La prueba (16 page)

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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

BOOK: La prueba
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Peter encuentra un saco en la cocina, descuelga los esqueletos, los mete en el saco y se los lleva a su casa.

Lucas y Peter siguen el carro de Joseph, encima del cual reposa el ataúd del niño.

En el cementerio, un enterrador sentado en un montón de tierra come tocino con cebollas.

Entierran a Mathias en la tumba de la abuela y el abuelo de Lucas.

Cuando el enterrador ha llenado de nuevo el hueco, el propio Lucas coloca la cruz sobre la cual está grabado: «Mathias», y dos fechas. El niño ha vivido siete años y cuatro meses.

Joseph pregunta:

—¿Te llevo, Lucas?

Lucas dice:

—Vuelve, Joseph, y muchas gracias. Gracias por todo.

—No sirve de nada quedarse aquí.

Peter dice:

—Vamos, Joseph. Vuelvo con usted.

Lucas oye cómo se alejan los carros. Se sienta junto a la tumba. Los pájaros cantan.

Una mujer vestida de negro pasa silenciosamente y deposita un ramo de violetas al pie de la cruz.

Más tarde, vuelve Peter. Toca el hombro de Lucas:

—Ven. Pronto se hará de noche.

—No puedo dejarlo ahí solo, de noche. Tiene miedo de la noche. Es tan pequeño aún...

—No, ahora ya no tiene miedo. Ven, Lucas.

Lucas se levanta, mira la tumba.

—Tendría que haberle dejado ir con su madre. Cometí un error mortal, Peter, queriendo quedarme el niño a cualquier precio.

—Cada uno de nosotros comete en su vida un error mortal, y cuando nos damos cuenta, lo irreparable ya se ha producido.

Vuelven a la ciudad. Ante la librería, Peter pregunta:

—¿Quieres venir a mi casa o prefieres volver?

—Prefiero volver.

Lucas vuelve. Se sienta en su escritorio, mira la puerta cerrada de la habitación del niño, abre un cuaderno escolar y escribe: «Todo le va bien a Mathias. Siempre es el primero de la clase y ya no tiene pesadillas».

Lucas vuelve a cerrar el cuaderno, sale de casa, vuelve al cementerio y se duerme encima de la tumba del niño.

Al amanecer, el insomne va a despertarlo:

—Ven, Lucas. Hay que abrir la librería.

—Sí, Michael.

8

Claus llega en tren. La pequeña estación no ha cambiado, pero ahora un autocar espera a los viajeros.

Claus no toma el autocar, sino que se dirige a pie hacia el centro de la ciudad. Los castaños están floridos, y la calle desierta y silenciosa, como antaño.

En la plaza principal, Claus se detiene. Un edificio grande de dos pisos se alza en lugar de las casitas pequeñas, sencillas y de planta baja. Es un hotel. Claus entra y pregunta a la recepcionista:

—¿Cuánto hace que fue construido este hotel?

—Hace unos diez años más o menos, señor. ¿Quiere una habitación?

—No lo sé aún. Volveré dentro de unas horas. ¿Puede usted guardarme la maleta, mientras tanto?

—Con mucho gusto.

Claus vuelve a caminar, atraviesa la ciudad, deja atrás las últimas casas, toma un camino sin asfaltar que le lleva a un campo de deportes. Claus atraviesa el campo y se sienta en la hierba, al borde del río. Más tarde, los niños empiezan a jugar a la pelota allí. Claus le pregunta a uno de ellos:

—¿Hace mucho tiempo que existe este campo de deportes?

El niño se encoge de hombros.

—¿El campo? Ha existido siempre.

Claus vuelve a la ciudad, sube al castillo, después va al cementerio. Busca mucho tiempo, pero no encuentra la tumba de la abuela y el abuelo. Baja de nuevo a la ciudad y se sienta en un banco de la plaza principal, y mira a la gente que hace compras, que vuelve del trabajo y que se pasea, a pie o en bicicleta. Hay muy pocos coches. Cuando cierran las tiendas, la plaza se vacía y Claus entra de nuevo en el hotel.

—Voy a coger una habitación, señorita.

—¿Para cuántos días?

—Pues no lo sé aún.

—¿Puede enseñarme su pasaporte, señor?

—Tenga.

—¿Es usted extranjero? ¿Dónde ha aprendido a hablar tan bien nuestro idioma?

—Aquí. Pasé mi infancia en esta ciudad.

Ella le mira:

—Entonces hace mucho tiempo.

Claus se echa a reír.

—¿Tan viejo le parezco?

La joven se sonroja.

—No, no, no quería decir eso. Le doy la habitación más bonita que tenemos, aunque casi todas están libres, porque la estación no ha empezado aún.

—¿Tienen muchos turistas?

—En verano sí, muchos. Le recomiendo también nuestro restaurante, señor.

Claus sube a su habitación, en el primer piso. Sus dos ventanas dan a la plaza.

Claus come en el restaurante desierto y sube a su habitación. Abre la maleta, ordena su ropa en el armario, lleva un sillón ante una de las ventanas y contempla la calle desierta. En el otro lado de la plaza, las casas antiguas siguen intactas. Las han restaurado y pintado de rosa, amarillo, azul y verde. La planta baja de cada una de ellas está ocupada por una tienda: comestibles, recuerdos, lechería, librería, moda... La librería se encuentra en la casa azul donde ya estaba cuando Claus era niño y acudía allí a comprar papel y lápices.

Al día siguiente, Claus vuelve al campo de deportes, al castillo, al cementerio y a la estación. Cuando se cansa entra en un café y se sienta en un parque. Al acabar la tarde, vuelve a la plaza principal y entra en la librería.

Un hombre de pelo blanco sentado detrás del mostrador lee a la luz de una lámpara de despacho. La tienda está en penumbra, no hay clientes. El hombre del pelo blanco se levanta:

—Perdóneme, me he olvidado de dar la luz.

La sala y los escaparates se iluminan. El hombre pregunta:

—¿Qué desea?

Claus dice:

—No se moleste. Sólo estaba mirando.

El hombre se quita las gafas:

—¡Lucas!

Claus sonríe.

—¿Conoce usted a mi hermano? ¿Dónde está?

El hombre repite:

—¡Lucas!

—Soy el hermano de Lucas. Me llamo Claus.

—No bromees, Lucas, te lo ruego.

Claus saca el pasaporte del bolsillo:

—Véalo usted mismo.

El hombre examina el pasaporte:

—Esto no prueba nada.

Claus dice:

—Lo siento, no tengo medio alguno de probar mi identidad. Soy Claus T. y busco a mi hermano Lucas. Usted le conoce. Y ciertamente le habrá hablado de mí, de su hermano Claus.

—Sí, me ha hablado a menudo de usted, pero debo confesarle que nunca había creído en su existencia.

Claus ríe.

—Cuando yo hablaba de Lucas a alguien, tampoco me creían a mí. Es cómico, ¿no le parece?

—No, en realidad no. Vamos, sentémonos aquí.

Señala una mesita baja con unos sillones al fondo del almacén, ante el ventanal que da al jardín.

—Si usted no es Lucas, debo presentarme. Me llamo Peter. Peter N. Pero si no es Lucas, ¿por qué ha entrado aquí, precisamente?

Claus dice:

—Llegué ayer. En primer lugar, fui a la casa de mi abuela, pero ya no existe. En su lugar hay un campo de deportes. Si entré aquí fue porque en mi infancia era ya una librería. Nosotros veníamos a comprar papel y lápices. Todavía me acuerdo del hombre que la llevaba. Era un hombre pálido y obeso. Esperaba encontrarle aún aquí.

—¿Victor?

—No sé su nombre. Nunca lo supe.

—Se llamaba Victor. Murió.

—Claro. Ya no era joven, en aquella época.

—Eso es.

Peter contempla el jardín que va oscureciendo al caer la noche. Claus dice:

—Yo creía, ingenuamente, que iba a encontrar a Lucas en casa de mi abuela, después de tantos años. ¿Dónde está?

—Pues no lo sé.

—¿Hay alguien en esta ciudad que pueda saberlo?

—No, no lo creo.

—¿Usted le conocía bien?

Peter mira a Claus a los ojos.

—Tan bien como se puede conocer a un ser humano.

Peter se inclina por encima de la mesa y coge por los hombros a Claus.

—¡Ya basta, Lucas, deja esta comedia! ¡No sirve de nada! ¿No te da vergüenza hacerme esto precisamente a mí?

Claus se suelta y se levanta:

—Ya veo que estaban muy unidos Lucas y usted.

Peter se deja caer en su sillón.

—Sí, perdóneme, Claus. Conocí a Lucas cuando tenía quince años. A la edad de treinta años desapareció.

—¿Desapareció? ¿Quiere decir que se fue de esta ciudad?

—De esta ciudad y quizá de este país. Y vuelve hoy con otro nombre. Siempre me ha parecido estúpido ese juego de palabras con sus nombres de pila.

—Nuestro abuelo llevaba ese nombre doble, Claus-Lucas. Nuestra madre, que sentía mucho afecto por su padre, nos puso los dos nombres. No es Lucas la persona que tiene delante de usted, Peter, sino Claus.

Peter se levanta:

—Bien, Claus. En este caso, debo entregarle una cosa que me confió su hermano. Espere.

Peter sube al piso y vuelve a bajar poco después con cinco grandes cuadernos escolares.

—Tenga. Están destinados a usted. Él tenía muchos más al principio, pero los rehacía, los corregía, eliminando todo lo que no era indispensable. Si hubiese tenido tiempo suficiente, creo que lo habría eliminado todo.

Claus menea la cabeza.

—No, todo no. Habría dejado sólo lo esencial. Para mí.

Coge los cuadernos y sonríe.

—Bueno, ésta es la prueba de la existencia de Lucas. Gracias, Peter. ¿Nadie los ha leído?

—Aparte de mí, nadie.

—Me alojo en el hotel, ahí enfrente. Volveré.

Claus lee toda la noche, levantando de vez en cuando los ojos para observar la calle.

Por encima de la librería, dos de las tres ventanas del piso permanecen iluminadas mucho tiempo. La tercera está oscura.

Por la mañana, Peter levanta la persiana metálica de la tienda y Claus se acuesta. Por la tarde, Claus sale del hotel, toma algo en un café popular de la ciudad donde sirven platos calientes a cualquier hora del día.

El cielo está cubierto. Claus vuelve al campo de deportes, se sienta junto al río. Se queda allí sentado hasta que cae la noche y empieza a llover.

Cuando vuelve Claus a la plaza principal, la librería ya está cerrada. Claus llama a la puerta de entrada del piso. Peter se asoma a la ventana:

—La puerta no está cerrada. Le esperaba. No tiene más que subir.

Claus encuentra a Peter en la cocina. Varias cazuelas humean en los fogones. Peter dice:

—La cena aún no está preparada. Tengo aguardiente. ¿Quiere?

—Sí. Ya he leído los cuadernos. ¿Qué ocurrió después? ¿Después de la muerte del niño?

—Nada. Lucas siguió trabajando. Abría la tienda por la mañana, la cerraba por la tarde. Servía a los clientes sin decir una sola palabra. No hablaba casi nunca. Algunas personas le creían mudo. Yo venía a verle a menudo, y jugábamos al ajedrez en silencio. Jugaba mal. Ya no leía ni escribía. Creo que comía muy poco, y que no dormía casi nunca. La luz estaba encendida toda la noche en su habitación, pero él no estaba. Se paseaba por las calles más oscuras de la ciudad, y por el cementerio. Decía que el lugar ideal para dormir es la tumba de alguien a quien se ha amado.

Peter se calla, sirve algo de bebida. Claus dice:

—¿Y después? Continúe, Peter.

—Bien. Cinco años después, en el curso de los trabajos emprendidos para la construcción del campo de deportes, supe que se había descubierto un cadáver de mujer enterrado junto al río, cerca de la casa de su abuela. Advertí a Lucas. Él me dio las gracias y al día siguiente había desaparecido. Nadie le volvió a ver desde aquel día. En su escritorio me dejó una carta mediante la cual me confiaba la casa y la librería. Lo más triste de esta historia, Claus, es que el cuerpo de Yasmine no se pudo identificar. Las autoridades archivaron el asunto enseguida. Cadáveres los hay por todas partes, en la tierra de este desventurado país, después de la guerra y la revolución. Ese cadáver podía ser el de cualquier mujer que hubiese intentado pasar la frontera y hubiese pisado una mina. No habrían molestado a Lucas.

Claus dice:

—Podría volver ahora. Ya hay prescripción.

—Sí, supongo que después de veinte años, ha prescrito.

Peter mira a Claus a los ojos:

—Sí, Claus. Lucas podría volver ahora.

Claus sostiene la mirada de Peter:

—Sí, Peter. Es probable que vuelva Lucas.

—Se dice que se esconde en el bosque y que viene a merodear por las calles de la ciudad cuando cae la noche. Pero no son más que chismes.

Peter menea la cabeza.

—Venga a mi habitación, Claus. Voy a enseñarle la carta de Lucas.

Claus lee:

«Confío mi casa y la librería que forma parte de ella a Peter N., con la condición de que los conserve en usufructo hasta mi regreso, o si no hasta el regreso de mi hermano Claus T. Firmado: Lucas T».

Peter dice:

—Fue él quien subrayó lo del usufructo. Ahora, sea usted Claus o Lucas, esta casa le pertenece.

—Veamos, Peter, yo sólo he venido aquí por un tiempo, no tengo más que un visado de treinta días. Soy ciudadano de otro país, y, como usted sabe muy bien, ningún extranjero puede poseer aquí bien alguno.

Peter dice:

—Pero sí que puede aceptar el dinero que proviene de los beneficios de la librería, y que yo deposito cada mes en el banco, desde hace veinte años.

—¿Y entonces de qué vive?

—Tengo una pensión de funcionario, y la casa de Victor, que alquilo. Sólo mantengo la librería por ustedes dos. Llevo las cuentas escrupulosamente, puede consultarlas si quiere.

Claus dice:

—Gracias, Peter. No necesito dinero, y no tengo ningún deseo de consultar sus cuentas. Sólo he vuelto para ver a mi hermano.

—¿Por qué no le ha escrito nunca?

—Decidimos separarnos. La separación debía ser total. Una frontera no bastaba, era necesario también el silencio.

—Y sin embargo, ha vuelto. ¿Por qué?

—La prueba ha durado demasiado. Estoy cansado y enfermo, y quiero ver otra vez a Lucas.

—Sabe usted muy bien que no volverá a verle.

Una voz de mujer llama desde la habitación vecina:

—¿Hay alguien ahí, Peter? ¿Quién es?

Claus mira a Peter:

—¿Tiene esposa? ¿Está casado?

—No, es Clara.

—¿Clara? ¿No había muerto?

—La creíamos muerta, sí. Pero sólo estaba recluida. Poco después de la desaparición de Lucas ella volvió. No tenía trabajo ni dinero. Buscaba a Lucas. Yo la acogí en mi casa, es decir, aquí. Ocupa la habitación pequeña, la del niño. Yo la cuido. ¿Quiere verla?

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