La paja en el ojo de Dios (8 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La paja en el ojo de Dios
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—Aprobado —dijo laboriosamente. Luego volvió a situar aquel objeto increíblemente grande en su pantalla. Bruscamente, sacó su computadora de bolsillo y tecleó apresurado. Fluyeron por su superficie palabras y números mientras él asentía...

Por supuesto la presión de la luz podía utilizarse como medio de propulsión. De hecho la
MacArthur
hacía exactamente eso, utilizando fusión hidrogénica para generar fotones y emitirlos en un cono de luz enormemente ampliado. Un espejo reflector podía utilizar la luz exterior como propulsión y duplicar su eficacia. Naturalmente el espejo debía ser lo mayor y lo más ligero posible, y reflejar a ser posible toda la luz que cayese sobre él.

Blaine sonrió para sí. ¡Había estado preparándose para atacar un planeta capaz de recorrer el espacio como una nave con su crucero de combate a medio reparar! Naturalmente la computadora había pintado un objeto de aquel tamaño como un globo. En realidad, probablemente fuese una lámina de tejido plateado de miles de kilómetros de anchura, fijada con obenques ajustables a la masa que sería la nave propiamente dicha.

En realidad, con un albedo de uno... Blaine trazó un rápido esquema. La vela de luz necesitaría unos ocho millones de kilómetros cuadrados de área. Si fuese circular, tendría unos tres mil de anchura...

Utilizaba la luz como fuerza impulsora, así que... Blaine extrajo la deceleración de la nave intrusa, la comparó con la luz total reflejada, dividió... vela y peso total formaban una masa de unos cuatrocientos cincuenta mil kilos.

Aquello no parecía peligroso.

De hecho, no daba la sensación de una nave espacial en funcionamiento, ni que pudiese recorrer treinta y cinco años luz por el espacio normal. Los pilotos alienígenas se volverían locos con tan poco espacio... a menos que fuesen muy pequeños o que les gustase el hacinamiento, o hubiesen pasado varios centenares de años viviendo en globos hinchados de finas y delicadas paredes... no. Había demasiado pocos datos y demasiado campo para la especulación. Aun así no podía hacer otra cosa. Se rascó su protuberante nariz.

Cuando se disponía a despejar las pantallas, lo pensó mejor y aumentó la ampliación. Estuvo contemplando el resultado largo rato y luego lanzó un suave juramento.

La nave intrusa se encaminaba en línea recta hacia el sol.

La
MacArthur
desaceleró a casi tres gravedades en órbita directa alrededor de Brigit; luego descendió al Campo Langston protector de la base, un pequeño dardo negro hundiéndose hacia una almohada tremendamente blanca, los dos unidos por un hilo de blanco intenso. Si el Campo no absorbiese la energía de empuje, el impulsor principal habría abierto enormes cráteres en aquella luna que era como una bola de nieve.

El personal de la estación de aprovisionamiento se apresuró a realizar sus tareas. En los complejos depósitos de la
MacArthur
fue derramándose hidrógeno líquido, electrolizado del pulposo hielo de Brigit y destilado después de su licuefacción. Al mismo tiempo Sinclair condujo fuera a sus hombres. Los tripulantes se desparramaron por la nave para aprovechar la baja gravedad del vehículo en aquella posición. Los contramaestres chillaban a los encargados de suministros al ver que Brigit iba quedándose sin piezas de repuesto.

—El teniente Frenzi pide permiso para subir a bordo, señor —dijo el oficial de guardia. Rod frunció el ceño.

—Que suba. —Se volvió a Sally Fowler, que estaba sentada en el asiento de observación del brigadier.

—Piense que tendremos que acelerar a gravedades elevadas durante todo el camino para poder interceptarles... Ya sabe lo que eso significa. Además, ¡es una misión peligrosa!

—Bah. Sus órdenes fueron llevarme a Nueva Escocia —replicó ella—. Nada decían de dejarme sobre una bola de nieve.

—Aquéllas fueron órdenes generales. Si Cziller hubiese sabido de este grave riesgo, nunca la habría dejado subir a bordo. Como capitán de esta nave me corresponde decidir, y digo que no voy a llevar
a
la sobrina del senador Fowler a un posible combate.

—Oh —lo pensó un momento; el enfoque directo no había resultado—. Rod, escuche. Por favor. Considera usted esto una tremenda aventura, ¿verdad? ¿Qué cree que siento yo? Sean alienígenas o sean sólo colonos perdidos que intentan encontrar de nuevo el Imperio, éste es
mi
campo. Es lo que yo he estudiado, y soy el único antropólogo que hay a bordo. Usted me
necesita.


Podemos arreglárnoslas solos. Es demasiado peligroso.

—Pero deja usted que el señor Bury siga a bordo.

—No es que le deje. El almirante me ordenó concretamente mantenerle en la nave. No tengo otra alternativa con él, pero sí con usted y con sus criados...

—Si se trata de Adam y de Annie, si está preocupado por ellos, los dejaremos aquí. De todos modos no podrían soportar la aceleración. Pero yo puedo soportar cualquier cosa que pueda soportar usted, mi señor capitán Roderick Blaine. Le he visto después de un Salto hiperespacial, desconcertado, mirando a su alrededor sin saber qué hacer, y yo fui capaz de salir de mi cabina y llegar caminando hasta aquí, hasta el puente. ¡No me trate, pues, como a un ser desvalido! Y deje que me quede aquí, porque si no...

—Si no ¿qué?

—Nada, por supuesto. Sé que no puedo amenazarle con nada. Pero ¿querrá hacerme ese favor, Rod? —Lo intentaba todo; incluso bajar los ojos, y esto fue demasiado para Rod, que rompió a reír.

—El teniente Frenzi, señor —anunció el infante de marina que estaba de centinela a la entrada del puente.

—Entre, Romeo, entre —dijo Rod con más cordialidad de la que sentía.

Frenzi tenía treinta y cinco años, diez más que Blaine, que había servido a sus órdenes durante tres meses y había sido el período más triste que recordaba. Frenzi era un buen administrador, pero un oficial espantoso.

El recién llegado miró por todo el puente, la mandíbula inferior muy adelantada.

—Hola, Blaine. ¿Dónde está el capitán Cziller?

—En Nueva Chicago —dijo Rod complacido—. Ahora estoy yo al mando de la
MacArthur. —
Se volvió para que Frenzi pudiese ver los cuatro anillos en ambas mangas.

Frenzi arrugó la cara.

—Felicidades. —Hubo una larga pausa—. Señor.

—Gracias, Romeo. Aún me cuesta trabajo acostumbrarme también a mí.

—Bueno, saldré y diré a los hombres que no se apresuren con el combustible, ¿verdad? —dijo Frenzi. Se volvió para irse.

—¿Qué demonios quiere decir con eso? Tengo una prioridad doble A-1. ¿Quiere ver el mensaje?

—Lo he visto. Enviaron una copia a la estación, Blaine... perdón, capitán. Pero el mensaje indica claramente que el almirante Cranston cree que Cziller está aún al mando de la
MacArthur.
Con todo respeto, señor, creo que no habría enviado esta nave a interceptar a una posible nave alienígena si supiese que iba al mando de un... un joven oficial que es la primera vez que ostenta el mando de una nave. Señor.

Antes de que Blaine pudiese contestar, habló Sally.

—He visto el mensaje, teniente, e iba dirigido a la
MacArthur,
no a Cziller. Y concedía a la nave prioridad para reponer combustible. Frenzi la miró fríamente.

—La
Lermontov
será mucho más adecuada para esta operación, según creo. Perdone, capitán, pero he de volver a mi puesto. —Miró de nuevo hoscamente a Sally—. No sabía que empleasen mujeres sin uniforme como pilotos.

—Da la casualidad de que soy la sobrina del senador Fowler y estoy a bordo de esta nave por órdenes del Almirantazgo, teniente —dijo ella con acritud—. Me asombra su descortesía. Mi familia no está acostumbrada a un tratamiento como éste, y estoy segura de que mis amistades de la Corte se asombrarán de que un oficial del Imperio se comporte de modo tan grosero.

Frenzi enrojeció y miró a su alrededor muy nervioso.

—Discúlpeme, señora. No pretendía ofenderla, se lo aseguro... Me sorprendió su presencia aquí porque es poco frecuente que haya mujeres a bordo de las naves de guerra, y aún más tratándose de una joven dama tan atractiva como usted... Le ruego me perdone...

Su voz se fue perdiendo a medida que salía del puente.

—Bueno, ¿por qué no reacciona usted también así? —preguntó Sally sonoramente.

Rod sonrió y luego se levantó de un salto de su asiento.

—¡Comunicará a Cranston que soy yo quien manda la nave! Tardará aproximadamente una hora en llegar el mensaje a Nueva Escocia y la contestación tardará por lo menos otra. —Accionó los controles del intercom—.

ME DIRIJO A TODA LA TRIPULACIÓN. SOY EL CAPITÁN. DEBEMOS PARTIR EN CIENTO VEINTICINCO MINUTOS. DEBEMOS PARTIR EN CIENTO VEINTICINCO MINUTOS. SI NO ESTÁN USTEDES A BORDO LES DEJAREMOS ATRÁS.

—Ése es el sistema —gritó Sally animándole—. Déjele que envíe sus mensajes. —Mientras Blaine se volvía para dar prisa a la tripulación, ella abandonó el puente y fue a ocultarse en su camarote.

Rod hizo otra llamada.

—Teniente Sinclair. Comuníqueme si hay algún retraso ahí.

Si Frenzi intentaba retrasar las operaciones, podría destituirle. Desde luego que lo haría... hacía mucho que soñaba con darle una lección a Frenzi.

Llegaron los informes. Cargill llegó al puente con una serie de órdenes de transferencia y una expresión satisfecha. Los contramaestres de la
MacArthur,
con copias del mensaje de prioridad en la mano, habían ido a buscar a los mejores hombres de Brigit.

Nuevos y viejos tripulantes andaban por la nave, sacando el equipo dañado y colocando apresuradamente piezas de repuesto del depósito de suministros de Brigit, revisando o colocando y pasando en seguida a la tarea siguiente. Otras piezas de repuesto se almacenaban en cuanto llegaban. Más tarde podrían utilizarlas para reemplazar los instrumentos de Sinclair que parecían fundidos... si es que alguien podía descubrir un modo de desmontarlos. Era bastante difícil determinar lo que había dentro de una de aquellas cajas negras regularizadas. Rod localizó un calentador microondular e hizo que lo enviasen a la sala de oficiales; a Cargill le gustaría.

Cuando la reposición de combustible había casi concluido, Rod se colocó su traje de presión y salió. No era necesaria su inspección, pero el saber que el capitán estaba al tanto de todo estimulaba la moral de la tripulación. Allí fuera, Rod buscó a la nave intrusa.

La Cara de Dios le contemplaba desde el espacio.

El Saco de Carbón era una masa nebulosa de polvo y gas, pequeña desde aquella distancia pese a tener de veinticuatro a treinta años luz de espesor, pero densa y lo bastante próxima a Nueva Caledonia como para bloquear una cuarta parte del cielo. La Tierra y la Capital Imperial, Esparta, quedaban invisibles al otro lado. La esparcida negrura ocultaba la mayor parte del Imperio, pero constituía un fino y aterciopelado telón de fondo para dos estrellas próximas y luminosas.

Incluso sin ese telón de fondo, el Ojo de Murcheson era la estrella más brillante del cielo: una gran gigante roja a treinta y cinco años luz de distancia. La mancha blanca que había a un lado era su estrella compañera, una enana amarilla, más pequeña, más difusa y menos interesante: la Paja. Visto desde allí el Saco de Carbón tenía la forma de un hombre encapuchado, con cabeza y hombros; y la supergigante roja descentrada se convertía en un ojo atento y malévolo.

La Cara de Dios. Era una vista famosa en todo el Imperio, aquel panorama extraordinario del Saco de Carbón visto desde Nueva Caledonia. Pero allí, en el frío del espacio, resultaba distinto. En una fotografía parecía un saco de carbón. Allí era real.

Y algo que no podía ver avanzaba hacia él desde la Paja en el Ojo de Dios.

6 • La vela de luz

Una gravedad sólo... con sensaciones de náusea cuando la
MacArthur
enfiló el rumbo de intercepción previsto. La red elástica le mantuvo fijado a la silla de aceleración durante los escasos minutos de gravedad cambiante pero normal... minutos, sospechaba Rod, que pronto consideraría retrospectivamente con nostalgia.

Kevin Renner había tripulado un navío mercante interestelar antes de incorporarse a la
MacArthur
como piloto. Era un hombre delgado de rostro flaco, diez años más viejo que Blaine. Cuando Rod situó su silla de aceleración tras él, Renner ajustaba curvas en una pantalla visual; y su sonrisa satisfecha no correspondía a un hombre de la Marina.

—¿Ajustado el rumbo, teniente Renner?

—Sí, señor —contestó animosamente Kevin Renner—. ¡Directamente hacia el sol a cuatro gravedades!

Blaine rechazó el deseo de comprobarlo.

—Adelante.

Las alarmas de aviso sonaron y la
MacArthur
aceleró. La tripulación y los pasajeros sintieron que su peso se asentaba más profundamente en literas y sillas, y se prepararon para varios días de peso excesivo.

—Bromeaba usted, ¿verdad? —preguntó Blaine. El piloto le miró quisquillosamente.

—Ya sabe que se trata de un sistema de propulsión basado en la luz, ¿no?

—Naturalmente.

—Entonces mire allí. —Renner trazó una curva verde en la pantalla visual, una parábola que se elevaba agudamente hacia la derecha—. La luz solar por centímetro cuadrado que incide sobre una vela de luz decrece proporcionalmente al cuadrado de la distancia de la estrella. La aceleración varía en proporción directa a la luz solar reflejada desde la vela.

—Por supuesto, señor Renner. Explíquese.

Renner trazó otra parábola, muy parecida a la primera, pero azul.

—El viento estelar puede también impulsar una vela de luz. El empuje varía más o menos igual. La diferencia importante es que el viento estelar lo forman núcleos atómicos. Se fijan donde golpean la vela. El impulso se transfiere directamente... y es todo radial respecto al sol.

—No se puede virar por avante contra él —comprendió de pronto Blaine—. No puedes virar por avante contra la luz inclinando la vela; el viento estelar siempre te aleja en línea recta del sol.

—Exactamente. Así que, capitán, supongamos que penetramos en un sistema al siete por ciento de la velocidad de la luz y que queremos parar. ¿Qué haríamos?

—Soltar todo el peso posible —musitó Blaine—. Bueno... no veo dónde está el problema. Ellos deben de haber despegado de ese mismo modo.

—No lo creo. Se mueven demasiado aprisa. Pero aceptemos eso por un minuto. Lo que cuenta es que se mueven demasiado aprisa para
parar,
a menos que se aproximen mucho al sol, realmente mucho. Los intrusos se dirigen en realidad directamente hacia el sol. Probablemente la nave vire mucho después de que la luz solar la haya desacelerado lo suficiente... siempre que no se haya fundido o se hayan partido los obenques o se le haya rasgado la vela. Llegarán tan cerca que tendrán que desviarse en ángulo recto; no tienen elección.

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