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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (22 page)

BOOK: La pirámide
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Se produjo entonces un nuevo silencio cuya presión aligeró, de nuevo, la intervención de Wallander:

—Tendremos que pedir a Estocolmo que nos ayude con la inspección de su apartamento. Además, debemos localizar a su ex esposa. Yo me ocuparé de averiguar qué vino a hacer aquí en Ystad y en Svarte. Y con quién estuvo en contacto. Podemos vernos de nuevo después del mediodía y contrastar lo que hayamos sacado en claro.

—Yo tengo una duda —advirtió Rydberg—. ¿Es posible que una persona resulte asesinada sin saberlo?

Wallander asintió.

—Sí, es una pregunta interesante —admitió—. Si alguien pudo administrarle a Göran Alexandersson un veneno que empezase a actuar una hora más tarde, por ejemplo. Le preguntaré a Jörne.

—Si es que él lo sabe —masculló Rydberg—. Yo no estaría tan seguro.

Concluida la reunión y una vez distribuidas las diversas tareas, Se separaron. Ante la ventana de su despacho y con una taza de café en la mano, Wallander intentaba tomar una determinación acerca de por dónde empezar.

Media hora más tarde, iba en su coche camino de Svarte. El viento había empezado a amainar poco a poco y los rayos del sol atravesaban las grietas de las nubes. Por primera vez, el inspector experimentó la sensación de que la primavera estaba en camino. Al llegar a las afueras de Svarte, se detuvo y salió del coche.

«De modo que hasta aquí llegaba Göran Alexandersson», se dijo. «Acudía por la mañana y regresaba a Ystad por la tarde. La cuarta vez lo envenenaron y acabó muriendo en el taxi.»

El inspector comenzó a caminar en dirección al centro del pueblo. Muchas de las casas próximas a la playa eran chalets que sólo estaban habitados en verano y que ahora aparecían cerrados a cal y canto.

Durante su paseo a través del pueblecito, Wallander se topó tan sólo con dos personas. De repente, lo desierto del lugar lo hizo sentirse incómodo y se apresuró a regresar al coche.

Acababa de ponerlo en marcha cuando descubrió a una anciana que arreglaba un seto del jardín junto al que él había estacionado su vehículo. El inspector paró de nuevo el motor y salió. Al cerrar la puerta, la mujer alzó la vista. Wallander se acercó a la valla y la saludó con un gesto de la mano.

—Hola, espero no molestar —se excusó.

—Aquí no molesta nadie —aseguró la mujer al tiempo que le dedicaba una mirada curiosa.

—Me llamo Kurt Wallander, inspector de la policía de Ystad —se presentó.

—Sí, lo conozco —aseguró la anciana—. Lo he visto en la televisión, en algún programa de debate, ¿no es así?

—No lo creo —opuso Wallander—. Aunque, por desgracia, sí que ha aparecido alguna fotografía mía en los periódicos en alguna ocasión.

—Mi nombre es Agnes Ehn —se presentó a su vez la mujer mientras le tendía la mano.

—¿Usted vive aquí todo el año? —inquirió Wallander.

—Sólo la temporada de primavera y verano. Suelo venir a principios de abril y me quedo hasta octubre. El resto del año lo paso en Halmstad. Soy maestra jubilada. Mi marido murió hace unos años.

—Esto es muy hermoso —comentó Wallander—. Muy hermoso y muy tranquilo. Todo el mundo se conoce, ¿verdad?

—Bueno, no sé... También es posible que uno no conozca ni a su vecino más próximo.

—No habrá visto a un hombre solo que vino a Svarte en taxi varias veces la semana pasada, ¿verdad? Luego se iba también en taxi, por la tarde.

La respuesta de la anciana lo llenó de sorpresa.

—Sí, yo le presté el teléfono para llamar el taxi. Cuatro días seguidos, por cierto. Si es que se trata del mismo hombre.

—¿No le dijo cómo se llamaba?

—Era un hombre muy educado.

—Pero ¿no se presentó?

—Uno puede ser educado sin tener que decir cómo se llama.

—Ya. Y le pidió el teléfono, ¿no es así?

—Exacto.

—¿No le dijo nada más?

—¿Acaso ha pasado algo?

Wallander pensó que no había motivo para ocultar lo ocurrido.

—Está muerto.

—¡Vaya! ¡Eso es terrible! Pero ¿cómo fue?

—Aún no lo sabemos. Lo único que sabemos, por ahora, es que está muerto. ¿Sabe qué hacía aquí, en Svarte? O quizá le dijo a quién venía a visitar. ¿Hacia dónde se dirigía cuando llegaba? ¿Iba acompañado? Cualquier cosa que pueda recordar será de utilidad.

La anciana volvió a sorprenderlo con su decidida respuesta.

—Solía bajar hasta la playa —afirmó la mujer—. Al otro lado de la casa comienza un sendero que conduce hasta la orilla. Y él solía recorrerlo hasta que desaparecía hacia el oeste. Por lo general, regresaba hacia la tarde.

—De modo que paseaba por la playa, pero ¿iba solo?

—Eso es algo que no puedo saber. La playa describe una curva muy pronunciada y es posible que se hubiese visto con alguien más allá, fuera del alcance de mi vista.

—¿Llevaba algún maletín o algún paquete?

Ella negó con un gesto.

—¿Parecía preocupado o inquieto?

—A mí no me lo pareció.

—¿Así que le pidió el teléfono el último día que lo vio?

—Así es.

—¿Y no advirtió nada especial?

—Parecía un hombre amable y educado. Además, insistió en pagarme por las llamadas.

Wallander asintió.

—Bien, me ha sido de gran ayuda —agradeció el inspector al tiempo que le tendía una tarjeta con su nombre y su número de teléfono—. Si recuerda algún otro detalle, puede llamarme a este número.

—Es horrible —lamentó de nuevo la anciana—. ¡Un hombre tan agradable!

Wallander asintió y se dirigió al otro lado de la casa de donde partía, en efecto, un sendero que conducía hasta la playa. Llegó hasta la orilla, pero la playa aparecía desierta. Cuando se dio la vuelta, vio que Agnes Ehn lo había seguido con la mirada.

«Tuvo que verse con alguien», resolvió Wallander. «Sería absurdo pensar lo contrario. La cuestión es con quién.»

Regresó a la comisaría. Rydberg lo detuvo en el pasillo y le hizo saber que había logrado localizar a la ex mujer de Alexandersson, que residía en la Costa Azul.

—Estupendo —celebró Wallander—. Ponme al corriente de todo cuando hayas hablado con ella.

—Martinson estuvo aquí —prosiguió Rydberg—. Pero apenas se le entendía, así que le dije que se fuese a casa.

—Sí, has hecho bien —opinó Wallander.

Ya en su despacho, el inspector cerró la puerta y tomó el bloc escolar en el que había anotado el nombre de Göran Alexandersson. «¿A quién vería en la playa?», se preguntó de nuevo. «Tengo que hallar cuanto antes una respuesta a esa pregunta.»

A la una de la tarde, Wallander se sentía hambriento. Ya se había puesto la cazadora y se disponía a salir cuando Hanson llamó a la puerta.

Enseguida notó que el colega tenía algo importante que comunicarle.

—Tengo una información que puede ser significativa —anunció Hanson.

—A ver, ¿de qué se trata?

—Como ya sabes, Göran Alexandersson tuvo un hijo que falleció hace siete años. Pues mucho me temo que murió de una paliza. Y, por más que miro, no encuentro ningún documento que revele que nadie resultase detenido ni condenado por ello.

Wallander permaneció largo rato con la mirada fija en su compañero.

—¡Vaya! Estupendo. Ahora tenemos algo a lo que aferramos, por más que no sé bien en qué consiste exactamente.

El hambre que había sentido hacía unos minutos desapareció por completo.

Poco después de las dos de la tarde del 28 de abril, Rydberg dio nos toquecitos en la puerta entreabierta de Wallander.

—He logrado ponerme en contacto con la ex mujer de Alexandersson —declaró al tiempo que entraba en el despacho. Cuando tomó asiento, el colega hizo un gesto de dolor.

—¿Qué tal llevas lo de tu espalda? —inquirió Wallander solícito.

—¡Yo qué sé! Tengo un dolor raro —confesó Rydberg.

—Tal vez hayas vuelto al trabajo demasiado pronto, ¿no crees? —sugirió Wallander.

—Nada mejorará por el simple hecho de que me quede en casa mirando el techo —repuso Rydberg.

Y ahí concluyó la conversación sobre la espalda de Rydberg. Wallander sabía que no merecía la pena esforzarse por convencer a su colega de que retomase su baja y se quedase en casa descansando.

—Bien, ¿qué te dijo la mujer?

—Pues, como comprenderás, quedó impresionada. Tardó por lo menos un minuto en reaccionar.

—Un alto coste para las arcas del Estado sueco... —ironizó Wallander—. Pero después, transcurrido ese minuto, ¿cuál fue su reacción?

—Bueno, me preguntó, naturalmente, qué había sucedido y yo se lo expliqué. Pero a ella le costó comprenderlo.

—Ya, pero eso es normal —opinó Wallander.

—En cualquier caso, quedó claro que no mantenían ya ningún tipo de contacto. Según ella, se separaron porque se aburrían demasiado juntos.

—¡Cómo! ¿Qué crees tú que quería decir exactamente?

—Verás, a mi entender, es un motivo de separación mucho más frecuente de lo que nos imaginamos —apuntó Rydberg—. Para mí sería tremendo vivir con una persona aburrida.

Wallander asintió pensativo, preguntándose si Mona no sería de la misma opinión. Y él, ¿cuál era su parecer al respecto?

—Luego le pregunté quién podría querer acabar con la vida de su ex marido. Pero nada. Después, le pregunté si tenía idea de qué podía estar haciendo aquí en Escania, pero tampoco supo responder a esta cuestión. Y eso fue todo.

—¿Y no indagaste acerca del hijo que se les murió? Según Hanson, fue asesinado.

—¡Claro que lo hice! Pero ella no parecía tener el menor interés en tocar ese tema.

—¿No te parece extraño?

Rydberg asintió.

—Exacto. Eso mismo pensé yo.

—Creo que deberías hablar con ella de nuevo —propuso Wallander.

Rydberg se mostró de acuerdo y salió del despacho. Wallander se quedó allí pensando que, en su momento, hablaría con Mona y le preguntaría si ella pensaba que el aburrimiento constituía el mayor problema de su matrimonio. El timbre del teléfono vino a interrumpir su meditación. Ebba, la recepcionista, lo llamaba para comunicarle que la policía de Estocolmo deseaba hablar con él. Extrajo por tanto su bloc escolar dispuesto a escuchar. Quien lo buscaba era un agente llamado Rendal, cuyo nombre Wallander no había oído con anterioridad.

—Hemos estado echándole un vistazo al apartamento de Åsögatan —lo informó Rendal.

—¡Bien! Y ¿habéis encontrado algo?

—¿Cómo íbamos a encontrar nada, si no sabemos qué teníamos que buscar?

Wallander percibió el estrés en el tono de voz de Rendal.

—¿Qué aspecto tenía la vivienda? —inquirió con la mayor amabilidad de que fue capaz.

—Sencillo y elegante —explicó Rendal—. Limpio. Casi exageradamente limpio. Me dio la sensación de que se trataba de un apartamento de soltero.

—Pues sí, es lo que era —corroboró Wallander.

—Estuvimos ojeando su correo —prosiguió Rendal—. Parece haber estado fuera una semana, como máximo.

—Exacto —confirmó Wallander.

—Tenía un contestador, pero no había ningún mensaje grabado, de modo que, al parecer, no recibió ninguna llamada durante ese tiempo.

—¿Qué tipo de mensaje tiene en el contestador? —quiso saber Wallander.

—El habitual.

—Bien, pues ya sabemos algo. Gracias por tu ayuda. Volveremos a ponernos en contacto con vosotros si es necesario.

Wallander colgó el auricular y comprobó en el reloj que era la hora del encuentro vespertino del grupo de investigación. Cuando entró en la sala de reuniones, Hanson y Rydberg ya estaban allí.

—Acabo de hablar con Estocolmo —anunció Wallander al tiempo que se sentaba—. El apartamento de Åsögatan no proporcionó ninguna información de valor.

—Bueno, yo volví a llamar a la ex mujer —advirtió Rydberg—, Seguía sin querer hablar del asunto del hijo. Pero cuando le hice saber que podíamos exigirle que viajase a Suecia para colaborar con nosotros en la investigación, se suavizó. Parece que el chico fue víctima de una agresión en medio de la calle, en el centro de Estocolmo. Debió de tratarse un ataque totalmente inopinado, pues ni siquiera le robaron.

—Yo he conseguido recopilar una serie de documentos acerca de aquella agresión —informó Hanson—. Aún no ha prescrito, pero nadie se ha ocupado del caso en más de cinco años.

—¿No hay sospechosos? —quiso saber Wallander.

Hanson negó con un gesto.

—Ni uno solo. De hecho, no hay nada, ni siquiera testigos, nada.

Wallander apartó su bloc escolar.

—Sí, y otro tanto nos ocurre con su padre —observó.

El silencio imperaba en la sala y Wallander comprendió que debía dar algunas instrucciones.

—Tendréis que hablar con los empleados de sus comercios —ordenó—. Para ello podéis llamar a Rendal, el colega de Estocolmo, y pedirle ayuda. Nos veremos de nuevo mañana.

Tras distribuirse las diversas tareas, Wallander regresó a su despacho. Pensó que debería llamar a su padre y pedirle disculpas por la discusión de la noche anterior, pero no lo hizo. Lo sucedido a Göran Alexandersson no le daba tregua a su mente. La situación era tan absurda que, tan sólo por ese motivo, debería ser susceptible de una explicación. En efecto, sabía por experiencia que todos los asesinatos e incluso la mayor parte de los demás delitos tenían siempre un núcleo lógico. Lo único que debía hacer era mirar en los rincones adecuados en el orden correcto en busca de las posibles conexiones existentes entre los diversos indicios que apareciesen.

Wallander abandonó la comisaría poco antes de las cinco y se dirigió a Svarte por la carretera de la costa. En esta ocasión, aparcó el coche más cerca del centro del pueblo. Sacó un par de botas de goma del maletero y se dirigió a la playa. En la distancia, un buque de carga navegaba rumbo al oeste.

Fue bordeando la playa mientras observaba los chalets que quedaban a su derecha. Una de cada tres casas, aproximadamente, parecía habitada. Siguió la playa hasta haber dejado atrás el pueblo y, entonas, emprendió el regreso. De repente lo asaltó una sensación extraña, como si tuviese la esperanza de que Mona apareciese caminando a su encuentro. Rememoró el tiempo que pasaron en Skagen, que se le antojaba el mejor de su vida en común. ¡Tenían entonces tanto de que hablar y tan poco tiempo para ello...!

Desechó, con un gesto, aquellos pensamientos tan desagradables y se obligó a concentrarse en la persona de Göran Alexandersson. Así, mientras caminaba por la playa, se esforzó por elaborar mentalmente una síntesis.

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