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Authors: Irving Wallace

La Palabra (76 page)

BOOK: La Palabra
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—¿Quiere usted decir que Monti respondió? —dijo Randall, perplejo—. Pero, ¿a qué?

—A un pequeño fragmento de papiro en arameo que Lebrun le llevó —dijo el
dominee
De Vroome—. No hay que subestimar a Lebrun. Es diabólicamente listo. Había desprendido dos pedazos del material del Papiro número 3 del Evangelio según Santiago, en secciones rasgadas, para dar a la enterrada hoja de papiro una apariencia real y carcomida. Guardó intacto uno de esos dos fragmentos, y al otro le dio nueva forma y escribió sobre él. Éste fue el fragmento que desenvolvió y mostró al profesor Monti. Lebrun sabía de antemano que sería interrogado acerca de la forma en que había llegado a sus manos, así que explicó que él era un estudiante aficionado a la historia romana del siglo i y que había estado preparando, durante mucho tiempo, un libro acerca de Roma y sus colonias en aquel período de la antigüedad, y que había hecho su distracción durante los fines de semana el visitar los antiguos lugares involucrados en el primitivo comercio romano. Puesto que Ostia había sido un activo puerto marítimo en la época de Tiberio y Claudio, Lebrun había empleado innumerables fines de semana caminando por los alrededores y tratando de imaginar el puerto como había sido hacía casi dos mil años, pensando que todo eso sería provechoso para su libro. Por lo menos eso le dijo a Monti. Lebrun le explicó que él ya se había convertido en una persona conocida en la zona y que una tarde de domingo (eso le dijo) un chiquillo italiano se le había acercado tímidamente ofreciéndole en venta un pequeño recuerdo del lugar. Era el mismo fragmento que Lebrun le había llevado a Monti.

—¿No se mostró Monti curioso por saber cómo el muchacho se había apropiado del fragmento? —interrumpió Randall.

—Naturalmente que sí. Pero Lebrun tenía una respuesta para todo. Explicó que al muchacho y a sus jóvenes amigos, cuando estaban jugando, les gustaba cavar cuevas en los montículos y las colinas, y que la semana anterior habían desenterrado una pequeña pieza de barro, sellada, que se rompió en pedazos cuando trataron de extraerla. Dentro había algunos trozos viejos de papel, muchos de los cuales se desintegraron, convirtiéndose en polvo, al ser expuestos a la luz, permaneciendo intactos sólo unos cuantos. Los alocados jovenzuelos, en sus juegos, usaron esos papeles como dinero de juguete y después los tiraron. No obstante, ese chico guardó un solo fragmento, pensando que podría valer unas cuantas liras para un investigador aficionado. Lebrun dijo que le compró ese fragmento al muchacho por una suma baladí, sin estar seguro de su verdadero valor, y que luego regresó a sus habitaciones en Roma y examinó minuciosamente el borroso papiro. Casi de inmediato, y gracias a sus profundos conocimientos de los manuscritos antiguos, Lebrun comprendió su posible significación. Y ahora se lo traía al profesor Monti, director de arqueología de la Universidad de Roma, para que lo autenticara. Según dijo Lebrun, Monti se mostró escéptico, pero interesado. Le pidió que dejara el fragmento de papiro durante una semana para que pudiera examinarlo. Ya puede usted imaginar lo que sucedió después.

Randall había estado escuchando cuidadosamente. De la misma manera como había dudado durante tanto tiempo de la versión de Resurrección Dos, ahora dudaba de la que Lebrun le estaba exponiendo. Ambas versiones resultaban igualmente buenas. Sin embargo, sólo una podía ser verdadera.

—Lo que me interesa saber,
dominee
, es lo que Robert Lebrun inventó después.

Los ojos de De Vroome se fijaron en Randall.

—Todavía se muestra usted escéptico, al igual que el profesor Monti en un principio —De Vroome sonrió—. Pero creo que se convencerá, como el profesor Monti se convenció durante la semana siguiente a que recibió el fragmento del papiro. Porque cuando Lebrun regresó a la universidad una semana después, Monti lo recibió regiamente y lo encerró en su despacho para hablar secretamente. Monti no ocultó su regocijo. Según Lebrun, estaba fuera de sí por la excitación. Monti le informó que había examinado el fragmento cuidadosamente y que estaba más que satisfecho acerca de su autenticidad. El trozo parecía ser una pieza de un antiguo códice del Nuevo Testamento que podría ser más antiguo que todos los conocidos. Incluso podría ser anterior a los primeros evangelios que se conocen, escritos por San Marcos (supuestamente en el año 70 A. D.) y San Mateo (atribuido al año 80 A. D.). Si ese fragmento había subsistido, debían existir más. Y si se hallaran más fragmentos, ello podría representar el descubrimiento bíblico más increíble de la Historia. Si Lebrun le indicaba el sitio de este descubrimiento, Monti podría obtener los permisos necesarios e iniciar su búsqueda. Lebrun estaba dispuesto a colaborar bajo dos condiciones. Primera, exigía que si la excavación tenía éxito, él tendría que recibir la mitad del dinero que Monti percibiera. Segunda, Lebrun insistía en que él debía permanecer como socio secreto, que su participación en el proyecto se mantuviera en silencio y su nombre no fuera mencionado o registrado por Monti, puesto que él era un extranjero radicado en Italia, tenía antecedentes inmerecidos como delincuente juvenil en Francia (por supuesto que no reveló a Monti la verdad completa acerca de sus antecedentes criminales) y no quería una publicidad que pudiera sacar a relucir su pasado y provocar una expulsión de su patria adoptiva. El profesor Monti estuvo conforme con ambas condiciones, y el acuerdo entre las dos partes se hizo.

—¿Y Monti inició su excavación en las afueras de Ostia Antica?

—Sí, en el lugar que Lebrun le indicó mediante un mapa. Después de seis meses de preparativos, el profesor Monti comenzó a cavar. Tres meses después, se encontró con la ahuecada base estatuaria que contenía el supuesto segundo tarro sellado, en el que se encontraban el Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio. Y seis años después, es decir, hoy, el mundo está a punto de conocer el quinto evangelio y su Jesús histórico, a través del Nuevo Testamento Internacional.

—Dominee
—dijo Randall, incorporándose—, creo que tomaré otro trago.

El clérigo se puso en pie.

—Me parece que yo también tomaré otro.

Mientras De Vroome llevaba el vaso y la copa vacíos al refrigerador, Randall llenó nerviosamente su pipa con tabaco fresco. Había estado buscando esta puerta a la verdad, y ahora que se la habían abierto, todavía no podía ver hacia dentro con claridad.

—Ésa no puede ser toda la historia —insistió—. Hay muchos…

—De ninguna manera es toda la historia —respondió De Vroome, parado frente a la bandeja de los licores—. Aún falta el desenlace (de hecho, dos desenlaces), uno relacionado con Lebrun y con Monti y el otro con Lebrun, con Plummer y conmigo.

El clérigo terminó de servir los tragos y regresó con el escocés de Randall y su propio coñac con agua. Acomodándose nuevamente en la esquina del sofá, el
dominee
De Vroome prosiguió con su narración.

—Según Robert Lebrun, después de que el descubrimiento fue autenticado y vendidos a los editores de Resurrección Dos, el profesor Monti obedientemente le entregó la mitad de las ganancias del hallazgo. Pero recuerde usted que el objetivo original de Lebrun no era el dinero. Su verdadero propósito seguía siendo que el descubrimiento fuera aceptado por la Iglesia, para entonces desenmascarar el fraude y disfrutar su venganza final. Año tras año, aguardó a que el Nuevo Testamento Internacional fuera publicado, y siempre que el paciente criminal perdía la paciencia, Monti le aseguraba que el hallazgo estaba siendo traducido o que se estaba picando en linotipias o que se estaban corrigiendo las pruebas y que pronto se publicaría. Ése era el momento que Lebrun esperaba. El momento en que el descubrimiento fuera publicado; entonces él demostraría ante el público que ésa era una mentira y la Iglesia un fraude. Pero el año pasado, algo muy significativo le sucedió a Lebrun. Había jugado y perdido casi todo el dinero que obtuvo con lo de Ostia, lo había malgastado en prostitutas y se encontraba en la penuria. Como él ya estaba acostumbrado a vivir sin dinero, aquello no fue suficiente para inspirarle su siguiente acto. Lo que motivó una nueva reunión con Monti fue un romance verdadero. A su avanzada edad, Lebrun se había enamorado tontamente de una de las prostitutas que pululan por los Jardines Borghese. Estoy seguro de que ella era una muchacha joven, simplona y astuta, que no se interesaría en ese hombre viejo, a menos que pudiera proporcionarle comodidades y hasta lujos. Lebrun le confesó francamente a Plummer que estaba desesperado por poseerla. Sólo se le ocurría una solución. El chantaje.

—¿Chantaje? Y, ¿a quién quería chantajear? ¿Al profesor Monti?

—Claro. Los años recientes no habían suavizado su obsesión por desenmascarar a la religión, a la Iglesia. Pero una nueva obsesión había tomado lugar junto a la primera. La necesidad de dinero; dinero para comprar amor. Así pues, el año pasado concertó una reunión privada con el profesor Monti…

—¿El año pasado? ¿Cuándo?

—No estoy seguro.

«Tal vez hace un año y dos meses», calculó Randall.

—¿Pudo haber sido en mayo del año pasado?

—Me parece que sí. Sea como fuere, Lebrun se reunió con el profesor Monti en algún sitio fuera de la universidad. Lebrun insistió en saber cuándo se iba a publicar el descubrimiento. A esas alturas, la traducción estaba siendo preparada para que Hennig iniciara la impresión en Maguncia. Monti le aseguró a Lebrun que la Biblia vería la luz pública al año siguiente… es decir, este año. Incluso le reveló el nombre de la Biblia. Satisfecho acerca de eso, Lebrun desató la tormenta. Le dijo a Monti que necesitaba más dinero desesperadamente, mucho dinero y de inmediato, y que esperaba que Monti se lo diera. Aparentemente, Monti se quedó perplejo. No tenía dinero sobrante, pero aun cuando lo hubiera tenido, no veía razón para regalárselo a Lebrun. Ya habían hecho un trato y Monti había cumplido su parte; había pagado a Lebrun lo que le había pedido. No había razón para darle más. «Hay una razón importante —dijo Lebrun—. Si usted no me da más dinero, lo arruinaré y arruinaré la Biblia que esos editores están preparando. Descubriré todo su hallazgo como lo que es… una falsificación… un fraude y una falsificación inventados en mi mente y perpetrados por mi mano.» ¿Puede usted imaginarse el efecto que eso tuvo en el pobre profesor Monti?

Randall se quitó la pipa de la boca.

—Monti seguramente no le creyó, ¿verdad?

—Por supuesto que Monti no le creyó. No había razón para creerle. Pero Lebrun le dijo a Monti que había ido preparado y que llevaba consigo una prueba absoluta, incontrovertible de su falsificación.

—¿Qué prueba?

—Eso no se lo reveló a Plummer —dijo el
dominee
De Vroome—. Pero, aparentemente, tenía la prueba, una verdadera prueba de la falsificación, porque cuando el profesor Monti la vio, quedó anonadado y se vio al borde de un colapso. Lebrun le dijo: «Si me da el dinero que quiero, le entregaré a usted esta prueba de la falsificación, y su reputación profesional quedará a salvo y el Nuevo Testamento Internacional seguirá siendo auténtico. Si rehúsa, yo haré pública esta evidencia y expondré los documentos de Santiago y Petronio como fraudes. ¿Qué dice usted?» Lo que Monti dijo fue que… buscaría la forma de conseguir el dinero, como fuera posible.

—Y, ¿lo consiguió?

—Nunca tuvo la oportunidad, como usted bien lo sabe, señor Randall. Monti regresó a su despacho privado en la universidad. Ya podrá usted imaginarse cuáles fueron sus sentimientos mientras estaba sentado a su escritorio, a solas, en un estado de petrificación, consciente de que había sido embaucado y que el trabajo de toda su vida se desmoronaría a su alrededor, cayendo en la desgracia mientras aquellos de Resurección Dos y de la Iglesia mundial, que habían confiado en él, irían a la bancarrota. Monti sufrió un absoluto colapso, mental y nervioso. Cuando Lebrun trató de localizarlo varios días después, para recibir el pago de la extorsión, se enteró de que el profesor estaba muy enfermo y no podía hablar con nadie. Lebrun no creyó lo que le dijeron, así que comenzó a indagar en la universidad, donde le informaron que Monti estaría ausente por un lapso prolongado. Todavía inseguro, Lebrun siguió una tarde a las hijas de Monti hasta la Villa Bellavista, en las afueras de la ciudad. Cuando descubrió que ése era un sanatorio para aquellos que padecen de desórdenes mentales, se vio precisado a aceptar el hecho de que Monti ya no le podría ser de utilidad.

—¿Hizo algún intento por hablar con las hijas de Monti? —preguntó Randall.

—No, no que yo sepa —dijo De Vroome—. Después de eso, según le confesó a Plummer, Lebrun consideró a varias otras víctimas para su chantaje. Sopesó la idea de recurrir al Ministerio Italiano de Instrucción Pública y extorsionarles a ellos el dinero para acallar el escándalo, pero fue lo suficientemente sensato como para darse cuenta de que no podría enfrentarse a un Gobierno que sencillamente lo arrestaría, le confiscaría la prueba de la falsificación y se desharía de ella. Pensó en ir a Amsterdam y presentarse ante los editores con su evidencia del fraude, pero pensó que ellos harían cualquier cosa por proteger los millones de dólares que habían invertido en el proyecto. También les tuvo miedo. Sintió temor de que los editores encontraran la forma de hacerlo arrestar, quitarle la prueba y hacerlo enviar a la cárcel. Incluso pensó en recurrir a la Prensa, pero pensó que los periodistas lo considerarían como un loco y que revelarían su deshonroso pasado. Su único recurso, dedujo él, era acercarse a alguien, alguna persona privada, con credenciales inmaculadas y que tuviera tantos deseos de destruir a Resurrección Dos como los tenía él. Y entonces se tropezó con la serie de artículos de Cedric Plummer, y pensó que por fin había encontrado a su hombre y su única esperanza. Y tenía razón. Los había encontrado.

Con la mano temblorosa, Randall dio un largo trago a su escocés.

—Bien —dijo—, ¿cuál fue el resultado de ese encuentro entre Plummer y Lebrun en el cementerio de París? ¿Le pagaron ustedes para obtener la prueba de la falsificación?

El reverendo De Vroome frunció el ceño, se puso en pie y tomó un cigarro puro de una caja que había en la mesa lateral.

—El segundo desenlace —musitó, encendiendo el puro—, y más extravagante que todo lo que le precedió.

De Vroome permaneció de pie, dándole vueltas al puro entre los dedos.

—Sí, Plummer negoció un arreglo con Lebrun mientras caminaban juntos hacia la salida del Cementerio Père-Lachaise. Lebrun había dejado la prueba de la falsificación escondida en algún lugar seguro en los suburbios romanos. Estuvo de acuerdo en regresar a Roma, recobrarla y aguardar a que Plummer se le reuniera aquí. Se pusieron de acuerdo acerca de ese segundo encuentro… Lebrun fijó la fecha, la hora y el lugar, un café oscuro y apartado que ocasionalmente frecuentaba. Allí, Plummer podría examinar la prueba de la falsificación, y por esa evidencia y un informe del fraude, por escrito, Plummer le entregaría una suma de dinero relativamente modesta.

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