La partícula divina (27 page)

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Authors: Dick Teresi Leon M. Lederman

Tags: #Divulgación científica

BOOK: La partícula divina
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Imaginaos la emoción que produjo el descubrimiento cuando se analizó la luz de la primera estrella brillante… y se halló que estaba hecha ¡de la misma pasta que hay aquí en la Tierra! Como la luz de las estrellas es muy tenue, es preciso dominar bien el telescopio y el espectroscopio para estudiar los colores y las líneas, pero la conclusión es inevitable: el Sol y las estrellas están hechos de la misma materia que la Tierra. De hecho, no hemos hallado ningún elemento en el espacio que no tengamos aquí en la Tierra. Somos puro material de estrellas. Para toda concepción global del mundo en que vivimos, este descubrimiento es a todas luces de una importancia increíble. Refuerza a Copérnico: no somos especiales.

¡Ah!, pero ¿por qué Fraunhofer, el tipo que empezó todo esto, hallaba esas líneas oscuras en el espectro del Sol? La explicación pronto estuvo lista. El núcleo caliente del Sol (al blanco vivo) emitía luz de todas las longitudes de onda. Pero a medida que esta luz se filtraba a través de los gases, fríos en comparación, de la superficie del Sol, éstos absorbían la luz precisamente de las longitudes de onda que les gusta emitir. Las líneas oscuras de Fraunhofer, pues, representaban la
absorción
. Las líneas brillantes de Kirchhoff eran
emisiones
de luz.

Aquí estamos, a finales del siglo XIX, y ¿qué hacemos con todo esto? Se supone que los átomos químicos son
á-tomos
duros, con masa, sin estructura, indivisibles. Pero parece que cada uno puede emitir o absorber su propia serie característica de líneas nítidas de energía electromagnética. Para algunos científicos, esto decía a gritos una palabra: «¡estructura!». Era bien sabido que los objetos mecánicos tienen estructuras que resuenan con los impulsos regulares. Las cuerdas del piano y del violín vibran y dan notas musicales en los elaborados instrumentos a los que pertenecen, y las copas de vino se hacen pedazos cuando un gran tenor canta la nota perfecta. Si los soldados marchan con un paso desafortunado, el puente se moverá violentamente. Las ondas de luz son justo eso, impulsos cuyo «paso» es igual a la velocidad dividida por la longitud de onda. Estos ejemplos mecánicos suscitaron la cuestión: si los átomos carecían de estructura interna, ¿cómo podían exhibir propiedades resonantes del estilo de las líneas espectrales?

Y si los átomos tenían una estructura, ¿qué decían de ella las teorías de Newton y de Maxwell? Los rayos X, la radiactividad, el electrón y las líneas espectrales tenían una cosa en común: la teoría clásica era incapaz de explicarlos (aunque muchos científicos lo intentaron). Por otra parte, tampoco es que alguno de esos fenómenos contradijese abiertamente la teoría clásica de Newton-Maxwell. No podían ser explicados, nada más. Pero mientras no hubiese una prueba contundente en contra, quedaba la esperanza de que un tío listo acabara por dar con una forma de salvar la física clásica. Nunca pasaría eso. Pero la prueba contundente sí aparecería al fin. En realidad, aparecieron tres.

Prueba contundente número 1: la catástrofe ultravioleta

La primera prueba observacional que contradijo palmariamente a la teoría clásica fue «la radiación del cuerpo negro». Todos los objetos radian energía. Cuanto más calientes, más energía radian. Un ser humano vivo emite unos 200 vatios de radiación en la región infrarroja invisible del espectro. (Los teóricos emiten 210 y los políticos llegan a los 250.)

Los objetos también absorben energía de su entorno. Si su temperatura es mayor que la de ese entorno, se enfrían, pues entonces radian más energía de la que absorben. «Cuerpo negro» es la expresión técnica que nombra a un absorbedor ideal, el que absorbe el 100 por 100 de la radiación que le llega. A un objeto así, cuando está frío, se le ve negro porque no refleja luz. Los experimentadores gustan de emplearlos como patrón para la medición de luz emitida. Lo interesante de la radiación de estos objetos —trozos de carbón, herraduras de caballo, las resistencias de una tostadora— es el espectro de color de la luz: cuánta luz desprenden en las distintas longitudes de onda; cuando los calentamos, nuestros ojos perciben al principio un oscuro resplandor rojo; luego, a medida que van estando más calientes, el rojo se vuelve brillante y acaba por convertirse en amarillo, blancoazulado y (¡cuanto calor!) blanco brillante. ¿Por qué al final llegamos al blanco?

El desplazamiento del espectro de color quiere decir que el pico de intensidad de la luz se mueve, a medida que la temperatura se eleva, del infrarrojo al rojo, al amarillo y al azul. Según se va desplazando, la distribución de la luz entre las longitudes de onda se ensancha, y cuando el pico llega a ser azul se radian tanto los otros colores que vemos blanco al cuerpo caliente. Al blanco vivo, diríamos. Hoy, los astrofísicos estudian la radiación del cuerpo negro que ha quedado como resto (de la radiación más incandescente de la historia del universo: el big bang.

Pero me estoy desviando del tema. A finales del siglo XIX los datos acerca de la radiación del cuerpo negro no paraban de mejorar. ¿Qué decía la teoría de Maxwell de estos datos? ¡La catástrofe! Algo completamente equivocado. La teoría clásica predecía una forma de la curva de distribución de la intensidad de la luz entre los distintos colores, las distintas longitudes de onda, errónea. En particular, predecía que el pico de la cantidad de luz se emitía siempre en las longitudes de onda más cortas, hacia el extremo violeta del espectro e incluso en el ultravioleta invisible. Eso no es lo que pasa. De ahí la «catástrofe ultravioleta» y la prueba contundente.

En un principio se creyó que este fallo al aplicar las ecuaciones de Maxwell se resolvería cuando se conociese mejor la manera en que la materia generaba energía electromagnética. El primero que apreció la gravedad del fallo fue Albert Einstein en 1905, pero otro físico le había preparado el terreno al maestro.

Entra Max Planck, teórico berlinés cuarentón que tenía tras de sí una larga carrera de físico, experto en la teoría del calor. Era inteligente, y profesoral. Una vez se le olvidó en qué aula se suponía que debía dar clase y preguntó en la oficina de su cátedra: «Por favor, dígame en qué aula da clase hoy el profesor Planck». Se le dijo seriamente: «No vaya, joven. Es usted jovencísimo para entender las clases de nuestro sabio profesor Planck».

En cualquier caso, Planck tenía a mano los datos experimentales, buena parte de los cuales habían sido tomados por colegas de su laboratorio berlinés, y decidió que debía entenderlos. Tuvo la inspiración de encontrar una expresión matemática que casaba con los datos; no sólo con la distribución de la intensidad a una temperatura dada, sino también con la forma en que la curva (la distribución de longitudes de onda) cambia a medida que cambia la temperatura. Por lo que vendrá, conviene resaltar que una curva dada permite calcular la temperatura del cuerpo que emite la radiación. Planck tenía razones para estar orgulloso de sí mismo. «Hoy he hecho un descubrimiento tan importante como el de Newton», alardeó ante su hijo.

El siguiente problema de Planck era conectar su afortunada fórmula, que estaba basada en los hechos, con una ley de la naturaleza. Los cuerpos negros, insistían los datos, emiten muy poca radiación a longitudes de onda cortas. ¿Qué «ley de la naturaleza» daría lugar a la supresión de las longitudes de onda cortas, tan caras a la teoría de Maxwell clásica? Pocos meses después de haber publicado su exitosa ecuación, Planck dio con una posibilidad. El calor es una forma de energía, y por lo tanto el contenido de energía de un cuerpo radiante está limitado por su temperatura. Cuanto más caliente sea el objeto, más energía habrá disponible. En la teoría clásica esta energía se distribuye por igual entre las diferentes longitudes de onda. PERO (nos van a salir granos, maldita sea, estamos a punto de descubrir la teoría cuántica) suponed que la cantidad de energía depende de la longitud de onda. Suponed que las longitudes de onda cortas «cuestan» más energía. Entonces, cuando intentemos radiar con longitudes de onda más cortas, iremos quedándonos sin energía.

Planck halló que tenía que hacer explícitamente dos suposiciones para que su teoría tuviera sentido. En primer lugar, dijo que la energía radiada está relacionada con la longitud de onda de la luz; en segundo, que el fenómeno está inextricablemente vinculado a que su naturaleza sea corpuscular. Planck pudo justificar su fórmula y mantenerse en paz con las leyes del calor suponiendo que la luz se emitía en forma de puñados o «paquetes» discretos de energía o (ahí viene) «cuantos». La energía de cada puñado está relacionada con la frecuencia mediante una conexión simple:
E = hf
. Un cuanto de energía
E
es igual a la frecuencia,
f
, de la luz por una constante,
h
. Como la frecuencia guarda una relación inversa con la longitud de onda, las longitudes de onda cortas (o frecuencias altas) cuestan más energía. A cualquier temperatura dada, sólo se dispone de tanta energía, así que las frecuencias altas se suprimen. La naturaleza corpuscular fue esencial para que saliese la respuesta correcta. La frecuencia es la velocidad de la luz dividida por la longitud de onda.

La constante que Planck introdujo,
h
, venía determinada por los datos. Pero ¿qué es
h
? Planck la llamó el «cuanto de acción», pero la historia le da el nombre de constante de Planck, y por siempre jamás simbolizará la nueva física revolucionaria. La constante de Planck tiene un valor, 4,11 × 10
−5
eV-segundo, que la mide. No os acordéis de memoria. Observad sólo que es un número muy pequeño, gracias al 10
−15
(quince lugares tras la coma decimal).

Esto —la introducción del cuanto o puñado de energía de luz— es el punto decisivo, si bien ni Planck ni sus colegas comprendieron la profundidad del descubrimiento. Einstein, que reconoció el verdadero significado de los cuantos de Planck, fue la excepción, pero el resto de la comunidad científica tardó veinticinco años en asimilarlo. A Planck le perturbaba su propia teoría; no quería ver destruida la física clásica. «Hemos de vivir con la teoría cuántica», aceptó por fin. «Y creedme, va a crecer. No será sólo en la óptica. Entrará en todos los campos.» ¡Cuánta razón tenía!

Un comentario final. En 1990, el satélite Explorador del Fondo Cósmico (COBE) transmitió a sus encantados dueños astrofísicos datos sobre la distribución espectral de la radiación cósmica de fondo que impregna el espacio entero. Los datos, de una precisión sin precedentes, concordaban de forma exacta con la fórmula de Planck para la radiación del cuerpo negro. Recordad que la curva de la distribución de la intensidad de la luz permite definir la temperatura del cuerpo que emite la radiación. Con los datos del satélite COBE y de la ecuación de Planck, los investigadores pudieron calcular la temperatura promedio del universo. Hace frío: 2,73 grados sobre el cero absoluto.

Prueba contundente número 2: el efecto fotoeléctrico

Saltemos ahora a Albert Einstein, funcionario de la oficina suiza de patentes en Berna. Es el año 1905. Einstein obtuvo su doctorado en 1903 y se pasó el año siguiente dándole vueltas al sistema y sentido de la vida. Pero 1905 fue un buen año para él. En su transcurso se las apañó para resolver tres de los problemas más importantes de la física: el efecto fotoeléctrico (nuestro tema), la teoría del movimiento browniano (¡buscadla en un libro!) y, ¡oh, sí!, la teoría de la relatividad especial. Einstein comprendió que la conjetura de Planck implica que la emisión de la luz, la energía electromagnética, ocurre a golpes discretos de energía,
hf
, y no idílicamente, como en la teoría clásica, en la que a cada longitud de onda le sigue continua y regularmente otra.

Puede que esta percepción le diese a Einstein la idea de explicar una observación experimental de Heinrich Hertz. Para confirmar la teoría de Maxwell, Hertz había generado ondas de radio. Para ello hacía saltar chispas entre dos bolas metálicas. En el curso de su trabajo se percató de que las chispas cruzaban con mayor facilidad el vano si las bolas acababan de ser pulidas. Como era curioso, pasó un tiempo estudiando el efecto de la luz en las superficies metálicas. Observó que la luz azul-violácea de la chispa era esencial para la extracción de cargas de la superficie metálica, que alimentaban el ciclo al contribuir a la formación de más chispas. Hertz razonó que el pulimentado retira los óxidos que interfieren la interacción de la luz y la superficie metálica.

La luz azul-violácea promovía que los electrones saltasen del metal, fenómeno que por entonces parecía una rareza. Los experimentadores estudiaron sistemáticamente el fenómeno y obtuvieron estos hechos curiosos:

  1. La luz roja no puede liberar electrones, ni siquiera cuando es extraordinariamente intensa.
  2. La luz violeta, aunque sea más bien débil, libera electrones con facilidad.
  3. Cuanto más corta sea la longitud de onda (cuanto más violeta sea la luz), mayor será la energía de los electrones liberados.

Einstein cayó en la cuenta de que la idea de Planck según la cual la luz viene a puñados podía ser la clave para resolver el misterio fotoeléctrico. Imaginaos un electrón, a lo suyo en el metal de una de las bolas muy pulidas que utilizaba Hertz. ¿Qué tipo de luz podría darle energía suficiente para que saltase de la superficie? Einstein, por medio de la ecuación de Planck, vio que si la longitud de onda de la luz es suficientemente corta, el electrón recibirá una energía que bastará para que atraviese la superficie del metal y escape. O el electrón absorbe el puñado entero de energía o no lo hace, razonó Einstein. Ahora bien, si la longitud de onda del puñado absorbido es demasiado larga (no tiene la bastante energía), el electrón no puede escapar; no tiene energía suficiente. Empapar el metal con puñados de luz impotente (de longitud de onda larga) no sirve de nada. Según Einstein, es la energía del puñado lo que cuenta, no cuántos haya.

La idea de Einstein funciona a la perfección. En el efecto fotoeléctrico los cuantos de luz, o
fotones
, se absorben en vez de, como pasa en la teoría de Planck, emitirse. Parece que ambos procesos exigen cuantos cuya energía sea
E = hf
. El concepto de cuanto se llevaba el gato al agua. La idea del fotón no se probó de forma convincente hasta 1923, cuando el físico estadounidense Arthur Compton consiguió demostrar que un fotón podía chocar con un electrón como si fueran dos bolas de billar, cambiando con ello su dirección, energía y momento, y actuando en todo como una partícula, sólo que una muy especial, conectada de cierta forma a una frecuencia de vibración o longitud de onda.

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