La partícula divina (33 page)

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Authors: Dick Teresi Leon M. Lederman

Tags: #Divulgación científica

BOOK: La partícula divina
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Quizá, podríais argüir, pasen dos o más electrones a la vez por las rendijas y simulen un patrón de interferencia ondulatoria. Para que quede claro que no pasan dos electrones a la vez por las rendijas, reducimos el ritmo de los electrones a uno por minuto. Los mismos patrones. Conclusión: los electrones que atraviesan la rendija uno «saben» que la rendija dos está abierta o cerrada porque según sea lo uno o lo otro sus patrones cambian.

¿Cómo se nos ocurre esta idea de los electrones «inteligentes»? Poneos en el lugar del experimentador. Tenéis un cañón de electrones, así que sabéis que estáis disparando partículas a las rendijas. Sabéis también que al final tenéis partículas en el lugar de destino, la pantalla, pues los contadores Geiger suenan. Un ruido significa una partícula. Luego, tengamos una rendija abierta o las dos, empezamos y terminamos con partículas. Sin embargo, dónde aterricen las partículas dependerá de que estén abiertas una o dos rendijas. Por lo tanto, da la impresión de que una partícula que pase por la rendija uno sabrá si la rendija dos está abierta o cerrada, ya que parece que cambia su camino conforme a esa información. Si la rendija dos está cerrada, se dice a sí misma: «Muy bien, puedo caer donde quiera en la pantalla». Si la rendija dos está abierta, se dice: «¡Oh!, ¡ah!, tengo que evitar ciertas bandas de la pantalla, para que se cree un patrón de franjas». Como las partículas no pueden «saber», nuestra ambigüedad entre ondas y partículas crea una crisis lógica.

La mecánica cuántica dice que podemos predecir la probabilidad de que los electrones pasen por las rendijas y lleguen a continuación a la pantalla. La probabilidad es una onda, y las ondas exhiben patrones de interferencia para las dos rendijas. Cuando las dos están abiertas, las ondas de probabilidad Ψ pueden interferir de forma que resulte una probabilidad nula (Ψ = 0) en ciertos lugares de la pantalla. La queja antropomórfica del párrafo anterior es un atolladero clásico; en el mundo cuántico, «¿cómo sabe el electrón por qué rendija ha de pasar?» no es una pregunta que la medición pueda responder. La trayectoria detallada, punto a punto, del electrón, no se está observando, y por lo tanto la pregunta «¿por qué rendija pasa el electrón?» no es una cuestión operativa. Las relaciones de incertidumbre de Heisenberg resuelven, además, nuestra fijación clásica al señalar que, cuando se trata de medir la trayectoria del electrón entre el cañón de electrones y la pared, se cambia por completo el movimiento del electrón y se destruye el experimento. Podemos conocer las condiciones iniciales (el electrón que dispara el cañón); podemos conocer los resultados (el electrón da en alguna parte de la pantalla);
no podemos
conocer el camino de A a B a menos que estemos dispuestos a cargarnos el experimento. Esta es la naturaleza fantasmagórica del nuevo mundo atómico.

La solución que da la mecánica cuántica, «¡no te preocupes!, ¡no podemos medirlo», es bastante lógica, pero no satisface a la mayoría de los espíritus humanos, que luchan por comprender los detalles del mundo que nos rodea. Para algunas almas torturadas, la incognoscibilidad cuántica es aún un precio demasiado alto que hay que pagar. Nuestra defensa: esta es la única teoría que por ahora conozcamos que funciona.

Newton frente a Schrödinger

Hay que cultivar una nueva intuición. Nos pasamos años enseñando a los estudiantes de física la física clásica, para luego dar un giro y enseñarles la teoría cuántica. Los estudiantes graduados necesitan dos o más años para desarrollar una intuición cuántica. (Se espera que vosotros, afortunados lectores, realicéis esta pirueta en el espacio de sólo un capítulo.)

La pregunta obvia es: ¿cuál es correcta?, ¿la teoría de Newton o la de Schrödinger? El sobre, por favor. Y el ganador es… ¡Schrödinger! La física de Newton se desarrolló para las cosas grandes; no vale dentro del átomo. La teoría de Schrödinger se concibió para los microfenómenos. Sin embargo, cuando se aplica la ecuación de Schrödinger a las situaciones macroscópicas da resultados idénticos a la de Newton.

Veamos un ejemplo clásico. La Tierra da vueltas alrededor del Sol. Un electrón da vueltas —por usar el viejo lenguaje de Bohr— alrededor de un núcleo. Pero el electrón está obligado a moverse en ciertas órbitas. ¿Le están permitidas a la Tierra sólo ciertas órbitas cuánticas alrededor del Sol? Newton diría que no, que el planeta puede orbitar por donde quiera. Pero la respuesta correcta es sí. Podemos aplicar la ecuación de Schrödinger al sistema Tierra-Sol. La ecuación de Schrödinger nos daría el usual conjunto discreto de órbitas, pero habría un número enorme de ellas. Al usar la ecuación, se metería la masa de la Tierra (en vez de la masa del electrón) en el denominador, con lo que el espaciamiento entre las órbitas allá donde la Tierra está, es decir, a 150 millones de kilómetros del Sol, resultaría tan pequeño —una millonésima de billonésima de centímetro— que sería de hecho continuo. Para todos los propósitos prácticos, se llega al resultado newtoniano de que
todas
las órbitas se permiten. Cuando tomas la ecuación de Schrödinger y la aplicas a los macroobjetos, ante tus ojos se convierte en… ¡
F = ma
! O casi. Fue Roger Boscovich, dicho sea de paso, quien conjeturó en el siglo XVIII que las fórmulas de Newton eran meras aproximaciones que valían en las grandes distancias pero no sobrevivirían en el micromundo. Por lo tanto, nuestros estudiantes graduados no tienen que tirar sus libros de mecánica. Quizá consigan un trabajo en la NASA o con los Chicago Cubs, preparando trayectorias de reentrada para los cohetes o tarjetas de esas que se levantan al abrirlas con las buenas y viejas ecuaciones newtonianas.

En la teoría cuántica, el concepto de órbita, o qué hace el electrón en el átomo o en un haz, no es útil. Lo que importa es el resultado de la medición, y ahí los métodos cuánticos sólo pueden predecir la probabilidad de cualquier resultado posible. Si se mide dónde está el electrón, en el átomo de hidrógeno por ejemplo, el resultado será un número, la distancia del electrón al núcleo. Y se hará, no midiendo un solo electrón, sino repitiendo la medición muchas veces. Se obtiene un resultado diferente cada vez, y al final se dibuja una curva que represente gráficamente todos los resultados. Ese gráfico es el que se puede comparar con la teoría. La teoría no puede predecir el resultado de una medición dada cualquiera. Es una cuestión estadística. Volviendo a mi comparación con la confección de trajes, aunque sepamos que la estatura media de los alumnos de primero de la Universidad de Chicago es de 1,70 metros, el próximo alumno de primero que entre en ella podría medir 1,60 o 1,85. No podemos predecir la estatura del próximo alumno de primero; sólo podemos dibujar una especie de curva actuarial.

Donde se vuelve fantasmagórica es al predecir el paso de una partícula por una barrera o el tiempo que tarda en desintegrarse un átomo radiactivo. Preparamos muchos montajes
idénticos
, Disparamos un electrón de 5,00 MeV a una barrera de potencial de 5,50 MeV. Predecimos que 45 veces de cada 100 penetrará en ella.

Pero nunca podemos estar seguros de qué hará un electrón dado. Uno la atraviesa; el siguiente, idéntico en todos los aspectos, no. Experimentos idénticos arrojan resultados diferentes. Ese es el mundo cuántico. En la ciencia clásica insistimos en lo importante que es que se repitan los experimentos. En el mundo cuántico podemos repetirlo todo menos el resultado.

De la misma forma, tomad el neutrón, que tiene una «semivida» de 10,3 minutos, lo que quiere decir que si se empieza con 1.000 neutrones, la mitad se habrá desintegrado en 10,3 minutos. Pero ¿y un neutrón dado? Puede que se desintegre en 3 segundos o en 29 minutos. El momento exacto en que se desintegrará es desconocido. Einstein odiaba esta idea. «Dios no juega a los dados con el universo», decía. Otros críticos decían: suponed que hay, en cada neutrón o en cada electrón, un mecanismo, un muelle, una «variable oculta» que haga que cada neutrón sea diferente, como los seres humanos, que también tienen una vida media. En el caso de los seres humanos hay una multitud de cosas no tan ocultas —genes, arterias obstruidas y cosas así— que pueden en principio servir para predecir el día en que un individuo fallecerá, excepción hecha de ascensores que se caigan, líos amorosos catastróficos o un Mercedes fuera de control.

La hipótesis de la variable oculta está en esencia refutada por dos razones: en todos los millones y millones de experimentos hechos con electrones no se han manifestado nunca, y nuevas y mejoradas teorías relativas a los experimentos mecanocuánticos las han descartado.

Tres cosas que hay que recordar sobre la mecánica cuántica

Se puede decir que la mecánica cuántica tiene tres cualidades destacables: 1) va contra la intuición; 2) funciona; y 3) tiene aspectos que la hicieron inaceptable a los afines a Einstein y Schrödinger y que han hecho que en los años noventa sea una fuente continua de estudios. Veamos cada una de ellas.

  1. Va contra la intuición. La mecánica cuántica sustituye la continuidad por lo discreto. Metafóricamente, no es un líquido que se vierte en un vaso, sino una arena muy fina. El zumbido regular que oís es el impacto de números enormes de átomos en vuestros tímpanos. Y está el carácter fantasmagórico del experimento de la rendija doble, que ya hemos comentado.

    Otro fenómeno que va contra la intuición es el «efecto túnel». Hemos hablado del envío de electrones hacia una barrera de energía. La analogía clásica es hacer que una bola ruede cuesta arriba. Si se le da a la bola el suficiente empuje (energía) inicial, llegará a lo más alto. Si la energía inicial es demasiado pequeña, la bola volverá a bajar. O imaginaos una montaña rusa, el coche en una hondonada entre dos subidas terroríficas. Suponed que el coche rueda hasta la mitad de una de las subidas y se queda sin fuerza motriz. Se deslizará hacia abajo, subirá casi hasta la mitad de la otra pendiente y oscilará atrás y adelante, atrapado en la hondonada. Si pudiésemos eliminar la fricción, el coche oscilaría para siempre, aprisionado entre dos subidas insuperables. En la teoría atómica cuántica, a un sistema así se le conoce con el nombre de «estado ligado». Sin embargo, nuestra descripción de lo que les pasa a los electrones que se dirigen hacia una barrera de energía o a un electrón atrapado entre dos barreras debe tener en cuenta las ondas probabilistas. Resulta que parte de la onda puede «gotear» a través de la barrera (en los sistemas atómicos o nucleares la barrera es una fuerza o de tipo eléctrico o del tipo fuerte), y por lo tanto hay una probabilidad finita de que la partícula atrapada aparezca fuera de la trampa. Esto no sólo iba contra la intuición, sino que se consideró una paradoja de orden mayor, pues el electrón a su paso por la barrera debía tener una energía cinética negativa, lo que, desde el punto de vista clásico, es absurdo. Pero cuando se desarrolla la intuición cuántica, uno responde que la condición de que el electrón «esté en el túnel» no es observable y por lo tanto no es un problema de la física. Lo que uno observa es que sale fuera. Este fenómeno, el paso por efecto túnel, se utilizó para explicar la radiactividad alfa. Es la base de un importante dispositivo electrónico, el diodo túnel. Por fantasmagórico que sea, este efecto túnel les es esencial a los ordenadores modernos y a otros dispositivos electrónicos.

    Partículas puntuales, paso por efecto túnel, radiactividad, la tortura de la rendija doble: todo esto contribuyó a las nuevas intuiciones que los físicos cuánticos necesitaban a medida que fueron desplegando su nuevo armamento intelectual a finales de los años veinte y durante los treinta en busca de fenómenos inexplicados.

  2. Funciona. Gracias a los acontecimientos de 1923-1927, se comprendió el átomo. Aun así, en esos días previos a los ordenadores, sólo se podían analizar adecuadamente los átomos simples —el hidrógeno, el helio, el litio y los átomos a los que se les han quitado algunos electrones (ionizado)—. Logró un gran avance Wolfgang Pauli, uno de los «
    wunderkinder
    », que entendió la teoría de la relatividad a los diecinueve años y, en sus días de «hombre de estado veterano», se convirtió en el «enfant terrible» de la física.

    No se puede evitar aquí una digresión sobre Pauli. Se caracterizaba por su severa vara de medir y por su irascibilidad, y fue la conciencia de la física de su época. ¿O era, simplemente, sincero? Abraham Pais cuenta que Pauli se quejó una vez ante él de las dificultades que tenía para encontrar un problema en el que trabajar que le plantease retos: «Quizá es porque sé demasiado». No era una baladronada, sino el mero enunciado de un hecho. Os podréis imaginar que era duro con los ayudantes. Cuando uno nuevo, joven, Victor Weisskopf, que habría de ser uno de los teóricos más destacados, se presentó ante él en Zurich, Pauli le miró de arriba abajo, meneó la cabeza y murmuró: «Ach, tan joven y todavía es usted desconocido». Unos cuantos meses después, Weisskopf le presentó a Pauli un trabajo teórico. Pauli le echó un vistazo y dijo: «Ach, ¡no está ni equivocado!». A un posdoctorado le dijo: «No me importa que piense despacio. Me importa que publique más deprisa de lo que piensa». Nadie estaba a salvo de Pauli. Al recomendarle a Einstein una persona como ayudante, Pauli le escribió a aquél, sumergido en sus últimos años en el exotismo matemático de su estéril persecución de una teoría unificada: «Querido Einstein. Este estudiante es bueno, pero no capta con claridad la diferencia entre las matemáticas y la física. Por otra parte, a usted, querido Maestro, se le ha escapado esa distinción hace mucho». Ese es nuestro chico Wolfgang.

    En 1924 propuso un principio fundamental que explicaba la tabla periódica de los elementos de Mendeleev. El problema: formamos los átomos de los elementos químicos más pesados añadiendo cargas positivas al núcleo y electrones a los distintos estados de energía permitidos del átomo (órbitas, en la vieja teoría cuántica). ¿Adónde van los electrones? Pauli enunció el que ha venido a llamarse principio de exclusión de Pauli: no hay dos electrones que puedan ocupar el mismo estado cuántico. Al principio fue una suposición inspirada, pero, como se vería, derivaba de una profunda y hermosa simetría.

    Veamos cómo hace Santa Claus, en su taller, los elementos químicos. Tiene que hacerlo bien porque trabaja para Él, y Él es duro. El hidrógeno es fácil. Lleva un protón, el núcleo. Le añade un electrón, que ocupa el estado de energía más bajo posible; en la vieja teoría de Bohr (que aún es útil pictóricamente), la órbita con el menor radio permitido. Santa no tiene que poner cuidado; le basta con dejar caer el electrón en cualquier parte cerca del protón, que ya acabará por «saltar» a su estado más bajo o «fundamental», emitiendo fotones por el camino. Ahora el helio. Ensambla el núcleo de helio, que tiene dos cargas positivas. Por lo tanto, ha de dejar caer dos electrones. Y con el litio hacen falta tres para formar el átomo eléctricamente neutro. El problema es: ¿adónde van a parar los electrones? En el mundo cuántico, sólo se permiten ciertos estados. ¿Se acumulan todos los electrones en el fundamental, tres, cuatro, cinco… electrones? Ahí es donde entra el principio de Pauli. No, dice Pauli, no pueden estar dos electrones en el mismo estado cuántico. En el helio
    se permite
    que el segundo electrón se una al primero en el estado de menor energía sólo si su espín va en sentido opuesto al de su compañero. Cuando se añade el tercer electrón, para el átomo de litio, queda excluido del nivel más bajo de energía y ha de ir al siguiente nivel más bajo. Éste tiene un radio mucho mayor (de nuevo dicho a la manera de la teoría de Bohr), lo que explica la actividad química del litio, es decir, la facilidad con que emplea ese electrón solitario para combinarse con otros átomos. Tras el litio tenemos el átomo de cuatro electrones, el berilio, en el que el cuarto electrón se une al tercero en la misma «capa» de éste, como se llama a los niveles de energía.

    A medida que procedemos alegremente —el berilio, el boro, el carbono, el nitrógeno, el oxígeno, el neón—, añadimos electrones hasta que cada capa se llene. Ni uno más en esa capa, dice Pauli. Empieza una nueva. En pocas palabras, la regularidad de las propiedades y de los comportamientos químicos procede por completo de esta construcción cuántica por medio del principio de Pauli. Unos decenios antes, los científicos se habían burlado de la insistencia de Mendeleev en alinear los elementos en filas y columnas de acuerdo con sus características. Pauli mostró que esa periodicidad estaba ligada de forma precisa a las capas y estados cuánticos distintos de los electrones: en la primera capa se pueden acomodar dos, ocho en la segunda, dieciocho en la tercera y así sucesivamente (2 × n²). La tabla periódica tenía, en efecto, un significado más profundo.

    Resumamos esta importante idea. Pauli inventó una regla que se aplicaba a la manera en que los elementos químicos cambiaban su estructura electrónica. Esta regla explica las propiedades químicas (gas inerte, metal activo y demás) ligándolas al número de electrones y a sus estados, especialmente de los que están en las capas más exteriores, donde es más fácil que entren en contacto con otros átomos. La consecuencia más llamativa del principio de Pauli es que, si se llena una capa, es imposible añadirle un electrón más. La fuerza que se resiste a ello es enorme. Esta es la verdadera razón de la impenetrabilidad de la materia. Aunque los átomos son en mucho más de un 99,99 por 100 espacio vacío, atravesar una pared me supone un auténtico problema. Lo más probable es que compartáis conmigo esta frustración. ¿Por qué? En los sólidos, donde los átomos se unen mediante complicadas atracciones eléctricas, la imposición de los electrones de vuestro cuerpo sobre el sistema de los átomos de la «pared» topa con la prohibición de Pauli de que los electrones estén demasiado juntos. Una bala puede penetrar en una pared porque rompe las ligaduras entre átomos y, como un bloqueador del fútbol norteamericano, deja sitio para sus propios electrones. El principio de Pauli desempeña también un papel crucial en sistemas tan peculiares y románticos como las estrellas de neutrones y los agujeros negros. Pero me salgo del tema.

    Una vez que sabemos cómo están hechos los átomos, resolvemos el problema de cómo se combinan para construir moléculas, H
    2
    O o NaCl, por ejemplo. Las moléculas se forman gracias a complejos de fuerzas que actúan entre los electrones y los núcleos de los átomos que se combinan. La disposición de los electrones en sus capas proporciona la clave para crear una molécula estable. La teoría cuántica le dio a la química una firme base científica, y la química cuántica es hoy un campo floreciente, del que han salido nuevas disciplinas, como la biología molecular, la ingeniería genética y la medicina molecular. En la ciencia de materiales, la teoría cuántica nos sirve para explicar y controlar las propiedades de los metales, los aislantes, los superconductores y los semiconductores. Los semiconductores llevaron al descubrimiento del transistor, cuyos inventores reconocen que toda su inspiración les vino de la teoría cuántica de los metales. Y de ese descubrimiento salieron los ordenadores y la microelectrónica y la revolución en las comunicaciones y en la información. Y además están los máseres y los láseres, que son sistemas cuánticos por completo.

    Cuando nuestras mediciones llegaron al núcleo atómico —una escala 100.000 veces menor que la del átomo—, la teoría cuántica era un instrumento esencial en ese nuevo régimen. En la astrofísica, los procesos estelares producen objetos de lo más peculiar: soles, gigantes rojas, enanas blancas, estrellas de neutrones y agujeros negros. El curso de la vida de estos objetos se basa en la teoría cuántica. Desde el punto de vista de la utilidad social, como hemos calculado, la teoría cuántica da cuenta de más del 25 por 100 del PNB de todas las potencias industriales. Pensad solo en esto: unos físicos europeos se obsesionan con la manera en que funciona el átomo, y sus esfuerzos acaban por generar billones de dólares de actividad económica. Con que a unos gobiernos sabios y prescientes se les hubiera ocurrido poner una tasa del 0,1 por 100 a los productos de tecnología cuántica, destinada a la investigación y a la educación… En cualquier caso, ya lo creo que funciona.

  3. Tiene problemas. Tienen que ver con la función de onda (psi, o Ψ) y lo que significa. A pesar de su gran éxito práctico e intelectual, no podernos estar seguros de qué significa la teoría cuántica. Puede que nuestra incomodidad sea intrínseca a la mente humana, o quizás un genio acabará por hallar un esquema conceptual que haga felices a todos. Si no la podéis tragar, no os preocupéis. Estáis en buena compañía. La teoría cuántica ha hecho infelices a muchos físicos, Planck, Einstein, De Broglie y Schrödinger entre ellos.

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