La piel de zapa (32 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: La piel de zapa
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—Esos proyectos se hacen siempre, cuando disfrutamos de buena salud —objetó Rafael, introduciendo sus manos en la cabellera de Paulina.

Pero en aquel momento le acometió un horrible acceso de tos, una de esas toses roncas y cavernosas que parecen salir de un ataúd, que hacen lividecer a los pacientes y los deja trémulos, inundados en sudor, después de excitar su sistema nervioso, de quebrantar sus huesos, de fatigar su médula espinal y de entorpecer la normal circulación de la sangre. Rafael, abatido, pálido, se reclinó lentamente, postrado como quien ha gastado toda su fuerza en un postrer esfuerzo. Paulina clavó en él sus pupilas, agrandadas por el miedo, y permaneció inmóvil, pálida, silenciosa.

—No hagamos tonterías, ángel mío —dijo, tratando de ocultar a Rafael los horribles presentimientos que la agitaban.

Y se tapó la cara con las manos, porque vio la repulsiva silueta de la «Muerte». La cabeza de Rafael se había tornado lívida y hueca, como un cráneo arrancado de las profundidades de un cementerio para servir de estudio. Paulina recordó la exclamación escapada la víspera a Rafael, y pensó:

—¡Sí! Hay abismos que el amor no puede franquear, pero debe sepultarse en ellos.

Una mañana del mes de marzo, pocos días después de la citada escena de desolación, Rafael se hallaba sentado en una butaca, rodeado de cuatro médicos que le habían hecho colocar a la luz, delante del balcón de su aposento, y le pulsaban alternativamente, le palpaban, le interrogaban con aparente interés. El enfermo espiaba sus pensamientos interpretando sus gestos y hasta el más leve entrecejo que fruncía sus frentes.

Aquella consulta era su última esperanza. Aquellos jueces supremos iban a pronunciar una sentencia de vida o de muerte.

Para arrancar la última palabra a la ciencia humana, Valentín había convocado a los oráculos de la medicina moderna. Gracias a su fortuna y a su nombre, se habían congregado en su presencia los tres sistemas entre los cuales flotan los conocimientos humanos.

Tres de los doctores llevaban consigo toda la filosofía médica, representando en ellos la lucha entablaba entre la espiritualidad, el análisis y cierto eclecticismo burlón. El cuarto médico era Horacio Bianchon, hombre de gran porvenir y repleto de ciencia, el más distinguido quizá por los médicos noveles, sabio y modesto diputado de la juventud estudiosa que se apresta a recoger la herencia de los tesoros acumulados por espacio de cincuenta años por la Facultad de París, y llamado probablemente a levantar el monumento para el que los siglos precedentes han aportado tantos y tan diversos materiales. Amigo del marqués y de Rastignac, se había encargado de la asistencia del primero pocos días antes, y le ayudaba a responder a las preguntas de los tres profesores, a quienes indicaba de vez en cuando, con una especie de insistencia, los diagnósticos reveladores, a su juicio, de una tisis pulmonar.

—Ha debido usted cometer muchos excesos, entregándose a una vida disipada, y, a la vez, desarrollar un intenso trabajo mental —dijo a Rafael uno de los tres afamados doctores, cuya cabeza cuadrada, ancho rostro y vigorosa complexión parecían denotar un genio superior al de sus dos antagonistas.

—He querido matarme haciendo una vida desordenada, después de pasar tres años escribiendo una extensa obra, en la que quizá se ocupen ustedes algún día —contestó Rafael.

El eminente facultativo movió la cabeza, en señal de satisfacción, como si dijera para su capote:

—¡Estaba seguro de ello!

El que así habló era el ilustre Brisset, el jefe de los materialistas, el sucesor de los Cabanis y de los Bichat, el médico de los espíritus positivistas, que ven en el hombre un ser finito, sujeto únicamente a las leyes de su propio organismo, y cuyo estado normal o deletéreas anomalías se explican por causas evidentes.

A la respuesta del marqués, Brisset miró en silencio a uno de sus colegas de profesión; un individuo de regular estatura, cuyo encendido rostro y ardientes pupilas parecían pertenecer a un sátiro de la antigüedad, y que, recostado en el quicio del balcón, contemplaba atentamente a Rafael, sin proferir palabra. Hombre exaltado y creyente, el doctor Caméristus, paladín de los espiritualistas, poético defensor de las doctrinas abstractas de Juan Bautista van Helmont, veía en la vida humana un principio elevado, secreto, un fenómeno inexplicable que se burla de los bisturíes, engaña a la cirugía, escapa a las fórmulas de la farmacopea, a los cálculos algebraicos, a las demostraciones de la anatomía, y se ríe de nuestros esfuerzos; una especie de llama intangible, invisible, sometida a determinada ley divina, y que se mantiene con frecuencia en los cuerpos condenados por todos los pronósticos, como deserta de los organismos más viables.

Una sardónica sonrisa, vagaba por los labios del tercer galeno, el doctor Maugredie, hombre cultísimo, pero pirrónico y guasón, que no creía más que en el escalpelo, concedía a Brisset la posibilidad de la muerte de una persona en plena salud, y reconocía con Caméristus la de que un hombre siga viviendo después de muerto. Encontraba algo bueno en todas las teorías, sin adoptar ninguna, pretendiendo que lo mas acertado, en medicina, es prescindir de sistemas y atenerse a las circunstancias especiales de cada caso. Panurgo de la escuela, rey de la observación, aquel gran explorador, aquel gran burlón, el hombre de las tentativas desesperadas, examinaba la pie! de zapa.

—Desearía ser testigo de la coincidencia que existe entre la manifestación de sus deseos y la contracción de esta piel —indicó al marqués.

—¿Para qué? —objetó Brisset.

—Es sobrenatural —opinó Caméristus.

—¡Ah! ¿Están ustedes de acuerdo? —preguntó Maugredie a sus colegas.

—Esa contracción es sencillísima —manifestó Brisset.

—Es sobrenatural —opinó Caméristus.

—En efecto —replicó Maugredie, afectando un aire solemne y devolviendo a Rafael su piel de zapa—. El encogimiento del cuero es un hecho inexplicable, aunque natural, que, desde la creación del mundo, constituye la desesperación de la medicina y de las mujeres bonitas.

Observando detenidamente a los tres doctores, Valentín no descubrió en ellos ningún interés por sus padecimientos. Los tres, callados a cada respuesta, le miraban indiferentemente de pies a cabeza y le preguntaban sin compadecerle. Se traslucía la despreocupación, a través de su cortesía. Ya fuese por convicción, ya reflexivamente, sus palabras eran tan raras, tan indolentes, que hubo momentos en que Rafael los creyó distraídos.

Únicamente Brisset se limitaba a contestar con un «¡Bien! ¡bien!», cuando Bianchon demostraba la existencia de todos los más alarmantes síntomas. Caméristus permanecía sumido en profunda meditación, y Maugredie parecía un autor cómico, estudiandolos tipos para reproducirlos fielmente en la escena. La fisonomía de Horacio denunciaba una honda pena, una compasión impregnada de tristeza. Había ejercido muy poco su profesión, para mostrarse insensible ante el dolor e impasible junto a un lecho mortuorio; no sabía extinguir las lágrimas provocadas porla amistad, que empañan las pupilas, impidiendo al hombre ver claro y aprovechar, como el general en jefe de un ejército, el momento propicio para la victoria, sin escuchar ayes y lamentos de los moribundos.

Después de pasar una media hora, tomando en cierto modo la medida de la enfermedad y del enfermo, como un sastre toma la del frac a un joven que le encarga su traje de boda, se extendieron en varios lugares comunes, hablando hasta de política, y por último, solicitaron la venia para trasladarse al despacho de Rafael, con objeto de cambiar sus impresiones y redactar la sentencia.

—Señores —preguntó el marqués—, ¿me permitirían ustedes asistir a la discusión?

Ante semejante pretensión, Brisset y Maugredie protestaron vivamente, y a pesar de las instancias de su enfermo, se negaron a deliberar en su presencia. Rafael se sometió a la costumbre.

Pensando que le sería fácil deslizarse a un corredor, desde donde oiría perfectamente el debate técnico que iba a entablarse entre los tres profesores.

—Señores —dijo Brisset al entrar—, permítanme ustedes que me anticipe a emitir mi opinión. No trato de imponerla, ni de promover controversia. Desde luego, es clara, precisa, y resulta de una completa homogeneidad entre uno de mis enfermos y el paciente que hemos sido llamados a reconocer. Además, me esperan en el hospital que tengo a mi cargo. La importancia del caso que reclama mi presencia en dicho benéfico establecimiento, me disculpará de tomar la palabra en primer término. El «sujeto» que nos ocupa, está igualmente gastado por el trabajo mental… ¿Qué obra es la que ha escrito, Horacio? —preguntó dirigiéndose al médico novel.

—Una teoría de la voluntad.

—¡Cáscaras! El tema es vastísimo. Pues bien; como decía, su decaimiento proviene tanto de un exceso de labor imaginativa, como de desarreglos en el régimen, del uso reiterado de estimulantes demasiado enérgicos. La acción forzada del cuerpo y del cerebro ha viciado el funcionamiento de todo el organismo. Es fácil reconocer, señores, en los síntomas de la cara y del cuerpo, una tremenda irritación en el estómago, la neurosis del gran simpático, la viva sensibilidad del epigastrio, la reducción de los hipocondrios. Ya se habrán fijado ustedes en el volumen y en las palpitaciones del hígado. Por último, el señor Bianchon, que ha observado constantemente a su enfermo, nos ha manifestado que sus digestiones son difíciles, laboriosas. Hablando con propiedad, ya no hay estómago: ha desaparecido el ser corpóreo. El intelecto está atrofiado, porque el individuo ya no digiere. La alteración progresiva del epigastrio, centro de la vida, ha perturbado todo el sistema. De ahí las continuas y flagrantes irradiaciones que han invadido el cerebro, introduciendo el desorden en él, por el plexo nervioso, y produciendo como consecuencia una exagerada excitación en dicho órgano.

»La monomanía es indudable. El enfermo está dominado por una idea fija. Para él, esta piel de zapa se contrae realmente, aunque es probable que siempre haya tenido el mismo tamaño que ahora; pero, contráigase o no, la tal zapa viene a ser para él la mosca en la nariz de cierto gran visir. Apliquemos prontamente unas sanguijuelas al epigastrio; calmemos la irritación de ese órgano, base del funcionamiento de los demás; sometamos al enfermo a un régimen, y la monomanía cesará.

»Y no diré más al doctor Bianchon; él es quien debe determinar el conjunto y los detalles del tratamiento. Quizás esté complicado con algún otro este padecimiento: quizás existe inflamación en las vías respiratorias; pero creo que el tratamiento del aparato digestivo es mucho más importante, más necesario, más urgente que el de los pulmones. El estudio tenaz de materias abstractas y algunas pasiones violentas han producido graves perturbaciones en ese mecanismo vital; pero aun es tiempo de enderezar los resortes, porque no hay ninguna lesión incurable. Puede pues, salvarse fácilmente a su amigo —terminó diciendo a Bianchon.

—Nuestro entendido colega —contestó Caméristus— toma el efecto por la causa. Realmente, existen en el enfermo las alteraciones tan bien observadas por nuestro compañero; pero no es que el estómago haya ido estableciendo gradualmente esas irradiaciones en el organismo y hacia el cerebro, semejantes a las que forma la rotura de un cristal, sino que ha sido preciso un golpe que produzca la rotura. ¿Quién ha dado ese golpe? Eso es lo que hay que averiguar. ¿Hemos observado suficientemente al enfermo? ¿Conocemos todos los accidentes de su vida? Señores, el principio vital, el «foco» de van Helmont, aparece lesionado en él; la vitalidad misma se encuentra atacada en su esencia; el destello divino, la inteligencia transitoria que viene a servir como de engranaje a la máquina y que produce la voluntad, la ciencia de la vida, ha cesado de regularizar los fenómenos cotidianos del mecanismo y las funciones de cada órgano. De ahí provienen los desórdenes tan bien apreciados por mi docto colega. El movimiento no ha partido del epigastrio al cerebro, sino del cerebro al epigastrio.

»¡No! —añadió, golpeándose con fuerza el pecho—, ¡yo no me considero como un estómago ambulante! No todo estriba en eso. Por mi parte, no me sentiría con valor para afirmar que, teniendo un buen epigastrio, lo demás importa un bledo. No es posible —prosiguió, más ensalmado— someter a una misma causa física y a un tratamiento uniforme las graves perturbaciones que sobrevienen en los diferentes individuos, más o menos seriamente atacados. Ningún hombre se parece a otro.

»Todos tenemos órganos especiales, diversamente afectados, nutridos de distinto modo, apropiados para llenar misiones diferentes, para desarrollar temas necesarios al cumplimiento de un orden de cosas que nos es desconocido. La porción del gran todo, que por una alta voluntad viene a operar, a mantener en nosotros el fenómeno de la animación, se formula de una manera distinta en cada hombre, constituyéndole en un ser finito en apariencia pero que coexiste, por un punto, con una causa infinita. Por eso, debemos estudiar cada sujeto separadamente, penetrarle, reconocer en qué consiste su vida, la potencia que alcanza ésta. Desde la blandura de una esponja empapada hasta la dureza de la piedra pómez, hay infinidad de gradaciones. Tal ocurre en el hombre. Entre la complexión fofa de los linfáticos y el vigor metálico de los músculos de ciertos individuos destinados a una prolongada existencia, ¿cuántos errores no cometerá el sistema único, implacable, de la curación por el abatimiento, por la postración de las energías humanas, que siempre se suponen excitadas?

»Así, pues, en el caso presente, yo adoptaría un tratamiento puramente moral, un examen bien a fondo del ser íntimo. Vamos a buscar la causa del mal en las entrañas del alma, y no en las entrañas del cuerpo. Un médico es un ser inspirado, dotado de un genio especial, a quien Dios concede la facultad de leer en la vitalidad, del propio modo que otorga al poeta la de evocar la Naturaleza, al músico la de combinar los sonidos en un orden armónico, cuyo tipo quizá se halla en las alturas…

—¡Siempre su medicina absolutista, monárquica y religiosa! —murmuró Brisset.

—Señores —repuso vivamente Maugredie, ahogando con presteza la frase de Brisset—, no perdamos de vista que el enfermo…

—¡He ahí los progresos y las conclusiones de la ciencia! —exclamó melancólicamente Rafael—. ¡Mi curación fluctúa entre un rosario y una sarta de sanguijuelas, entre el bisturí de Dupuytren y la oración del príncipe de Hohenlohe! Maugredie está ahí, dudando, en la línea que separa el hecho de la palabra, la materia del espíritu. La contradicción humana me persigue por todas partes; siempre el «
carymari
» «
carymara
» de Rabelais. ¿Estoy espiritualmente enfermo? Pues ¡
carymari
! ¿Lo estoy corporalmente? ¡
Carymara
! ¿Viviré? Lo ignoran. Por lo menos, Planchete era más franco al decirme: No sé.

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