mister Martin? Ya comprendo que no soy una interesante sustituta de Sybil.
Dick aceptó gustoso la invitación, con la esperanza de ver a Sybil. Pero a pesar de que prolongó su visita más allá de los límites de la cortesía, la muchacha no había vuelto cuando él se disponía a salir de la casa, a las once de la noche. Hasta este momento no hizo referencia de lo que la empleada de la biblioteca le había dicho.
—¿La amiga de Sybil es rica? —preguntó.
—No —respondió
mistress
Lansdown, sorprendida—. Tiene que trabajar para vivir; es cajera de un almacén de droguería. ¿Por qué lo dice usted?
—Alguien ha ido a buscar a Sybil a la biblioteca en un automóvil, un Rolls; alguien que nadie conoce allí.
Mistress
Lansdown sonrió.
—No es nada extraño —dijo—. Jane Allens no es rica, pero tiene algunos parientes adinerados y probablemente habrá sido una tía suya quien fue a buscarla.
Dick estuvo paseando por delante de la casa durante un cuarto de hora, consumiendo tres cigarrillos antes de regresar a la suya, verdaderamente preocupado. No pensaba en que pudiera haberle ocurrido algo a Sybil. Su contrariedad era exclusivamente personal y egoísta.
La casa le pareció más vacía aquella noche. Recorrió todas las habitaciones y examinó con especial atención el pequeño balcón de la cocina. Detrás de cada puerta había colocado una señal de alarma, un fino triángulo con una campanilla, clavado en la madera de la puerta. De este modo, cualquier intento de abrir le despertaría seguramente. Conmutó el teléfono a su alcoba y desnudándose lentamente, se metió en la cama.
No lograba conciliar el sueño. Cogió un libro y se puso a leer. Sonó la campana del reloj. Era la una de la madrugada. Empezaba a adormilarse cuando sonó el timbre del teléfono en el pasillo. Se sentó en 1a cama rápidamente y encendiendo la luz, aproximó el aparato que estaba encima de la mesa.
—¡Diga! —exclamó.
Un breve silencio. En seguida llegaron a su oído unas terribles palabras: «Asesino... Van a asesinarme... Dios mío... Están aquí... los muchachos..., asesino...» —¿Quién habla?—preguntó Dick vivamente.
Nadie respondió.
—¿Quién es usted? ¿Desde dónde está hablando? —continuó.
La respuesta no llegaba.
Se oyó un grito profundo; luego, una maldición y un largo chillido, que acabó en un sollozo. «¡No me toquéis, no me toquéis! ¡Socorro!» No volvió a oírse nada más. Dick se puso inmediatamente en comunicación con la central.
—¿Desde dónde he sido llamado? —preguntó en seguida.
—Desde Sussex. ¿Quiere usted que averigüe el sitio exacto?
—Sí, inmediatamente. Soy
mister
Martin, de Scotland Yard.
—Le llamaré a usted dentro de un minuto. Dick se tiró de la cama y se vistió apresuradamente. No había podido reconocer la voz que le hablaba; pero el instinto le decía que no se trataba, de una burla, y que los ruidos eran seguros detalles de un asesinato.
Estaba terminando de calzarse cuando volvió a sonar el timbre del teléfono.
—La llamada —dijo la central— era de South Weald, Sussex.
Dick lanzó una exclamación. ¡La casa de Cody! Era Cody quien le había hablado. Ahora recordaba perfectamente la voz.
—Llame usted en seguida —ordenó— a la estación de Policía más próxima a South Weald y diga que mande varios hombres a casa de
mister
Cody. Allí está ocurriendo algo grave. ¿Quiere usted hacerme el favor? Y póngame en comunicación con el noventa cero siete de Brixton.
Necesitaba hablar con Sneed, en el caso de que fuese posible despertar a tan letárgico individuo. Con gran sorpresa por su parte, la llamada obtuvo respuesta inmediatamente. Era el propio Sneed quien hablaba.
—Estuve jugando al
bridge
—decía— con algunos amigos... Pobrecillos... Son unas criaturas para jugar conmigo.
—Escuche, Sneed... Algo grave está ocurriendo en estos momentos en casa de Cody. El mismo acaba de llamarme.
En pocas palabras le dio cuenta del mensaje que había recibido por teléfono.
—Mal cariz tiene eso —dijo Sneed, preocupado—. Abajo tengo el «auto»...
—El mío es más rápido. Yo iré a buscarle a usted. ¿Dónde me espera?
—Estaré debajo del arco del ferrocarril de Brixton. Vendrá con nosotros el inspector Elbert y el sargento Staynes, que están aquí conmigo.
Todo ello le pareció a Dick perfectamente, pues sabía que en la clase de trabajo que iba a realizar necesitaría la mayor ayuda posible. Se puso el gabán y se dirigió hacia la puerta. Al abrirla sufrió una nueva sorpresa. Una mujer de rostro blanco y demudado le esperaba en el umbral.
—¡
Mistress
Lansdown! —exclamó, inquieto.
—Sybil no estuvo con Jane Allen —dijo aquélla en voz baja.
—¿No ha vuelto a casa?
—No.
—Venga usted —replicó Dick, haciéndola entrar—. Ahora explíqueme...
Mistress
Lansdown le dijo que había estado esperando a Sybil hasta las doce de la noche, y entonces, un poco intranquila, había ido a la pensión en donde se hospedaba Jane Allen. Esta se hallaba acostada. No había visto a Sybil ni se había citado con ella.
—¿Con quién más podría haber ido Sybil? —preguntó Dick lleno de ansiedad.
—He llamado por teléfono a dos amigas con las cuales podría haber estado Sybil, y tampoco la han visto. Pero, por fortuna, logré comunicar con su compañera en la biblioteca, y me describió el tipo de la mujer que fue a buscar a mi hija. Una mujer de edad madura, lujosamente vestida, que llevaba muchas y valiosas joyas y que tenía una voz desagradablemente vulgar.
«¡Mistress Cody!», pensó Dick, poniéndose pálido de repente.
—¿Ve usted algo malo en ello? —preguntó
mistress
Lansdown, que había observado la súbita palidez de Dick.
—¡No lo sé! Pero voy a saberlo en seguida. ¿Quiere usted quedarse aquí?
—¿No puedo ir con usted?
—No, no. Estaré fuera de casa más de una hora. Luego le telefonearé a usted. Si quiere entretenerse, aquí hay libros que quizá le interesen.
—No. Debo volver a casa para cuando Sybil regrese. Pero no se detenga usted por mí. Tengo un coche a la puerta.
No era ocasión de emplear cortesías. Dick salió apresuradamente, y antes que
mistress
Lansdown alcanzase su coche ya estaba él abriendo la puerta del garaje. A los pocos minutos llegaba al arco del ferrocarril de Brixton, donde Sneed y sus dos amigos esperaban.
—Salte usted aquí. Sneed —dijo—. Tengo algo que decirle a usted. Estoy tratando de coordinarlo todo. Usted tendrá la cabeza seguramente más despejada que yo.
Mientras el «auto» avanzaba hacia el Sur le explicó todo lo referente a la desaparición de Sybil.
—Desde luego era
mistress
Cody —dijo Sneed—. La conocí hace algún tiempo. Ciertamente es una dalia. Pero ¿qué daño puede hacerle a la muchacha?
Dick Martin no acertó a responder.
—Los agentes de Sussex estarán allí antes que nosotros lleguemos —empezó a decir.
—Me parece que no conoce usted bien nuestro sistema policiaco —replicó Sneed en tono de guasa—. De lo contrario, no diría usted eso. Probablemente la estación de Policía más cercana a South Weald carece de teléfono; pero, si lo tiene, es difícil que un agente obedezca órdenes telefónicas sin saber de quién proceden. Empiezo a creer que vamos en persecución de un loco.
—Yo también he pensado en eso. Sin embargo, hay detalles que afirman lo contrario. ¡No, el hombre que me telefoneó no estaba fingiendo!
Durante un cuarto de hora continuaron el viaje sin cambiar palabra.
—Creo que no estamos lejos de la casa de Stalletti, ¿verdad? —dijo Sneed, que iba medio adormilado.
—A la izquierda —respondió Dick.
Pasaron como un relámpago por la oscura entrada de la senda que conducía a la casa, que desde la carretera no se veía, y cuya situación marcaban los árboles de altas copas.
—Es muy extraño el caso de
lord
Selford —dijo Sneed, pensativo—. En todos sus aspectos hay algo raro. No puedo comprender qué es lo que hace.
—¿Quién? ¿Selford?
—¿Por qué está siempre fuera de Inglaterra? ¿Por qué está siempre viajando como un judío errante... cristianizado? ¿Destrozando zapatos mientras el sillón de sus antepasados se cubre de polvo?... ¿Ha conseguido verle usted alguna vez, amigo Martin?
—No. He visto un retrato suyo. Pero a él en persona, no.
—¿Dice usted que ha visto un retrato de Selford?
—Ciertamente.
Lord
Selford estaba en Capetown el día de la llegada del nuevo gobernador general. Se asomó al balcón del hotel para ver el cortejo, y un reportero tomó una vista de los balcones. Yo ignoraba todo esto; pero el portero del hotel vio la fotografía en el periódico y me lo señaló. Entonces fui a las oficinas del periódico y obtuve una prueba, que hice ampliar.
—¿Qué tipo tiene?
—Ya se lo diré a usted uno de estos días —respondió Dick secamente.
Poco después dejaban la carretera principal y seguían el camino que atraviesa el pequeño pueblo de South Weald.
No se notaba el menor movimiento que no fuese normal. Por indicación de Sneed se detuvieron a la puerta de la casa que servía de vivienda al vigilante local y, al mismo tiempo, de calabozo para los escasos malhechores que elegían aquel lugar para sus hazañas. Cuando llamaron a la puerta, la mujer del vigilante se asomó a una ventana.
—El vigilante no está —dijo—. Ha ido con el guardabosque de
sir
John a perseguir a los cazadores furtivos de Chapley Woods.
—¿Tiene usted teléfono?
Había un teléfono, por el cual ella había recibido un aviso que comunicaría a su marido cuando éste regresase en la primera hora de la mañana.
Dick puso el «auto» nuevamente en marcha, y a loa pocos minutos lo hacía detenerse con una brusca sacudida delante de las puertas de Weald House.
Tocó la bocina. No se veía la menor luz ni se observaba movimiento alguno en la pequeña casa, la cual, según noticias de Dick, anteriormente no tuvo inquilinos. Se apeó del «auto» y trató de abrir las puertas. Una de ellas tenía un cerrojo que, una vez descorrido, permitió que las dos se abriesen por completo. Volvió a subir al coche y avanzó por el camino interior con precaución. La fachada de la casa se distinguía desde unas cincuenta yardas antes de llegar a ella. Ningún signo exterior demostraba la existencia de seres humanos en aquella casa envuelta en la oscuridad. Dick llamó a la puerta y esperó, escuchando. Volvió a oprimir el botón del timbre y a golpear la puerta. Pasaron tres minutos, sin resultado. Entonces Sneed ordenó a uno de sus amigas que tirase una piedra a una de las ventanas altas.
—Parece que no hay nadie arriba —dijo Sneed—. Les daremos unos minutos más de espera, y después forzaremos una ventana.
Estas, según descubrió Sneed en su inspección, estaban fuertemente cerradas y tenían dos estrechos cuadros de cristal.
—Me parece que usted no pasará por ahí—dijo Sneed, consciente de su propio volumen.
—¿Que no paso? —exclamó Dick.
Fue al automóvil y volvió con un destornillador.
Mientras Sneed le miraba con cierta admiración, sacó por completo las vidrieras de la ventana. Su único temor era el que detrás de los cristales hubiese alguna barra de hierro; pero, por lo visto,
mister
Cody había pensado que la propia estrechez de la ventana era la suficiente defensa.
Ayudado por los dos detectives, empezó a deslizarse de costado hacia adentro por el estrecho hueco de la ventana, por el que parecía imposible pasar. La cabeza era la parte más difícil de su cuerpo; pero al fin logró Dick encontrarse en el hall sin más daño que un ligero rasguño en una oreja.
El hall estaba en la más completa oscuridad. No se oía otro ruido que el lento y solemne tictac de un reloj en el piso de encima.
Dick Martin poseía un excepcional olfato. De pronto se puso a husmear. Algo olió que le dejó frío. Dirigiendo el rayo de luz de su linterna hacia la puerta, descorrió los cerrojos, quitó la cadena y dio paso a sus compañeros.
—Aquí se ha cometido un asesinato —dijo—. ¿No huele usted la sangre, Sneed?
—¿Sangre? —respondió éste—. Yo, no. ¿Y usted?
Martin movió la cabeza en signo afirmativo.
Buscó en las paredes la llave de la luz eléctrica, y al cabo de un momento encontró un cuadro de llaves, con cinco de éstas, las cuales hizo funcionar. Había una lámpara en el hall y otra en el rellano de la escalera. Dick señalaba la puerta cuando sintió que Sneed le cogía del brazo.
—¡Mire! —murmuró el inspector, mirando hacia lo alto de la escalera.
Dick siguió su mirada y vio algo que al principio no pudo comprender lo que era. Poco a poco fue dándose cuenta de que se trataba de la sombra de una figura apoyada en la pared del rellano e inclinada sobre la invisible baranda. La luz que él había encendido en el rellano, sin duda estaba situada en la parte baja y detrás de la inmóvil figura, por lo que su sombra se reflejaba claramente.