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Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

La oscuridad más allá de las estrellas (2 page)

BOOK: La oscuridad más allá de las estrellas
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Me pregunté qué pensarían los demás si me vieran sonreir, e inspeccioné el paisaje con ojo más científico. Había señales evidentes de erosión, el resultado de una atmósfera tenue y millones de años. Se nos había advertido de que el planeta todavía estaba geológicamente activo, que había movimiento tectónico y...

¿Y qué?

No había vida, ni había habido señales de ella desde el espacio, lo recordaba del informe preliminar.

Sentí los primeros estremecimientos de inquietud. No podía recordar el resto del informe, quién lo había dado o quién más estaba presente o qué más se había dicho. Me preocupé durante un momento, y luego lo deseché de mi mente. La pendiente se volvía más empinada. Me concentré en aferrarme a la barra de seguridad que tenía en el regazo mientras el rover escalaba por el lecho y avanzaba a trompicones por encima de las rocas hacia las estribaciones del volcán a un centenar de metros de distancia.

Unos minutos más tarde nos detuvimos al borde de una extensión de escombros que eran el resultado de un pequeño deslizamiento de tierra. Salí del rover, aferrando mi hacha y mi bolsa de muestras. Volví a intentar hablar con alguien, pero lo único que conseguí fue el irritante crepitar de mis auriculares. Tenía ganas de tirar una piedra al conductor del rover y a su compañero, que ahora estaban a unos cincuenta metros frente a mí, de forma que tuvieran que volverse y así pudiera ver quiénes eran.

Otra punzada de preocupación. No conocía sus nombres, no podía recordar sus caras...

Cincuenta metros de trepar sobre rocas y el esfuerzo empezó a preocuparme; mis sistemas de soporte vital no estaban actuando bien. El casco se estaba empañando y podía oír el débil sonido de la bomba de vacío interna. Para ese entonces ya deberíamos haber aprendido a mantener los trajes en mejores condiciones...

La subida era más escarpada de lo que parecía y las piedras se hacían más grandes, teníamos que abrirnos camino entre ellas en vez de simplemente pasar por encima. Al pie de la escarpa mis auriculares volvieron a crepitar. Miré en dirección a las figuras que inspeccionaban la pared del precipicio. Esta vez sus cascos estaban a la sombra. La figura más pequeña señaló un estrato sedimentario de color claro y me dedicó un gesto con la mano.

Contuve el aliento. No sería fácil, no con mi bolsa de muestras y el peso de mi traje. Y tenía miedo. A bordo de la nave nunca te caías, ni nada se caía sobre ti. Pero eso sería una posibilidad demasiado real al escalar esa parte de la pared.

La pared de la escarpadura estaba muy fracturada; había docenas de afloramientos menores y chimeneas que emergían de la piedra rojiza. Mis botas eran lo suficientemente flexibles para darme agarre con los dedos de los pies y tenía cuerda, un arnés de seguridad y un montón de herramientas de escalada; cuñas y anclajes, levas serradas expansibles que podía introducir en las grietas para sujetar la cuerda.

Y puede que en aquel pálido estrato sedimentario encontrar lo que estábamos buscando: las débiles y frágiles trazas de algo que estuvo aquí antes que nosotros, algo que una vez llamó a este planeta su hogar y para el que las interminables extensiones yermas de arena y roca eran más vulgares que hermosas.

Me volví a contemplar el paisaje que tenía detrás, las dunas onduladas que habíamos atravesado, los cráteres a lo lejos, la telaraña de lechos secos y barranqueras, todo ello bañado por la brillante luz del sol del sistema.

Hacía un día perfecto para los héroes.

M
edia hora más tarde, había trepado más de sesenta metros, agarrándome a las fallas en la cara rocosa del precipicio. Desde esa altura podía ver la lanzadera, y la cordillera montañosa que había detrás, que ya no quedaba oculta por las dunas bajas. Miré hacia abajo, a las demás figuras pegadas a la pared del precipicio. A veinte metros por debajo tenía a mi compañero, asegurando de la cordada, y diez metros por debajo de éste al tercer miembro de mi equipo. Sabía que ambos me observaban atentamente, aunque una vez más el reflejo del sol volvía a ocultar sus rostros a mi vista. A veces la primaria los pintaba de un dorado resplandeciente. Al momento siguiente los revelaba como figuras diminutas y frágiles envueltas en grandes extensiones en lo que antaño solía ser un tejido aislante de un blanco deslumbrante, y que ahora tenía franjas de verdín que manchaban las juntas metálicas de esos vetustos trajes.

Creí recordar el nombre de la figura más pequeña pero se me fue de la cabeza con tanta rapidez como si alguien borrara una pizarra. Sentí otra oleada de pánico, entonces me obligué a centrar mi atención en la pared rocosa que tenía ante mí.

Había visto una imagen esquemática de los diferentes estratos formados por lechos oceánicos y sedimentos que se apilaban hacia arriba en montañas escarpadas, el resultado de placas continentales en colisión. Las arrugadas láminas de roca que tenía delante no se parecían demasiado al esquema, pero era la primera vez que veía geología de verdad.

Terminé grabando una franja de tres metros de la superficie, colgué la cámara en mi arnés, y me empujé con las piernas para obtener impulso para golpear la roca fácil de desmenuzar con mi hacha. Recuerdo que pensé que a lo mejor era yo el que...

No lo esperaba en absoluto.

El paisaje rieló ligeramente y la escarpadura tembló. La cuerda se destensó cuando dos de las cuñas se salieron de la roca repentinamente quebrada. Me balanceé hacia la pared de roca, buscando desesperadamente un agarre, aterrorizado por la idea de que algo podía caerme encima desde arriba.

Antes de que pudiera agarrarme a nada, la última de las cuñas saltó de la roca y me desplomé a través del aire tenue, gritando en el interior de mi casco. Un momento después estaba colgado del arnés alrededor de mi torso y de la cuerda atada a mi compañero de aseguramiento. Me retorcí lentamente, justo fuera del alcance de la superficie rocosa. Estaba boca arriba, y podía ver a las demás figuras de la escarpadura que me miraban desde lo alto, cada una agarrándose a la roca con una mano y aferrando la cuerda con la otra.

Repentinamente, justo encima del traje, la cuerda se deshilachó como un cordel pasado al rozarse contra una aguda protuberancia pétrea. Volví a caer, rebotando contra cornisas que se desmoronaban en pequeños desprendimientos, intentando desesperadamente agarrarme a la superficie del precipicio que pasaba ante mí a toda velocidad.

Me golpeé contra una piedra de la base, luego me deslicé hasta el suelo, aturdido, con el brazo izquierdo inmovilizado bajo mi cuerpo. Tenía miedo de moverme, de respirar. Yací de lado mirando al campo de piedras anaranjado que se extendía en la planicie que había debajo. Parecía como si alguien le hubiera pintado al paisaje franjas grises difuminadas; y entonces me di cuenta de que se debía a que el plástico curvo de mi casco estaba recubierto de líneas de fractura. Repentinamente me percaté de lo que me costaba respirar, del débil sonido de la bomba del traje y de un sonido sibilante y agudo.

Perdía aire por las grietas del casco.

No podía creer que me hubiera caído, que el día fuera a terminar de esta forma. Me moví ligeramente, incómodo porque el áspero tejido de mi traje de ventilación me rozaba contra la piel. El sudor que me recubría el cuerpo empezaba a secarse y sentí un frío intenso.

Ahora tenía la cabeza más clara, la conmoción desaparecía. El brazo me latía y cuando inhalé profundamente solté un jadeo de dolor: parecía que tenía algunas costillas rotas. Tenía los pies húmedos y calientes, y temía que los conductos del traje interno se hubieran se hubieran roto. O peor, que se hubiera roto la bolsa de orina y que estuviera tendido sobre mis propias meadas.

Entonces tuve la sensación resbaladiza alrededor de mi pecho y cintura. Estaba sangrando y la sangre se acumulaba en mis botas.

Pedía ayuda mediante la comunicación del traje. Una vez más mis auriculares crepitaron y una vez más no pude entender qué se decía. Empecé a temblar. Pronto habría 210 Kelvin tanto en el interior como en el exterior y me quedaría congelado y rígido en cuestión de minutos. Y aunque no me congelara, tampoco duraría mucho intentando respirar 47 milibares de CO
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y gases inertes.

No me di cuenta de que estaba llorando hasta que sentí las lágrimas congelarse sobre mis párpados. Ignoré el dolor de mi brazo y mi pecho y me moví para ver el paisaje más allá del pedregal.

Era una hermosa mañana en un planeta sin ninguna importancia particular que orbitaba alrededor de una oscura estrella de clase G y yo me desangraba hasta morir.

Era injusto.

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Y
ací allí, jadeando en busca de oxígeno, contemplando cómo parpadeaban en sucesión los números en los indicadores de estrés antes de que el visor se cubriera de escarcha procedente de mi aliento. Pero no necesitaba contemplar su lento declive para saber que mi vida se disipaba gradualmente en el frío. Minutos más tarde sentí pasos sobre los restos del deslizamiento, dos pares de pasos. Jamás dudé que alguien vendría en mi ayuda, ningún grupo de exploración podía permitirse dejar a alguien atrás.

—... unos buenos treinta metros, probablemente estará muerto...

Esta vez las palabras atravesaron la estática crepitante, pero tenía demasiado frío y demasiado dolor para sentir alegría. Intenté penetrar en el mundo que se oscurecía por momentos con los ojos entrecerrados en rendijas. Las fracturas de mi casco estaban recubiertas de escarcha y tenía la cara insensible. Podía sentir cómo el frío se introducía en el interior de mi traje, congelándome el estómago y la ingle.

Giré ligeramente sobre mí mismo, gritando cuando mis costillas rotas rechinaron unas contra otras. Olí a orina, y me sentí vagamente avergonzado, sabiendo que me había meado en el traje.

—... todo el camino, con cuidado...

Unas manos me agarraron por los hombros y me dieron la vuelta de forma que me quedé mirando al cielo color melocotón. Ahora tenía un tono más profundo, el rojo sonrojado de una puesta de sol. No podía creer que llevara ahí tirado tanto tiempo, que ya estuviera anocheciendo. Me pregunté por qué mis compañeros de equipo habían sido tan lentos a la hora de descender del precipicio y por qué no había muerto congelado para cuando llegaron hasta allí.

—... sellador...

—... rocíalo, date prisa...

Una cara se alzó ante mí, la primera que recuerdo haber visto en todo el día. Una mujer, no demasiado vieja pero tampoco demasiado joven, con sus facciones distorsionadas por la curva de su casco. Parecía preocupada.

—... oirme...

Su voz bramó en mis oídos. Intenté asentir. Unas oleadas de algo neblinoso se dispersaron sobre mi casco y se congelaron en densos churretones opacos. El siseo en el interior de mi traje disminuyó hasta desaparecer. Pude volver a oír mi propia respiración, jadeante y profunda. También empecé a sentirme más cálido cuando los sistemas de soporte vital de mi traje empezaron a trabajar.

—... de lado... tendré que intentarlo por el brazo o por las nalgas... con cuidado...

Otro cambio de postura y mi casco se oscureció. Sentí cómo el traje golpeaba contra las rocas y al instante vacié lo que me quedaba en la vejiga. Me habían puesto mal, de forma que yacía sobre mi brazo roto. Grité de dolor, aunque me salió más bien como un graznido. Alguien cogió la pernera izquierda del traje y sentí un breve pinchazo cuando una aguja hipodérmica penetró a través de la junta del traje, justo debajo de mi culo.

—... no sé si lo conseguí... tendré que probar con el brazo también...

—... lo estamos perdiendo...

Hubo otro pinchazo a través de la junta del hombro. Un momento después era incapaz de sentir nada de cuello para abajo.

—... heridas internas, hemorragia intensa... no llegará a la lanzadera...

—... puede oírte...

—... entonces está mejor de lo que...

—... cállate...

El interior de mi traje volvía a ser cálido y cómodo. Me sumergí en un mundo que se había vuelto impreciso repentinamente. No sentí nada en absoluto cuando me alzaron y me llevaron al rover.

Estuve inconsciente durante la mayor parte del accidentado viaje de regreso a lo largo del lecho para recoger a los demás, volviendo a la consciencia bruscamente cuando me izaban a bordo de la lanzadera. Una vez que me depositaron pudieron agarrar mejor el traje y algo se me desgarró en el interior del brazo izquierdo. Hubo una súbita explosión de calidez y volví a gritar.

BOOK: La oscuridad más allá de las estrellas
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